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Foto de Bruna Prado (Getty Images)

¿Por qué nada sucede en Brasil?

Las acciones y declaraciones de Bolsonaro reflejan un desprecio por la vida inaudito. ¿Por qué no existe una reacción a la altura de tal desprecio? Porque los modos en que Bolsonaro construye su poder empalman con rasgos identitarios profundos de la sociedad brasileña.

Mencionemos algunas frases de Jair Bolsonaro frente a la pandemia del COVID-19: «Histeria por causa de una gripecita»; «Que mueran, carajo. Yo no soy el sepulturero!»; «¿Y qué tiene?»; «La muerte es el destino de cada uno»; «Vayan a filmar en los hospitales para probar que no hay nadie ahí»; «Abran las cajas y filmen para mostrar que están vacías».

Estas frases se complementan con las acciones de Bolsonaro: cuando Brasil llegó a los 5 mil muertos, Bolsonaro se divertía practicando en un campo de tiro; cuando llegamos a 10 mil muertos, Bolsonaro hacía jet ski en el lago de Brasilia; cuando alcanzamos la cifra de 25 mil muertos, Bolsonaro desfilaba montado a caballo con los policías, saludando sonriente a sus seguidores; cuando Brasil llegó a la cifra de 110 mil muertos y 3 millones 500 mil infectados, Bolsonaro mandó al Congreso Nacional un veto a la ley que obligaba el uso de máscara y el distanciamiento social; ahora que Brasil ha pasado los 150 mil muertos, Bolsonaro anuncia que no quiere comprar la vacuna china y que la vacunación será optativa.

Hace más de cinco meses que en Brasil no hay Ministro de Salud. El Ministro de Medio Ambiente propone avanzar con el desmonte de las Amazonas para –¡en sus palabras!– «aprovechar que la atención de la sociedad está puesta en el COVID-19». Luego del despido sumario del Ministro de Educación, su sustituto declaró «odiar» a los pueblos indígenas y la educación pública gratuita, y recomendó mandar a la cárcel a los miembros del Supremo Tribunal Federal. Sin embargo, como ese mismo Ministro corría el riesgo de ser procesado y encarcelado, fue enviado a los Estados Unidos como director brasileño del Banco Mundial. El tercer Ministro de Educación declaró que un niño debe ser educado a través del dolor físico y el sufrimiento psíquico. El segundo Ministro de Justicia y el segundo Procurador General de la República fueron señalados por impedir investigaciones policiales sobre delitos de corrupción de la famiglia Bolsonaro, la cual también actúa por medio de fake news desde una oficina (conocida como «el gabinete de odio», situada dentro del palacio del gobierno) y mantiene vínculos con grupos milicianos de exterminio.

Hay treinta y dos pedidos de impeachment del Presidente de la República en la Cámara de Diputados pero, gracias a la connivencia del ejecutivo con el presidente de la Cámara, ninguno se concreta. El Procurador General de la República elaboró un dossier con nombres de «subversivos antifascistas» y, en mayo, Bolsonaro intentó cerrar el Supremo Tribunal Federal, aunque fue impedido por miembros de las Fuerzas Armadas.

Perplejos, muchos se preguntan: ¿cómo es posible esto? ¿Por qué nada sucede?

Se han ensayado varias explicaciones, que van desde la situación actual de las izquierdas y el silencio de los llamados «progresistas arrepentidos» (es decir, electores de Bolsonaro), hasta la fragmentación y dispersión de los movimientos sociales y populares. Sin embargo, opto aquí por seguir otro camino y responder señalando una causa no coyuntural sino estructural, esto es, la violencia y el autoritarismo como elementos estructurantes de la sociedad brasileña.

