Durante los últimos días de septiembre cuatro distritos que hasta ahora eran formalmente parte de Ucrania hicieron referéndums para votar su integración a Rusia. Por un lado Donetsk y Lugansk, independientes de facto desde 2014 —cuando se dio el golpe de Estado del Euromaidán en Kiev—, y por el otro Jersón y Zaporozhie, ocupados durante la invasión rusa iniciada en febrero de este año.
La esperable victoria del «Sí» a la anexión provocó igualmente esperables reacciones a nivel global. Moscú ya anunció que acepta los resultados y cumplirá con el deseo de los habitantes de esos territorios basado en el principio de autodeterminación de los pueblos; mientras que Estados Unidos y la Unión Europea desconocieron la votación apelando al derecho a la integridad territorial de Ucrania.
Ambos argumentos son dos caras de una misma moneda, pero ¿cuándo prima uno sobre otro?
De la soberanía popular a la autonomía territorial
El derecho a la autodeterminación se define como el que ejerce un pueblo organizado en un territorio establecido para determinar su destino colectivo de manera libre. Es decir, sin coerciones internas o externas. Desde ese lugar podemos encontrar una primera etapa de este concepto en los comienzos de la Ilustración, donde era entendido como mero principio democrático-burgués. Es decir el derecho de una sociedad a elegir sus gobernantes. Sin embargo, entre la segunda mitad del siglo XIX y hasta el fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) comienza a aparecer en Europa la idea de autodeterminación de los pueblos aplicado a naciones bajo el control de poderes estatales más amplios.
Así es que fue aplicado para disolver a los imperios derrotados en la Gran Guerra: Otomano, Alemán y Austrohúngaro. No obstante, excluyó a las colonias estadounidenses de Filipinas y Puerto Rico y las que Europa poseía en Asia y África. Incluso los vencedores se repartieron algunos dominios alemanes y otomanos como las actuales Tanzania, Namibia, Irak, Siria y Papúa Nueva Guinea, entre otros.
En este marco, y a pesar de ser presentado como un paladín de la autodeterminación, el presidente de los Estados Unidos de aquel entonces, Woodrow Wilson, dio por tierra con sus postulados universalistas cuando en 1919 se opuso a la Cláusula de Igualdad Racial propuesta por Japón para la naciente Sociedad de Naciones (antecesora de Naciones Unidas).
El impulso de la Unión Soviética
La Revolución Rusa de 1917 dio nuevas bases políticas al principio de autodeterminación cuando Lenin decretó este derecho para todas las naciones que integraban el extinto Imperio Ruso. Su planteo se basaba en que la Unión de las repúblicas soviéticas tenía que ser potestad voluntaria y democrática de los pueblos.
En el II Congreso de la Internacional Comunista en 1920 se abordó el «problema» nacional y colonial ampliando la perspectiva a nivel mundial. Allí el líder soviético sostuvo que «el rasgo distintivo del imperialismo» consistía en una división del mundo entre «un gran número de naciones oprimidas y un número insignificante de naciones opresoras, que disponen de riquezas colosales y de poderosa fuerza militar».
El llamado a las y los comunistas a liderar revoluciones antiimperialistas tuvo un enorme impacto en la periferia capitalista. «La Revolución de Octubre brilló sobre los cinco continentes, despertando a millones de personas oprimidas y explotadas alrededor del mundo», escribió Ho Chi Minh que había considerado como una «guía milagrosa» para su lucha en Indochina las tesis de la Internacional sobre el colonialismo. La influencia llegó a movimientos no socialistas como el Primero de Marzo en Corea, que buscaba la independencia de Japón, y la Revolución Egipcia de 1919, que anticipó la independencia del Reino Unido en 1922.
Descolonización y derecho internacional
Recién tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y producto del nuevo mundo bipolar en el que Europa pasó a ser un apéndice de Estados Unidos se extendería el principio de autodeterminación —impulsado desde antes por la URSS— que abarcaba a las colonias de las distintas potencias. Poco tiempo antes de la rendición de Alemania, el general francés Charles De Gaulle había participado de una conferencia en Brazzaville, actual capital de la República del Congo, en la que prometió a las colonias africanas su autonomía. Sin embargo esta promesa sería demorada y parcial.
