Hace casi cien años, el 25 de mayo de 1922, nació Enrico Berlinguer. Importante dirigente del Partido Comunista Italiano (PCI), fue sin duda el más popular (más que Antonio Gramsci, por ejemplo, que había dirigido el partido durante los años difíciles de la dictadura fascista).
Berlinguer nació en una familia rica de Sassari, Cerdeña —la misma isla donde había nacido Gramsci— el mismo año en que Mussolini llegó al gobierno con la «Marcha sobre Roma». En 1924, su padre, Mario Berlinguer, abogado antifascista, fue elegido como diputado de entre las filas de la Unión Democrática Nacional durante las últimas elecciones permitidas por el fascismo. Fueron las mismas elecciones con las que Gramsci entró en el parlamento.
Enrico Berlinguer se hizo comunista cuando era muy joven, a causa del amor que prodigaba por la lectura de los libros de Marx y de otros pensadores revolucionarios, con los que se había encontrado en la biblioteca de la familia, y también a causa de la amistad de ciertos obreros que no abandonaron sus ideales comunistas durante el fascismo. En 1943, cuando el fascismo estaba en su ocaso, Berlinguer se afilió al PCI de Sassari. La isla ya había sido liberada por los estadounidenses cuando Enrico fue arrestado por dirigir una protesta popular contra el aumento de los precios. Permaneció varias semanas tras las rejas. En 1944, el joven conoció a Togliatti —sucesor de Gramsci en la dirección del Partido Comunista— por medio de Mario, su padre, que se había convertido al socialismo y tenía un cargo en el gobierno de la Italia liberada de la ocupación nazifascista, del que participaban en Salerno todos los partidos antifascistas. No pasó mucho tiempo hasta que Enrico empezó a dedicarse plenamente al PCI y se convirtió en dirigente de los jóvenes comunistas, cargo en el que permaneció hasta 1956.
Las relaciones con los soviéticos
Durante mucho tiempo hizo la vida de un joven funcionario de partido: serio, bien formado, honestísimo, sin ambiciones personales, apasionado de la política internacional, y cada vez menos convencido de la leadership soviética. Durante los primeros años de 1950 estuvo durante un par de años a la cabeza de la Federación Mundial de la Juventud Democrática, una organización comunista que agrupaba a decenas de millones de jóvenes de todo el mundo, y por eso pasó mucho tiempo en Budapest. En 1956, después de la invasión a Hungría por parte de las tropas del Pacto de Varsovia, Berlinguer manifestó su perplejidad y apoyó con cautela las posiciones críticas del dirigente sindical comunista, Giuseppe Di Vittorio.
En 1968, doce años después, en el congreso del PCI, frente a la invasión a Checoslovaquia por parte de los mismos países del Pacto de Varsovia, propuso adoptar las posiciones más críticas contra la invasión: «es necesario prepararse para el choque con los soviéticos» —dijo en una reunión restringida, de la que pudimos leer el registro recién en los años noventa—, «es necesario preparar a la base del partido y a los militantes para un distanciamiento entre el PCI y la URSS» (que ni siquiera había respetado la renovación democrática conducida por Alexander Dubcek, secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia, cuyas posiciones eran similares a las de los comunistas italianos).
Secretario del PCI
Después de la invasión de Praga, en el PCI prevalece el temor de romper abiertamente con la Unión Soviética: los mitos de la primera «patria del socialismo» y del país que había jugado un papel determinante en la derrota de Hitler tenían mucha fuerza entre los militantes comunistas. Pero, en 1969, probablemente a causa de su defensa intransigente de la posición democrática del PCI —fundada en el concepto de hegemonía de Gramsci y en la plena aceptación de la democracia parlamentaria concretada por Togliatti en 1944, cuando regresó a Italia después de veinte años de exilio—, el secretario del partido Luigi Longo, viejo y enfermo, eligió como sucesor a Enrico Berlinguer y lo designó vicesecretario contra el otro candidato, Giorgio Napolitano, el favorito hasta ese momento.
Berlinguer no había hecho nada para obtener ese cargo: lo aceptó con ese respeto por el deber tan característico de su persona. Muchos observadores no supieron ocultar la sorpresa que provocaba en ellos la nominación del joven Berlinguer y la evidencia de que pronto se convertiría en el número uno del partido. Berlinguer no era muy conocido fuera del PCI. Pero los dirigentes más importantes del comunismo italiano sabían bien que se había mantenido firme frente a los soviéticos en numerosas confrontaciones entre los dos partidos, sobre todo durante los años 1960. Y también tenían en cuenta que era un político relativamente joven, pero muy confiable, fiel al partido y a su idea de «renovación en la continuidad».
