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En el canon de epítetos conservadores, probablemente no haya ninguno más común o duradero que «colectivismo». (Foto: Paloma Nafarrate)

No hay que temerle al «colectivismo»

Traducción: Pedro Perucca

El objetivo socialista de garantizar vivienda, tiempo libre y bienestar económico consiste en crear una base sobre la que todos puedan perseguir sus sueños, curiosidades y ambiciones, sin tener que preocuparse constantemente por su mera supervivencia.

La capacidad de la mente reaccionaria para inventar significantes comodín de la supuesta depravación de la izquierda parece a menudo ilimitada. Pero en el canon de epítetos conservadores, probablemente no haya ninguno más común o duradero que «colectivismo». Si dedicas algún tiempo a sumergirte en la literatura reaccionaria, descubrirás rápidamente que el colectivismo puede ser prácticamente cualquier cosa. Los impuestos y la regulación son colectivistas. También lo son los programas de bienestar social, los sindicatos y la salud pública. Los diversos experimentos de planificación económica de mediados del siglo XX eran colectivistas, al igual que la economía keynesiana. Hoy en día, el término se invoca con frecuencia en referencia a la política identitaria.

En la década de 1960, se podía oír a Milton Friedman advirtiendo que la amenaza colectivista estaba en marcha, y que «el bienestar en lugar de la libertad» se había convertido en «la nota dominante», no solo en todo el bloque del Este, sino también en las democracias liberales del mundo. Hoy, el Daily Wire nos advierte de que el colectivismo es «el tema más ampliamente promovido en los cursos de las universidades de más alto rango de Estados Unidos». The National Review, por su parte, lo encuentra rampante en las filas de una clase dirigente que busca «hacer de la identidad de grupo la categoría dominante en nuestro pensamiento y práctica de la política». El Instituto Mises, por su parte, considera que el progresismo moderno es una filosofía «colectivista y antiindividual» que pretende «destruir la propia civilización».

Así pues, el colectivismo puede ser liberal o socialista, moderno o posmoderno, económico o completamente ajeno a las realidades materiales. Es una plaga que infecta las instituciones académicas y políticas de Estados Unidos y una patología defectuosa propia de las élites intelectuales y culturales. Aunque sería difícil encontrar aquí una coherencia más profunda —si el progresismo del siglo XXI de la Ivy League y la URSS son, en última instancia, lo mismo, estas palabras podrían significar cualquier cosa— existe, no obstante, un principio unificador.

Para la derecha, el colectivismo siempre fue el gran enemigo de su más noble opuesto, el «individualismo». La izquierda (o eso dice la historia) ve al individuo como subordinado al grupo, que lo define, mientras que los conservadores ensalzan a la persona soberana y autónoma, capaz de entablar relaciones voluntarias con quienes le rodean en ausencia de coacción.

Como observa Nick French, es tentador responder a esta narrativa errónea señalando los muchos agujeros obvios en el mito fundacional del conservadurismo. Después de todo, los seres humanos no llegan al mundo en igualdad de condiciones ni comienzan sus vidas equipados con el mismo conjunto de oportunidades económicas y sociales. La sociedad no es una tabula rasa en la que los individuos simplemente inscriben los resultados de su propia creación y gran parte del destino de una persona resulta moldeado por fuerzas totalmente fuera de su control.

Esto no significa, por supuesto, que las personas no tengan capacidad de decisión o que debamos admitir la premisa incorrecta de que colectivismo e individualismo son necesariamente opuestos. Contrariamente a lo que afirma la derecha, la izquierda no está animada por un determinismo rígido que pretenda acabar con el individuo o negar su autonomía. El proyecto socialista no consiste en imponer la homogeneidad o la igualdad, y la crítica socialista del capitalismo no es que conceda demasiada libertad y libre albedrío a los individuos. Más bien lo contrario.

En una sociedad desigual estructurada por la jerarquía de clases y definida por grandes diferencias de riqueza y poder, la mayoría de la gente debe invertir cantidades desmesuradas de tiempo y energía solo para asegurar las necesidades básicas de su vida. Esta tarea no es nada liberadora. Para muchos, es degradante y agotadora.

Cuanto más tienes que preocuparte por tu próxima comida, por qué pasará si enfermas o si tendrás un techo el mes que viene, más difícil te resulta prosperar como individuo. Estar encadenado a la rueda del hámster del trabajo asalariado, paralizado por las deudas o acosado por una ansiedad financiera sin fin es también estar privado de la soberanía personal y de los requisitos previos necesarios para hacer de tu vida lo que desees.

El objetivo socialista de asegurar estos prerrequisitos para todos —vivienda, tiempo libre, bienestar económico— consiste fundamentalmente en crear una base sobre la que todos puedan perseguir sus sueños, curiosidades y ambiciones individuales sin tener que preocuparse constantemente por su mera supervivencia. Un mundo así, sin embargo, solo puede lograrse mediante el tipo de cooperación social que los conservadores tachan de «colectivista»: vivienda, educación y guarderías públicas; servicios sanitarios gratuitos y universales; redistribución económica; inversión social generalizada en bienes compartidos.

En la estéril concepción de la libertad que tiene la derecha, cada uno de estos elementos es enemigo de la autonomía individual y del autogobierno. En la nuestra, mucho más rica como socialistas, son los medios colectivos a través de los cuales cada persona puede pasar menos tiempo simplemente ocupándose de la vida y más tiempo viviéndola realmente.

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Publicado en Artículos, homeCentro2, Política and Teoría

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