La austeridad es omnipresente. Subidas de los tipos de interés, nuevas privatizaciones, contratos laborales cada vez más flexibles, recortes en sanidad y educación pública, reducción de los impuestos sobre las plusvalías y aumento de los impuestos sobre el consumo. Cada reforma económica se nos presenta como una necesidad: debemos apretarnos el cinturón, no sea que nuestro Estado entre en bancarrota. Debemos ser realistas y tomar decisiones difíciles, como exige la situación económica. Una visión de la economía entendida como ciencia pura, objetiva y lógica nos atrapa. No hay alternativa, y no queda más remedio que confiar en los expertos.
Pero, ¿qué quieren decir estos expertos cuando utilizan este término aparentemente ubicuo? La mayoría lo describirá como políticas económicas que implican recortes del gasto público y subidas de impuestos. He aquí la primera trampa: los economistas utilizan la lente del agregado, del todo. Estos expertos hablan de las economías estadounidense, francesa o brasileña como entidades nacionales cohesionadas. Sin embargo, visto más de cerca, se trata de abstracciones burdas que ocultan las profundas divisiones de clase dentro de las economías nacionales y entre ellas.
Si observamos el gasto público agregado en el país en el que vivo y trabajo, Estados Unidos, no veo ningún rastro de austeridad. De hecho, el Estado gasta mucho, sobre todo para asegurar los beneficios de los accionistas, con dádivas públicas a entidades privadas del complejo militar-industrial y otros sectores. Bajo el mandato de Joe Biden, Estados Unidos se endeudó para incentivar a los gestores de activos a invertir en la transición ecológica, impulsar el sector financiero estadounidense y enviar al menos 12 500 millones de dólares en ayuda militar a Israel en menos de diez meses. Sumada a otra «ayuda» enviada en agosto, esto garantiza el negocio a más de cincuenta multinacionales implicadas en una masacre que se estima ya ha matado a 186 000 personas, el 70% de ellas mujeres y niños.
Así pues, el gasto público no está disminuyendo, pero la cuestión relevante es otra. La austeridad no consiste simplemente en si el Estado gasta o no, sino en dónde gasta o, mejor aún, para quién gasta. La mentira de la austeridad sirve como herramienta para garantizar que, independientemente del partido que esté en el poder o de la opinión pública, la democracia no interfiera con el statu quo.
¿Estado de quién, intereses de quién?
Cuando el Estado estadounidense, como la mayoría de los Estados, aumenta el gasto militar o rescata a los bancos mientras recorta simultáneamente el gasto en sanidad, educación, transporte, vivienda pública o subsidios de desempleo, transfiere estructuralmente recursos de la mayoría trabajadora al 1% de la población que subsiste principalmente de la propiedad del capital (es decir, dividendos de acciones, rentas e intereses).
En otras palabras, la tan mentada austeridad no consiste en gastar menos, sino en gastar de la forma «correcta»: a favor de la élite económica y financiera y en detrimento de la mayoría de la población. Mientras luchamos por permitirnos un tratamiento médico básico, nos vemos obligados a enviar a nuestros hijos a escuelas superpobladas y mal financiadas y esperamos en largas colas para hacer un trámite en la administración pública, las arcas de Lockheed Martin y BlackRock se rellenan constantemente. Solo en 2023, el Estado estadounidense compró a Lockheed Martin casi 50 000 millones de dólares en armas. Aunque se recorten los gastos sociales, para la clase capitalista, la idea de que no hay dinero no existe.
El mismo principio se aplica a los ingresos del Estado, la otra cara de la moneda de la austeridad: no se trata de si el Estado aumenta los impuestos, sino de para quién los aumenta. Hoy en día, la mayoría de los gobiernos promulgan reformas fiscales regresivas que siguen recortando impuestos a quienes tienen rentas del capital (por no hablar de las generosas lagunas fiscales) mientras aumentan los impuestos a quienes viven del trabajo, que tienen poco margen para la evasión dado que tributan directamente de su nómina.
