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Sala de operaciones del Proyecto Synco (cortesía de Regina de Miguel). 

La necesidad de una vía popular al desarrollo 

El argumento de que el desarrollo es simplemente una imposición neocolonial de las potencias occidentales es históricamente impreciso, pues desconoce el rol de América Latina en el debate global. La poderosa visión desarrollista de la Unidad Popular en Chile ofrece claves para disputarle a la derecha las ideas de la libertad y el progreso, y con ello ofrecer un horizonte de futuro para las grandes mayorías. 

Durante el siglo XX, el ideal de desarrollo inspiró una amplia variedad de luchas populares por reformas agrarias, políticas industriales, democratización, socialismo y soberanía económica a lo largo del Sur Global. En la teoría social, la cuestión del desarrollo también suscitó importantes debates intelectuales acerca de la naturaleza del poder, la justicia y la dominación en el sistema interestatal. 

En algún momento, sin embargo, este ideal desapareció del imaginario del progresismo y del pensamiento social. Desde la publicación de las críticas de Wolfgang Sachs y Arturo Escobar al proyecto (occidental) del desarrollo, la teoría social posestructuralista ha descartado la idea de desarrollo por considerarla un mero discurso neocolonial de poder. Estos textos marcaron la aparición de un nuevo consenso intelectual que ya no buscaba vías alternativas al desarrollo, sino más bien alternativas al desarrollo. Asimismo, la consolidación del enfoque del Desarrollo Humano como marco maestro para la toma de decisiones en instituciones multilaterales y ONG pareciera haber reducido el desarrollo a un asunto de asistencialismo y política social. Del mismo modo, se ha dicho que el neoestructuralismo latinoamericano ha vaciado el desarrollismo clásico de su contenido eminentemente político, y ha reformulado el desarrollo como la mera búsqueda de «crecimiento con equidad». 

En resumen, pareciera como si la capacidad analítica y explicativa de este concepto se hubiese agotado o diluido. Este artículo sostiene que el desarrollo aún puede funcionar como un ideal estratégico fundamental para confrontar los desafíos del presente. Cada vez se hace más evidente que cualquier salida al actual escenario de crisis es impensable sin confrontar las emergentes formas de control monopólico y rentista sobre la economía, así como las crecientes desigualdades – tanto nacionales como internacionales – que impiden generar condiciones de prosperidad social y sustentabilidad ecológica. Cómo lograr una auténtica independencia nacional frente a un sistema interestatal polarizante y jerárquicamente estructurado, cabe señalar, fue precisamente la pregunta que orientó las diversas teorías del desarrollo surgidas del Tercer Mundo —y especialmente de América Latina— durante una parte considerable del siglo XX. En este sentido, no es de extrañarse que de manera reciente estas corrientes de pensamiento estén suscitando un creciente interés, sobre todo ante la crisis de interpretaciones posmodernas o liberales del desarrollo. 

En consecuencia, este artículo explora el nexo entre las teorías del desarrollo y las luchas por la liberación nacional en América Latina. Este vínculo, es importante destacar, también ofrece perspectivas fundamentales para situar nuevamente el problema normativo de la libertad en el programa estratégico de las izquierdas y de la teoría social crítica. Para tal fin, se discuten algunas de las lecciones que se desprenden del caso de la planificación económica bajo el gobierno de la Unidad Popular en Chile durante el periodo 1970-1973. El gobierno de la Unidad Popular no solamente fue un experimento históricamente único en el diseño de una compleja infraestructura institucional para un modelo de socialismo que se autoproclamó antimperialista, libertario y pluralista; también, fue el escenario en el que las teorías del desarrollo y la dependencia se entrelazaron estrechamente con el aparato de toma de decisiones del Estado. 

