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Evita era la sensación internalizada que del peronismo tenían los desposeídos y era su bandera de lucha, porque sentían que con ella podían ir más lejos.

Evita

El 26 de julio de 1952 fallecía Eva Perón, una de las figuras más emblemáticas del siglo XX argentino. A más de 70 años de su muerte, «Evita» continúa ocupando un lugar privilegiado en la memoria histórica de los sectores populares.

El artículo que sigue es un fragmento del libro de Alejandro Horowicz Los cuatro peronismos (Edhasa, 1985).

 

Eva Perón ocupa un espacio único en la historia política argentina.

Hipólito Yrigoyen no tuvo mujer, o la tuvo en el sentido más doméstico del término. Y la lista de jefes populares —al menos por la composición social de sus seguidores— sólo tiene dos integrantes: Yrigoyen, Perón.

Olvidemos entonces a los jefes populares: confeccionemos la lista tan amplia, tan desprejuiciadamente como se quiera, con famosos de toda especie y cualquier origen. Aun así Evita sigue siendo única. Esta unicidad —esta soledad, si se quiere— constituye su rasgo saliente. Sola también (la única mujer) integra la galería de los mitos políticos del siglo XX, internacionalmente socializados por América Latina.

La historia personal de Evita, que alguna importancia tiene, remite a la soledad rabiosa, a la marginalidad, a la impotencia y al miedo.

Hija irreconocida de un matrimonio indocumentado, niña sometida al murmullo moralizante de un pueblo de provincia, adolescente sin destino, partiquina, actriz sin cartel, personaje radial, amante del coronel, esposa del general, compañera del presidente, abanderada de los humildes y bandera de combate constituyen los peldaños de una carrera poco habitual y muy deseada.

A escala gigantesca, la historia de la Cenicienta rubia pareciera repetirse, y pocos ignoran que cuando cambia la escala, cambia la historia misma. Evita es una versión fantasmal de la Cenicienta: ella también es hija de un padre que no defiende y, en su omisión, ataca, que muere sin reconocerla (aunque reconoce a todas sus hermanas), convirtiéndola en la hermanastra-de-hermanas-ilegítimas, esto es, en la integrante más débil de todo el grupo familiar, la que suma al conflicto con el padre la hostilidad de la madre (porque Eva —en la fantasía materna— es la causa de las malas o difíciles relaciones con el padre).

Entonces, abandonada por todos, tiene dos caminos: la locura o el combate.

Esta elección define un horizonte personal al tiempo que la constituye en horizonte social. Ya no se trata del combate por llegar, sino de la garantía que tienen los que luchan —si luchan adecuadamente— de arribar a la meta. Es posible pelear puesto que se puede llegar y se puede, en estos términos, vencer; llegar y vencer se asemejan demasiado; al menos, no están claramente discriminados.

Llegar; vencer; ser reconocida en el arribo-victoria por el odio de los que no pudieron evitarlo y por el amor de los que llegaron con su llegada. Esto reconstruye sintéticamente su vida.

Evita es una táctica y un recorrido: es la táctica de doblarse tantas veces como sea preciso, odiando cada vez que le toca hacerlo; es el recorrido de organizarse primariamente, sabiendo que la organización y la lucha importan, pero más —mucho más— importa el coronel-padre que finalmente se aviene a reconocer —a reconocerla— y, al hacerlo, se constituye en un elemento indispensable, decisivo, de su autorreconocimiento. El coronel la fija, se vuelve referencia obligada, indispensable, de su propia identidad. Su relación con todos los otros está mediada por él: él es el eslabón central de una relación radial, y casarse con la mediación es como casarse con el padre (Perón tenía 49 años, Evita 24): es decir, incestuoso y conveniente, deseado y terrible.

Evita es la determinación de ocupar un lugar inexistente que se crea con la misma ocupación; un lugar que el otro-burgués niega y a quien Evita, sin desplazarlo, sin liquidar su poder, sin vincularse a él directamente sino a través de Perón, intenta convencer. Convencerlo tiene, para ella, un término preciso: imponer su presencia.

Ésa y no otra fue su tarea a lo largo del primer gobierno peronista.

«Yo te odio por todo lo que hiciste —bien podría decir Evita— pero si me aceptás, si me reconocés, entonces no te odio más porque me resulta posible quererme tal cual soy y al quererme así también te quiero a vos; tu rechazo me nutre, alimenta mi lucha, mi odio, porque me deja sin lugar».