La pregunta era: ¿sería capaz este joven de salir de las sombras y convertirse en un líder popular, una fuerza capaz de provocar fascinación —él que era tan tímido, tan solitario, que carecía de todo personalismo o narcisismo, que tenía la inclinación a ignorar la palabra «yo» y a usar en cambio «nosotros» (nosotros los comunistas italianos, nosotros el partido de los trabajadores, nosotros los defensores de la constitución democrática, nosotros los herederos de todos los que siempre combatieron el fascismo)? ¿Sería querido fuera del círculo de los militantes del PCI? ¿Sería capaz de incrementar los votos del partido conquistando nuevos consensos fuera del «pueblo comunista» tradicional? La respuesta es sí, lograría todo eso: en pocos años, Berlinguer se convirtió en el político más amado y popular de Italia, y los votos a favor del PCI crecieron —también gracias al enorme ciclo de luchas de 1968-1969— hasta pasar a representar de un cuarto a un tercio del electorado.
Fueron años difíciles: después de las luchas estudiantiles y obreras de fines de los años 1960, el país empezó a sufrir la reacción de las fuerzas conservadoras. La «estrategia de la tensión» y las bombas colocadas por los fascistas, con respaldo de la parte más conservadora de los servicios secretos, provocaron un enorme derramamiento de sangre en los bancos, en los trenes y en las asambleas sindicales. Se hablaba con insistencia de la posibilidad de un golpe, que contaría con el respaldo de la OTAN. Después de todo, los fascistas y los militares reaccionarios estaban en el poder en Grecia, en España y en Portugal, países que formaban parte de la Alianza Atlántica.
Además, la crisis económica estaba a la vuelta de la esquina: el fin de la convertibilidad entre el dólar y el oro y del sistema de cambio fijado tras los acuerdos de Bretton Woods, anunciado en 1971, se sumó al «shock del petróleo» de 1973 que cuadruplicó repentinamente el precio del crudo. En este difícil contexto llegó de Chile la terrible noticia de que el presidente socialista —Salvador Allende, elegido democráticamente a la cabeza de un gobierno formado por socialistas y comunistas— había sido depuesto y asesinado en septiembre durante el golpe del general Pinochet, con respaldo de los Estados Unidos.
El «compromiso histórico» y el asesinato de Aldo Moro
Berlinguer pensó cuál era la mejor respuesta frente a esta corriente histórica que parecía girar a la derecha en medio de un contexto de grave crisis económica, en Italia y en el mundo, que a sus ojos evidenciaba los límites del sistema capitalista: entonces lanzó la estrategia del «compromiso histórico», una propuesta de alianza entre comunistas, socialistas y católicos —es decir, la Democracia Cristiana (DC)— que tendría la misión de reformar el país, evitando el riesgo de un golpe fascista o militar gracias a la colaboración de todos los grandes partidos italianos. Era una reedición de la vieja estrategia de Togliatti del «diálogo» con los católicos, que contaba con el apoyo de muchos sectores progresistas que estaban activos en la sociedad después del Concilio Vaticano II. De hecho, muchos de esos sectores habían perdido toda fe en la DC, que con los años se había convertido en un partido dedicado casi exclusivamente a la gestión del poder. ¡Y de pronto el PCI quería dialogar con este partido que muchos italianos juzgaban corrupto y defensor de intereses conservadores!
Berlinguer explicaba que se trataba de convencer a todo el mundo de que los comunistas italianos querían cambiar realmente la sociedad, pero con métodos democráticos, en libertad y con consenso. Entonces, había que convencer primero a ese enemigo histórico que era la DC. Sin el respaldo de la mayoría de la población, los Estados Unidos impedirían que los comunistas entraran en el gobierno, como había sucedido en 1948 a comienzos de la Guerra Fría.