En Estados Unidos, las personas que obtienen ingresos del trabajo tributan desproporcionadamente más que las que obtienen ingresos a través de ganancias de capital, la mayoría de las cuales son obtenidas por los ricos (en 2019, el 1% superior representó el 75% de todas las ganancias de capital en Estados Unidos, y el 0,1% superior por sí solo casi la mitad). Además, mientras que los impuestos sobre las ventas, los impuestos especiales (como los aplicados sobre el combustible) y los impuestos sobre el alcohol —que todos pagamos por igual independientemente de los ingresos— están creciendo en la mayoría de los estados norteamericanos, los impuestos federales sobre las empresas se han reducido (del 35% al 21% en 2017), así como los impuestos sobre los tramos superiores de ingresos (del 92% en 1953 al 37% en 2023).
Esto nos lleva a la absurda situación de que, en una corporación como Walt Disney, un custodio tendría que trabajar dos mil años para ganar lo mismo que lo que gana el director general en uno, y los accionistas pagan muchos menos impuestos que los trabajadores, cuyo trabajo es lo que genera beneficios. Pero Walt Disney no es una manzana podrida, sino un estándar que palidece en comparación con otras empresas. En 2018, las corporaciones estadounidenses que pagaron cero dólares en impuestos federales sobre la renta incluyeron a empresas como IBM, Starbucks, Netflix, Delta, Chevron, GM y Amazon. El ejemplo más flagrante de fiscalidad regresiva es el recorte del impuesto de sucesiones, un impuesto que se ha vuelto sustancialmente irrelevante para los ingresos fiscales en todo el mundo. En Estados Unidos, gracias al mecanismo de un fideicomiso de anualidades (el llamado Grantor Retained Annuity Trust), los multimillonarios pueden transmitir su riqueza a las siguientes generaciones completamente libres de impuestos.
Teniendo en cuenta estos hechos, podemos descartar el tropo común por el que las políticas de austeridad se conciben como un juego de suma cero entre el Estado y el mercado. El capitalismo de austeridad no significa menos Estado, sino más bien un Estado que desempeña constantemente un papel activo en el apuntalamiento del mercado actuando según la lógica de expropiar recursos de los muchos (que viven de los salarios) para favorecer a los pocos (que subsisten principalmente del capital).
La austeridad «gestiona» la economía en el sentido más radical: nos hace precarios y dóciles y garantiza que nunca se cuestione el sistema económico. La austeridad es transversal a los partidos. A menudo es paradójicamente la autodenominada izquierda la que impulsa la austeridad, desde el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil hasta el Partido Laborista en el Reino Unido. Este fue especialmente el caso de la coalición socialdemócrata-verde alemana de Gerhard Schröder, que emprendió recortes sociales y reformas del mercado laboral de gran calado que, posiblemente, ningún gobierno conservador se habría atrevido a llevar a cabo.
La trinidad de la austeridad
La austeridad fiscal suele ir de la mano de políticas monetarias de aumento de los tipos de interés, como ha hecho el Banco Central Europeo casi mensualmente desde julio de 2022. Es una buena noticia para los propietarios de capital (esos mismos individuos a los que el Estado decide no gravar, sino pedirles prestado, lo que les genera intereses). Es una mala noticia para las familias que dependen de los préstamos para su supervivencia diaria y que se encontrarán pagando hipotecas más altas y acumulando más deudas de tarjetas de crédito.
Las familias trabajadoras se ven afectadas no solo como consumidores, sino aún más como trabajadores. En primer lugar, el mayor coste del dinero aumenta los gastos de endeudamiento del gobierno para servicios sociales, que luego se citan para justificar nuevos recortes. Estos, a su vez, aumentan la mercantilización de esos derechos básicos como la sanidad y la educación y, por tanto, la disposición de los trabajadores a aceptar cualquier trabajo que puedan encontrar para pagarlos. Además, la austeridad monetaria repercute directamente en el mercado laboral. El alto coste del dinero, de hecho, ralentiza la economía; menos oportunidades de trabajo y un mayor desempleo socavan el poder de negociación de los trabajadores. La austeridad monetaria determinó la agenda de la Reserva Federal estadounidense en 2022 y 2023 y elevó el número de desempleados en 1,3 millones entre julio de 2023 y julio de 2024.
La actual ola de austeridad monetaria estuvo precedida por más de una década de tipos de interés muy bajos, especialmente en el momento posterior a 2008, lo que benefició directamente a la concentración del poder económico en manos de los gestores de activos y del capital «en la nube». Sin embargo, como nos recuerda la actual secretaria del Tesoro estadounidense, Janet Yellen, «los tipos de interés solo pueden ser bajos cuando los trabajadores son débiles».