Dicho con el máximo rigor: ocupa un sitio que sólo se abandona revolucionariamente, en compañía de la clase obrera. Por eso la victoria de Evita no se constituye en derrota-del-otro-burgués sino en forma simbólica: es, en realidad, la victoria-del-otro-derrotado. Evita es la pedagogía del oprimido desde la perspectiva del opresor, puesto que no supera su horizonte: a la oligarquía se la vence electoralmente y los problemas de la sociedad argentina se resuelven con generosidad, con la Fundación Eva Perón.

La mirada con que Evita se mira, con que mira al oprimido que en ella se oculta, no es autónoma: está teñida de una secreta y confesada admiración por el opresor. Si la beneficencia es un postulado cristiano sin verificación social, Evita construye esta verificación con una práctica de corte militante. Si la belleza femenina es un patrón de verdad, ella es bella. Si el cuerpo de una burguesa sirve para lucir los objetos en que se reconoce como burguesa (joyas, pieles, tocados), también instrumenta su cuerpo. Evita es, en suma, la versión que las clases dominantes imponen como modelo y que paradigmáticamente rechazan cuando se la enfrentan como producto. Es curioso: Evita respeta una a una las reglas formales, pero su presencia viola toda regla. El motivo es simple: una modelo ataviada con los atributos de la burguesía no es una burguesa sino una representación que la burguesía constituye de sí misma. Pero ninguna clase social confunde una imagen de sí con los integrantes de la clase viva. Y si la modelo se vuelve modelo político-social, la burguesía grita «usurpadora», es decir, prostituta; porque si así no fuera, ¿cómo ocuparía el lugar?

Evita registra el rechazo y lo devuelve como odio visceral; es un odio dúplice, recubierto de nerviosa envidia; es, en el fondo, el odio de un proletario marginal, de una empleada doméstica que sola enfrenta el poder y la riqueza de su patrón. Este odio carece de instrumentos; ya no se trata de golpear las puertas de la historia con el sello rojo del camino obrero, es posible luchar sin que la muerte amenace a los antagonistas, sin que la victoria obrera enloquezca de terror a las clases dominantes.

La sociedad argentina considera seriamente el camino de la reforma, y el peronismo, a través de Evita, cristaliza la reforma obrera del capitalismo dependiente, no para que pierda su carácter de dependiente sino para limar sus aristas antiproletarias.

Evita ensaya una reforma de fuerte musculatura, de fórmulas zahirientes, cargada de frustrada prepotencia y oscura venganza, una reforma que admite la pistola en manos del obrero y las Fuerzas Armadas en manos del patrón, cuya desproporción ahorra el tiroteo o, si no lo ahorra, garantiza la suerte del que empuña heroicamente la pistola.

El recorrido de Evita, el de la clase obrera argentina, sigue una misma línea genética. Ambos llegan desde afuera (fuera del país, fuera del mundo urbano) para escapar del hambre y la abyección, ambos son «extranjeros» en la múltiple significación del término. Extranjero es aquel que vive fuera de las fronteras del imperio de las normas, impuestas por el imperio para sus ciudadanos. Los extranjeros son bárbaros; el bárbaro es el que vive fuera del imperio, los «cabecitas» lo son por antonomasia, Evita es una mujer fuera de las normas, es una bárbara. Más abajo que un bárbaro sólo hay un ser: su mujer; en esa figura, geométricamente, se define el último escalón de la barbarie. Más allá está el hospicio, o la muerte. Evita es la frontera entre el hospicio y la muerte.

Al igual que todos los bárbaros, éstos también lucharon. Los sindicatos fueron instrumentos esenciales; como tales, reflejaron necesidad y abnegación, más que éxito y victoria. Ni los sindicatos ni estos extranjeros fueron aceptados; su sola mención establecía la posibilidad de expulsarlos, porque su actividad de bárbaros atentaba contra la paz social: reinaba el tiempo del desprecio.

También Evita realizó su pequeña experiencia sindical (ARA) y el organismo fue oficialmente aceptado, tuvo personería jurídica, cuando el coronel a cargo de otorgarla fue convencido por ella. Aprendió, en consecuencia, que si la radio era manejada por el Estado y si los representantes del Estado usaban charreteras bajo un gobierno militar, el camino más corto para convencer, para ser reconocida, pasaba por los entorchados de un oficial.