Considerado como un personaje hostil por los Estados Unidos, para quienes un comunista seguía siendo siempre un comunista, aun si se reivindicaba democrático, Berlinguer tampoco era querido en la Unión Soviética, que percibía en él a un peligroso rival, una alternativa a la visión de la sociedad que la URSS defendía en el interior del movimiento comunista internacional. El 3 de octubre de 1971, en Bulgaria, durante una visita oficial a Sofía, ocurrió un extraño accidente automovilístico: un camión militar chocó contra el automóvil que transportaba al dirigente italiano hacia el aeropuerto desde donde debía emprender su retorno a Roma. El intérprete que viajaba con él murió. Berlinguer se salvó de milagro. Siempre estuvo convencido de que los servicios secretos búlgaros, bajo órdenes de los soviéticos, habían intentado asesinarlo. Naturalmente no había pruebas y solo habló del tema con su mujer y con unos pocos amigos de la dirección comunista. La historia se hizo conocida recién a inicios de los años 1990, y todavía no sabemos si es solo una sospecha infundada o si se trató de un verdadero intento de asesinar a un comunista antisoviético popular tanto en el Este como en el Oeste.
Porque la fama de Berlinguer estaba empezando a crecer, no solo en Italia. La gente percibía que era un político sincero, honesto, correcto, es decir, que era casi el opuesto de la idea común que la gente se hacía de los políticos. Su admirable templanza moral hacía pensar en Gramsci. Su capacidad de hablar con los obreros, con los jóvenes, con las mujeres, con las clases medias, con personas que nunca habían sido comunistas, no tenía precedente. Hay una canción conocida que dice: «Algunos eran comunistas porque Berlinguer era una buena persona». Pero Berlinguer no era solo una buena persona. Era un comunista democrático. ¿Es un oxímoron? No en su caso. Él era completa y tenazmente comunista (es decir, se oponía al sistema capitalista), pero estaba convencido de que hacía falta conquistar el consenso de la mayoría de los ciudadanos si se pretendía realizar una verdadera transformación.
En las elecciones de 1976, el PCI conquistó un éxito sin precedente: obtuvo un tercio de los votos en un sistema con siete u ocho partidos. No era poca cosa. La DC también tuvo mucho éxito, sea porque había iniciado un proceso de renovación y de «depuración moral» de la mano de ese hombre honesto que era Aldo Moro (prudentemente dispuesto al diálogo con los comunistas y con Berlinguer), sea porque —con miedo a que los comunistas vencieran en las elecciones— toda la Italia conservadora y anticomunista había decidido votar por la DC. Después de las elecciones, la única solución para formar un gobierno parecía ser una Grosse Koalition, un «gobierno de unidad nacional» entre la DC y el PCI. Lo impidió la oposición de los Estados Unidos y de los otros partidos capitalistas, que en el G7 de Puerto Rico (junio de 1976) amenazó con derrumbar la economía italiana si los comunistas eran aceptados en el gobierno junto a los otros partidos. En 1978, los terroristas de las Brigadas Rojas —muchos dicen que con el respaldo inconfesable de las superpotencias que querían bloquear la confluencia entre la DC y el PCI en el gobierno— secuestraron y asesinaron a Aldo Moro.
Mientras tanto, el PCI había perdido una parte de su consenso electoral, sobre todo entre los jóvenes, por sostener, con un sentido de la responsabilidad tal vez excesivo, a un gobierno democristiano (del que no formaba parte) en un período de crisis económica dramática y consecuentemente de medidas gubernamentales antipopulares. En la Democracia Cristiana empezaron a prevalecer los sectores más decididamente anticomunistas (y filoestadounidenses), que encontraron un punto de apoyo en el nuevo dirigente del Partido Socialista, hostil al PCI: Bettino Craxi. Todo probaba que el «compromiso histórico» había sido una propuesta política generosa, probablemente ventajosa si se trataba de reformar Italia, pero dotada en realidad de bases demasiado frágiles, y que, además, había causado divisiones en la izquierda, donde los partidos más radicales acusaron al Partido Comunista de querer integrarse en el sistema. Esos partidos seguían sosteniendo una concepción de la revolución como insurrección, infructuosa según Gramsci en el caso de los países del capitalismo avanzado. No menos cierto es que el PCI, por su parte, no había sabido desarrollar una acción suficientemente hegemónica, es decir, conquistar a los sectores medios sin perder parte de las fuerzas con las que había confluido históricamente.
En todo caso, no se habló más de un gobierno que comprendiera al PCI. Y por esos años, la llegada de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan al poder evidenciaron la ofensiva neoconservadora a escala mundial había comenzado.