Autoritarismo y violencia

Conservando las marcas de la sociedad colonial, esclavista y patrimonialista, Brasil está marcado por el predominio de lo privado por sobre lo público y, extendiendo la jerarquía familiar al conjunto social, constituye una sociedad fuertemente jerarquizada en todos sus aspectos: las relaciones sociales e intersubjetivas aparecen dadas como una relación entre un superior, que manda, y un inferior, que obedece. Las diferencias y asimetrías son siempre transformadas en desigualdades que refuerzan la relación de mando y obediencia. El otro jamás es reconocido como sujeto de derechos, ni como subjetividad ni como alteridad. Las relaciones entre quienes se consideran iguales son de «parentesco», es decir, de complicidad; y entre quienes son vistos como desiguales, la relación adquiere forma de favor, de clientela, de tutela o de cooptación y, cuando la desigualdad es muy marcada, asume la forma de opresión. Se trata de micropoderes que capilarizan la sociedad entera, de manera que aquel autoritarismo familiar se extiende hacia la escuela, las relaciones amorosas, el trabajo, los medios, el comportamiento social en la calle, el tratamiento dado a los ciudadanos por parte de la burocracia estatal y la naturalidad de la violencia policial.

Considerando el abismo que separa a las clases sociales en el campo de los derechos, podemos resumir los principales rasgos del autoritarismo brasileño y sus violencias sociales:

Estructurado según el modelo del núcleo familiar, en él se impone el rechazo tácito (aunque a veces se vuelve explícito) para hacer operar el mero principio liberal de la igualdad formal, dificultando así la lucha por el principio socialista de la igualdad real. Las diferencias son percibidas como desigualdades, y estas, como inferioridad natural (como en el caso de las mujeres, de los trabajadores, de los negros, indígenas, migrantes y ancianos) o como monstruosidad (como en el caso de las personas LGTBQ+).

La ley es un privilegio: para los sectores populares, lo que hay es represión. La ley no establece el polo público del poder y de la regulación de conflictos, no define derechos y deberes de los ciudadanos, porque su tarea es la conservación de privilegios y el ejercicio de la represión. Por este motivo, las leyes aparecen como inocuas, inútiles o incomprensibles, hechas para ser transgredidas y no para ser transformadas. El poder judicial es percibido como distante, secreto, como representante de los privilegios de las oligarquías y no de los derechos del conjunto de la sociedad.

Los partidos políticos son clubs privés de las oligarquías regionales, congregando a la clase media alrededor del imaginario autoritario (el orden) y manteniendo con los electores cuatro tipos principales de relación: de cooptación, de clientela, de tutela y de promesa salvacionista o mesiánica. Del lado de la clase dominante, la política es practicada desde una perspectiva naturalista-teocrática, esto es, los dirigentes son detentores del poder por derecho natural y por designio divino. Para las capas populares, el imaginario político es mesiánico-milenarista, correspondiéndose a la autopercepción de los dirigentes. Como consecuencia, la política no logra configurarse como campo social de luchas sino que tiende a transitar el plano de la representación teológica, oscilando entre la sacralización y la adoración del buen gobernante y la satanización del malo. Esta situación alcanza su punto máximo con la actual difusión y presencia hegemónica del pentecostalismo entre las clases populares y la baja clase media.

El Estado, por su parte, percibe a la sociedad como una enemiga peligrosa, bloqueando las iniciativas de los movimientos sociales, sindicales y populares. No solo está el hecho de que los gobernantes y parlamentarios practican la corrupción sobre los fondos públicos, sino que tampoco existe la percepción social de una esfera publica de opinión, de sociabilidad colectiva, una percepción de la calle como espacio común y público, así como tampoco hay percepción del derecho a la privacidad y la intimidad.

Los conflictos sociales y políticos no son ignorados, pero reciben una significación precisa: son sinónimo de peligro, de crisis y de desorden, razón por la que frente a ellos solo se ofrece, como única respuesta, la represión policial y militar. En otras palabras, la sociedad autoorganizada es vista como peligrosa para el Estado y para el funcionamiento «racional» del mercado.

La esfera pública de opinión, como expresión de los intereses y los derechos de grupos y clases sociales diferenciados y/o antagónicos, queda bloqueada. Este bloqueo se realiza por vía de acciones variadas, pero existe un mecanismo que sobresale: los medios monopolizan a tal punto la información que el consenso es confundido con unanimidad, de manera que la discordancia, el disenso, son vistos como síntomas de la ignorancia o del atraso.