Todos los bárbaros aprendieron lo mismo, Por eso, en Evita, como en todos los trabajadores, es posible reconocer un antes y un después del 17 de octubre. Antes del 17 de octubre, los sindicatos, la dirección sindical, constituía un universo de activistas minoritarios. Un trabajador elegía ser dirigente gremial cuando aceptaba ser perseguido, maltratado y encarcelado por encabezar los reclamos de sus compañeros. Éste no era el caso de Evita.

Antes del 17 de octubre, Evita batallaba en términos personales; políticamente, no existía. Innumerables testigos centrales de los acontecimientos de esa fecha así lo confirman e, indirectamente, su propio comportamiento quiebra el mito de la lucha de calles encabezada por ella.

Perón está preso en Martín García. Evita va al estudio de Juan Atilio Bramuglia para que el abogado presente un recurso de habeas corpus en favor del coronel. Bramuglia se niega. Los términos de la negativa («a usted lo único que le interesa es salvar a su hombre para irse a vivir con él a otra parte») no son términos que sostienen militantes políticos de una misma causa, sino la respuesta que un dirigente da a la mujer de otro dirigente cuando ella está desvinculada de la lucha que desarrolla su marido, cuando su vínculo con el jefe es estrictamente doméstico.

Evita era, todavía, absolutamente igual a las mujeres de los obreros que participaron en el 17 de octubre a través de sus maridos; es decir, a las mujeres de los obreros que no participaron sino medianamente.

El salto lo pegó desde el poder, o sea, desde Perón («Evita es obra mía»). Desde allí se ocupó de dos cosas: la Fundación y las relaciones con el movimiento obrero. La rama femenina del peronismo y el derecho al voto de la mujer fueron, si se quiere, una suerte de antecedente político de la Fundación, porque no habían sido el resultado del combate popular, sino de la existencia del gobierno peronista.

Allí donde Sebreli ve fascismo por el origen plebeyo de sus componentes, en verdad se registra una vetusta opresión. Los más postergados, los que no alcanzaban a formular políticamente su postergación, eran convocados a la arena política. Las elecciones del ’51 permitieron verificar que Evita movilizaba un fragmento diferenciado de la sociedad argentina.

El auditorio de Perón era el universo de la sociedad tal cual estaba constituida; el de Evita era mucho más especifico, más reducido. El número de votantes femeninos, medido como porcentaje, muestra que la campana que ella tañe suena adecuadamente: los que antes no votaban, los que nunca votaron, los que —en el mejor de los casos— eran arreados por las policías bravas y los patrones de mano dura para que lo hicieran por el terrateniente de la zona, vieron en Evita su bandera y se movilizaron.

Ella era la vanguardia de la retaguardia, la vanguardia de las tropas que hasta ayer no entraban en combate, la dadora de sangre nueva, la que integraba el universo inorgánico y disperso de la miseria al mundo orgánico y estatuido de la política republicana.

Dicho epigramáticamente: es la síntesis personal del primer peronismo. Todo lo plebeyo y jacobino del peronismo, todo lo popular y movilizador que su regimentación admitía, fue insuflado por la figura de Evita. Es cierto que no alcanzó a transformar el «evitismo» en una corriente política diferenciada; en eso tiene razón, por malas razones, Ramos, pero se le escapa, un nudo: Evita era la sensación internalizada que del peronismo tenían los desposeídos y —en tanto y en cuanto su internalización era todavía defectuosa, incompleta, acrítica— era su bandera de lucha, porque sentían que con ella podían ir más lejos. Sólo cuando efectivamente fueran capaces de marchar más lejos, la retaguardia tendría la sensación no del todo inexacta de que Evita constituía una suerte de puente.

Los puentes tienen un doble carácter: unen las orillas a condición de que no se junten, unen separando. Evita cumplía el mismo papel en relación con Perón, en relación con el Estado. En algún sentido, esto también era inteligido por ella; no en vano sostuvo: «Cuando miro a Perón me siento pueblo y por eso soy fanática del general, y cuando miro al pueblo me siento esposa del general y por eso soy fanática del pueblo».

Este desdoblamiento no se efectiviza en todos los órdenes de su actividad con idéntica intensidad. El punto crítico de Evita pasaba por su relación con la CGT. A diferencia de su actividad en la Fundación, su papel ante el movimiento obrero careció de toda ambigüedad: era la política de Perón, lo que Peña denominó «bonapartismo con faldas».

