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El economista ultraliberal Javier Milei habla tras conocer los resultados de las elecciones primarias, en Buenos Aires (Argentina). (Foto: Gala Abramovich / EFE)

Un blitzkrieg electoral libertariano

No es imposible que gane Milei, pero gobernar y avanzar con transformaciones tan profundamente regresivas como las que propone es otra cosa. Argentina es un país con una saludable historia de resistencia y organización popular en la que, pese a todos los golpes, seguimos confiando.

Los inesperados resultados de las elecciones Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) de Argentina este domingo 13 de agosto inauguraron un escenario político completamente diferente. El peronismo casi unificado (solo con el llamado peronismo federal, hoy encabezado por el gobernador cordobés Juan Schiaretti, por fuera de la alianza oficialista de gobierno) sufrió una derrota inédita e hizo la peor elección de su historia, quedando en tercer lugar.

El impresionante despliegue nacional de La Libertad Avanza (LLA), flamante sello ultraconservador liderado por Javier Milei (que además fue el candidato individual más votado), se impuso en 17 provincias y sumó más de siete millones de votos a nivel nacional.

Además de la debacle oficialista de Unión por la Patria (UxP), el otro gran derrotado de la jornada de celebración libertariana fue Juntos por el Cambio (JxC), la coalición del expresidente Mauricio Macri, que aunque como alianza quedó en segundo lugar, ubicó a la vencedora de su durísima interna, la titular del PRO Patricia Bullrich, en un complicado tercer puesto.

La elección se definió así con un resultado en tercios casi perfectos, con 30% para LLA, 28,3% para JxC (17% de Bullrich y 11,3% del gran perdedor individual de la jornada, el Jefe de Gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta) y 27,3% para UxP (21,4% del ministro de Economía Sergio Massa, que quedó como el segundo candidato más votado, y un relevante 5,9% para Juan Grabois, que evitó que ese importante caudal de casi un millón y medio de votos fugara de la alianza oficialista). El peronismo federal de Hacemos por nuestro país le dejó un 3,8% a Schiaretti y el Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad (FITU), la única de las listas de izquierda que superó las PASO, apenas cosechó un 2,7%, con un triunfo contundente de la lista encabezada por Myriam Bregman (1,9%) sobre la de Gabriel Solano.

Con estas cifras, casi cualquier combinación de dos de los tercios es posible para un eventual ballotage de infarto.

En cualquier caso, el peronismo perdió casi 6 millones de votos desde las últimas presidenciales, un 17% del padrón total, lo que implica un derrumbe histórico, y el peronismo federal resignó 1,7 millones (3,5%). Dicho en otros términos, más de siete millones de personas que habían acompañado alguna lista peronista en 2019, hoy decidieron no hacerlo. Pero no fue JxC quien logró capitalizar esa crisis letal, ya que de conjunto perdió más de 1,5 millones de votos respecto de las muy negativas PASO de 2019, cuando Mauricio Macri se encontró ante un escenario devastador que le frustró cualquier sueño reeleccionista.

Sin proponer traslaciones mecánicas de ningún tipo, queda claro que hay una masa de cerca de 10 millones de electores cuyas adhesiones carecen de un firme sustento ideológico y van migrando de acuerdo a coyunturas particulares. Hoy en buena parte ese voto ungió a LLA y castigó con fuerza demoledora a las dos grandes fuerzas responsables de la profunda crisis política y económica que viene golpeando al país por lo menos en los últimos ocho años.

Más allá de transformaciones subjetivas de fondo vinculadas a los efectos alienantes e hiperindividualizantes que puede habernos dejado la pandemia —difícilmente evaluables con seriedad como factores decisivos para el voto—, hay que considerar que estas elecciones se jugaron sobre un terreno emocional muy marcado por discursos relacionados con la inseguridad, especialmente por una seguidilla de asesinatos en barrios populares (con el caso de una menor de 11 años como ejemplo paradigmático) y pedidos de mano dura. Sin intentar evaluar aquí su impacto, es necesario constatar que esto también puede haber jugado su parte en el resultado final.

Un duro castigo para las principales alianzas

La absoluta desaparición del presidente Alberto Fernández de la campaña electoral no puede sorprender a nadie, en tanto su figura se encuentra directamente asociada al inocultable fracaso del gobierno actual. Pero también la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner brilló por su ausencia.

El profundo impacto de la decepción que generó la gestión albertista es difícil de evaluar. No solo implicó un clima de desánimo y derrota en las fuerzas oficialistas sino que, por ser considerado como «progresista» o hasta «de izquierda» por buena parte de la población que prestan oídos al discurso derechista, la oleada de antipatía que acarreó también salpica a las izquierdas e incluso deslegitima banderas históricas, como la reivindicación de los derechos humanos y de los derechos de mujeres y diversidades o la defensa de las instituciones públicas, que también quedan asociados al fracaso y la impotencia progresistas.