El dinero fácil y las recientes formas de flexibilización cuantitativa que aseguraron inmediatamente los activos de las grandes corporaciones eran políticamente compatibles con el orden del capital debido a las anteriores oleadas de austeridad. Este es el papel desempeñado en Estados Unidos por el infame shock Volcker. Toma su nombre del presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, que subió los tipos de interés hasta el 20% a principios de los años ochenta, provocando una recesión económica en Estados Unidos y otra aún mayor para los países latinoamericanos que estaban muy endeudados en moneda estadounidense. Como en muchas otras partes del mundo, esta dosis de dinero caro aumentó el desempleo hasta el 10% y quebró la espalda de los trabajadores organizados en un momento en que pasaban a la ofensiva como no se había visto en décadas.
Sin embargo, la élite gobernante sabe que no hay victoria permanente. Como demuestran los últimos acontecimientos, cualquier aceleración del crecimiento salarial en un contexto de contracción de los mercados laborales es una amenaza potencial que hay que erradicar. El riesgo de que una economía entre en una espiral de recesión es un coste a corto plazo comparado con el requisito previo vital de la acumulación de capital: garantizar la subordinación de los trabajadores y una tasa de explotación saludable. Lejos de «catástrofes naturales», las recesiones económicas son a menudo resultados deliberados diseñados para asegurar la contracción salarial y mantener el dominio incuestionable de la ganancia.
Por último, no podemos olvidar el tercer elemento de la trinidad de la austeridad, a saber, la austeridad industrial visible en la intervención directa del Estado en el mercado laboral a través de la privatización, el desmantelamiento de los derechos laborales duramente conquistados y el debilitamiento de los sindicatos. Las tres facetas de la austeridad —fiscal, monetaria e industrial— se refuerzan mutuamente y trabajan al unísono para desplazar continuamente recursos de los trabajadores a los poseedores de capital.
Más que un marco defectuoso
Numerosos estudios han demostrado que la austeridad casi nunca estimula el crecimiento ni reduce la deuda. En vista de ello, la cuestión relevante no es el historial de la austeridad, sino por qué sigue siendo el curso de acción preferido de los gobiernos. Al reflexionar sobre las razones de la austeridad, el mayor error que podemos cometer es tratarla simplemente como una política errónea que obstaculiza el crecimiento económico. Este tipo de posición es la que suelen adoptar los economistas críticos con la austeridad, pero que siguen operando en un marco tecnocrático que asume una separación absoluta entre los problemas económicos y los políticos.
El predominio de la austeridad no es el resultado de la pura estupidez o corrupción de los gobernantes; al contrario, estos se adhieren a ella porque la consideran particularmente eficaz para reforzar las relaciones de clase. No se pueden entender las políticas fiscales y monetarias sin considerar su impacto en las relaciones laborales y, en última instancia, en lo que llamamos el orden del capital como relación social fundacional de nuestro sistema económico. Las manipulaciones de la demanda agregada siempre han sido un medio para alcanzar un fin más profundo: garantizar que para la mayoría de las personas de este planeta no existan alternativas a la venta de su trabajo para ganarse la vida.
Este objetivo tiene prioridad sobre todos los demás, incluso a costa de una recesión económica temporal o de un mayor endeudamiento. Es fácil desenmascarar las prioridades políticas en juego si se considera, por ejemplo, el coste que supone para los ciudadanos estadounidenses no gravar a los ricos. Según el Tesoro estadounidense, gravar las plusvalías al fallecer en lugar de permitir que se transmitan sin tributar recaudaría más de 400 000 millones de dólares en la próxima década, casi exclusivamente del 1% más rico. Eso es tres veces lo que el gobierno de EE.UU. gastó en programas de asistencia alimentaria para familias de bajos ingresos en 2023. El desfinanciamiento sistemático del Servicio de Impuestos Internos es un caso emblemático. El despido de empleados públicos con el pretexto de recortar gastos ha costado irónicamente unos 7,5 billones de dólares en más de una década debido a la falta de recaudación de impuestos, casi 4,5 veces el déficit del año fiscal 2023.