El eurocomunismo
En el plano internacional, a mitad de los años 1970, Berlinguer impulsó una propuesta que la prensa definió como «eurocomunismo». Se trataba de construir una alternativa internacional al comunismo soviético sobre la base de la voluntad de reunir comunismo y democracia, pluralismo y libertad. De esa manera, sentando las bases del nuevo movimiento eurocomunista, construyendo una densa red de vínculos, sobre todo con los comunistas franceses y con los españoles, Berlinguer estaba retomando en parte una idea que había expuesto a comienzos de los años 1970: los comunistas debían reconocer plenamente —tanto antes como después de su eventual conquista del gobierno— la libertad de expresión, de prensa, de organización política, de organización sindical, de religión y de cultura. Solo la libertad de mercado debía ser limitada y reglamentada y la prensa (pública, privada y cooperativa) debía estar al servicio de los intereses de toda la sociedad, y no de la riqueza de unos pocos. Después de todo, es lo que establecía —en la letra— la constitución italiana, redactada en 1946-1947 por comunistas, católicos y socialistas.
Sin dejar de reconocer los méritos de la Revolución rusa de 1917 y de ese primer intento de transición socialista, Berlinguer declaraba que los comunistas italianos pensaban que la experiencia soviética era limitada, pues el Estado negaba —incluso décadas después del triunfo de la revolución— las libertades políticas fundamentales. En polémica con los comunistas soviéticos, Berlinguer no solo declaró muchas veces que los comunistas italianos pretendían avanzar hacia el socialismo «por una vía democrática»: en 1977, en Moscú, con ocasión del festejo del 60o aniversario de la Revolución de Octubre, delante de los representantes de casi todos los partidos comunistas del mundo, Berlinguer sostuvo que la democracia era un «valor histórico universal», es decir, un valor que debía ser respetado en todas partes, y que, por lo tanto, una sociedad socialista no podía ser realmente socialista sin ser o convertirse en democrática.
Los soviéticos hicieron fracasar el eurocomunismo introduciendo divisiones entre los comunistas españoles y haciendo que los franceses abandonaran el proyecto. Berlinguer tuvo que avanzar solo. Empezó a hablar de la necesidad de una «tercera vía», distinta a la vez de la socialdemócrata (que no quería superar el capitalismo) y de la soviética (que negaba la libertad). Y después habló de una «tercera etapa»: una nueva etapa en la lucha por el socialismo, que reconocía que las etapas de la II Internacional y de la III Internacional (con sus herederos, los socialdemócratas y los comunistas autoritarios) estaban agotadas.
El socialismo necesitaba encontrar y experimentar nuevos caminos. No es coincidencia si muchos años después empezó a hablarse a nivel mundial de un nuevo socialismo, de un «socialismo del siglo veintiuno».
El último Berlinguer
Reconociendo el fracaso de la estrategia del «compromiso histórico», considerando que en la DC habían triunfado los peores componentes, fuertemente clientelares y corruptos, pero admitiendo también los límites de su propio partido y la retirada política de muchos militantes después de años de enormes sacrificios y dedicación política, Berlinguer pensó que había que dotar al PCI de un nuevo «programa fundamental». En primer lugar, decidió participar de la lucha obrera de la FIAT, dejando en claro que los comunistas concebían que la defensa de los trabajadores y de los sectores más empobrecidos era el pivote de toda su acción.
Pero su pensamiento —en la estela de Gramsci— no atendía solo a los problemas económicos. En 1976, en un discurso a los jóvenes de Milán, había remarcado que el capitalismo causaba «el malestar, la ansiedad, la angustia, la frustración, la tendencia a la desesperación, la clausura individualista y las evasiones ilusorias» de las que nacía «la infelicidad del hombre contemporáneo». Más tarde empezó a centrar su atención en los problemas de la vida cotidiana, que la política no podía ignorar: «las nuevas formas de vida, el trabajo y las ocupaciones, el ocio y el deporte, el estudio y la formación ciudadana, el amor, el sexo y la vida de pareja, el hogar para las parejas jóvenes, la lucha contra las drogas», todas palabras que en ese entonces eran bastante inusuales en boca de un político, pero sobre todo de uno comunista. En 1977 Berlinguer habló de la «austeridad» como «oportunidad para cambiar Italia»: la propuesta era un nuevo modelo de sociedad fundado en el consumo público (educación, salud, etc.) y no en el consumo privado, un modelo más atento a la «calidad de vida» y al medioambiente.