En concreto, el artículo analiza el proyecto de la Unidad Popular a través de dos de sus figuras más emblemáticas: Jacques Chonchol y Pedro Vuskovic, intelectuales orgánicos inspirados por enfoques dependentistas y también ministros de Agricultura y Economía, respectivamente, durante el gobierno de Allende. Del mismo modo que la Revolución Haitiana planteó una crítica inmanente de los ideales ilustrados que amplió el contenido de la libertad a toda la comunidad política, los planificadores económicos que trabajaban con la Unidad Popular desenmascararon la naturaleza del progreso capitalista como un progreso espurio y propusieron «una opción popular para el desarrollo» que permitiera el despliegue de un verdadero progreso humano y social. En consecuencia, Chonchol y Vuskovic lideraron un ambicioso conjunto de políticas cuyo fin no solamente fue el de reconfigurar la estructura productiva y tecnológica de la economía, sino redistribuir la riqueza y el poder en la sociedad mediante el empoderamiento activo del pueblo trabajador. 

Las interpretaciones convencionales de los orígenes del desarrollo se fundan en una narrativa difusionista que asume que las ideas se originan en el Norte Global y fluyen posteriormente hacia el Sur Global, donde son pasivamente adoptadas y reproducidas. Este artículo contribuye a esfuerzos recientes por superar tal relato y reconstruir la era desarrollista como un período histórico en el que América Latina emergió como un centro mundial de innovación teórica e institucional. En concreto, el texto retoma la lúcida invitación de Luciana Cadahia y Valeria Coronel a «volver al archivo» de la imaginación republicana y poner de relieve el rol que la región ha desempeñado en debates internacionales sobre la naturaleza de la democracia, el poder y la modernidad política. 

Reabrir el archivo del desarrollo 

Algunos de los presupuestos fundamentales sobre la autoridad y la estratificación en el sistema internacional que dieron lugar a las teorías latinoamericanas del desarrollo —y que comprenden tanto las tradiciones del estructuralismo, como las teorías de la dependencia— surgieron tras la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la ONU en 1948, especialmente a partir de las contribuciones formativas del economista argentino Raúl Prebisch. Por otra parte, las ideas de liberación nacional características del siglo XX se originaron a raíz de acontecimientos históricos emblemáticos como la Revolución Mexicana de 1910 —cuya principal consigna fue «tierra y libertad»— y los posteriores procesos de construcción nacional antioligárquica. 

Sin embargo, no fue hasta la Revolución Cubana de 1959 cuando el desarrollo y la liberación nacional se entrelazaron de forma más sistemática, especialmente sobre la base de un programa político que pretendía avanzar en la emancipación humana mediante una planificación económica consciente. Como una de las principales figuras públicas del nuevo gobierno revolucionario, el Che Guevara en particular planteó los vínculos entre estos ideales políticos y normativos. En un discurso pronunciado en 1964 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, titulado «Sobre el desarrollo», Guevara denunció un sistema de comercio internacional que había sido instrumentalizado para imponer la subordinación de las economías subdesarrolladas. Insistió en que debía aplicarse plenamente el principio de autodeterminación incluido en la Carta de la ONU para abarcar el derecho soberano de las naciones a elegir sus propias estrategias de desarrollo y especialización económica sin sufrir represalias de ningún tipo. Estas ideas no solo influyeron en las luchas de liberación nacional de la región, sino también en los circuitos epistémicos y los entornos intelectuales que más tarde darían lugar a la aparición de las teorías de la dependencia. 

A pesar de los diversos matices y desacuerdos entre las tradiciones que componen las teorías latinoamericanas del desarrollo, la literatura sugiere que se caracterizan por una serie de rasgos comunes. En primer lugar, comparten el presupuesto de que la economía mundial se estructura de manera desigual y jerárquica en torno a centros y periferias. Esto no solamente significa que el nivel de análisis es el sistema interestatal como tal, sino que este se encuentra entretejido por relaciones de dominación entre sus elementos internos (es decir, las economías nacionales). Una implicación crucial que se desprende de este supuesto es que estas corrientes elaboran un contrapunto a las principales teorías de la modernización que consideraban el cambio histórico en términos de una serie de etapas sucesivas, en las que Europa se considera como el telos o estadio más avanzado de la civilización humana. Lejos de ser un proceso de avance lineal o por etapas, el desarrollo del centro está condicionado por el subdesarrollo de la periferia. 

