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Un proceso de acumulación popular llamado Allende

Las protestas de los últimos meses en Chile apuntaron rápidamente contra los 30 años de neoliberalismo que oprimen al país. Pero existió también otro blanco del descontento popular: los 500 años de dominación colonial sobre los pueblos indígenas. A cincuenta años del triunfo de la Unidad Popular, el «momento Allende» guarda enseñanzas valiosas para pensar también esa cuestión.

El triunfo de la Unidad Popular hace cincuenta años representó la cima de un proceso de acumulación popular de larga data. Todos los rostros de la clase trabajadora concurrieron en el «momento Allende», aquel episodio único de intensidad democrática-popular que fue aniquilado a fuego, inaugurando el ciclo histórico neoliberal que aún habitamos. Al menos hasta que expuso su fractura con la revuelta social de octubre de 2019.Resulta útil, cuando no inevitable, pensar el gobierno popular desde la posibilidad abierta (pero en ningún caso asegurada) que tenemos hoy de poner fin al proyecto de país que comenzó el 11 de septiembre de 1973. Como bien señalara René Zavaleta Mercado, las situaciones de crisis social en América Latina remiten directamente a los momentos constitutivos de nuestros países. Y la crisis que hoy vive Chile apunta hacia varios de esos momentos.El alza en treinta pesos del pasaje en el metro de Santiago rápidamente dio pie a la identificación del ciclo de treinta años de neoliberalismo y democracia restringida. De ahí, no se hizo esperar otra identificación: los 500 años de dominación colonial sobre los pueblos indígenas, que es el momento constitutivo original de aquello que llamamos «Chile». Para iluminar el presente desde las posibilidades que el pasado dejara suspendidas, es imprescindible volver sobre el «momento Allende» desde el problema Mapuche y la cuestión de la propiedad de la tierra.

Un proceso de acumulación popular que llamamos «Allende»

La perspectiva histórica de la Unidad Popular describe la presidencia de Allende como resultado de un proceso de acumulación político-social con origen en la participación conjunta del Partido Socialista (PS) y el Partido Comunista (PC) en el Frente Popular durante la década de los treinta. Liderado por el radicalismo, dicho bloque sentó las bases del precario esfuerzo estatal de industrialización del país, pero también reveló las limitaciones del marco de alianzas con la burguesía, que se expresaron dramáticamente en la «ley maldita» de 1948, que ilegalizara el comunismo en Chile.

En las entrevistas de Allende con Rossellini o con Fidel Castro en 1971, así como en el famoso discurso ante el pleno de las Naciones Unidas en 1972, se puede advertir el marcado énfasis en un progresivo encuentro entre partidos políticos y organizaciones de clase y populares como pilar del triunfo electoral de 1970. Allende no es (como sí fueron Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas o Juan D. Perón, con sus grandezas y miserias) el rostro progresista de las burguesías locales. Allende es el resultado, necesariamente contradictorio, de una acumulación sociopolítica que unió a las organizaciones del movimiento de trabajadores y los partidos de orientación obrera y popular hacia la articulación de un proyecto estratégico para Chile.

Según la clásica hipótesis de Tomás Moulian en Chile Actual: Anatomía de un mito (1997), la centroizquierda que participara del pacto neoliberal de la transición chilena hubo de reconstruir ese proyecto de Allende como un «no saber» político; es decir, como reflejo de una izquierda dogmática e incapaz de «hacer» política o de alcanzar acuerdos.

Oscar Ariel Cabezas puntualiza que ese «no-saber» no es una ausencia sino que corresponde más bien a la presencia de una decisión profundamente política: la de habitar, hasta sus últimas consecuencias, la tensión existente entre las demandas clasistas y populares (plebeyas) y el respeto hacia los marcos legales del estado parlamentario. Este lugar liminal refleja el núcleo de la trayectoria política de Allende y, con ella, de gran parte de la izquierda chilena del siglo XX.

La «vía chilena al socialismo» que triunfara el 4 de septiembre de 1970 fue eso: el proyecto de transitar hacia una sociedad socialista por medios democráticos, con pluralismo político y libertad cultural, reconociendo una variedad de regímenes de propiedad que incluían — pero no se subordinaban a — la propiedad privada. El programa de campaña de 1970 proponía terminar con el control monopólico de la economía por medio de una serie de nacionalizaciones (siendo la más famosa la del cobre), así como la radicalización de la reforma agraria promulgada algunos años atrás, convirtiéndola en una de las más profundas de América Latina. Es necesario destacar que el gobierno de la Unidad Popular también fue el único que, durante el siglo XX, avanzó en materia de devolución de territorio y restitución de condiciones y derechos sociales para los pueblos indígenas.

