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El portaaviones que estos días navega el mar argentino y chileno, y que el gobierno de Javier Milei saluda con entusiasmo, es un arma apuntada a la cabeza de China. Pero también a la nuestra.

América Latina y la guerra por venir

El portaaviones insignia de la marina estadounidense, el buque USS George Washington, ahora de paso por mar argentino, es un arma destinada a que los países periféricos sigan siéndolo. Festejarlo es padecer un Síndrome de Estocolmo geopolítico.

Para los sudamericanos, la idea de una guerra mundial —una en la que nuestros países puedan estar involucrados— puede sonar a ciencia ficción. Por no haber participado de manera directa en ninguna de los dos grandes enfrentamientos bélicos del siglo XX, Sudamérica es una región en donde aquella posibilidad está mucho menos presente de lo que puede estar en Europa o Estados Unidos. Eso es una buena noticia. Pero viene con un riesgo: dar por supuesto que, aún en el caso de una guerra, los países sudamericanos no se verían afectados de manera directa.

Ese mal aqueja también a las dirigencias políticas, incapacitadas para pensar mas allá del corto plazo y ver más lejos que la punta de su nariz. Con ese punto de partida es imposible tomar decisiones en función de los escenarios que el futuro pueda deparar. Sin hacerlo, nuestros países no son más que juguetes manipulables en manos de las potencias hegemónicas.

Sobre ese horizonte de inconsciencia, las performances guerreristas a las que recurre regularmente el presidente argentino Javier Milei pasan como si se tratara de otra de sus excentricidades, carentes de consecuencias prácticas. No caemos en la cuenta del precio que ya estamos pagando por sus morisquetas en materia geopolítica, en un momento donde el mundo se apresta a una reconfiguración que parirá un nuevo orden.

La Casa Blanca planifica a largo plazo

Para comprender la deriva en curso, conviene colocar los hechos en perspectiva y apuntar que hace más de una década, desde que la secretaria de Estado Hilary Clinton anunció el giro estratégico denominado «pivote en Asia-Pacífico», Estados Unidos comenzó los preparativos para un enfrentamiento militar con China. Esa tercera guerra mundial no es un mero evento futuro: ya comenzó, solo que avanza de a capítulos. Hay abiertos dos frentes principales, Rusia y Ucrania (con toda la OTAN detrás) y, por el otro, Israel —también con la OTAN, por supuesto— contra el pueblo palestino, pero atacando además objetivos en Líbano, Siria, Irak, Yemen e Irán.

África se encuentra atravesada por decenas de conflictos armados en los que las precondiciones locales que las permiten se superponen con la intervención geopolítica de las potencias. Los países de la región del Sahel son escenario de una guerra proxy en la que Rusia se está enfrentando de manera indirecta a Francia y Estados Unidos. En la última década, la presencia francesa viene retrocediendo en esa región. El último capítulo fue Níger, un país que abastece del 18% del uranio que utilizan sus 56 reactores nucleares, según France 24. En abril pasado, Estados Unidos confirmó que retirará su presencia militar, mientras Rusia presta asistencia armamentística al gobierno de facto. Tenemos además conflictos militares en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Etiopía, Nigeria, Chad, Mauritania, Senegal y la lista sigue.

En Asia hay enfrentamientos armados en Myanmar, Yemen y Siria. En ese continente se encuentra el que puede ser el punto clave del porvenir: el estrecho de Taiwán, en donde si bien no hay un enfrentamiento militar directo, Estados Unidos echa leña periódicamente para mantener vivo el fuego. Ese avispero será el que moverá el Pentágono en el momento en que esté interesado en escalar la confrontación. Mantenerlo tibio es parte de esa estrategia.

Magnus Öberg director del UCDP (Programa de Datos de Conflictos de Uppsala), una organización sueca que monitoriza los enfrentamientos, señala una tendencia inequívoca: «El número de conflictos y el número de muertes relacionadas con combates ha aumentado en un 97% solo en 2022, con un aumento de más del 400% desde el inicio de la década de 2000».