Introducido originalmente por autores de la tradición de la economía estructuralista durante la década de 1950, el modelo centro-periferia había girado principalmente en torno a cuestiones de intercambio desigual y relaciones económicas bilaterales. Fue con la aparición de la teoría marxista de la dependencia a finales de los años 60 y 70 cuando el marco para comprender la subordinación internacional avanzó hacia una preocupación más deliberada por las estructuras de producción y los regímenes de explotación laboral. Esto le permitió a las lecturas marxistas de la dependencia revelar las formas de dominación económica impersonal y sistémica que se derivaban de la industrialización a gran escala bajo una división internacional del trabajo. Un momento emblemático en esta segunda fase de elaboración teórica fue la publicación del libro de Ruy Mauro Marini Dialéctica de la dependencia en 1973. 

En segundo lugar, estos enfoques también compartían un énfasis metodológico en el problema de la extracción y distribución del excedente económico. Esto significa que el subdesarrollo se consideraba un resultado concreto de las formas históricamente cambiantes en que distintos grupos se apropiaban de las rentas, las ganancias y los salarios, tanto a escala nacional como internacional. En consecuencia, el método histórico-estructural se convirtió en una técnica de investigación diseñada para caracterizar las formas concretas en las que se extrae y moviliza el excedente económico. En tercer lugar, y tal como se plantea en Dependencia y desarrollo en América Latina, el texto clásico de Cardoso y Faletto sobre el tema, el objetivo del desarrollo consiste en el control social de la producción y el consumo a escala nacional; es decir, el corolario lógico del desarrollo es la transformación de la estructura productiva y tecnológica de la economía nacional mediante una planificación consciente de sus sectores estratégicos. 

Estos principios teóricos y metodológicos, es importante señalar, guardan sorprendentes similitudes con aquellos que informan esfuerzos intelectuales recientes para reconstruir el ideal normativo de la libertad republicana como no dominación. Más concretamente, una incipiente tradición de republicanismo socialista ha ampliado el contenido sustantivo de la libertad señalando que las formas más descarnadas de la tiranía y el despotismo se manifiestan hoy en día en la organización arbitraria del trabajo, los bienes y la producción en la economía capitalista. En América Latina, el redescubrimiento de esta tradición ha ido de la mano con la aspiración de caracterizar las distintas formas de subordinación internacional que se originaron con el colonialismo y luego mutaron hacia configuraciones más complejas y avanzadas. Los movimientos abolicionistas y anti-coloniales, así como las guerras de independencia nacional, han ofrecido una base histórica para reconstruir una comprensión distintivamente republicana de la libertad en la región. 

En un libro de 1978 escrito desde su segundo exilio en México, Vânia Bambirra ofrece algunas pistas para reconstruir el nexo entre libertad republicana y desarrollo. Para la autora, la idea de liberación nacional solo adquiriría plena consistencia teórica y discursiva cuando se anclara a la tarea instrumental de superar el fundamento de clase de la subordinación económica internacional expresada en el capitalismo dependiente. De este modo, y según José Miguel Ahumada, las teorías latinoamericanas del desarrollo ampliaron el alcance conceptual y político de la idea de libertad como no dominación al plantear el problema normativo de la emancipación en el plano del sistema interestatal. 

