El mundo del arte, parcialmente inactivo el año pasado, finalmente se reanimó. En la primera mitad de 2021, Christie’s informó ventas por 3 500 millones de dólares (75% más que en 2020). También volvieron las ferias de arte: En mayo se realizó la feria internacional Frieze en Nueva York y en septiembre explotó la Art Basel, que abrirá de nuevo el mes que viene en Miami Beach.
Pero los amantes del arte de izquierda tienen poco que celebrar.
El proceso de absorción capitalista del arte no es nada nuevo. El arte funcionó casi siempre como un espacio de mecenazgo, un tipo de activo financiero y un marcador de la estratificación social (no sin excepciones fundamentales en la artesanía y el diseño, lo mismo que en ciertas tradiciones populares, socialistas y más bien foráneas al statu quo). Pero, aunque apenas perceptible, una fina luz lo mantenía separado del comercio. Las obras más importantes de hace unas décadas, como la serie Made in Heaven de Jeff Koon, o Seven Easy Pieces de Marina Abramović, aun si pretendían ensalzar el estrellato de sus creadores, no eran meras excusas para imprimir dinero. Sin embargo, el mundo del arte de hoy, dominado por la blockchain y por un grupo selecto de multimillonarios, es cualitativamente distinto.
Durante los últimos años, los banqueros, los financistas, los administradores de fondos de inversión de todo tipo, los fanáticos de las criptomonedas, los aficionados, los coleccionistas y a veces hasta los mismos artistas despojaron agresivamente al arte de cualquier proyecto político, lo separaron del trabajo y lo adaptaron a un formato ideal para el comercio y la especulación. Aun si a veces entretiene al activismo político y a la crítica, el arte contemporáneo está hundido en la codicia.
Hace un tiempo que las noticias que nos llegan del arte hablan exclusivamente de las cuantiosas sumas que los coleccionistas están dispuestos a pagar por las obras. En 2007, la obra de Damien Hirst, For the Love of God —una calavera humana con incrustaciones de diamante— fue comprada por una sociedad mercantil (de la que casualmente Hirst era miembro) por 100 millones de dólares, en aquel momento el valor más alto que jamás hubiera cobrado un artista vivo. Pasaron solo tres años hasta que Flag, obra de Jasper Johns, rompió el récord: Steven A. Cohen, financista multimillonario, pagó por ella 110 millones de dólares. En marzo, Beeple, artista digital, vendió un NFT por 69 millones de dólares, marcando un récord en el mundo del arte digital. Hasta Hunter Biden entró en el rubro: hace poco declaró que posee una colección de pinturas tasada en casi medio millón de dólares.
De vez en cuando, los artistas todavía logran hacer algunas intervenciones provocadoras, que conducen la atención hacia los esquemas de tasación insensatos que reinan en el mercado. En 2018, una copia de Niña con globo, de Bansky, inició su propia autodestrucción justo después de haber sido vendida por 1,4 millones de dólares. El año pasado, Comediante, obra de Maurizio Cattelan comprada por 120 000 dólares, se convirtió en la banana más famosa del mundo, cuando David Datuna, performer y artista de técnica mixta, terminó comiéndosela en la Art Basel de Miami Beach. En septiembre, en la que tal vez haya sido la parodia más torpe de los últimos tiempos, el artista conceptual Jens Haaning presentó una obra titulada Take the Money and Run —dos lienzos en blanco— en el Museo de Arte Moderno Kunsten de Aalborg (Dinamarca), a cambio de la que recibió 84 000 dólares.
Aunque ninguna de estas escenas cuenta como crítica abierta del capitalismo, todas lograron levantar fugazmente el velo y mostrar la autoindulgencia y el dinero bobo que animan el mundo del arte contemporáneo. Desafortunadamente, la exposición no equivale a la resistencia.
Mientras los precios siguen subiendo y los compradores se matan por invertir, el arte atraviesa una época «superlativa». Surfeando todavía por encima de los 50 millones de dólares, a pesar de la baja sufrida en la pandemia, el mercado del arte creció significativamente durante la década pasada y se espera que la tendencia se mantenga. Como en cualquier mercado de lujo, es un mundo altamente financierizado y enormes flujos de dinero recorren el amplio archipiélago de las ferias. Como escribe Martin Herbert, el arte terminó convirtiéndose en un mero «instrumento financiero con cara bonita».