Mientras desde los centros imperialistas tradicionales —Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, con otros detrás de ellos— se manipulan, instrumentalizan y potencian los conflictos proxy en función de sus propios intereses, se aceleran también los preparativos para la etapa siguiente, cuando ya no se trate de guerras proxy sino de enfrentamientos directos. A medida que nos acerquemos al punto de definición del conflicto hegemónico, los riesgos y la tendencia de que las disputas se resuelvan en el terreno militar irán in crescendo. En este escenario, América Latina está bien lejos de tener garantizada su exclusión de la tendencia.

Estrangulamiento marítimo

En la infinidad de pasos que supone esa compleja planificación de la geopolítica internacional por parte de las grandes potencias, hay muchos que involucran a América Latina. Pero aquí nos interesa subrayar uno: la importancia que tienen los denominados choke points o puntos de estrangulamiento marítimo. Esos lugares incrementarán su valor geoestratégico, ya que antes de que empiecen a volar los misiles Estados Unidos buscará dificultar el abastecimiento chino de materias primas, incrementar el costo logístico, obligar a desvíos que encarezcan el flete, etc. En definitiva, afectar la competitividad de la economía-objetivo y ralentizar su desarrollo económico.

En las condiciones actuales, el punto más importante es el estrecho de Malaca, ubicado entre Malasia, Indonesia y Singapur. Se trata de la ruta comercial más transitada del mundo y es una puerta de entrada a China. Lo sigue de cerca el estrecho de Ormuz, ubicado entre Irán y Omán, ya que por allí transita la mercancía más importante de la economía mundial, el petróleo que se produce en el Golfo Pérsico.

Siguiendo siempre en orden de importancia, vienen luego otros puntos de estrangulamiento, como el estrecho de Bab el Mandeb, ubicado entre Yibuti y Yemen (el ingreso al Mar Rojo que, en su otro extremo, nos deja en el Canal de Suez, puerta de acceso al mar Mediterráneo). Otros puntos importantes son el Bósforo y los Dardanelos —la salida del Mar Negro—, el Estrecho Danés —la salida del Báltico— el estrecho de Gibraltar, que une el Mediterráneo con el Atlántico, y el Cabo de Buena Esperanza que conecta el Océano Atlántico con el Índico.

En el continente americano el punto de estrangulamiento por excelencia es el Canal de Panamá, que une los océanos Atlántico y Pacífico. Para comprender la importancia que tiene Panamá para Estados Unidos debemos subrayar que, además del comercio internacional entre distintos países, a través del Canal transita parte del comercio interno de Estados Unidos (el que va desde la costa este a costa oeste, o viceversa).

La independencia definitiva de Panamá respecto de Colombia data de una fecha relativamente tardía, 1903. El firme involucramiento de Estados Unidos en esa secesión llevó al historiador Ovidio Díaz Espino a titular su libro sobre la historia de la independencia de Panamá como El país creado por Wall Street. El canal era —sigue siendo— tan importante para Estados Unidos que valía la pena dar apoyo financiero para crear un país cuya función era contenerlo.

Panamá es habitualmente considerado el único paso directo entre los océanos Atlántico y Pacífico. Pero hay un segundo pasaje.

La funcionaria estadounidense de mayor rango que trajina su agenda en América Latina es la generala Laura Richardson, Jefa del Comando Sur, uno de los 6 comandos con criterio geográfico en los que Estados Unidos divide el mundo. En su visita a la Argentina, durante el mes de abril, se dirigió a Tierra del Fuego. Lo mismo había hecho un año antes, durante una visita a Chile, cuando sobrevoló en helicóptero el Estrecho de Magallanes.

¿Por qué un alto mando militar estadounidense muestra tanto interés en la punta de América más alejada de Estados Unidos, un territorio de clima frío y escasamente poblado? La respuesta es simple: el Estrecho de Magallanes, entre Argentina y Chile, es el segundo paso directo que conecta el Atlántico con el Pacífico. Y para la guerra con China que Estados Unidos lleva más de una década preparando, constituye otro de los puntos de estrangulamiento marítimo que debe controlar.

El extremo sur contiene tres variantes de paso, todas ubicadas alrededor de la isla de Tierra del Fuego. Entre esa isla y el continente está el mencionado Estrecho de Magallanes. Entre Tierra del Fuego y las islas ubicadas más al sur se encuentra el Canal de Beagle. Aún más al sur, entre esas islas y la Antártida, se encuentra el Mar de Hoces o paso de Drake. Todas son rutas de difícil navegación debido a condiciones climáticas y geográficas, muy poco utilizadas comercialmente. Aquí se puede observar el tráfico en tiempo real y compararlo con otras rutas.