Para el desarrollismo latinoamericano, la economía mundial capitalista es un intrincado sistema de dominación basado en un monopolio industrial que permite a las naciones hegemónicas someter a las periferias a relaciones de servidumbre económica. De este modo, Ahumada muestra que las relaciones de dependencia centro-periferia en el sistema interestatal suelen teorizarse como análogas a las formas de subordinación que suelen encontrarse en la relación deudor/acreedor o en otras formas elementales de servidumbre como la esclavitud o el vasallaje feudal. Visto a través del prisma de la libertad como no dominación, el subdesarrollo ya no significaría «atraso», sino más bien debe ser comprendido como una forma específica de dominación económica. 

Amartya Sen es reconocido internacionalmente por vincular el desarrollo a la cuestión de la libertad. Sin embargo, su interpretación de este último concepto se aleja de un énfasis cívico y republicano en la no dominación y se ajusta más a una lectura acotada que plantea la libertad en términos de individualismo metodológico y autorrealización. Esta relectura del desarrollo ha sido definida por el autor – en diálogo con Martha Nussbaum – en términos del enfoque de capacidades humanas. Si bien el planteamiento de Sen es relevante por su esfuerzo de desvincular el desarrollo del desempeño macroeconómico agregado —especialmente expresado en el crecimiento del PIB—, su lectura de la libertad se basa en un énfasis metodológico en la pobreza, no en la riqueza ni en las dislocaciones y arbitrariedades derivadas de su desregulación. 

El marco del desarrollo humano, inspirado en gran medida por Sen, ha sido adoptado en su totalidad por el aparato institucional de la ONU para elaborar un enfoque tecnocrático del desarrollo que se desliga de la planificación económica y de las estrategias productivas e industriales, y se enfoca exclusivamente en la gestión de la pobreza (independientemente qué tan multidimensional pueda ser definida o medida). El origen de la noción de desarrollo como política social, no obstante, se remonta a la Cumbre de Punta del Este de 1961, en Uruguay, cuando la administración estadounidense de John F. Kennedy presentó la Alianza para el Progreso. Esta iniciativa tenía como finalidad contrarrestar la agenda desarrollista que predominaba en la América Latina de la época. A la reunión de Punta del Este asistieron numerosos expertos y dirigentes políticos de la región, entre ellos el Che Guevara y también Raúl Prebisch, ambos muy críticos de la visión propuesta por la Alianza para el Progreso. 

Como señala Margarita Fajardo, en lugar de «propugnar la industrialización de América Latina como vía para el desarrollo, los expertos de la Alianza para el Progreso privilegiaron «la construcción de acueductos, casas, alcantarillas y similares, fomentando lo que [el Che] Guevara llamó “la planificación de letrinas”». En esta reunión, Prebisch —que era entonces el director ejecutivo de la CEPAL— también advirtió sobre los peligros de reducir el concepto de desarrollo a la mera asignación de ayudas y a la filantropía. En los años siguientes, y como relata Michael Löwy, Guevara ampliaría algunas de estas ideas para profundizar en la relación entre la planificación del desarrollo y la libertad. La noción de plan de Guevara está estrechamente ligada a la problemática filosófica de la transición consciente al comunismo y a su noción de libertad como superación de las formas de alienación. En opinión de Guevara, concluye Löwy, «la planificación es el camino que conduce a la sociedad socialista hacia el reino de la libertad». 

La estrategia de desarrollo de la Unidad Popular 

No es casual que la historia política del Chile del siglo XX y las teorías latinoamericanas del desarrollo compartan una trayectoria común. La tradición socialista chilena surgió de una vibrante cultura militante fruto de una abigarrada variedad de federaciones de artesanos, grupos de mujeres, movimientos campesinos, sindicatos y organizaciones políticas de masas. Teóricamente, la idea del socialismo en Chile se configuró en términos de una democracia antioligárquica anclada en una comprensión materialista de la historia y en los principios democráticos de libertad política, igualdad social y justicia económica que inspiraron las revoluciones del siglo XIX a ambos lados del Atlántico. Además, el influjo de corrientes anarquistas y también de la teología de la liberación en la vida política chilena permitió la cristalización de un particular ethos de «socialismo libertario» que más tarde resultaría fundacional para el programa político de la Unidad Popular (en adelante, UP). La impronta libertaria y republicana de la UP se manifestaba en su consigna de avanzar hacia una “segunda independencia nacional”. Para Allende, la independencia política de la Corona Española quedaría incompleta sin una segunda independencia económica frente a los monopolios, la oligarquía terrateniente y los intereses imperialistas.  

