Antes de que Piotr Kropotkin se convirtiera en sinónimo del movimiento anarquista, este aristócrata ruso era cartógrafo y trabajaba para la Sociedad Geográfica Rusa. En 1872, influenciado por la creciente ola de actividad revolucionaria (en particular, la Comuna de París), decidió hacer a un lado sus estudios e investigar por su cuenta el movimiento obrero. Emprendió un viaje de tres meses por Europa.
La etapa suiza fue decisiva. Una sucesión de pequeñas ciudades en las colinas de las montañas del Jura fueron la sede del primer Congreso Anarquista Internacional de la historia en 1872. En esos valles montañosos, Kropotkin pasó tiempo con trabajadores revolucionarios, miembros de la Federación anarquista del Jura. En su mayoría trabajaban en la relojería, y Kropotkin teorizaba que la organización del delicado trabajo creaba un alto nivel de desarrollo intelectual entre los obreros. Estos anarquistas no eran meros seguidores de uno u otro líder: como escribió en una reflexión sobre esta visita, «no había cuestión sobre la que cada miembro de la federación no se esforzara por formarse su propia opinión independiente».
La experiencia fraguó sus compromisos políticos: «Las relaciones igualitarias que encontré en las montañas del Jura, la independencia de pensamiento y de expresión que vi desarrollarse en los obreros y su ilimitada devoción a la causa apelaron mucho más fuertemente a mis sentimientos; y cuando volví de las montañas, después de una semana de estancia con los relojeros, mis opiniones sobre el socialismo estaban decididas. Era anarquista».
Unrest [titulada Disturbios en castellano], del director suizo Cyril Schäublin, comienza con una versión abreviada de esa cita de Kropotkin. La película, el segundo largometraje de Schäublin, es una dramatización de la época del anarquista en la localidad montañosa suiza de Saint-Imier. Schäublin procede de una familia de relojeros como los retratados en la película, y el uso de un reparto no profesional y mayoritariamente local confiere a la pieza de época un aire sorprendentemente moderno. El título de la película es un juego de palabras con la diminuta rueda en espiral que equilibra el mecanismo en el corazón de un reloj: unrueh, o disturbios [unrest en inglés].
A pesar de lo que algunos podrían esperar de una película sobre el movimiento anarquista, Unrest carece de acción dramática, y mucho menos de violencia. El director de fotografía Silvan Hillman encuadra a los personajes en el borde mismo de las tomas, donde quedan empequeñecidos por la arquitectura circundante o el idílico paisaje de la zona, con el bosque y el cielo ocupando la mayor parte del encuadre. Los mensajes revolucionarios se intercambian sin palabras, en cajas de cerillas que se pasan entre fumadores. Los miembros de una cooperativa sindical anarquista deliberan mientras trabajan antes de votar el envío de una parte de sus salarios a los ferroviarios en huelga de Baltimore.
El enfoque de Schäublin hace hincapié en la cotidianidad de los participantes en el movimiento: podrían ser cualquiera, en cualquier lugar; incluso una pequeña ciudad aparentemente adormecida podría ser el corazón de la efervescencia revolucionaria. Pero eso no quiere decir que en Unrest no pase nada. El minimalismo de la película contrasta con la transformación histórica que está experimentando la zona.
Lo más importante es la cuestión del tiempo. En Saint-Imier hay una fábrica de relojes, y el director Roulez (Valentin Merz) está obsesionado con el tema. Sus jefes realizan un seguimiento de los trabajadores mediante estudios de tiempo y movimiento que recuerdan, para el público estadounidense, el método que Henry Ford perfeccionaría en sus fábricas de automóviles. El tic-tac de un reloj se oye a menudo en el fondo de la tranquila ciudad.
En la primera toma desde el interior de la fábrica, un patrón sostiene un cronómetro en la mano mientras mira por encima del hombro de un trabajador. «Diecinueve segundos», dice, anotando el tiempo que ha tardado en completar su parte del montaje del reloj. Se dirige a otra trabajadora, Josphine Gräbli (Clara Gostynski), la otra protagonista de Unrest junto a Kropotkin (Alexei Evstratov).
«Señora Gräbli, ¿está a punto de equilibrar la rueda de Unrest?». Ella lo hace mientras su cronómetro hace tictac. «Tiene que trabajar más rápido», le dice él, aconsejándola sobre cómo recortar segundos al delicado trabajo. Si ella le hace caso, le explica, «podrás aumentar tu ritmo de trabajo y aumentar considerablemente los beneficios para los dos». Gräbli murmura un «mm-hm», sin molestarse en mirarle. Luego, el patrón pasa al siguiente trabajador: «Vamos a medir el tiempo».
Las trabajadoras deben realizar constantemente su parte del proceso de montaje de esta manera, mientras la dirección las incita a acelerar. «Podrías hacer un poco más de trampa», reprende una trabajadora a otra después de que la dirección se marche, «he trabajado despacio a propósito». Cuando sugiere que la próxima vez trabajen todas más despacio para no revelar a su jefe la velocidad a la que se puede terminar el trabajo, la otra mujer responde preocupada: «Pero entonces podrían despedirnos porque no producimos lo suficiente».