La propia Francia rechazó la independencia de Argelia, que debió luchar una guerra de ocho años hasta 1962; Portugal hizo lo mismo con Angola, Mozambique, Cabo Verde y Guinea-Bissau, que recién lograrían su autodeterminación a mediados de la década de 1970; España con el Sahara Occidental, que luego entregó a Marruecos, y todavía hoy continúa su guerra de liberación. También fue dispar la decisión respecto a las excolonias y su integridad territorial. Por ejemplo, mientras se mantuvieron como ley inmutable las fronteras coloniales para los nacientes países africanos, se aceptó la partición de India y Pakistán, diseñada de manera arbitraria por la ex metrópoli.
En paralelo fueron surgiendo distintos consensos —al menos en el papel— respecto a los criterios que la naciente «comunidad internacional» iba a aplicar. La Carta de Naciones Unidas firmada el 26 de junio de 1945 estipula en los artículos 73 y 74 el derecho de un pueblo organizado en un Estado de escoger libremente su sistema político y económico. La Resolución 1514 de 1960 aprobada por la Asamblea General estableció que «la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales». Y dejó en claro que «la falta de preparación en el orden político, económico, social o educativo no deberá servir nunca de pretexto para retrasar la independencia».
Años más tarde, la Resolución sobre Relaciones Amistosas 2625 de 1970 daría cuenta de la complejidad del tema. Por un lado, afirmando la necesidad de «poner fin rápidamente al colonialismo, teniendo debidamente en cuenta la voluntad libremente expresada de los pueblos de que se trate». Pero aclarando que no «autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes».
En ese marco algunos casos resultaron más sencillos de abordar. Un territorio no-autónomo era fácil de identificar si estaba geográficamente separado y era distinto étnica y culturalmente del país que lo administraba; o si se encontraba en situación de subordinación política respecto a la metrópoli. Pero esos derechos de autodeterminación no incluyeron a las minorías étnicas o nacionales dentro de un Estado o futuro Estado. Así por ejemplo se hicieron plebiscitos previos a la independencia en el Camerún británico para saber si deseaban integrarse a Nigeria o Camerún. También se rechazaron y fracasaron intentos de secesión como el de Biafra en Nigeria, los tamiles en Sri Lanka, Katanga en Zaire, o los somalíes del Ogaden en Etiopía. Allí primó el derecho a la integridad territorial.
Uso de la fuerza e injerencia en asuntos internos
Pero la discusión no se agota entre qué pueblo tiene derecho a autodeterminarse y cuál debe mantenerse bajo el control de un Estado en nombre de la integridad territorial. Un punto muy polémico y contradictorio está ligado al uso de la fuerza.
Tras la Segunda Guerra Mundial se impuso como principio la exclusión de la violencia en las relaciones internacionales y así lo consagra el artículo 2° de la Carta de la ONU. A pesar de esto en 1965 la propia organización internacional la aceptó para quienes están «bajo ocupación colonial». Y en 1970 con la mencionada Resolución 2625 reconoce que «en los actos que realicen y en la resistencia que opongan contra esas medidas de fuerza [de la potencia colonial] con el fin de ejercer su derecho a la libre determinación, tales pueblos podrán pedir y recibir apoyo».
Esto implica dos problemas: por un lado, al habilitar el apoyo externo viola el principio de no injerencia en asuntos de otros Estados. Pero además, al tratarse de conflictos «internos» entre una metrópoli y su colonia o un gobierno central y una región, queda al margen del artículo 2°. Esta ambigüedad habilitó las intervenciones en nombre de la «democracia» y los «derechos humanos» bajo el argumento de garantizar la autodeterminación. El paladín de estas invasiones «humanitarias» fue y sigue siendo Estados Unidos: desde Vietnam, pasando por Granada y Panamá, hasta Irak, Afganistán y Libia, entre otros.
Pero más allá de la arbitrariedad de algunas potencias, este equilibrio formal que nunca se llegó a aplicar del todo, terminaría de estallar en mil pedazos con un caso paradigmático que se ha convertido en un concepto en sí mismo: la balcanización.
La destrucción de Yugoslavia
Lo que en 1989 era un Estado federado de seis repúblicas, terminó convirtiéndose en 2008 (con la independencia de facto de Kosovo) en un archipiélago de siete países, algunos incapaces de garantizar funciones soberanas elementales. Más allá de los conflictos étnicos y nacionales latentes que resultaron en masacres y delitos de genocidio, fue la arbitrariedad Occidental en el marco del fin de la Guerra Fría la responsable última de un conflicto fratricida.
Tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, Washington cesó su ayuda económica a Yugoslavia —hasta entonces vista como un freno a la influencia de Moscú— y se le prohibió su ingreso al Consejo de Europa. La agudización de los problemas económicos alentó a las repúblicas económicamente más desarrolladas como Croacia y Eslovenia a buscar su independencia, finalmente proclamada en 1991.
La Comunidad Económica Europea —predecesora de la Unión Europea— creó entonces la Comisión Badinter, integrada por juristas que apoyaron el derecho de secesión basados en la autodeterminación. Esta afirmó además que las fronteras de las repúblicas que integraban Yugoslavia eran «inviolables», un sinsentido ya que se trataba de divisiones administrativas hechas precisamente para evitar esas secesiones étnicas. Un 30% de los serbios y un 20% de los croatas vivían dentro de Yugoslavia pero fuera de «sus Repúblicas».
Ignorando estas realidades, una Alemania recientemente reunificada y con intenciones de recuperar el liderazgo europeo reconoció preventivamente las independencias croata y eslovena. De un día para el otro el gobierno federal, asentado en Belgrado, fue calificado como agresor y no como titular de derecho a defender su integridad territorial.
«La Comunidad Europea pasó por encima de las autoridades representativas de Yugoslavia y estableció un marco jurídico para su desintegración reconociendo la existencia de Estados con fronteras artificiales, restando toda forma de apoyo al Gobierno Federal, impulsando un proceso de mediación que legitimaba a los separatistas y debilitaba al Estado en crisis, animado a los que buscaban la fragmentación», sintetizó Hernando Cañardo, profesor Titular de Derecho Internacional Público de la Universidad Católica Argentina.
Así se abrió el camino a la separación de Bosnia apenas un año más tarde. El Gobierno regional, dirigido por la mayoría musulmana y con apoyo de Estados Unidos, declaró la independencia en 1992 a pesar de que en el país vivían un 31% de serbios y 17% de croatas. Según Cañardo, «encuestas realizadas en 1990 y 1991 demostraban que un 70% de la población era contrario a la secesión, pero consumadas las de Croacia y Eslovenia, resurgieron las diferencias étnicas y nacionalistas».
El gobierno bosnio, con su nueva legitimidad internacional, calificó a los grupos serbios y croatas como beligerantes. Washington brindó su apoyo legal y militar a esta maniobra con la creación de un Tribunal Criminal para los serbios, e interviniendo a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El conflicto finalizó en 1995 con los acuerdos de Dayton, que marcaron un nuevo nivel de la intervención occidental con mandatos para la OTAN, la ONU y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Convirtieron al nuevo país prácticamente en un protectorado con líneas étnicas muy marcadas, genocidios mediante, y un gobierno permanentemente inestable.
Lejos de garantizar una mayor estabilidad y reducir daños, la intervención extranjera en el conflicto yugoslavo —orientada por intereses geopolíticos— agudizó la crisis, provocó conflictos nuevos e incrementó el número de víctimas.
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Con el colapso definitivo de los acuerdos de posguerra, el fin de la Guerra Fría y la transición hegemónica que enfrenta a Estados Unidos y China, el siglo XXI dio por tierra con todo principio y acuerdo previo. La ONU se terminó de convertir en una caricatura sin ningún tipo de influencia y el Consejo de Seguridad un organismo obsoleto.
Lejos de regir algún tipo de consenso, las potencias aplican criterios arbitrarios y totalmente interesados según el conflicto a abordar. Es así que Occidente reconoció la independencia de Kosovo pero se muestra intransigente ante los planteos del País Vasco o Cataluña. Defiende la integridad territorial de Ucrania mientras avala la independencia de facto de Taiwán. Apoya el secesionismo de los uigures en China mientras respalda la ocupación colonial de Israel en Palestina y Marruecos en el Sahara Occidental.
En ese contexto, las consideraciones sobre la anexión de nuevos territorios por parte de Rusia difícilmente se puedan argumentar desde el derecho internacional. En todo caso, la defensa o la condena dependerá de la ubicación política de quien enuncia. A diferencia de lo que sucedía a mediados del siglo XX, la autodeterminación de los pueblos ha dejado de ser un principio eminentemente anticolonial y progresivo para ser muchas veces instrumentalizado en función de objetivos —paradójicamente— imperialistas.