Fuente: Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.

Fue la vitalidad de este entorno sociopolítico lo que atrajo a los intelectuales que durante los años 50 y 60 se establecieron en Santiago, ocupando puestos en universidades y centros de investigación. Algunos de estos académicos e intelectuales acabarían convirtiéndose en protagonistas de corrientes estructuralistas y dependentistas, y también aportarían ideas políticas y teóricas clave para la UP tras la victoria electoral de Salvador Allende en noviembre de 1970. Así, Sergio Bitar —un intelectual que también fue ministro en el gobierno de Allende— enmarca la especificidad de la estrategia de desarrollo de la UP como una cuyo objetivo central era la satisfacción de las necesidades esenciales de la población y el logro de una mayor igualdad social. Este objetivo, según Bitar, presuponía una reconfiguración sistemática de la estructura de la producción, de la dinámica del consumo y del marco de las relaciones económicas internacionales. La realización de este programa, argumenta, exigía «el desplazamiento de los grupos dominantes —tanto nacionales como extranjeros— de los sectores estratégicos de la economía nacional, y mediante los esfuerzos concertados de la participación masiva de los trabajadores y la intervención del Estado». 

Pedro Vuskovic y Jacques Chonchol fueron dos de los intelectuales orgánicos que acabarían estableciendo un nexo directo entre la planificación del desarrollo y algunas de las ideas surgidas del vibrante ambiente intelectual que gravitaba en torno a los centros de investigación de las tradiciones desarrollistas. Durante el periodo 1964-1971, Vuskovic escribió varios artículos y documentos de trabajo que reflexionaban sobre las implicaciones políticas y económicas de la inserción dependiente y subordinada de Chile en la división internacional del trabajo. Una característica importante de estos escritos es que se apartan del nacionalismo metodológico que era común a las variantes dominantes del estructuralismo y el dependentismo. 

Inspirándose en los trabajos de Theotônio Dos Santos y Ruy Mauro Marini, Vuskovic trató de descubrir los mecanismos externos e internos que hacían que la economía chilena fuera incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la población. Según Vuskovic, Chile se sustentaba en un modelo de desarrollo económico que era a la vez «excluyente» y «monopolista». Estas dos características, según Vuskovic, contribuyeron a un modelo muy desigual de distribución de la renta, así como a una tasa limitada de difusión científica y tecnológica. Dado que la producción intensiva en capital se había concentrado en «enclaves» orientados hacia la exportación de productos primarios o hacia artículos de consumo suntuario, Vuskovic consideraba que la infrautilización de los recursos era uno de los problemas más acuciantes a los que se enfrentaba la economía chilena. De acuerdo con Vuskovic, una situación de «heterogeneidad estructural» en la que coexistían enclaves ricos e integrados globalmente con un sector tradicional empobrecido y de bajo rendimiento daba lugar a elevadas tasas de desempleo, así como a importantes déficits de bienes de consumo básicos. 

Para Vuskovic, era el sector tradicional o informal —en sus palabras, «vegetativo»— el que tenía menores requisitos de capital e inversión, así como un mayor potencial para absorber la mano de obra ociosa. En consecuencia, abogó por una política industrial capaz de canalizar recursos hacia el sector tradicional como palanca potencial de una estrategia más sólida de sustitución de importaciones. Esto, para Vuskovic, se justificaba sobre la base de que no solo combatiría las elevadas tasas de desempleo, sino que ampliaría el coeficiente de ahorro macroeconómico al tiempo que aumentaría la producción de alimentos básicos y bienes de consumo básicos, una tarea urgente en sí mismo dadas las elevadas tasas de hambre y desnutrición de la población. 