«Más presupuesto, más ambición»
Aunque las críticas de los excesos, las pretensiones y la torpeza moral de la industria sigan existiendo, a diferencia de lo que sucedía en los años 1980, la caricatura del arte contemporáneo como un sitio incomprensible de ambiciones clasistas está perdiendo fuerza. En cambio, hay que notar que las obras alcanzan hoy altos niveles de popularidad en comparación con el pasado. Antes de la pandemia, el Museo de Arte Moderno de Nueva York atraía aproximadamente a 700 000 visitantes por año y el escandaloso Whitney atraía a cerca de 200 000. En 2019, decenas de miles de visitantes hicieron fila afuera de la Galería David Zwirner, con el objetivo de conocer la «sala infinita» de la exhibición Every Day I Pray for Love, de Yayoi Kusama. Sin embargo, aunque en cierto sentido el arte contemporáneo está más abierto a las masas, su supuestamente democratización es poco más que una estafa. Como sostiene Tim Schneider, periodista especializado en el rubro, los comienzos de la popularización del arte se remontan a los años 1980, cuando figuras como el pintor Julian Schnabel empezaron a hacer obras impactantes, susceptibles de ser comprendidas por un público lego. En paralelo a las fortunas individuales de los ricos, que no hicieron más que crecer durante las últimas décadas, aumentó también el apetito por las obras de esos artistas vivos y jóvenes que se ponen de moda. Schneider también sostiene que los flujos de dinero realzaron el elemento «cool» del arte: «más presupuesto, más ambición y más ventas para galerías y artistas exitosos».
Muchas de las figuras que alcanzaron el estrellato con el cambio de siglo —Koons, Abramović, Christo y Jeanne-Claude, Matthew Barney, Ólafur Elíasson— pusieron el eje de su producción en obras espectaculares de gran escala, capaces de generar emociones viscerales y reunir a las multitudes. Como consecuencia, el arte empezó a migrar a la cultura de los sectores medios. Una persona común y corriente es capaz de apreciar, o al menos disfrutar, sin sentir que está perdiéndose de algo, la majestuosidad de obras de alto presupuesto como The Weather Project, de Elíasson. Por supuesto, el mismo proceso también fortaleció la mercantilización del arte. Lo hizo encajar mejor en las concepciones populares de la farándula y del lujo, y desplazó a los artistas del mundo de los estetas excéntricos hacia el de las estrellas pop.
Una consecuencia de este desplazamiento es que el arte empezó a ocupar un lugar más importante en la publicidad, especialmente en el caso de los bienes de lujo. En 2016, en el marco de una campaña publicitaria de Louis Vuitton, la actriz Léa Seydoux hizo una sesión de fotos en Cuadra San Cristóbal, icónico estado modernista del norte de la Ciudad de México, diseñado en 1968 por el arquitecto Luis Barragán. En otro de los anuncios de la misma empresa, Seydoux posó frente a las pinturas de Gerhard Richter con un bolso Capucines. Cabe notar que la empresa trabajó duro para fundirse en la escena del arte: en 2014 inauguró, en el centro de París, la Fundación Louis Vuitton, museo de arte contemporáneo y centro cultural diseñado por Frank Gehry.
En uno de los intentos más polémicos y transparentes de aprovechar el caché del arte, Tiffany & Co. —hoy también propiedad de Louis Vuitton— lanzó una publicidad con Jay-Z y Beyoncé posando junto a Equals Pi, una obra poco exhibida de Basquiat. Alexandre Arnault, vicepresidente ejecutivo de producción y comunicaciones de la empresa, sugirió que el color de fondo de la pintura era un homenaje intencional al azul de cáscara de huevo característico de Tiffany. Por supuesto, muchas personas del entorno de Basquiat, familiarizadas con la producción de la obra, no tardaron en manifestar su descontento.
Estos ejemplos no solo muestran que las marcas de lujo están buscando asociarse con el prestigio que tiene el arte, sino que —al menos es el caso de Arnault— intentan atribuir de manera anacrónica cierto compromiso con el mundo creativo. Con delirios similares a los que expresó Justin Bieber cuando dijo que hubiese querido que Anna Frank fuera una «belieber», Arnault fantasea que el arte siempre apuntó a embellecer a marcas como Tiffany.
