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En defensa de la Historia colectiva

En Pasados singulares, Enzo Traverso vuelve sobre un viejo problema: la relación entre literatura e historia. Contra los intentos de escindirlas, el historiador italiano aboga por una confluencia que ponga de relieve la subjetividad de quien narra el pasado.

El artículo que sigue es una reseña del libro de Enzo Traverso Pasados singulares. El yo en la escritura de la Historia (Alianza Editorial. 2022).

 

Decía Aristóteles en Poética que la poesía —en tanto ficción— es filosóficamente superior a la historia porque la primera es capaz de representar acciones posibles y generales (lo que pudo haber sido), mientras que la segunda solo contiene lo particular y necesario (lo que efectivamente fue). La historia y la ficción polemizan: ¿cuál es el límite entre una y otra? ¿Toda narrativa es un relato histórico o, lo contrario, todo relato histórico es una narrativa del pasado? Si ambas son correctas, ¿cuál es entonces la diferencia entre el novelista y el historiador?

Los antiguos historiadores grecolatinos identificaron esta ambigüedad y, con el tiempo, comenzaron a poner en práctica un dispositivo para separar las fronteras entre ambos géneros: la escritura en tercera persona. Así, la primera persona quedaba confinada a la escritura de la subjetividad (memorias y ficciones), mientras que la tercera, desde la distancia que funda —entre más se aleje el historiador de su objeto de estudio, más credibilidad tiene el pasado que vuelve a través de sus palabras—, se empleó para la escritura de lo «objetivo», es decir, la historia.

En su libro Pasados singulares (Alianza Editorial, 2022), el historiador italiano Enzo Traverso vuelve su mirada nuevamente sobre el tema. La idea para su ensayo, nos confiesa, surge de la lectura de una serie de libros —de historia, autobiografías o una hibridación de géneros— que suscitaron en él ese «placer de la lectura» del que hablaba Barthes y, sin embargo, al mismo tiempo, cierta incomodidad.

Esa vaga incomodidad, sigue Traverso, proviene de la propensa necesidad del historiador por inscribir su vida en la historia que relata. Con la progresiva democratización de la práctica de la escritura entre los siglos XIX y XX —con lo que dejó de ser coto casi exclusivo de la élite espiritual—, la exigencia del individuo por encontrar su lugar en la historia fue en aumento, «como si la historia no pudiera ser escrita sin exponer el interior no solo de quienes la hacen, sino también y, sobre todo, de quienes la escriben».

Pasados singulares. El yo en la escritura de la Historia (Alianza, 2022).

Así, partiendo de la premisa básica de que el historiador y el novelista son en esencia «relatores», Traverso analiza el enfático advenimiento de la novela histórica y la autobiografía, géneros que utilizados tanto por historiadores como por escritores y que constituyen, desde hace poco más de una década, un verdadero éxito editorial y un enigma epistemológico en el campo de la historia.

¿Es Historia de los abuelos que no tuve, de Ivan Jablonka, una novela histórica, un ensayo autobiográfico o un trabajo historiográfico? ¿Es Anatomía de un instante, de Javier Cercas, un documento mucho más eficaz para aprender sobre el golpe de Estado en España de 1981 que una reconstrucción propiamente histórica? Lo que nos muestra Traverso, analizando un gran inventario de obras y escritores de diversas latitudes y épocas, es ese filo de navaja que corta a la historia y la ficción por la mitad, y por la que camina el escritor cuando usa el relato histórico —los hechos, el archivo, las fuentes o testimonios— como una forma de conocimiento que, en vez de ocultar, elige exhibir la subjetividad de quien narra el pasado.

He aquí entonces el meollo del asunto: la historia se escribe cada vez más en primera persona, desde el filtro subjetivo del investigador, haciendo prominente la presencia del «yo». Este «giro subjetivista» de la escritura del pasado, esa «ego-historia», como la llama Traverso, constituye un serio desafío a la relación que entablamos con los muertos. Si los historiadores utilizan cada vez más los recursos de la literatura (el narrador homodiegético, especialmente), si la historia es de hecho una «literatura contemporánea» —tal como sugiere Jablonka—, ¿cómo podemos fiarnos de que el investigador nos esté entregando una verdad? Para Traverso es claro: «la narrativización de la investigación no borra las fronteras» entre historia y ficción, sino que resalta la porosidad de sus márgenes.

Si bien la literatura es un permanente «asalto a las fronteras» (según versa Kafka en sus Diarios), cierto es también que debe acompañar a la historia en su intento de ser verosímil e incontestable, pues los procedimientos de la historia se fundan en una sola cosa: las pruebas. Aunque las pruebas puedan ser también testimonios individuales, en los que el historiador puede participar al mismo tiempo como testigo y analista, estas se inscriben un marco de comprobación y veracidad.

Para Traverso, el riesgo que encarna este proceso no reside en la «literaturización» de la historia, es decir, en hacer del relato histórico una obra literaria, como sucedía en Heródoto o Svetlana Aleksiévich. El problema se presenta cuando ese pasado se filtra por el ego del investigador, se ve reducido a la escala limitada del sujeto que lo narra. Porque el pasado no es una esencia en sí mismo, sino una relación, una dinámica en permanente transformación entre vivos y muertos, entre memoria e historia.

En la era del selfie, la época del neoliberalismo tardío, la mirada y las representaciones del tiempo se reducen al sujeto mismo, y la relación que sostenemos con el pasado se torna muerta, monódica y personalista. La historia se convierte así en un «pasaje reificado y transformado en una vasta amalgama de lugares de memoria». Nuestro encuentro con él se vuelve individual: la fuente de acceso deviene única y melancólica, y la historia se transforma en un relato atomizado sin ningún lazo con el presente.

Al desacoplar el contacto del pasado con el futuro y dislocar la acción del presente, desvinculándola de toda referencia histórica, privatizando su acceso y estructurándola como una fuente de consumo individual, el neoliberalismo establece una relación «presentista» con la historia (un concepto que Traverso toma de François Hartog).

Contra esto, Traverso insiste en esa tradición —que va desde Marx hasta E. P. Thompson, pasando por Walter Benjamin— que ve al pasado como una entidad viva, que nos interpela constantemente. Para esta tradición, la historia debe trabajarse sin perder de vista su función redentora y política de salvar del olvido a los vencidos. Al calor de la acción colectiva, la historia retorna como intento por dar con una verdad aplastada bajo los escombros del pasado.

De lo que se trata, afirma Traverso, es de utilizar «el ego como telescopio» para observar el pasado, entender el presente e imaginar el futuro. Tanto la literatura como la historia cumplen con estas funciones cognitivas; sin embargo, la segunda tiene restricciones de método que la primera no tiene. Es en esas constricciones donde el uso literario de la historia permite mayores aciertos, al posibilitar un mejor acercamiento al lector.

No existe una verdad novelesca al margen de la verdad histórica; lo que existe es una verdad histórica que ayuda a relatar literariamente el pasado. Pero, entre ambas, la relación que debe establecerse es de ayuda mutua, cuando en una se ausente la otra. La frontera entre ellas no debe verse simplemente como un espacio de separación porque, cabe recordar, una frontera es también un espacio en el que se producen encuentros.

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Publicado en Historia, homeCentro3, Política and Reseña

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