Esta «opción popular por el desarrollo», como la denominaron los economistas Sergio Bitar y Eduardo Moyano, pretendía crear un mercado interior de bienes de consumo básico, como textiles, bicicletas, zapatos, ropa y alimentos, entre otros. Sin embargo, Vuskovic insistió en que la aplicación de una política industrial de este tipo no se basaba en la mera asignación de subvenciones públicas. Este tipo de diseño sectorial, según Vuskovic, era impensable en ausencia de un proyecto más amplio y político para combatir las fuerzas desintegradoras del poder oligárquico, representadas en gran medida por la clase terrateniente, el sistema bancario y los monopolios comerciales, los cuales dependían cada vez más de economías de enclave orientadas a la exportación. 

Debido a su naturaleza eminentemente política, la estrategia industrial propuesta por Vuskovic se planteó a contrapelo de la tesis cepalina que favorecía las alianzas con la burguesía nacional como medio para lograr el desarrollo económico. Por el contrario, Vuskovic se inspiró en lecturas marxistas de la dependencia —como la de Marini, Frank y Dos Santos— que consideraban a las oligarquías nacionales incapaces de avanzar el interés nacional dadas sus propias relaciones de dependencia con el capital extranjero. Por esta razón, Vuskovic consideraba que la clase obrera era el sujeto histórico del desarrollo y la organización política de masas (es decir, el poder popular), una condición fundamental para lograr el éxito de la estrategia de desarrollo de un gobierno popular. La ampliación y consolidación del poder popular, según Vuskovic, estimularía el apoyo de las masas a las reformas estructurales de la estrategia de desarrollo de la UP. 

Conocida como el Plan Vuskovic, esta estrategia abarcaba cuatro objetivos fundamentales: primero, la creación de un Área de Propiedad Social (APS) de empresas nacionalizadas y públicas que se consideraban estratégicas para el desarrollo económico; segundo, la aplicación de un sólido programa de redistribución de la renta que pudiera democratizar el acceso a los bienes de consumo y a la seguridad social para la gran mayoría de la población. En tercer lugar, la creación de un sector bancario estatal y de una empresa de comercio exterior que pudieran impulsar a las pequeñas y medianas empresas, dándoles acceso al crédito y a los mercados internacionales; en cuarto lugar, una reforma agraria que pudiera redistribuir la tierra y desmontar el sistema hacendal, inherentemente ineficiente y autoritario. 

Como el hambre era uno de los problemas más urgentes del programa y la aristocracia terrateniente había llegado a ser considerada un obstáculo cada vez más importante para una producción agrícola eficiente, la reforma agraria se consideró uno de los elementos más emblemáticos del programa político de la Unidad Popular. Jacques Chonchol acabaría convirtiéndose en uno de los principales expertos del ambicioso plan de la UP para reconfigurar la estructura de las relaciones agrarias en Chile. Formado como agrónomo, Chonchol adquirió un vasto conocimiento empírico de los sistemas agrarios latinoamericanos durante su etapa como consultor de la FAO y la CEPAL. 

Tras dirigir misiones a México, Perú, Colombia, Bolivia y la Cuba revolucionaria a principios de la década de 1960, Chonchol conoció las distintas dimensiones del sistema hacendal en la región y también las diferentes visiones y experiencias de reformas agrarias. Un «cristiano revolucionario», como se refiere a él Claudio Robles, Chonchol comenzó su carrera política como militante del Partido Demócrata Cristiano (PDC), pero eventualmente se frustró con la postura reformista del partido. En 1967, Chonchol empezó a adoptar una orientación más claramente socialista, especialmente cuando él y otros militantes del PDC redactaron un manifiesto titulado «Una vía no capitalista al desarrollo». Este documento suscitó una acalorada polémica con la dirección del partido, que acabó llevando a Chonchol a escindirse del PDC y a convertirse en cofundador de Izquierda Cristiana, una de las organizaciones que entraron en la coalición de la UP a partir de 1970. 