La CGT histórica, la del paro del 18 de octubre, produjo modificaciones en su conducción. Las modificaciones eran el resultado de una doble circunstancia: en primer lugar, el coronel Perón había licuado la organización de los trabajadores al subsumir el Partido Laborista en el Partido Único de la Revolución, que después se llamaría Partido Peronista, a secas; en segundo término, producto de la licuación, de la incapacidad de la dirección del movimiento obrero para presentar batalla cara al cielo, los dirigentes eligieron un camino alternativo: resistir desde la CGT. Para resistir al poder del Estado, de Perón, resolvieron modificar la cúpula. El secretario general anterior, Silverio Pontieri, un dirigente ferroviario, tuvo que dar un paso al costado, y Luis Gay, el presidente del extinto Partido Laborista, asumió el cargo en noviembre del ’46.

El laborismo había obtenido 64 de las 109 diputaciones con que contaba Perón; el resto se dividía del siguiente modo: 22 para la UCR Junta Renovadora, 19 para los independientes y los otros 4 carecían de clara identidad política.

Cipriano Reyes representaba la táctica de enfrentamiento abierto. Una docena de diputados estuvo originariamente dispuesta a secundarlo pero el proyecto mostró, casi inmediatamente, que el enfrentamiento sin delimitación política provocaba el aislamiento de los dirigentes; por eso, Reyes quedó solo.

Los otros eligieron un camino más simple: resistir desde la CGT. Perón, que lo comprendió inmediatamente, intentó operar en el conflicto apoyando una candidatura alternativa. Se llevó una sorpresa desagradable, puesto que su hombre salió en tercer lugar, y Gay venció holgadamente. La independencia de la CGT era todavía un hecho político.

Ante la derrota, Perón intentó neutralizar a Gay. En una entrevista, le propuso un equipo de «asesores»; el dirigente, sin eufemismos, le dijo: «General, usted tiene problemas más urgentes que atender, deje al movimiento obrero en manos de los que desde hace 25 años dirigen sus destinos».

La guerra estaba declarada.

De allí en más, Perón buscó la oportunidad de liquidar a Gay. A los pocos meses, producto del arribo al país de una delegación de sindicalistas norteamericanos de la AFL, el general sostuvo que Gay era un traidor dispuesto a entregar la CGT a los norteamericanos.

La dirección de la CGT pidió prueba; Perón afirmó que disponía de la grabación de la charla, sin exhibir jamás las cintas. El forcejeo se desarrolló durante varios días y Gay —que se negaba a enfrentarse abiertamente con Perón, a pesar de contar con una fracción dispuesta a respaldarlo en el Comité Central Confederal— se avino a renunciar.

En esas condiciones asumió Aurelio Hernández, un ex comunista que mantenía fluidos contactos con el general Perón. Había, pues, una diferencia entre Hernández y Gay: Gay era un representante obrero ante el Estado, los trabajadores lo elegían como resultado de su adscripción política y como saldo de las luchas libradas; Hernández, en cambio, era un hombre que los representaba en condiciones diferentes, puesto que reflejaba una incapacidad de la dirección gremial —la de conservar su independencia organizativa— que se mostraba ahora en el terreno sindical, como antes se había mostrado en el terreno político. Hernández representaba, en consecuencia, el avance de Perón y el retroceso de la dirección sindical, al tiempo que avance y retroceso se expresaban como corrientes del movimiento obrero. Es decir: la corriente obrera que se había opuesto a defender a Perón el 17 de octubre se alzaba con la CGT.

La cosa dejó de ser así cuando Hernández fue desplazado meses después por José Espejo. Espejo no era un dirigente sindical ni su situación con respecto al movimiento obrero era el resultado de la actividad gremial, era hombre del entourage de Evita y en ese carácter alcanzaba el puesto. La esposa del general, por interpósita persona, se hacía cargo directamente de la conducción del movimiento obrero, a partir de encarnar ella misma el Estado, que encontraba en su marido la figura central.

«¡Corporativismo!», gritan los viejos pelucones gorilas. De algún modo decían la verdad, no la que ellos creían anunciar sino una más amplia y general; esta verdad: en el Estado burgués, aun en el más democrático, el presidente tiene algún poder para facilitar el acceso de un dirigente sindical a la secretaría general de la CGT o para bloquearlo. Eso no sucede sólo en la Argentina de Perón, sino también en los Estados Unidos de Roosevelt y Truman. Con un agregado: cuando un gobierno no interviene es porque no lo necesita; es decir, cuando le da absolutamente igual Juan que Pedro, lo cual no habla sólo del gobierno, de su no intervención: habla esencialmente de Juan y de Pedro. Reformulando críticamente el problema: el gobierno interviene siempre, por acción o por omisión; la calidad de la intervención define el grado de desarrollo alcanzado por el movimiento obrero y la naturaleza de ese gobierno.