En resumen, el principal objetivo que las élites pretenden alcanzar con la austeridad es aumentar la dependencia de los trabajadores del mercado. Si, por ejemplo, un trabajador estadounidense teme perder su empleo y, con él, la capacidad de pagar la atención médica, se vuelve más controlable. Si las oportunidades de empleo escasean, los salarios disminuyen. A medida que el Estado recorta en sanidad, educación, vivienda social, transporte y servicios públicos, la gente se preocupa por tener dinero en el bolsillo para garantizar una buena educación a sus hijos, un tratamiento médico adecuado, un techo bajo el que vivir y el derecho al transporte. Cada vez están más atados a la necesidad de disponer de dinero suficiente, que la mayoría solo puede obtener de una manera: vendiendo su capacidad de trabajo a cambio de un salario. Apenas tienen energía para llegar a fin de mes, por no hablar de emprender una lucha colectiva para cambiar sus condiciones de trabajo.
Sin embargo, hay un segundo motivo: la trinidad de la austeridad apoya la inversión de capital atrayendo a los inversores más ricos mediante subvenciones e incentivos estatales, impuestos obscenamente bajos (sobre las plusvalías, el patrimonio y los beneficios empresariales), salarios por el suelo y el desmantelamiento de las garantías y protecciones laborales. Al garantizar las mejores condiciones posibles para que los beneficios se disparen, las políticas de austeridad se convierten en herramientas para redistribuir la riqueza hacia arriba, beneficiando a una minoría de la élite de ahorradores-inversores (que de todos modos tienden a considerarse los más virtuosos y merecedores).
Por lo tanto, la verdadera medida de la eficacia de la austeridad reside en su capacidad para imponer y reforzar una estructura de clases para servir y, sobre todo, proteger el orden capitalista, el mismo orden que sustenta el crecimiento económico. En este sentido, la austeridad nunca ha sido un cálculo irracional.
Disciplinario por diseño
Las instituciones financieras dominantes de nuestra era, desde la Reserva Federal hasta el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, sirven ostensiblemente al propósito primordial de «estabilizar» la economía. Sin embargo, una lectura más atenta de la historia revela que el requisito previo fundamental para esta estabilización es amañar el juego contra los trabajadores para que no tengan otra alternativa que aceptar un papel subordinado en el proceso de producción. Como dijo brillantemente el economista estadounidense Duncan Foley, las políticas monetarias y fiscales ostensiblemente orientadas a la inflación deberían describirse mejor como «orientadas a la tasa de explotación». La caja de herramientas de la gestión macroeconómica —subidas de los tipos de interés, recortes del gasto social, fiscalidad regresiva, privatizaciones— se basa en el sacrificio selectivo de los trabajadores en forma de pérdidas de empleo, precariedad social y dependencia del mercado.
Puede que estos escenarios te parezcan paradójicos o incluso la expresión de un fracaso de las políticas económicas. No te culpamos. Lo que queremos subrayar, sin embargo, es que estos resultados no son un fracaso, sino más bien el resultado deseado de la lógica de nuestro sistema económico. La confiscación de los recursos de los trabajadores aumenta su vulnerabilidad económica, su precariedad y su dependencia del mercado. Estos son definitivamente problemas para nosotros pero no para el sistema: asegurar la dependencia del mercado significa asegurar los fundamentos del orden del capital.
Es hora de dejar de creer en la idea de que, dentro de una sociedad capitalista, tiene sentido discutir las políticas económicas según el criterio de lo «correcto» y lo «incorrecto» para un bien común elusivo. Una vez que escarbamos en la historia del capitalismo, queda claro que lo que los críticos describen como problemas del sistema (pobreza, desigualdad y desempleo) son en realidad soluciones, aunque soluciones a problemas diferentes. En un sistema capitalista, las políticas económicas siempre funcionan en beneficio de algunos y en detrimento de la mayoría. Nuestra maquinaria económica no está pensada ni estructurada para satisfacer las necesidades de la gente corriente, sino para aumentar las rentas y los beneficios de los pocos poseedores de capital. Lo que es ventajoso para los beneficios es ciertamente desventajoso para la mayoría de la gente, ya que la ventaja para los primeros se basa en gran medida en el sacrificio de los segundos.
El papel vital de la austeridad, tan profundamente arraigado en la formulación de políticas que resulta casi invisible, se hace patente de forma flagrante cuando el sistema económico que sustenta entra en una crisis existencial y la ilusión de un capitalismo estable se desvanece. Mucho más que una mera ralentización del crecimiento económico, estas crisis son momentos en los que la esencia misma del sistema (la venta de bienes con ánimo de lucro) y sus pilares (la propiedad privada de los medios de producción y el trabajo asalariado) son cuestionados por la mayoría de la población, especialmente por los trabajadores, en cuya aquiescencia se basa el sistema.