Por su afinidad intelectual con la teología de la liberación y otras corrientes humanistas del pensamiento cristiano —especialmente la tradición comunitarista de Jacques Maritain y Louis Joseph Lebret—, Chonchol reflexionó sistemáticamente sobre la relación entre libertad y desarrollo. En su libro de 1964 titulado Desarrollo sin capitalismo, que escribió con Julio Silva Solar, sugiere que la compulsión de lucro de la acumulación capitalista no solo frustran el desarrollo humano de los pobres, sino que también someten a los ricos a imperativos económicos que son contrarios al bien común. La única forma de liberar a los ricos de su sumisión a la fuerza disciplinaria de la asignación del mercado, consideraban los autores, era reconfigurar la estructura de las relaciones de propiedad, una tarea que era imposible bajo el capitalismo. 

El interés concreto de Chonchol por los problemas prácticos de los sistemas agroalimentarios le llevaría también a escribir un conjunto de textos técnicos durante de la década de 1960, en los que exploraba la compleja relación entre el desarrollo económico y la reforma agraria. En un artículo de 1967 sobre el tema, sugiere que el proceso de redistribución de la tierra que se derivaría de una reforma agraria no debía reducirse a una mera cuestión de justicia social; se trataba, en última instancia, de desarrollo económico entendido como autogobierno y unidad nacional. Si la cuestión de la tierra quedaba irresuelta, argumentaba Chonchol, no habría democracia política para las masas populares y Chile seguiría siendo una sociedad de castas. Asimismo, Chonchol cuestionó la idea de que el modelo de industrialización aplicado en Europa Occidental tuviera que reproducirse en América Latina. En contraposición a una concepción estatista y unilineal del cambio social, abogó por un enfoque endógeno de la industrialización agrícola que permitiera combinaciones complejas entre insumos técnicos modernos y también tareas intensivas en mano de obra que pudieran crear empleo para la población rural desocupada. 

Inspirado por la Teología de la Liberación y por el comunitarismo, Chonchol también se implicó en el diseño de cuerpos intermedios y de regímenes de propiedad pluralistas que pudieran ofrecer una alternativa al individualismo utilitarista del liberalismo, así como al rígido colectivismo del socialismo estatal. Desarrolló una estrecha relación personal e intelectual con Paulo Freire durante los años que el brasileño estuvo en Santiago escribiendo Pedagogía del oprimido y trabajando en el Instituto Nacional de Desarrollo Agropecuario (INDAP) de Chile. 

En este clásico libro, Freire insistía en que la modernización no debía confundirse con el desarrollo. Para el autor, no puede haber desarrollo genuino en una sociedad que sufre de invasión cultural, y por tanto el desarrollo solo es posible como resultado de un proceso de creatividad, creación y búsqueda espiritual por una comunidad política autogobernada. Por esta razón, Freire consideraba que la educación popular era un mecanismo fundamental para construir las capacidades de técnicas y subjetivas de autogobierno que eran necesarias para el verdadero desarrollo. Inspirándose en estas ideas, Chonchol introdujo diversas iniciativas de educación popular rural y organización política que incluían la sindicalización, la creación de cooperativas y la publicación de folletos que pretendían elevar la conciencia política del campesinado. 