Existe una fascinación por los signos de prestigio y de poder que se detecta, por ejemplo, en el uso de títulos honoríficos sin ninguna relación con la posible pertinencia de su atribución (el caso más corriente es el uso de «Doctor» cuando, en la relación social, el otro se siente o es visto como superior). «Doctor» funciona, aquí, como el sustituto imaginario de los antiguos títulos de nobleza. Esta fascinación por la distinción se percibe, también, en torno a la contratación de empleadas domésticas, cuyo número constituye un indicador de prestigio y estatus.

La desigualdad salarial entre hombres y mujeres, entre personas blancas y negras y la explotación del trabajo infantil y de los ancianos y ancianas se perciben con naturalidad. Se considera a los pueblos indígenas como ignorantes y atrasados y se piensa, con liviandad, que deben ser o bien exterminados o bien absorbidos por la lógica del mercado. La existencia de los sin tierra y los sin techo es atribuida a la ignorancia, la pereza y a la «incompetencia de los miserables». La existencia de niños y niñas en la calle es vista como una «tendencia natural de los pobres a la criminalidad», y los accidentes de trabajo son imputados a la incompetencia e ignorancia de los trabajadores. Las mujeres que trabajan (de no ser profesoras, enfermeras, asistentes sociales o empleadas domésticas) son consideradas prostitutas en potencia, y las prostitutas son vistas como degeneradas y criminales, aunque por desgracia indispensables para preservar la santidad de la familia.

Neoliberalismo ao brasileiro

Estas características de nuestra sociedad se agravan producto de la presencia de políticas económicas y sociales de signo neoliberal. Mencionemos, de manera muy breve aquí, solo un aspecto de su vasto significado político, que refuerza y retroalimenta los rasgos del autoritarismo y la violencia brasileña.

Políticamente, el neoliberalismo es una mutación destructiva de la política republicana-democrática surgido a partir de la configuración de una nueva extrema derecha planetaria que opera por medio de un partido invisible. Los integrantes de este «partido» son de los oligopolios mediáticos, los líderes empresariales locales y globales, fracciones neoliberales de los partidos políticos tradicionales, intelectuales conservadores y fundamentalismos religiosos, cuyo modo de funcionamiento es horizontal, descentralizado y en red, interviniendo en la política institucional por medio de la ocupación de centros de poder político por parte de individuos de fácil manipulación situados en la periferia del poder económico propiamente dicho.

Enraizado en el autoritarismo y las violencias sociales y políticas, el gobierno de Jair Bolsonaro constituye un ejemplo cabal de esta nueva forma de poder de extrema derecha. Con él tiene lugar la privatización total de todo lo público, el desprecio de los programas sociales, la desinstitucionalización de la república y la descalificación y el descrédito de la democracia, amenazando la validez de los parlamentos, de las instituciones jurídicas, y promoviendo manifestaciones contra ambos. Su poder está anclado en grupos milicianos de exterminio y en el convencimiento de que en Brasil no hay nada por construir, sino todo por destruir (desde el medio ambiente, hasta la vida de cada uno de nosotros y nosotras). Estamos sometidos a la crueldad de un gobierno nacional marcado por la ignorancia, la estupidez, la corrupción, la mentira y por el deleite perverso frente al dolor y la muerte.

Hacia una sociedad democrática

La sociedad brasileña aparece, de esta manera, completamente polarizada entre las necesidades y carencias de las clases populares y los privilegios de la clase dominante. Se presenta, así, casi como un obstáculo para la democracia.