El avance sobre las organizaciones trabajadoras no se detuvo allí. El gobierno intervino la FOTIA, que jugaba el doble papel de dirección política y dirección sindical en Tucumán, e hizo otro tanto con la Federación de la Carne (sindicato no adherido a la CGT, técnicamente imposible de intervenir), con los metalúrgicos, los ferroviarios. La mayor parte de los conductores de primera línea que habían tenido papeles destacados en las luchas anteriores al 24 de febrero del 46 (los dirigentes del 17 de octubre) fueron barridos.

Y fue Evita la encargada de pilotear directamente este operativo. Una vez que el movimiento obrero estuvo en caja (fines de 1947), Evita emergió como factor «independiente» y apareció la Fundación como pieza central de esta independencia; antes de la Fundación, ella no existía, actuaba tras bambalinas.

No sólo la política hizo posible este juego sino también la economía política. El ingreso de los asalariados entre 1946 y 1949 no cesó de crecer; a partir de ese punto se estancó. Comenzó un período de declinación de los sueldos, de movilizaciones obreras. A través de Evita, su factor más popular, el gobierno reprimió huelgas y movilizó militarmente a los ferroviarios.

Estos choques deben comprenderse en su múltiple significación. En un plano, los trabajadores disputaban su participación en la distribución de la renta; entonces, la reducción del ingreso popular los ponía en marcha. Era un movimiento defensivo sin mayores proyecciones. En otro plano, la imposibilidad del gobierno de conservar la distribución del ingreso, su necesidad de disminuir el consumo popular para aumentar de esta forma las exportaciones agrarias, arrimando así las divisas requeridas por las importaciones industriales (bienes intermedios), en un cuadro de sequía y derrumbe de precios agrarios internacionales, establecía una barrera infranqueable. Por eso, la movilización obrera por mejoras económicas suponía, a la mínima profundización, una crítica a la política económica oficial.

No se trataba del carácter gorila de los huelguistas, sino del carácter impopular de la política económica peronista. No se trataba del cuestionamiento de la política económica peronista (éste era un coto reservado a Perón), sino del cuestionamiento de sus efectos inmediatos.

Y este problema alcanzaría su cenit después de la muerte de Evita, durante el Congreso de la Productividad. Pero conviene no adelantarse tanto.

Evita ejecutó una división del trabajo político con Perón. Al asumir el rol de plebeya radicalizada, su discurso antioligárquico alcanzó el techo de la ambigüedad. En un costado, expresaba el odio de clase bajo su expresión más elemental: una suerte de inconsciente colectivo que verbalizara el resentimiento de décadas de sometimiento y degradación; en el otro, constituía una válvula de seguridad: un integrante del gobierno legitimando en sus discursos el rencor acumulado, sin vía instrumental, sin eliminar las causas del rencor; dibujaba una suerte de descarga catártica, de higienización colectiva, de gritería tranquilizante.

Su discurso cumplía un papel funcional preciso: impedir el surgimiento de una corriente interna plebeya de abajo hacia arriba. Evita emergía como la jefa natural de esa corriente, lo que no permitía a ésta cristalizar jamás. Aun así Evita, por su mismo lugar, estaba obligada a expresar de algún modo a esas fuerzas. Así quedó plasmado en el intento de obtener en su nombre la vicepresidencia de la República.

Los hechos demuestran que ni ella ni Perón impulsaron tal candidatura. Más bien, se trató de un juego del entourage de Eva, de una apuesta de la CGT.

La dirección controlada de la CGT parecía decir así: «Si en verdad somos representantes del Estado ante el movimiento obrero, bueno es serlo orgánicamente. Que el organigrama del poder nos contabilice en sus filas. Si el gobierno es el resultado de un peculiar ordenamiento entre los trabajadores, las Fuerzas Armadas y la Iglesia, si los militares tienen la presidencia de la República (Perón es un general) y la Iglesia se ha convertido —por vía de las mejoras de sus ingresos— en una servidora del Estado, en una burocracia con sotanas, en una funcionaria pública, sólo resta que el representante del gobierno ante los trabajadores —Evita— sea el otro integrante de la fórmula». Evita no sólo sería la delegada del Estado ante el movimiento obrero, sino también la delegada política del movimiento obrero ante el Estado.

