La recién ganadora a mejor película internacional de los Premios Óscar 2024, Zona de interés, del director británico Jonathan Glazer y basada en la novela homónima de Martin Amis, retrata de manera cuidadosa pero certera la convivencia macabra entre el horror producido en medio del Holocausto y la cotidianidad de las cientos de familias nazis que asumían con tranquilidad su vida contigua a los campos de exterminio.
«Nuestra película muestra que la deshumanización lleva a lo peor», señalaba Glazer al recibir la estatuilla el pasado 10 de marzo, abriendo una compuerta a reflexiones necesarias sobre la perpetuidad del dolor y la responsabilidad de sus actores a través de un continuum histórico que mayormente hace hincapié en la imposibilidad del olvido, la repetición constante de las prácticas banales y la reflexión inmediata sobre el presente herido.
Precisamente, la mayor potencia de Zona de interés reside en su capacidad para hacernos reflexionar sobre otros horrores a través de la narración de uno (de El horror). De esos múltiples horrores, me interesa aquí hablar de uno que me ha tocado de cerca: el que vivieron miles de familias colombianas a raíz del conflicto armado [A partir de aquí, spoiler alert].
El horror del conflicto armado en Colombia ha asumido múltiples formas y ha sido posible por la connivencia entre los actores de poder y clase social en todas las líneas de la cotidianidad nacional. El andamiaje armado contra campesinos, indígenas, afros y civiles en general no hubiese sido posible sin la responsabilidad directa de las familias acomodadas, hombres y mujeres alineados en la «contrainsurgencia», y su pasiva continuidad de la vida misma mediante reinados, copas de fútbol, festivales y carnavales, mientras al otro lado la sangre corría y las desapariciones eran constantes.
Los tres ejemplos expuestos aquí buscan rendir homenaje y brindar nuestro respeto a la memoria de las victimas del horror, pero también procuran sindicar la complicidad de unos cuantos que, sea por omisión o complicidad, permitieron que escenas como las que describimos sucedan ante sus propios ojos de manera reiterada.
Los hornos del horror en Caldas (Antioquia)
La escena es intensa. Rudolf Hoss, comandante del campo de exterminio en Auschwitz, fuma intensamente en pantalla mientras una estela de humo a sus espaldas inunda el blanco cielo de la tarde. Sus hijos juegan en un jardín verde mientras la estela se hace aun mas intensa. Cientos de judíos se convierten en polvo en menos de un minuto mientras Hoss no termina su tabaco y uno de sus hijos arma un castillo de arena. La herida y el dolor impregnan el blanquecino cielo, lo tornan amarillo primero, rojizo al final del día. Era 1942.
Colombia, 1997. La expansión de los paramilitares en Antioquia por órdenes expresas de Carlos Castaño aumentó la persecución incesante a sindicalistas, profesores y estudiantes en Medellín, mientras campesinos, afros, indígenas y líderes sociales sufrían estos mismos embates en zonas rurales del departamento. Las cifras resultarían escandalosas a la luz del accionar paramilitar amparado y financiado por familias, políticos y empresarios del país. Los hornos aparecieron como respuesta al alto volumen de víctimas. «Dos señores le hacían mantenimiento a las parrillas y a las chimeneas porque se tapaban con grasa humana», narraba un exparamilitar para el medio Verdad Abierta en mayo de 2010.
Los hornos en cuestión se ubicaban en el municipio de Caldas (Antioquia), y cada semana eran alimentados por veinte víctimas —campesinos, ganaderos, sindicalistas— en una fila incesante de historias refundidas en medio de los sonidos que producía esta suerte de «máquina industrial del horror». Todo esto sucedía mientras a tan solo 45 minutos, en Medellín, cuatro familias ubicadas en las zonas mas exclusivas de la ciudad celebraban cumpleaños, departían en cenas familiares, veían televisión en armonía. Los Buitrago Sandoval, los Olivo, los Giacoman Hasbún y los Valverde Ramírez eran hombres de hogar y empresarios del sector bananero que entre 1997 y 2002 apoyaron financieramente el proceder paramilitar.
500 millones de dólares por un horno, 1,7 millones en transferencias durante seis años a alias «Doblecero», Carlos Castaño, Salvatore Mancuso y toda la plena mayor de los bloques de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en Antioquia para aniquilar la vida misma en la región. Los responsables del horror apenas empiezan a conocerse. Surgen de las capas sociales de una ciudad que explota de responsabilidad ante los crímenes. El humo de los centenares de víctimas de Caldas se vuelve cada vez más visible.
El sonido de las gaitas, el ruido de las balas: la masacre de El Salado (Bolívar)
El sonido de las aves se oye entremezclado suavemente con los gritos desesperados de cientos de judíos que piden auxilio del otro lado del muro. Un piano toca una melodía triste mientras retumban disparos en cada espacio de la breve sonata. Un ruidoso cumpleaños de la familia Hoss, con niños saltando, adultos hablando fuerte, transcurre mientras de fondo vemos militares nazis dentro del campo del exterminio. El ruido de los hornos. El ruido de las balas. El ruido del silencio cómplice siempre en el aire, siempre presente.
Zona de interés es principalmente sonido y ruido. Horror hecho volumen. Sus personajes principales son ellos, ecos que irrumpen para ejecutar escenas, marcas auditivas que plantean la necesidad de mirar más allá del plano presente e imaginar realidades que solo el audio puede capturar y la memoria detonar en un instante.
