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Ronald Reagan y Margaret Thatcher, 1981. (Bettmann / Getty Images)

La idolatría del mercado y el odio a la democracia van de la mano

Traducción: Florencia Oroz

La fantasía más desbocada de los ideólogos hipercapitalistas no es ampliar la democracia, sino restringir su alcance o incluso extinguirla.

El artículo que sigue es una reseña de Crack-Up Capitalism: Market Radicals and the Dream of a World Without Democracy, de Quinn Slobodian (Metropolitan, 2023).

Después de leer el nuevo libro del historiador Quinn Slobodian, es probable que no pienses en el capitalismo de la misma manera. Como dice acertadamente una reseña, la historia «da vueltas a la cabeza» y, por cierto, es muy divertida de leer. Slobodian es profesor de Historia de las Ideas en el Wellesley College y portador de uno de mis nombres pynchonescos favoritos en Internet, junto con Match Esperloque y Con Skordilis. Su estilo y temática me recuerdan al recientemente fallecido Mike Davis.

El libro de Slobodian tiene un gran comienzo, porque habla de una de mis manías sobre la izquierda estadounidense: tendemos a pensar en la política pública en términos exclusivamente nacionales, como si fuéramos un Estado unitario como Francia. La realidad es que el sistema federal estadounidense, con más de noventa mil gobiernos locales, es el más descentralizado del mundo, excepto quizás Suiza. Los estados de Estados Unidos son entidades soberanas con una autoridad independiente sustancial; los gobiernos locales son criaturas de sus respectivos gobiernos estatales.

La unidad gubernamental clave en Crack-Up Capitalism es la zona, un espacio apartado de los impuestos y las normativas empresariales habituales de un país. La zona arquetípica es Hong Kong, modelo favorito de Milton Friedman y sus colegas de la Escuela de Chicago. Contrariamente a las ideas del laissez-faire, Friedman apreciaba la defensa militante del «libre mercado» por parte del gobierno de Hong Kong.

Existen miles de zonas en todo el mundo. Estados Unidos metió la pata en la década de 1980, durante la Administración Reagan, proponiendo las «zonas empresariales» como solución a la degradación urbana. Nunca han llegado a gran cosa, aunque no por falta de empeño de los gobiernos estatales y locales. Las zonas empresariales han sido sobre todo una oportunidad para que las empresas practiquen el arbitraje de localización, trasladando operaciones que habrían llevado a cabo en otro lugar en aras de las exenciones fiscales y la laxitud de la normativa. De hecho, ese arbitraje forma parte del plan, pues la idea es erosionar las restricciones estatales presentando ventajas competitivas en las zonas.

Resulta que hay una vasta historia intelectual detrás de esta táctica libertaria, que Slobodian documenta hábilmente. Como era de esperar, la Sociedad Mont Pelerin (fundada en 1947 por un grupo de intelectuales de derechas preocupados por la posibilidad de que el socialismo engullera el mundo) es un actor clave, y el neoliberalismo (tema del libro anterior de Slobodian, Globalists) se muestra como un proyecto profundamente libertario, en el sentido anarcocapitalista.

Resulta un poco desconcertante saber que todos los multimillonarios de la tecnología, no solo Peter Thiel, muestran cierta debilidad por esta visión del mundo de la ultraderecha. Nuestras nuevas élites económicas no son las de tu abuelo. Como señala Slobodian: «Hace cien años, los barones ladrones construían bibliotecas. Hoy construyen naves espaciales».

La idea de un mercado para el gobierno mismo, basado en una multitud de opciones de localización, subyace en el sueño libertario. La libertad, en esta supuesta utopía, fluye de la capacidad de los individuos para elegir las leyes bajo las que viven. Las empresas, libres de las restricciones gubernamentales, crecen sin límites y los ciudadanos prosperan. Las islas económicas de un archipiélago global florecen comerciando entre sí.

El compromiso con este modelo hipercapitalista ha sido mucho más concertado en otras partes del mundo. Crack-Up Capitalism presenta historias de Singapur, Somalia, el Reino Unido, los Emiratos Árabes Unidos y los bantustanes de Sudáfrica. En todos los casos, los gobiernos nacionales respaldaron la creación de zonas.

Quizá la forma más novedosa de zona sea la que existe completamente en el ciberespacio. Pensemos en la transformación de Facebook en Meta, o en la moneda virtual como Bitcoin (originalmente pensada para eludir el sector bancario regulado por el gobierno). La tecnología Blockchain —utilizada para una amplia variedad de operaciones y contratos— también encaja en el modelo. La libertad de las zonas virtuales respecto a la regulación gubernamental se debe a la dificultad de los responsables políticos para seguir el ritmo de las nuevas tecnologías, así como a las enormes sumas de dinero que los mamuts tecnológicos pueden utilizar para influir en las decisiones públicas.