¿Cómo democratizar a la sociedad brasileña? La concepción liberal reduce la democracia a un régimen político eficaz basado en la idea de una ciudadanía definida por derechos civiles, organizada en partidos políticos y manifiesta en el proceso electoral de elegir a sus representantes, en la rotación de estos últimos y en las soluciones técnicas para los problemas económicos y sociales. Sin embargo, la democracia bien entendida excede esta idea para referirse no solo a una forma de gobierno, sino a una forma general de sociedad, la sociedad democrática, de la cual depende un régimen de gobierno democrático. Intentemos sistematizar, en esta línea, los principales rasgos de la democracia:

La democracia es una forma sociopolítica definida por el principio de isonomía (la igualdad de la ciudadanía frente a la ley) y de la isegoría (el derecho de todos a expresar en público sus opiniones y verlas discutidas, aceptadas o rechazadas), partiendo de la premisa de que todos y todas son iguales porque son libres, es decir, que ninguna persona está sujeta al poder de otra porque todas obedecen las misma leyes, de las cuales son autoras (directamente, en una democracia participativa, indirectamente, en una representativa). El mayor problema que encuentra la democracia en una sociedad de clases, entonces, es el de mantener sus principios –igualdad y libertad– contra los efectos de una desigualdad real.

La democracia es una forma política en la que, al contrario de todas las otras, el conflicto es considerado legítimo y necesario. Ante su aparición, no se lo suprime, sino que se buscan las mediaciones institucionales a través de las cuales éste pueda plasmarse. La democracia no es un régimen de consenso, sino de trabajo a partir y sobre los conflictos. Pero surge allí otra dificultad democrática en las sociedades de clases: ¿cómo operar con los conflictos cuando estos exceden la mera oposición y adquieren la forma de una contradicción?

La democracia es, en tercer lugar, una forma sociopolítica que intenta enfrentar las dificultades conciliando el principio de la igualdad y de la libertad y la existencia real de las desigualdades, así como el principio de legitimidad del conflicto y la existencia de contradicciones materiales, introduciendo, para ello, la idea de derechos (económicos, sociales, políticos y culturales). Gracias a los derechos, los desiguales conquistan la igualdad, ingresando al espacio político para reivindicar su participación en los derechos existentes y, sobre todo, para crear nuevos derechos. Estos son nuevos no solo por el hecho de que antes no existían, sino porque hacen emerger nuevos sujetos políticos que los afirman y que reclaman su reconocimiento por parte de la sociedad toda.

Mediante la creación de derechos, la democracia emerge como el único régimen político realmente abierto al cambio temporal, ya que hace surgir lo nuevo como parte de su existencia y, en consecuencia, la temporalidad es constitutiva de su forma de ser.

La democracia es la única forma sociopolítica en la cual el carácter popular del poder y de las luchas tiende a ser evidente, en la medida en que los derechos nacen o amplían su alcance por medio de la acción de las clases populares contra la cristalización jurídica y política que favorece la clase dominante. En otras palabras, la marca de la democracia moderna, permitiendo su pasaje de la democracia liberal a la democracia social, se encuentra en el hecho de que solamente las clases populares y las personas excluidas (las «minorías») sienten la necesidad de reclamar por sus derechos o de crear otros nuevos.

La democracia, finalmente, es una forma sociopolítica en la cual la distinción entre el poder y el gobernante es garantizada no solo por la presencia de leyes y la división de varias esferas de autoridad, sino también por la existencia de elecciones, ya que estas (al contrario de lo que afirma la ciencia política) no significan una mera «alternancia del poder», sino que señalan que el poder siempre está vacío, que su detentor es la sociedad y que el gobernante solo lo ocupa por haber recibido un mandato temporario. En otras palabras, el sujeto político no son simples votantes, sino electores. Elegir no solo significa ejercer el poder, sino manifestar el origen de ese poder, reponiendo el principio afirmado por los romanos cuando inventaron la política: elegir es «dar a alguien aquello que se posee, porque nadie puede dar lo que no tiene». Elegir, así, es afirmarse soberano.

Una sociedad es democrática cuando, además de elecciones, partidos políticos, división de poderes, respeto a la voluntad de la mayoría y de las minorías, instituye algo más profundo, que es la condición del propio régimen político. Cuando se instituyen derechos, y esa institución es una creación social, la actividad democrática social se realiza como un contrapoder social que determina, dirige, controla y modifica la acción estatal y el poder de los gobernantes. El corazón de la democracia es la creación y conservación de los derechos.