En Colombia, los ruidos y los sonidos han sido también actores históricos de nuestro conflicto armado interno. Dentro de este cúmulo perverso de experiencias dolorosas a relatar, quizás la presente en la Masacre de El Salado (Carmen de Bolívar, Bolívar) ayuda a ejemplificar mejor la banalidad del mal instalada en toda nuestra geografía nacional.
Sucedió la segunda semana de febrero del año 2000. Mas de 100 personas fueron asesinadas a manos de paramilitares adscritos a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) en el pueblo bolivarense de El Salado como represalia ante la infundada acusación de ser colaboradores de las FARC. «Solo va a quedar para dar ahuyama», se escuchó desde el 16 hasta el 22 de febrero por parte de los cabecillas armados en el pueblo. En medio de todo este horror, nuevamente, una familia: los Méndez. José y Eduardo, autores intelectuales y materiales de esta terrible masacre, paramilitares, empresarios, ganaderos, hijos, padres, absueltos de infinidad de delitos y crímenes, planearon durante un mes entero la ejecución del plan en medio de misas, compra y venta de tierras, fiestas de cumpleaños, matrimonios y homenajes. Vivieron una vida normal mientras orquestaban el horror.
Los Méndez, aliados con las fuerzas militares colombianas, familias pudientes del Caribe y empresarios de la región, desembarcaron con 400 hombres, bloquearon las cuatro salidas del pueblo y desencadenaron a punta de fusiles y machetes el más perverso fortín de sangre en la región. Su orgía de dolor y crueldad se combinó con el sadismo de poner a tocar cumbias, vallenatos y porros a músicos locales en los descansos de la matanza para amenizar el sanguinario momento.
La música local, en otros tiempos reflejo de la unidad popular de los habitantes de El Salado, se convirtió en la marcha fúnebre de cientos de civiles inocentes ajusticiados en medio de la complicidad de militares, políticos, curas y autoridades de la región. Los acordeones sonaron, las botellas de ron se abrieron y las velas se prendieron mientras se sucedían las mutilaciones, los asesinatos a sangre fría y los gritos indolentes. Desde entonces, el sonido en El Salado pasó a ser para los saladeros un ruido infernal, un silencio de olvido, una complicidad de toda una región que fue participe de su trágico destino.
Cuerpos usurpados: el despojo de cabello a mujeres negras en Timbiquí (Cauca)
Hedwig Hoss, esposa de Rudolf, entra en escena. Trae consigo una cantidad considerable de prendas de ropa en su brazo. Reparte algunas entre la cocinera, la jardinera y la ayudante de su hogar. Se queda con un saco elegante, fino, el cual procede a modelar frente a un espejo de su casa. Todas prendas que fueron sustraídas de mujeres judías. Prendas manchadas, todavía con el olor de sus dueñas originales, usurpadas en pleno campo de concentración.
Setenta años después, un grupo de modelos y mujeres adineradas de Cali, en el Valle del Cauca, seleccionan extensiones de cabello natural para añadirlas como adorno para sus peinados. No hay preguntas por su origen, solo gusto por la extensión a comprar. Una transacción más ese día en un centro comercial del centro de la capital vallecaucana, diez piezas de cabello vendidas nuevamente. A poco menos de una hora en avión, diez mujeres negras en Timbiquí (Cauca) eran violentadas y despojadas de su cabello.
Sucedió en noviembre de 2011, mientras un grupo paramilitar conocido como Los Rastrojos invadió el pueblo y desató una masacre en su casco urbano. La guerra contra las mujeres incluyó prácticas inhumanas de agresión, violencia y despojo de sus cuerpos, situación que tenía como objetivo primario fragmentar su unidad. Como señalaban en 2011 la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación y el Grupo Memoria Histórica,
El cabello ha sido, además de un indicador simbólico del género, un elemento propio de la cultura afrodescendiente y el centro de varias prácticas sociales. Las jóvenes usualmente lucen largas cabelleras, y estas son símbolo de belleza y autocuidado. Ellas mismas, junto con mujeres más adultas, se reúnen para realizarse trenzas y peinados caribeños de raíz africana mientras interactúan entre sí.
La red de despojo y compraventa de cabello por parte de agentes paramilitares en Colombia es una realidad que todavía persiste, mayormente en territorios con alta presencia de mujeres indígenas y negras. La violencia que se descarga sobre sus cuerpos, despojándolas de dignidad, se invisibiliza día a día. Setenta años después de los sucesos narrados en la película, las zonas de interés colombianas resultan tanto más dolorosas por su contemporaneidad. Mujeres aburguesadas, blancas, siempre a la moda, asisten a un mercado cómplice de la violencia contra las mujeres negras, pobres, víctimas de actores armados en sus territorios.
La vigencia del horror
La cámara repasa la limpieza de unos pasillos, estantes y muebles. Hay miles de zapatos, montones de ropas, océanos de dientes regados. Es el museo estatal de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, un espacio para la memoria de las millones de víctimas del holocausto. Donde antes el horror se asumía con naturalidad, el silencio impregna todo el espacio.
Nuestro presente nos exige comprender la vigencia del horror, asumir que su temporalidad no se inscribe solo al pasado, evidenciar cómo el mundo está lleno de Zonas de interés. En Colombia, por ejemplo, las nuestras perduran, conservar su horror y se sostienen en la complicidad de diversos grupos sociales. La memoria reservada a las vitrinas necesita reevaluarse. Es necesario ejercerla desde la cotidianidad y asumirla plenamente en aras de su no repetición. Desde este rincón del mundo, ello exige el reclamo por garantías de vida para las comunidades y la defensa de su derecho a la existencia plena y digna.