Tal es la tensión de la época: el afianzamiento de la disciplina laboral hasta el segundo, y una mano de obra no acostumbrada a tal control. Aunque a finales del siglo XIX ya estaba muy avanzada en otras partes de Europa, la implantación de ese control por parte de los patronos de Saint-Imier aún está en transición. Aún no se ha adoptado la hora estándar, lo que hace irónico que los trabajadores cuyo trabajo consiste en producir los artículos que difundirán la intensificación de la disciplina laboral sean residentes de una ciudad que funciona con cuatro relojes diferentes: la hora de la fábrica, la hora municipal, la hora del telégrafo y la hora del ferrocarril.
Sobreviene la confusión. La dirección de la fábrica de relojes se aprovecha de la incoherencia, como cuando descuentan una hora de la paga a una trabajadora mayor que llega tarde porque la oficina de correos utiliza la hora municipal. Como dice Roulez cuando le preguntan por qué no sincroniza la hora de la fábrica con la del ferrocarril: «Mis trabajadores van ocho minutos por delante de los demás».
Me trae a la memoria testimonios en los que se basó el historiador marxista E. P. Thompson en «Tiempo, disciplina del trabajo y capitalismo industrial». En el artículo, parte del aclamado Costumbres en común, cita a un trabajador de una fábrica textil: «No había nadie más que el patrón y el hijo del patrón que tuviera un reloj, y no sabíamos la hora. Había un hombre que tenía reloj (…). Se lo quitaron y se lo dieron al patrón porque había dicho la hora a los hombres». Otro trabajador habla de una manipulación similar: «Los relojes de las fábricas a menudo se adelantaban por la mañana y se atrasaban por la noche, y en lugar de ser instrumentos para medir el tiempo, se utilizaban como tapaderas para el engaño y la opresión».
¿Dónde entra Kropotkin en todo esto? Cuando llega por primera vez a Saint-Imier, Gräbli se ofrece a llevarlo a la fábrica. Pero la planta está siendo fotografiada para un catálogo de ventas, y dos guardias le dicen a Kropotkin que salga del encuadre, dejando paso, por así decirlo, a la expansión del negocio. Mientras esperan a que hagan las fotos, la los jefes del taller recitan la frase del catálogo: «Hoy en día, no se puede imaginar a un hombre sin un reloj en la mano».
Los guardias reaparecen a lo largo de la película, siempre indicando a los residentes que salgan del encuadre. También lo hace la fotografía, una disciplina relativamente nueva y moderna que transforma la forma en que la población se ve a sí misma. Durante el almuerzo, Gräbli y sus compañeros intercambian retratos fotográficos de anarquistas. A ella le interesa especialmente uno de August Reinsdorf, un anarquista alemán que intentó asesinar al Kaiser Guillermo I y fue ahorcado poco después.
Kropotkin explica a los gendarmes que es «geólogo y cartógrafo» y que está en la ciudad para cartografiar el valle. Esto es cierto, pero su mapa es de un tipo particular: en concreto, está cartografiando la actividad anarquista en la región.
«Un mapa anarquista refleja la perspectiva de la población local», explica a un compañero radical. «Al contrario que la administración y otras autoridades, la ciencia debe reflejar sistemáticamente las ideas de la gente en lugar de imponerles ideas externas». Un mapa así, añade, debería utilizar los topónimos preferidos por los lugareños, no los otorgados por otros.
Un cartel en la pared de la oficina de telégrafos de Saint-Imier reza: «Sea breve. Sus minutos son tan valiosos como los nuestros». Esa atención a los números está por todas partes en Unrest: los costes de nómina, el precio de una foto, el tiempo que tarda cada trabajador en montar su pieza, el número de piezas que produce a la semana, el precio de un telegrama.
De hecho, la escena de la oficina de telegramas es la más divertida de la película: Kropotkin se encuentra allí para enviar despachos subversivos a Chicago y Barcelona. Entrega a la despachadora un trozo de papel en el que ha escrito el contenido de su mensaje, pero ella le dice que debe dictárselo. Esto le obliga a declarar, a oídos de todos los demás en la oficina, que «el valle es sin duda el punto neurálgico del círculo de rotación anarquista internacional, introduciendo tendencias antigubernamentales y antiautoritarias a la causa socialista».
Mientras Kropotkin y un compañero anarquista pasean por la ciudad completando su mapa, el fotógrafo de Saint-Imier les pregunta si puede fotografiarlos. «Ustedes son anarquistas», explica cuando Kropotkin le pregunta por qué quiere retratarles. «Puede que algún día sean famosos». En la escena final de Unrest, el fotógrafo pregunta a los trabajadores fuera de la fábrica si quieren comprar algún retrato. Ven que tiene uno de Gräbli y otro de Kropotkin, y nos enteramos de que los trabajadores hace tiempo que no ven a ninguno de los dos.
«¿Se conocen?», pregunta un obrero. «¿Una historia de amor, quizás?», sugiere otro para explicar su repentina desaparición de Saint-Imier. «Tal vez», responde un tercero. El fotógrafo, que escucha las especulaciones de los trabajadores, ve una oportunidad: cuando le piden que les recuerde cuánto dinero quiere por los retratos, sube el precio. Con ello, los protagonistas pasan a la historia y se les asigna un precio… como a todo lo demás.