En síntesis, Berlinguer proponía un nuevo modo de hacer política, en primer lugar en su partido. Denunciaba la creciente corrupción de todos los partidos de gobierno que buscaban solo el poder y las riquezas (la denominada «cuestión moral») y afirmaba que la política no podía y no debía ignorar la ética. Planteaba que el PCI debía dialogar más con los otros partidos, sobre todo con los «movimientos» que estaban actuando en la sociedad: con el movimiento por la paz de inicios de los años 1980, que fue muy fuerte en toda Europa; con el movimiento ecologista, que estaba dando sus primeros pasos; con el movimiento de mujeres, que encontró por primera vez en un comunista a un interlocutor atento y abierto a las exigencias y a la elaboración de la teoría feminista, incluso la más vanguardista, y a un aliado valioso en la campaña por el aborto en Italia. Y también afirmaba con fuerza que era necesario medirse con el progreso tecnológico y científico, aceptando los aspectos positivos de la revolución informática que recién estaba empezando.
Este «nuevo Berlinguer» no tardó en incrementar otra vez su popularidad. Encontró resistencias en el partido, pero no se dejó intimidar por los dirigentes más moderados y nostálgicos que añoraban el acuerdo con los socialistas y los democristianos. Tenía el respaldo de la tendencia de izquierda de Pietro Ingrao, y sobre todo el de los militantes de la «base» comunista, los activistas del partido, las centenas de miles de afiliados entusiasmados con esta original propuesta política. Todo ese apoyo lo hacía «intocable» aun cuando la mayor parte del grupo dirigente no lo seguía y probablemente ni siquiera lo entendía.
Esa popularidad extraordinaria obedecía al hecho de que era un político distinto, que parecía sincero en términos morales y políticos: decía y hacía lo que pensaba. Había perdido a sus viejos aliados en Italia, pero tenía nuevos en todo el mundo: desde los grandes dirigentes de la socialdemocracia de izquierda —como el alemán Willy Brandt y el sueco Olof Palme— hasta los líderes populares del «tercer mundo» en lucha: los palestinos y los latinoamericanos. Berlinguer hizo que su partido se convirtiera en un defensor convencido del proceso de unidad europea. Restableció relaciones con los dirigentes chinos, con los que el PCI no siempre se había llevado tan bien. En particular, estaba atento (como Brandt) al equilibrio entre el Norte y el Sur del mundo, entre los países ricos y los países pobres. Pensaba que, si se pretendía evitar problemas gravísimos —el clima, el medioambiente, las muertes por hambre y por sed—, sería necesario que un gobierno mundial se hiciera cargo de la economía y del desarrollo.
Su norte fue siempre el mismo: la convicción de convertir el «comunismo democrático» de matriz gramsciana en una gran experiencia a nivel mundial, preferible tanto frente al comunismo autoritario soviético como a la socialdemocracia de Europa del Norte. Esta convicción intacta hizo que, durante los últimos años de su vida, Berlinguer declarara sin medias tintas, en la televisión y frente a audiencias numerosas, que estaba orgulloso de haber mantenido toda la vida «los ideales de su juventud». A quienes exigían cambiar el nombre del partido argumentando que el término «comunista» estaba demasiado vinculado con la experiencia dictatorial del siglo veinte, amaba responder citando una frase de Miterrand, socialista francés: «cortar nuestras raíces» sería «el gesto suicida de un idiota».
Está claro que su modo de pensar había cambiado mucho durante medio siglo de pura pasión política. Pero la opción por el comunismo, por los oprimidos y por una sociedad igualitaria y libre se mantuvo hasta el final.
En 1984, cuando Berlinguer murió inesperadamente de un ACV —en medio de una campaña electoral—, el pueblo italiano sintió que había perdido a uno de los pocos políticos que admiraba: su funeral fue un evento popular del que participaron millones de personas y dirigentes que viajaron de todas partes del mundo. Las calles de Roma vivieron la manifestación política más grande de la historia italiana. En las elecciones europeas, celebradas pocos días después, el PCI superó por primera y última vez a la DC: fue el homenaje que los italianos hicieron a su político más querido.
La búsqueda de Berlinguer de una «nueva etapa» en la lucha por el socialismo quedó así interrumpida y no llegó a completarse. Sin embargo, su figura sigue siendo hoy un punto de referencia para muchos de los que piensan la política, no como un factor para incrementar su poder personal, sino como un medio para trabajar por el cambio de la sociedad y del mundo de acuerdo con los valores de la justicia y de la solidaridad. Para todos los que desean luchar por una sociedad socialista como prolongación y no como negación de la democracia.