Esto era inadmisible para las Fuerzas Armadas, como era inadmisible para Perón. Es significativo que Potash no haya registrado ninguna reunión en la cual el Ejército haya informado al presidente sobre la inconveniencia de la vicepresidencia para Evita: no hacía falta. En cambio, sí detectó reuniones donde los oficiales superiores rechazaban, con suavidad y tacto, la «intromisión» de Evita en el gobierno.

Perón rechazó sin la menor hesitación el «consejo» político de sus camaradas. Puesto que actuaba como presidente constitucional de la República, impugnó la candidatura de Evita porque equivalía a un desborde, a la quiebra de la división del trabajo entre ambos y a la posibilidad simbólica de que el movimiento obrero ejecutara una suerte de toma de yudo: transformar a un representante del Estado en representante político de los trabajadores y, por esa ruta, mostrar un camino propio con modos impropios. Dando vuelta la ecuación: ya no pedir un representante surgido del gobierno, un militar de carrera que actuara como mediación, como eslabón central de su conciencia colectiva, referente de su actividad política; constituir un referente propio, diferenciado, que, sin ser el resultado directo de la acción proletaria, fuera un bárbaro, alguien en quien reconocerse sin la mediación del Estado. Un oprimido oficial y estatizado.

Esta posibilidad no sólo abría el paso a la radicalización del peronismo (por eso las propuestas radicales peronistas siempre son embanderadas con Evita) sino que posibilitaba su quiebra en mitades políticamente antagónicas. Perón así lo comprendía, entonces reforzaba la visión de que su esposa era su «obra». En consecuencia, impidió con la mayor dureza la cristalización de su candidatura.

El renunciamiento de Evita no fue entonces el de una militante al borde de la muerte, sino el renunciamiento de la clase obrera a transformar revolucionariamente el peronismo. Los límites que el general impuso a su movimiento fueron los límites del movimiento de una vez y para siempre.

Desde ese sitio, a Evita sólo le quedaba retroceder. Las características del personaje, la naturaleza de su desenvolvimiento, tornaban psicológicamente imposible esta operación. De ahí que la muerte de Evita fuera el único camino, el único lugar que el peronismo podía adjudicarle.

Con la muerte de Evita, la suerte del movimiento obrero quedaba sin fiel de medición; el contenido popular de su composición social se remitía únicamente al acto comicial y sus integrantes podían fantasear el peronismo que quisieran, remitiéndolo a los incendiarios discursos sacados de contexto. Ésta era la última operación que Evita ejecutaba: legitimar, con su presencia, cualquier contenido y cualquier presencia. Por eso el cadáver de Evita debía estar en ninguna parte durante la Revolución Libertadora: su ausencia determinaba su derrota, mientras su presencia convocaba, nutría —a través del rechazo burgués— el combate de un fragmento de los sectores populares.

Cuando el joven fiscal David Viñas presencia la escena de la urna donde Evita moribunda deposita su voto y la multiplicación de escenas de adoración popular, sostiene muy adecuadamente: se trata de una situación sacada de un libro de Tolstoi. Para corolario de la explicación de Viñas, basta decir que Evita cumplía el papel del icono que encabezaba la movilización de la clase obrera rusa frente al Palacio de Invierno de Nicolás, en 1905: los trabajadores marchaban detrás de los iconos, encabezados por el Pope Gapon; el zar —la guardia del zar— ametralló a la multitud. De allí en más, la clase obrera dejó de marchar encabezada por un pope, detrás de los íconos.

Digamos, en consecuencia, que es preciso que la multitud marche aunque la encabece una imagen religiosa, y que la guardia dispare. De lo contrario, Gapon puede pilotear por mucho rato la movilización.

Más ajustadamente: el lugar de Gapon está definido por el grado de enfrentamiento objetivo entre el zar y los trabajadores; entonces, los disparos son irresistibles y un «error» subsanable se transforma en un acontecimiento irreversible.

Como la situación del zar en 1905 no era la de la sociedad argentina en 1951, Perón pudo correr a Evita y el peronismo perdió su segunda oportunidad de quebrar, simbólicamente, sus propios límites. La primera había sido la destrucción del Partido Laborista.

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