Pero la asociación funciona también en el sentido inverso. Las marcas comisionan cada vez más obras de arte como publicidad de facto, utilizando el prestigio de los artistas y de las ferias para refinar su imagen. A comienzos de año, en Londres, en el marco de la Art Basel y la Frieze, la perfumería de lujo La Prairie comisionó una instalación del artista francés Maotik para inaugurar el Skin Caviar Nighttime Oil, un producto «suave y generoso» que cuesta 540 dólares por unidad.
En palabras de la empresa, la instalación Sense of Blue «hunde gradualmente al espectador en las profundidades de la noche». Básicamente, los espectadores recorren una sala amplia, casi toda vacía, inundada de luz azul cobalto, mismo color que define la botella del producto. Por lo demás, unos sensores de movimiento siguen los pasos de los visitantes y responden con efectos lumínicos y proyecciones digitales. Uno termina pensando que es un poco como estar perdido en un boliche vacío.
All Tomorrow’s Parties
La revalorización pública del arte también obedece en parte a las grandes inversiones realizadas en museos y ferias. Los museos colosales y costosos, diseñados por arquitectos famosos, son fundamentales en esta renovación de la imagen del arte. En referencia a estas estructuras, el crítico Hal Foster habla de «una nueva Edad de Oro de la ostentación cultural» y manifiesta su desconcierto frente a estos «arquitectos progresistas» que no dudan en «diseñar esos monumentos dedicados a la magnificencia neoliberal» y frente a los «artistas progresistas que los pueblan».
Un ejemplo típico de esos excesos es el Museo Whitney de Renzo Piano, que abrió sus puertas en el Meatpicking District en 2015 y está tasado en 422 millones de dólares. Elemento clave de ese barrio «disneificado», o «desarraigado», según la definición de Michael Kimmelman —y que también alberga el parque High Line, el Standard Hotel, favorito de los que curten la turbulenta vida nocturna de la zona, una franquicia de Tesla y, a partir de este año, el Heatherwick Studio’s Little Island, un parque aparentemente diseñado con el único fin de autoexhibirse—, el Whitney parece construido más para Instagram que para alojar obras de arte. Como notó Matt Shaw en 2016, el museo es una «trampa arquitectónica que atrae al turismo […] con un concepto equivalente al del Guy’s American Kitchen and Bar (GAKB) del Times Square», es decir, no es más que el proyecto vanidoso, «lavado y desalmado» de un arquitecto estrella.
No sorprende que estos museos de oropel hayan sido denunciados por las significativas diferencias salariales que separan a trabajadores y funcionarios y por las precarias condiciones laborales que ofrecen. Las denuncias provocaron una serie de reclamos sindicales que terminaron afectando a los museos de arte de todo el país. Por eso, en 2019, los empleados del Guggenheim, los del Museo Nuevo, los del Museo de Arte Frye de Seattle y los del Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, entre otros, decidieron sindicalizarse. A comienzos de año siguieron sus pasos los empleados del Shed, centro de arte de Hudson Yards, mientras que los empleados del Whitney, frente a la falta de seguridad laboral, los bajos salarios y los despidos de 2020, decidieron unirse al sindicato Local 2110 UAW.
El enfoque de oropel también vale en el caso de las ferias de arte, que, durante las últimas dos décadas, se multiplicaron como los tribbles de Star Trek. La Art Basel de Miami Beach comenzó en 2002. La Art Basel de Hong Kong en 2008. La Feria de Arte Frieze comenzó en Londres en 2002 y luego se expandió a Nueva York y a Los Ángeles, en 2012 y 2019 respectivamente. La Zona Maco, que empezó en 2002, celebra eventos bianuales en la Ciudad de México. La Art Dubai, abierta en 2007, es la primera feria de arte de Oriente Medio. La ArtBo se organiza todos los años en Bogotá (Colombia) desde 2005. La lista continúa.
El arte sigue siendo la ostensiva raison d’être de estos eventos, pero las lujosas fiestas de las que disfruta una selectísima élite son su verdadero motor. Aunque muchas compiten en el podio de las más extravagantes, sin duda gana la Art Basel de Miami Beach, que ofrece una combinación entre sex appeal floridense y arte de alto nivel, con fiestas preparadas especialmente para la farándula en lugares como el hotel Soho Beach House. Como dijo en una entrevista de 2018 la artista Nikita Gale, en referencia a la Art Basel de Miami Beach, «Es como estar dentro de Instagram […] Una siente que todo está comprimido de una manera extrañísima. El arte, el comercio, el capitalismo, la cultura de la farándula, la cultura playera, la cultura de la noche. Es bastante surrealista».