Para grandes sectores de la población, la debacle del Frente de Todos es también la de una concepción «izquierdista» del mundo. Esa gran oleada deslegitimadora es una de las consecuencias de lo que la feminista estadounidense Nancy Fraser definió recientemente como «neoliberalismo progresista» (gestiones que impulsan políticas económicas regresivas en simultáneo con otras progresistas como el multiculturalismo, el ambientalismo, los derechos de las mujeres y LGBTIQ+, etc.). Y el fracaso de estos modelos —con ejemplos tan cercanos como el de Dilma Rousseff en Brasil o el de Gabriel Boric en Chile— no ha hecho más que abonar el campo para el auge de las derechas, como lo estamos comprobando empíricamente hoy en Argentina.

Desde una cierta mirada, sin embargo, el tercio que logró el oficialismo es un buen resultado. Que un candidato como Sergio Massa, que desde que asumió la cartera económica hace más de un año no hizo más que aplicar un sistemático ajuste en todos los terrenos para cumplir a rajatabla con los compromisos hacia el Fondo Monetario Internacional (FMI), haya logrado 5 millones de votos no deja de ser sorprendente, sobre todo considerando que su campaña electoral estuvo marcada en los últimos meses por una inflación de 120% anual, fuertes recortes de subsidios, un marcado achatamiento de la pirámide previsional (con todas las jubilaciones y pensiones superiores a la mínima perdiendo contra la inflación) y una constante devaluación de la moneda por la vía de la revalorización del dólar oficial y paralelo (que en los días previos a las elecciones tuvo una dinámica de aumento cotidiano).

Las consecuencias más groseras de la «renegociación» de la millonaria deuda macrista con el Fondo que asumió este gobierno se vieron con claridad el lunes inmediatamente posterior a las elecciones, cuando el Massa ministro de Economía tuvo que aplicar una durísima devaluación preacordada con el organismo de crédito internacional, decisión que no puede sino perjudicar las chances del Massa candidato.

El aumento del 22% del dólar oficial implica la caída del peso más violenta desde agosto de 2019, cuando la moneda argentina perdió 25% al día siguiente de las desastrosas PASO de Macri. Esto inmediatamente se reflejó en una disparada del dólar paralelo, lo que tendrá un inmediato impacto inflacionario que demuele las celebraciones de hace un mes por el retroceso de dos puntos del Índice de Precios al Consumidor y sepulta las promesas antinflacionarias del Massa en campaña. Pero todo sea para garantizar el arribo del nuevo desembolso del FMI, una tanda de entre 7 y 10 mil millones de dólares frescos que permitan imaginar un arribo a octubre sin estallido financiero.

Así, mientras el bonachón Doctor Jeckyll promete trabajo y aumento salarial, el malvado Hyde ajusta y devalúa, dejándonos 22% más pobres que la semana pasada. Un extraño caso el del ministro-candidato, porque, insólitamente, conserva algunas posibilidades de triunfar en un eventual ballotage polarizado.

La única buena noticia de la que pudo presumir el gobierno fue el muy difícil triunfo de Axel Kicillof en la Provincia de Buenos Aires, lo que lo acerca a la reelección y constituye al territorio bonaerense como el refugio perfecto donde buena parte del funcionariado nacional pueda lamerse las heridas durante los próximos años mientras evalúa perspectivas de retorno.

De todas formas, el gran derrotado de este domingo fue Juntos por el Cambio, cuyo bunker se fue convirtiendo con el pasar de las horas en sede de una verdadera revolución de la tristeza. Aún contando con una de las campañas electorales más caras de la historia, Horacio Rodríguez Larreta perdió en todas las apuestas que realizó. No solo no pudo imponerse como presidenciable, sino que tampoco logró garantizar el triunfo de su candidato en la Ciudad (Martín Lousteau perdió ante Jorge Macri) ni en la Provincia (con Diego Santilli quedando unas décimas debajo de Néstor Grindetti).

Sin embargo es necesario revisar algunos análisis apresurados que sindican a Mauricio Macri como uno de los ganadores de las PASO. Es cierto que las huestes del expresidente lograron destruir a ese delfín rebelde que fue Rodríguez Larreta, que se atrevió a desafiar los mandatos de Mauricio y lo pagó caro (la ndragheta no perdona), imponiendo a sus candidatos en los dos principales distritos del país y garantizándose de paso el acceso familiar directo a la gran caja que siempre fue para el PRO la Ciudad de Buenos Aires. Pero Grindetti, que podría perder Lanús, no parece un gran candidato para hacerse con la provincia, sobre todo contando con un radicalismo resentido por la derrota. El triunfo de Bullrich a nivel nacional, finalmente, puede haber resultado pírrico, ya que se ubicó en un cómodo tercer lugar y después de la interna brutal que motorizó es probable que ni siquiera pueda recuperar los votos de Larreta para octubre.