La importancia de estos lugares radica en dos motivos: el primero, ante un eventual cierre del Canal de Panamá sería la única forma de pasar de manera directa desde el Atlántico hacia el Pacífico. El segundo es que aún con Panamá operando, barcos muy grandes como los portaaviones de la clase Nimitz (a la que pertenecen 10 de los 11 actualmente operativos que tiene Estados Unidos) no pasan por el canal.

Dejemos volar nuestra imaginación. Pensemos en una confrontación entre Estados Unidos y China que escala hasta convertirse en un enfrentamiento bélico directo. Vayamos mas allá: supongamos que somos militares estadounidenses y nos ganamos el sueldo pensando cómo podemos hacer para joder a los chinos y también que podrían hacer los chinos para jodernos a nosotros. En ese juego de rol, controlar Panamá es clave para dificultar a China el abastecimiento de materias primas provenientes de Centroamérica y el norte de Sudamérica.

A la hora de pensar qué podrían hacer los chinos para jodernos a nosotros, probablemente descartaríamos que vayan a tener la capacidad ofensiva para capturar y controlar Panamá. Pero no podríamos desechar que tengan capacidad para dañar el canal e impedir el tráfico. De esa manera, China podría impedir que la flota militar de Estados Unidos que se encuentra en el Atlántico pueda pasar al Pacífico, pero al mismo tiempo crearía un descalabro de toda la línea de abastecimiento y desarticularía franjas de la logística interna de Estados Unidos.

Este juego de rol, que para nosotros es solo eso, un juego, para los altos mandos militares de Estados Unidos y de China —y para Laura Richardson en el caso de Sudamérica— es un trabajo de planificación al que se dedican a diario, durante años y décadas. De esa planificación, de ese trabajo diario en la construcción de escenarios, surge la importancia del Estrecho de Magallanes. Y por eso es precisamente ahora, y no en cualquier otro momento, que este punto incrementa su relevancia. Porque ahora es cuando Estados Unidos se prepara para evitar por medios militares que la economía china lo sobrepase.

Planificación e improvisación

Por estos días, el portaaviones de propulsión nuclear USS George Washington se encuentra realizando ejercicios conjuntos en aguas argentinas. Luego partirá hacia el sur y atravesará el Estrecho de Magallanes antes de empezar a remontar el continente. Su paradero será la Base Naval de Yokosuka, en Japón, sede de la Séptima Flota —la mayor—, que se encarga de mantener vigilado el Pacífico y que jugará un rol de vanguardia ante una eventual escalada. Los portaaviones son considerados el eslabón clave en el despliegue militar estadounidense, y este sería la nave insignia de una posible guerra con China.

Estados Unidos planifica sus pasos con décadas de anticipación. China lo hace más detalladamente, procurando mantener un control más férreo de la economía. Esa diferencia en la planificación —no el libre mercado— es la que le permitió a un país campesino y periférico, que entregado al libre albedrío del capital transnacional habría sido saqueado, desarrollarse aceleradamente y cumplir objetivos estratégicos en función de su interés nacional. Esa trayectoria, estatalmente planificada, es la que le permite ubicarse como desafiante de la hegemonía estadounidense.

Un siglo atrás, la Unión Soviética recurrió a los mismos instrumentos para pasar rápidamente de ser un país atrasado a una potencia industrial primero, y la contracara de la superpotencia luego. En el siglo transcurrido desde la Revolución de Octubre, ningún país llegó a desarrollarse tan aceleradamente por medios capitalistas. Ningún país capitalista llegó a la cima del mundo para plantarse como contracara de Estados Unidos. Los que más alto llegaron, Alemania y Japón, lo hicieron en condición de vasallos, y hoy pagan el precio.

Las socialdemocracias europeas no son proclives a reconocer los méritos de la URSS, pero fue su existencia —aún con todas las deformaciones que conocemos y que la alejaron del socialismo— la que mantuvo a raya el avance del capital sobre el trabajo, que se desplegaría sin limitaciones luego de su caída. De esa manera, parte del bienestar que conocieron esas sociedades es también imputable a la existencia de otras sociedades que no seguían los dictados del libre mercado.