Por lo tanto, no es sorprendente que los pesos pesados de la industria del entretenimiento estén ansiosos por quedarse con un pedazo de la torta. En 2020, en medio de la confusión del COVID-19, James Murdoch, vástago de Rupert Murdoch, adquirió la participación mayoritaria en el grupo MCH, compañía madre de la Art Basel.
Corredores de arte
Más allá de los juegos de luces, la publicidad y las fiestas, el giro más significativo del arte del siglo veintiuno está en su nuevo rol de industria financiera.
En los últimos años, los líderes de la industria lograron superar muchos de los obstáculos intrínsecos que habían impedido que el arte se convirtiera en una mercancía más. Sus evidentes problemas de liquidez, su volatilidad, su fragilidad, el precio excesivo de cada obra individual y el costo y los inconvenientes implicados en su transporte siempre representaron trabas que convertían al arte en una esfera más riesgosa y comparativamente menos atractiva para los inversores tradicionales. Sin embargo, todo eso está cambiando.
Una de las formas de sortear el problema fue la transformación de las obras de arte individuales en instrumentos financieros. Una empresa que buscó posicionarse en este espacio es Masterworks, empresa inversionista dedicada al arte que pretende «democratizar» el mercado y vender al inversor común y corriente la idea de que el arte es un tipo de activo no correlacionado.
La intervención de la empresa consistió hasta ahora en vender acciones de las obras de arte que tiene bajo su propiedad, de modo tal que el inversor individual sea capaz de cosechar una pequeña fracción de los intereses de las obras que posee parcialmente. Al vender acciones de su colección de obras de primera línea, firmadas por Bansky, Basquiat, Warhol y KAWS, la inversora Masterworks promueve el arte como un «activo físico, tangible, transportable a todo el mundo, comercializable y capaz de ser intercambiado en cualquier moneda». A través de estas inversiones, la gente común participa nominalmente del mercado del arte, pues recogen las esquirlas de las obras más costosas del mundo y sienten que son parte del club.
Otra forma de sortear los obstáculos, que capturó la atención de muchos medios este año, son las transacciones de arte que usan la blockchain, o los NFT. Aseguradas por la blockchain Ethereum, los NFT ofrecen un medio confiable de vender obras y probar a la vez la originalidad y la propiedad de los artefactos digitales. Los creadores inventan pruebas ERC-721 únicas, que luego ofrecen a los compradores en marketplaces como OpenSea. Mucho más líquidos que el arte físico, los NFT habilitan ventas rápidas y libres de fricciones, y, a diferencia de las ventas tradicionales, permiten que los creadores retengan la propiedad sobre sus obras y cobren derechos de autor.
Muchos partidarios de esta tecnología sugieren que representa algo valioso tanto para los artistas como para los coleccionistas. Holly Herndon, artista y música berlinesa, defiende el potencial que tienen los NFT de actualizar el potencial creativo de los artistas en la Web 3.0. Argumenta que la comunidad cripto pone el eje en las cuestiones estéticas y en la originalidad, y que eso es una oportunidad de promover el arte y el trabajo de los artistas.
Sin embargo, más allá de las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías, su efecto hasta ahora fue básicamente facilitar la apropiación capitalista de las obras de arte. De hecho, Herndon reconoce que los NFT circulan entre los especuladores y funcionan como «su propia moneda». En esos contextos, el arte es abstraído de cualquier conexión intrínseca con las destrezas, la crítica o el trabajo.
En efecto, muchos NFT son generados algorítmicamente y desplazan al artista de su rol de creador al de algo semejante a un administrador de activos. Lo mismo vale tanto en el caso del Bored Ape Yacht Club como en el de las obras con ambiciones estéticas reales. Todo sentido político está viciado de antemano, pues el arte en este caso es reducido completamente al valor. Aunque retienen esa asociación entre clase y estilo tan característica del arte, los NFT no son más que activos con un JPEG asociado, transformados en esa mercancía libre de toda fricción con la que los capitalistas siempre soñaron.
Sin embargo, es probable que las condiciones que rigen el comercio de los NFT cambien en el futuro. Con la aprobación de la ley H.R.3684, los NFT pasarán a ser considerados dinero en efectivo y deberán pagar los impuestos correspondientes. Pero, aunque tal vez afecte el carácter absolutamente «libre» de la comunidad, es poco probable que la medida sirva para matar a la bestia.