Capitalizando la indignación

Era sabido que los pésimos resultados de los candidatos libertarianos en la ronda previa de elecciones provinciales no eran proyectables a escala nacional, ya que el de LLA es un fenómeno vinculado casi de manera unívoca a la figura de Javier Milei. De todos modos, la performance de 30% que logró este domingo sorprendió a propios (el propio Milei había dicho que un 20% era un gran resultado) y ajenos (para variar, las consultoras volvieron a pasar vergüenza).

En cualquier caso, es necesario analizar el significado profundo de ese aluvión de siete millones de votos. Confirmando tendencias previas, sin dudas Milei concentra un voto con un fuerte perfil juvenil y un claro sesgo de género (con mayoría masculina). También, como sucedió previamente en CABA, se ratifica un fuerte arraigo en los barrios populares. Aunque en esta elección la Ciudad fue precisamente el distrito donde peor le fue, LLA logró no solo imponerse en 17 provincias —en algunos casos de manera aplastante— incluyendo a tres de los cinco distritos más poblados del país (Córdoba, Mendoza y Santa Fe), sino que logró quedar en segundo lugar en bastiones tan tradicionales para el peronismo como La Matanza (donde «el Dipi» sacó 23%), Berazategui (22,7%), Florencio Varela (casi 25,8%), Esteban Echeverría (26,7%), Ezeiza (23%), Moreno (23,4%), Merlo (23,75), Malvinas Argentinas (22,5%) o José C. Paz (26,2%).

Esta votación indiscutiblemente popular difícilmente exprese una súbita y masiva adhesión al fascismo (categoría que se usa con demasiada liviandad para fenómenos que están lejos de encuadrarse en ella). A diferencia del voto a Bullrich, que podría considerarse como un producto más claro de la adhesión ideológica a un programa reaccionario, propio de sectores que cuestionan por derecha la presunta «tibieza» del macrismo y piden reformas regresivas inmediatas y «mano dura», el voto a Milei presenta mucho menos de este componente y mucho más de confusión, de ganas de «castigar» a los responsables de la crisis y, desde una cierta perspectiva más empática, hasta de saludables deseos de cambio respecto de una situación económica y social insoportable para los sectores populares.

Tan complejo resulta este fenómeno que puede dar resultados como los de Jujuy, una provincia en la que el batacazo libertariano convive con una heroica revuelta popular contra los intentos del gobernador radical Gerardo Morales de imponer una amañada reforma constitucional. Hasta puede que un sector de quienes están en las barricadas entendiera que votar a Milei podía ser una forma de castigo válida contra un orden político ajeno y enemigo.

Este «voto bronca», en verdad, tiene todos los motivos del mundo para manifestarse. Porque no hay dudas de que ninguno de los dos últimos gobiernos, de signos políticos muy diferentes, cumplió con sus promesas de mejorarle la vida a la gente. Hambre, pobreza, inseguridad y ausencia del Estado hacen parte de la vida cotidiana de millones de personas que hoy, con toda razón, están indignadas, hartas de las estafas previas y con esperanzas de que este outsider sí cumpla con sus promesas.

Por supuesto, esto no solo no es posible —el programa de Milei está claramente diseñado para favorecer a las clases dominantes y no a los sectores más vulnerables— sino que cualquier intento de aplicación implicaría una ofensiva antipopular con brutales recortes de derechos y una escalada represiva probablemente inédita. Pero, pese a todo, debemos registrar que este voto implica un grito de denuncia y un llamado de atención que no puede ignorarse y que requiere lecturas más finas y detalladas.

Algunos análisis también hablaban de una dimensión «mesiánica» en el voto a Milei, en el sentido de un sufragio que espera que un «salvador» venga a resolver con facilidad aquellos dilemas económicos en los que el resto de las fuerzas políticas parecen estar atascadas hace décadas. Este último aspecto implica también la posibilidad de que ante un descontrol financiero en los próximos meses la adhesión a LLA crezca, acercando las posibilidades de imponerse en primera vuelta en octubre o de llegar a un ballotage en mejores condiciones que las actuales, perspectiva que no hay que descartar por completo.