En Argentina, los admiradores del imperio no aprenden las lecciones de China y de la Unión Soviética, pero además falsifican las de Estados Unidos. Dicen que el Estado interfiere en el buen funcionamiento del mercado, y que mejor que planificar es improvisar. Lo dicen junto a empresarios que desarrollaron sus corporaciones bajo el cobijo del Complejo Militar Industrial. De yapa, se alinean con Estados Unidos para ahogar a un país periférico que supo encontrar la fórmula para romper el lugar al que lo condenaban las potencias coloniales y su división internacional del trabajo.

Lo que las experiencias socialistas no lograron resolver no fue su industrialización y desarrollo, ámbito en el cual demostraron ser más eficientes que el propio capitalismo y la única forma disponible para los países periféricos. La cuenta pendiente es evitar que en el interior de ese desarrollo realizado mediante una acumulación de capital estatalmente dirigida, germine un proceso termidoriano donde la burocracia administradora culmine su trayectoria queriendo convertirse en propietaria, tal como León Trotsky predijo que ocurriría en la década del 30.

Ese mal no solo afectó a los países del socialismo real. Una infección análoga se produjo en los países periféricos que no se propusieron el socialismo pero que, bajo gobiernos de signo nacionalista, desarrollaron poderosos sectores públicos. El peronismo en Argentina y el PRI en México son ejemplos de cómo el virus termidoriano que se transmite por vía de la propagación de las relaciones de producción capitalistas afecta también —y aún más fácilmente— a burocracias estatales que sin haberse vuelto socialistas, bregaban por lo público. Esas burocracias (o sus herederos), que dirigieron un proceso de acumulación de riqueza social bajo la forma de empresas públicas, fueron las mismas que luego las despedazaron.

En la URSS, la burocracia soviética terminó matando el cuerpo social que la alojaba. Colapsó el sistema y puso en marcha una fuerza centrífuga que se llevó puesta la unidad territorial. La recomposición de Rusia desde la asunción de Vladimir Putin necesitó frenar ese proceso y recuperar la dirección estatal de la economía para evitar que la balcanización por efecto de las fuerzas fragmentadoras que activa el capital (principalmente en situaciones de crisis) se lleve puesta también la unidad de Rusia. Es sintomático que medidas de ese tipo hayan sido tomadas por un dirigente procapitalista como Putin, que no tiene en su horizonte la superación del modo de producción ni mucho menos la liberación social, pero que no quiere ver a su país balcanizado.

Es previsible que esa misma contradicción que en la URSS se expresó entre la burocracia administradora y el modo de producción en algún momento se desarrolle en este nuevo esquema como una tensión creciente entre el capital local, deseoso de recuperar la transnacionalización que perdió desde el inicio de la guerra en Ucrania, y el poder político que lo mantiene disciplinado. Y es previsible que una tensión análoga crezca en China, marchando al compás de la internacionalización de sus empresas.

La respuesta a ese riesgo se encuentra en el desarrollo de relaciones de producción que vayan más allá del capital, lo cual supone recrear una nueva institucionalidad, crecientemente democrática, que abarque todas las esferas de la vida. Una agenda de ese tipo no está presente a escala mundial, pero reaparecerá en la medida en que se produzcan revoluciones (que, como sabemos, suelen hacerse presentes en tiempos convulsos como los que se avecinan).

Aún con todas las prevenciones y dudas acerca de lo que esos regímenes son, en el contexto actual la caída o derrota de Rusia y sobre todo de China darían lugar, al igual que ocurrió en la década de los 90, a una contraofensiva global del capital contra el trabajo y de las economías centrales en contra de las periféricas. En definitiva, a una nueva vuelta de rosca regresiva a las condiciones de vida del 99% del planeta. La función de los países periféricos y europeos que permanezcan junto a Estados Unidos será la de ser territorios de sacrificio, de entrega de recursos y mercados y de sostenimiento de una hegemonía que se tambalea.

El portaaviones que estos días navega el mar argentino y chileno, y que el gobierno de Javier Milei saluda con entusiasmo, es un arma apuntada a la cabeza de China. Pero también a la nuestra.

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Publicado en América Latina, Artículos, Estados Unidos, Europa, homeIzq, Imperialismo and Políticas

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