Volviendo al planeta Tierra, el comodín de los enclaves libertarios libres es la ausencia de competencia en el mercado laboral. En estas zonas abunda la explotación de los trabajadores inmigrantes, a los que se acoge sin concederles derechos de ciudadanía, se les envía a trabajar en autobuses con ventanas enrejadas y se les devuelve a campos residenciales cercados con alambre de espino. Los peores casos se dan en lugares donde, para empezar, las instituciones democráticas son débiles o inexistentes. Las clases trabajadoras del mundo tienen las manos atadas cuando el capital se concentra en zonas desreguladas que prohíben los grupos laborales de cualquier tipo, incluso las organizaciones sociales. Las zonas eliminan la sociedad civil.

Las zonas no son, no pueden ser, autarquías económicas, completamente aisladas del comercio con entidades económicas exteriores. En particular, como ya se ha señalado, dependen de la mano de obra cautiva importada y son en gran medida el lugar de comercio de bienes producidos en otros lugares (las criptomonedas y los mundos virtuales como Meta se basan en granjas de servidores que operan en el metaespacio).

Al mismo tiempo, las zonas vacían la base económica de los estados del bienestar al segregar y proteger el capital de los impuestos. Los salarios se reducen y proporcionan por sí mismas fuentes limitadas de ingresos públicos.

Zonas realmente existentes

En un aspecto importante, la buena fe libertaria de las zonas realmente existentes es ambigua. Para establecerse y defenderse, las zonas necesitan Estados. El papel del gobierno en la economía de las zonas puede ser considerable. En Singapur, por ejemplo, toda la tierra es propiedad del Estado. En otros lugares, los enclaves pueden requerir protección del mundo exterior. En China, la dirección estatal de la actividad económica es omnipresente. En algunas zonas, las infraestructuras básicas esenciales para la vida económica las proporciona el Estado.

En términos más generales, sin embargo, más allá de los Estados-nación, las grandes alianzas internacionales y los gobiernos nacionales parecen tan fuertes como siempre. La invasión rusa de Ucrania está fortaleciendo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, dirigida por Estados Unidos. Los Estados chino, indio, japonés y brasileño no muestran signos de disolución. Lo mismo puede decirse de la Unión Europea. El Brexit podría considerarse un intento de zonificación de todo el Reino Unido. Ciertamente, los partidarios del Brexit hablaron de ello de esa manera, remontándose a la principal euroescéptica, Margaret Thatcher. Pero la experiencia del Reino Unido tras el Brexit no ha sido feliz.

Podríamos conciliar esta realidad con la fiebre zonal señalando que existe una división del trabajo en interés del capital. Las alianzas de alto nivel mantienen regímenes fiscales y monetarios que bloquean el avance de políticas socialdemócratas. Las autoridades zonales locales impiden la agitación democrática en la base. No siempre funciona, como atestigua el levantamiento contra los planes de zonas en Honduras, pero planes similares siguen en marcha en el vecino El Salvador, loco por las criptomonedas.

También podemos aplicar este marco a Estados Unidos. La presión de las élites mantiene frenada la asistencia social de todo tipo y sustituye las necesidades elementales de atención sanitaria, educación y similares por las batallas de la «guerra cultural». Un Estado del bienestar barato deja más ingresos a los ricos para que alimenten sus propias comunidades cerradas y distritos comerciales centrales. Mientras tanto, se dice que los superricos construyen lujosos agujeros en lugares remotos como Nueva Zelanda, cuando no están fantaseando con abandonar el planeta. Todo ello se suma a la segregación económica, que en Estados Unidos es también segregación racial. En realidad, el libertarismo existente resulta ser bastante racista.

El resquebrajamiento [crack-up] del capitalismo es en realidad la disolución del Estado y, junto con él, de la capacidad de un sistema político democrático para emprender acciones colectivas contra amenazas reales, como las pandemias y el cambio climático. Tal capacidad no se sustituye fácilmente. Como cuenta Slobodian, esa era la ambición de los pensadores más profundos detrás de Donald Trump, como Steve Bannon, y podríamos decir que es el programa del execrable gobernador de Florida, el aspirante a la presidencia Ron DeSantis.

Crack-Up Capitalism es una guía importante para la lucha actual y para comprender mejor cómo gobierna la clase dominante. En última instancia, el planteo de Slobodian podría resumirse en la cuestión de si hay grietas en el sistema o si son precisamente las grietas las que hacen el sistema.

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Publicado en Capital, homeIzq and Políticas

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