Un derecho es distinto a una necesidad, una carencia, o un interés. De hecho, una necesidad o una carencia es algo particular y especifico. Alguien puede tener una necesidad de agua,  otro de comida, un grupo social puede tener carencia de transporte, otro de hospitales. Hay tantas necesidades como individuos y tantas carencias como grupos sociales. Un interés también es algo particular y especifico, y depende del grupo o la clase social. Necesidades, carencias e intereses tienden a ser conflictivos porque son reflejo de las especificidades de diferentes grupos y clases sociales. Un derecho, por el contrario, no es ni particular ni especifico, sino general y universal. Es válido para todos los individuos, grupos y clases sociales. Así, por ejemplo, la carencia de agua y de comida manifiesta algo más profundo: el derecho a la vida. La carencia de vivienda o de transporte también manifiesta algo más profundo: el derecho a buenas condiciones de vida. De la misma manera, el interés, por ejemplo, de los estudiantes, expresa algo más profundo: el derecho a la educación o a la información.

Pero un derecho es distinto no solo de las necesidades, carencias y intereses: se distingue también, y de manera fundamental, del privilegio. El privilegio es, por definición, particular; jamás podrá transformarse en un derecho sin dejar de ser privilegio. Las necesidades, las carencias y los intereses presuponen derechos a conquistar. Los privilegios, por el contrario, existen solo a condición de no ser derechos.

El régimen populista del «Mito»

¿Por qué, al final, nada sucede entonces en Brasil? Porque, políticamente, la polarización entre carencia y privilegio se cristaliza por el populismo como forma de gobierno que representa Jair Bolsonaro. Caracterizo el populismo según los siguientes rasgos: es un poder que se realiza sin mediaciones políticas, alejándose de las instituciones políticas, tanto en los partidos políticos (como las formas políticas de organización de la sociedad) como en la propia estructura del Estado. Opera a través de una relación directa entre gobernantes y gobernados facilitada y aumentada por los nuevos medios de comunicación directa, como Twitter (tan importante para el «gabinete del odio» del clan Bolsonaro).

El populismo es un poder que opera simultáneamente como trascendencia e inmanencia, es decir, el gobernante se presenta como transcendiendo lo social, en la medida en que es detentador del poder, del saber y de la ley. Pero, al mismo tiempo, solo consigue realizar su acción si también forma parte del todo social, ya que no opera con mediaciones institucionales. Esta es, desde tiempos inmemoriales, la posición característica del jefe de familia (el despotes) y la estructura del espacio privado. Siendo un poder que se realiza sin mediaciones políticas ni sociales para su ejercicio, constituye una tutela que se manifiesta en una forma canónica de relación entre el gobernante y el gobernado: la relación del favor y la clientela.

El populismo opera sin distinción entre el poder del ocupante del gobierno y aquel que proviene de una fuente imaginaria extra social, es decir, la divinidad. El gobernante populista encarna e incorpora el poder, que ya no se separa ni se distingue de su persona, ya no se funda en instituciones publicas ni se realiza a través de mediaciones sociopolíticas, sino en una determinación teológica. El pentecostalismo de Bolsonaro es el soporte teológico de su populismo, y no es casualidad que reciba el nombre «El Mito», ni tampoco que repita hasta cansancio que su segundo nombre es Messías.

El populismo es un tipo de poder autocrático favorecido por la ideología neoliberal, en la medida en que esta  ultima opera como el marketing político del gobernante como gestor de éxito, reforzando el personalismo, el narcisismo y el intimismo de la vida privada, de tal manera que ofrece la persona privada de un político como si fuese su persona pública.

Una vez más, entonces, ¿por qué nada sucede en Brasil? Porque el gobierno de Bolsonaro echa raíces profundas en la historia de la sociedad y política brasileira: los dominados lo apoyan porque esperan del gobernante su salvación, y la clase dominante se sirve de él porque exprime su propia y verdadera concepción de la política como su derecho natural al poder.

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Publicado en Artículos, Brasil, homeCentro3, Política and Sociedad

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