Dejando para otro momento un estudio sobre la exitosa política comunicacional de LLA, su uso de las redes sociales y su implantación en sectores juveniles, también queda claro que una de sus grandes virtudes fue la no moderación del discurso. Ante una izquierda que, lejos de proponer futuros luminosos que enamoren y generen rebeldía, se limita a agitar un posibilismo resignado (que en algunos casos la lleva a cobijarse bajo el ala del progresismo más pusilánime), Milei no tuvo miedo al desborde, al delirio de proponer un sueño y una utopía… reaccionarios e irrealizables, claro, pero no por ello carentes de poder de atracción.

Crisis de representación y esperanzas de resistencia

A este escenario electoral hay que sumarle otra fortísima manifestación del voto bronca: unos niveles históricos de ausentismo y voto blanco o nulo. La participación electoral de este domingo llegó apenas a un 69% del padrón, la más baja desde el regreso de la democracia en cualquier tipo de elección nacional. Este es otro factor clave que se suma a las pobres performances de las principales alianzas políticas para hablar de una fuerte crisis de representación, de una creciente deslegitimación del sistema político para millones de personas.

Está claro que crisis de representación no explica por sí misma el actual corrimiento a la derecha del escenario político. En 2001, la ecuación se resolvió con una derrota del neoliberalismo y el ascenso de diversas manifestaciones de nueva izquierda. Pero hoy el «Que se vayan todos», que sonó en el bunker de LLA, reaparece en un contexto opuesto, de auge derechista. Pero incluso esto tiene su lógica cuando se tiene en cuenta, como decíamos más arriba en referencia a los «neoliberalismos progresistas», que el encargado de aplicar los ajustes y empobrecer a la ciudadanía es un gobierno que para mucha gente es de centroizquierda.

Ahora bien, para no caer en el desánimo ni en la desesperación ante un presunto avance del fascismo, puede resultar interesante proponer algunas comparaciones con el ascenso de otros referentes ultraderechistas del mundo. En contraste con el expresidente estadounidense Donald Trump, que llegó al poder al frente de uno de los históricos partidos del régimen bipartidista conservador (algo solo comparable a lo que hizo Carlos Menem al reorientar al peronismo hacia la transformación neoliberal del país), Milei carece en absoluto de estructura partidaria. La Libertad Avanza es una fuerza apenas electoral, que pudo capitalizar inteligentemente la bronca y la desesperación que campean en la sociedad argentina, pero que no cuenta con ninguna estructura nacional ni representa algún proyecto político organizado.

Si pensamos en el ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil, se sabe que estuvo fuertemente apoyado tanto por las Fuerzas Armadas como por un evangelismo masivo y políticamente consolidado, un escenario incomparable con el de una Argentina menos signada por el pentecostalismo y donde las Fuerzas Armadas no son un actor político de peso, ya que siguen cargando con la condena histórica por su rol en dictadura.

Y en ambos casos, a pesar de todos estos elementos favorables, ni Trump ni Bolsonaro lograron transformar a sus respectivos países a fondo. Ni siquiera pudieron reelegirse. Pero en el hipotético caso de que Milei pudiera imponerse en las elecciones, no resulta fácil imaginar escenarios que garanticen la sustentabilidad de su eventual gobierno. No contaría con mayorías en el Congreso, donde colocaría unos pocos senadores, y tendría un bloque de diputados que no alcanzaría ni a un tercio de la Cámara. Si bien no sorprenderían las alianzas con los sectores cambiemitas que responden a Bullrich, no se puede descartar que se mantenga una relación más de competencia que de complementariedad, sin muchas perspectivas de consolidación como bloque. Es posible que Milei esté en camino a transformarse en el líder del antikirchnerismo, reorganizando la polarización en torno a su figura, pero se trata de un camino pleno de dificultades.

Incluso más allá del famoso teorema de Baglini, que planteaba que los discursos tienden a perder radicalidad cuanto más cerca del poder concreto se encuentran, lo cierto es que no es lo mismo decir que se va a terminar con la educación y la salud pública, que se van a cortar de golpe todos los planes sociales y que se va a eliminar al sindicalismo de un plumazo, que efectivamente llevarlo a cabo. Sobre todo tomando en consideración el fracaso rotundo del intento realizado hace pocos años por Mauricio Macri, quien en alianza con un partido centenario y arraigado en todo el país, con todo el apoyo del Fondo y del gobierno de Trump, de un empresariado entonces alineado como un solo hombre tras su proyecto (algo que no sucede con Milei, a quien buena parte del establishment ve como posible detonante de un estallido social que podría complicarle los negocios) y contando con una Confederación General del Trabajo extremadamente complaciente, no pudo imponer un programa mucho más light que el de Milei.

No es imposible que Milei gane las elecciones, pero gobernar y avanzar con transformaciones tan profundamente regresivas como las que propone es otra cosa. La situación está abierta. Argentina es un país con una saludable historia de resistencia y organización popular en la que, pese a todos los golpes, seguimos confiando.

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