Aunque el Plan Vuskovic y la reforma agraria se convirtieron en los dos pilares básicos de la estrategia de desarrollo de la Unidad Popular, ni Vuskovic ni Chonchol pudieron prever las fuerzas reaccionarias que desencadenarían. En la medida en que tensionaron los intereses de los grupos oligárquicos y del imperialismo estadounidense, y que además suscitaron un entusiasmo generalizado en amplios sectores ciudadanos, estas reformas desencadenaron variadas formas de sabotaje económico. A los bloqueos financieros y comerciales a escala internacional se sumaron prácticas internas de acaparamiento de alimentos, campañas mediáticas y comunicativas que infundieron miedo en la población, realpolitik parlamentaria que bloqueó reformas fiscales cruciales, radicalización del centro político, y bloqueos a la infraestructura de transportes, entre otros. Finalmente, estos actos de sabotaje escalaron de tal forma que en septiembre de 1973 llegaron a su punto cúlmine en la sangrienta avanzada golpista que instaló un régimen dictatorial de terror estatal por diecisiete años.  

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Este artículo ha buscado contribuir a los esfuerzos recientes por reivindicar el legado de las teorías latinoamericanas del desarrollo, especialmente ante los lugares comunes que simplifican o caricaturizan sus presupuestos clave, o que desligan la teoría de los sueños, aspiraciones y movimientos de masas que las inspiraron. Sobre esta base, también se ha pretendido recuperar el concepto de desarrollo de las interpretaciones liberales y posestructuralistas que lo reducen ya sea a la gestión de la pobreza, o a un discurso neocolonial del poder, respectivamente. La experiencia de la Unidad Popular en Chile revela el hecho de que las sociedades latinoamericanas no fueron receptoras pasivas del proyecto occidental del desarrollo, sino que elaboraron concepciones originales e incluso revolucionarias de lo que debía ser el auténtico progreso humano y social.  

Hoy en día, sin embargo, las corrientes del posdesarrollo y sus distintas derivaciones han abandonado la búsqueda por un proyecto de modernidad alternativa, y con ello han claudicado las ideas de la libertad, el progreso y el desarrollo a la derecha política y a la tecnocracia neoclásica. En su lugar, estos enfoques se han replegado a un lenguaje conservador y antimoderno que es incomprensible para amplios sectores del pueblo trabajador, y que en cambio pareciera solamente hablarle a las ansiedades y preocupaciones de las clases profesionales. Por el contrario, fue a través de una poderosa crítica inmanente de los ideales modernos que la intelectualidad dependentista movilizó el concepto de desarrollo para reclamar su lugar en el debate global por las ideas, y con ello cuestionar a la ortodoxia económica occidental en su propio terreno. Fueron tan vigorosas y atractivas estas ideas en su momento, que se necesitaron dictaduras militares y también formas más veladas de exclusión institucionalizada para silenciarlas. Sin embargo, y como lo ha sugerido Diego Giller, estos espectros dependentistas se niegan a desaparecer, y de hecho debemos preguntarnos por qué insisten en asediar nuestro presente. 

Como ha argumentado recientemente Macarena Marey, la desposesión neoliberal ha avanzado tanto que incluso nos ha quitado nuestro vocabulario emancipatorio. Para Marey, no podemos seguir cediendo palabras a quienes no están dispuestos a considerarnos como iguales. Como demuestra el caso de la UP, la idea de desarrollo ha encarnado las aspiraciones populares por un mundo con bienestar, progreso y libertad. Estos ideales, cabe señalar, siguen siendo relevantes para el pueblo trabajador, y es por ello que la teoría social debe recuperar la capacidad de escucha que alguna vez tuvo y tomarlos en serio nuevamente. En consecuencia, no solo sería elitista sino también políticamente peligroso abandonar estos valores sociales al aparato de la gobernanza neoliberal multilateral y a la derecha política, como nos insta a hacer la tradición posdesarrollista. La tarea estratégica de estos momentos, entonces, es poner al descubierto sus formas distorsionadas e ideológicas, y reinterpretarlos de acuerdo con las circunstancias y desafíos de nuestros tiempos. 

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Este texto es una versión modificada y resumida de un artículo publicado originalmente en la revista Radical Philosophy. 

 

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