El periodo posterior a la Primera Guerra Mundial fue un momento así, en el que incluso en el corazón del Occidente capitalista las visiones de una alternativa al capitalismo cosecharon una amplia simpatía popular. Desde Gran Bretaña hasta Italia y Alemania, se estaban produciendo cambios institucionales concretos: en algunos casos, los consejos obreros organizaban la producción horizontalmente y se proponían como el embrión de nuevas organizaciones políticas auténticamente democráticas. La movilización social a gran escala estaba logrando una profunda redistribución.
Lo que detuvo la transición hacia una mayor democracia económica fue una campaña impulsada por expertos para codificar la austeridad como una resolución objetiva a la crisis del capitalismo. Una minoría de poderosos tecnócratas intervino para remediar lo que consideraban un mundo en desorden. En nombre de la lucha contra la inflación y la consecución de un presupuesto equilibrado —argumentos clave que siguen siendo piedras angulares en la retórica de los expertos hoy en día—, los economistas trabajaron al servicio de un objetivo específico: volver a someter a la mayoría de los ciudadanos al orden económico dominante. Como analiza The Capital Order, para imponer la austeridad a los trabajadores italianos, los expertos económicos podían contar con la mano dura del régimen fascista de Benito Mussolini, que contaba con el amplio apoyo de la élite liberal internacional. Mussolini formalizó la alianza de la pericia neoclásica con el gobierno autoritario, que no es una excepción en la historia del capitalismo de los siglos XX y XXI.
La conexión explícita entre austeridad y represión política —tan evidente bajo el fascismo— revela cómo el tratamiento económico de los ciudadanos italianos no era en realidad tan diferente del tratamiento que los expertos británicos preveían para su propio pueblo. De hecho, los tecnócratas británicos presionaron mucho a favor de una aplicación no democrática de la política económica a través de la independencia y la autoridad de los bancos centrales. Las continuidades entre las versiones fascista y liberal de la austeridad muestran cómo la protección del orden del capital requiere un esfuerzo constante para aislar las palancas de la gestión macroeconómica de la interferencia popular. La dinámica de hace cien años sigue hablándonos al revelar tendencias insidiosas en la economía política contemporánea.
Investigar lo que ocurrió entonces, cuando surgió la austeridad para disciplinar a los trabajadores de toda Europa, nos permite profundizar en su lógica actual y desmontar mejor los malentendidos que silencian la disidencia y la resistencia. La historia revela que la austeridad no es una mera aberración del giro neoliberal de los años setenta, como a menudo se cree. Más bien, es una herramienta estructural de nuestro sistema económico, esgrimida para preservar una saludable tasa de explotación. Aunque la austeridad se hace más explícitamente visible como contraofensiva en tiempos de mayor protesta por parte de los trabajadores y los movimientos sociales, representa la norma fija de los gobiernos —y un límite muy estrecho de la democracia electoral— dentro de un sistema capitalista como tal.
Acabar con la austeridad requerirá, por tanto, algo más que ganar unas cuantas elecciones con una plataforma progresista. Tenemos que entender de dónde viene para trazar un camino hacia donde queremos ir. Los estudios históricos pueden traspasar las abstracciones económicas para transmitir un mensaje empoderador: a diferencia de lo que los expertos nos quieren hacer creer, nuestro sistema económico no es natural ni espontáneo. El capital como «dinero» y como «crecimiento del PIB» se basa en un orden político específico que se apoya en el sometimiento de la mayoría. Por esta razón, nuestro sistema económico requiere un soporte vital constante. Es intrínsecamente frágil, y la austeridad se ha perfeccionado con el tiempo como medio para salvaguardarlo.
El orden capitalista depende de la intervención activa del Estado para controlar el mercado laboral y debilitar la posibilidad de que surja cualquier sistema económico alternativo. Prestar atención a las estrategias políticas implementadas continuamente para proteger el orden del capital demuestra que nuestro actual sistema socioeconómico no es inevitable. Tampoco debe aceptarse pasivamente como el único camino a seguir. De ahí el mensaje de empoderamiento: puede subvertirse mediante la acción colectiva. El estudio de la lógica y la finalidad de la austeridad es un primer paso en esa dirección.
[*] El artículo anterior fue publicado originalmente en la edición impresa de Jacobin Deutschland.