El límite del aburrimiento
Cuando está en juego la extensión de la capitalización del arte, una de las cuestiones más candentes es si los artistas son capaces de elaborar algún tipo de crítica o resistencia significativas. Aunque los artistas muchas veces critiquen al capitalismo y vituperen las condiciones de la financierización y la sobrevaloración reinantes en el mundo del arte contemporáneo, no está claro si el arte tiene la capacidad de resistir a su propia mercantilización y a los mandatos del capital.
Hace décadas, con obras como untitled (pad thai) y untitled (free), Rikrit Tiravanija intenta cultivar «“microutopías colectivas” […] que apuntan a oponerse a la alienación que el capitalismo impone sobre los individuos». En Eurropa, una instalación de video actualmente alojada en el CRAC de Alsacia, Liv Schulman, artista multidisciplinaria argentina, describe un mundo futuro en el que la Unión Europea desapareció, pero sus paraísos fiscales, como Guernsey y San Marino, con sus «opacos sistemas impositivos», están intactos. También este año, Aria Dean, artista estadounidense, presentó tres esculturas de bronce que simbolizan el compromiso de Suecia con «el colonialismo y el comercio transatlántico de esclavos». Son solo tres ejemplos de una corriente del arte contemporáneo, que tiende a cuestionar la explotación y la dominación.
Aunque es tentador pensar que representa un motivo de esperanza, la capacidad virtualmente interminable de captura, mercantilización y monetización del arte —incluso el arte anticapitalista— es una limitación importante en este enfoque. En 2018, Anna Khachiyan dijo: «Mientras el arte siga siendo una economía de prestigio del mercado libre —un ostentoso percebe que posa junto a las finanzas globales— será incapaz de convertirse en una herramienta de transformación política».
Aunque no es un ejemplo nuevo, el caso de Bansky es el más ilustrativo de esa capacidad disminuida y un tanto torpe que define la crítica política del arte en el contexto del capitalismo. El artista anónimo, considerado todavía hoy por mucha gente como un crítico anticapitalista, no deja de gozar de beneficios financieros y de un capital social que exceden en mucho el impacto de su obra, tan directa como cursi. El mes pasado, la obra Niña con globo, parcialmente destruida y rebautizada El amor está en el tacho de basura, fue vendida por 18,5 millones de libras (es decir, 25,3 millones de dólares).
No cabe duda de que hay artistas mucho más talentosos, políticamente incisivos y relevantes —Kate Cooper; LaToyaRuby Frazie; el trío lituano «colmena mental», formado por Rugilė Barzdžiukaitė, Vaiva Grainytė y Lina Lapelytė—, pero las condiciones materiales del arte contemporáneo implican que cualquier comentario social, político o económico, por más agudo que sea, debe pasar a través de la picadora estilística del arte mundial. ¿Qué tan impactante puede ser una obra cuando el mundo la conoce a través de la cuenta de Instagram de un famoso?
Por lo tanto, la única forma de avanzar es pensar el medio mismo del arte con el lente del activismo anticapitalista. La sindicalización de los trabajadores de los museos es un buen comienzo. Pero necesitamos una reestructuración más drástica y tenemos que oponernos frontalmente al conservadurismo y a la codicia del mundo del arte. Este año, distintos activistas nucleados en Strike MoMA se opusieron a las prácticas capitalistas, racistas, misóginas y excluyentes del museo mediante marchas, clases públicas y medidas de acción directa.
En marzo, Angela Davis, Fred Moten, Jesse Darling y Brian Eno, entre otros, firmaron una carta abierta organizada por Strike MoMA y dirigida al Museo de Arte Moderno en apoyo a la causa palestina, que critica el compromiso del museo «con los proyectos colonialistas, imperialistas y con el capitalismo racial en Palestina, los Estados Unidos y en todo el mundo». Aunque esté dirigida a un museo en vez de a la amplia estructura capitalista del mundo del arte, no deja de ser un buen paso en el camino que debería conducirnos a despojar al mundo del arte de su aura de cosa intocable.
Esas acciones exhiben la verdadera esencia del arte contemporáneo, que hoy no es más que una herramienta de la acumulación capitalista y de la dominación social. Encontrar formas de resistencia comprometidas con la belleza, pero que no por eso sean vacías, es una tarea fundamental de los socialistas que participan de las luchas anticapitalistas. Después de todo, tal vez sea posible imaginar un mundo del arte distinto.