Todo lo anterior sería desarrollado por medio de un uso táctico de las mayorías electorales desde la institucionalidad republicana, prescindiendo así del uso monopólico de la fuerza estatal. De ahí la identificación de «vía chilena» con «vía pacífica» o, más adecuadamente, «no armada».

Como ha señalado Julio Pinto, la Unidad Popular puede ser leída como esa voluntad sociopolítica transversal de iniciar el tránsito al socialismo en medio de enormes divergencias acerca de ese objetivo común, y donde el gradualismo característico de la vía parlamentaria tuvo primacía sobre la hipótesis rupturista, más proclive a la táctica armada. En este plano, y pese al evidente contraste del proceso chileno con otras situaciones en la región, tanto la Unidad Popular como el «compañero Presidente» mantuvieron siempre un marcado énfasis latinoamericanista, antiimperialista y de solidaridad con los pueblos en lucha del entonces denominado Tercer Mundo.

La disputa por la propiedad

Como bien apunta el propio Moulian, el hecho de que se tratara de una estrategia para la transición al socialismo, y no de un llamado a la revolución socialista como tal, no despoja al proceso de la Unidad Popular de profundos efectos subjetivos de carácter revolucionario. A este respecto, Juan Carlos Gómez Leyton ha mostrado que esto es fundamentalmente cierto en lo que refiere al estatuto social de la propiedad.

El camino de la Unidad Popular fue, en parte importante, el de disputar la idea social y jurídica de la propiedad a su absoluta privatización. Se optó por esa vía en un momento en que las contradicciones del modelo de desarrollo se hacían sentir en forma de límites al crecimiento económico y venían acompañadas de una proliferación de demandas sociales finalmente incontenibles por el sistema político.

La táctica política de Allende se concentró en desafiar jurídicamente al régimen de propiedad capitalista a través de la institucionalización, y eventual constitucionalización, de la propiedad social, junto a otras expresiones no privadas de propiedad de los medios de producción. Con esta avanzada legal y democrática en contra de la propiedad privada, y en una experiencia aún inédita a nivel global, la vía chilena al socialismo puso en jaque la capacidad del estado burgués de articular los dominios político y económico hacia la salvaguarda de su reproducción ampliada.

Algunos aspectos de este proyecto de constitucionalización de la propiedad social nos llegan gracias a la generosa reedición del Proyecto de Constitución Política de la República elaborado durante 1973. Este Proyecto señala explícitamente buscar «un sistema jurídico destinado a facilitar la construcción del socialismo» y, junto a la propuesta de una economía al servicio del pueblo (donde «los productores privados colaboran en la realización de los planes y en la conservación de las metas de la economía, de acuerdo con las directivas que establecen los organismos de planificación»), le otorga rango constitucional de primer orden al área social de la economía.

Es en esta área que encontramos alojadas desde la gran minería hasta el comercio distribuidor mayorista, pasando por la banca y las aseguradoras; las grandes vías y medios de transporte aéreo, terrestre y marítimo, de pasajeros y de carga; las comunicaciones (correos, teléfonos, radio y televisión); el comercio exterior, la extracción de petróleo y gas y la producción de electricidad, celulosa, cemento, acero y toda la industria química, y la producción de armamento. Aunque escueta, es significativa la mención que se hace a la necesidad de proteger el sistema ecológico y de tender a su reparación de todo daño provocado por la actividad humana.

Moulián resume diciendo que, si la frontera del pacto de industrialización radicaba en la gran propiedad agraria, entonces el proceso de reforma agraria iniciado en la década de los sesenta marca la crisis del estado de compromiso que desemboca finalmente en el golpe de Estado de 1973. Dos factores se combinan en esta crisis: la defensa irrestricta del latifundio (que lleva a la derecha política a unificarse, de modo inédito, en torno al Partido Nacional) y el límite estructural del capitalismo chileno, dependiente en grado extremo de los capitales norteamericanos.

No es casual, entonces, que el proceso de reforma agraria se iniciara en 1962 con el asesinato del dirigente mapuche Carlos Collío por parte del agricultor Ignacio Silva Correa, dando impulso a un proceso de recuperación de tierras que contó con el Estado y también lo sobrepasó.

Wallmapu como epicentro de la batalla por la propiedad

Siguiendo la metodología propuesta por Zavaleta, el ciclo abierto por el derrocamiento de Allende debiese ser complementada por la historia larga del Estado chileno que la hace posible. Es así como en su trabajo El poder dual, Zavaleta establece que el momento constitutivo del Estado chileno es la guerra de Arauco librada, primero, desde la capitanía general de la corona española en contra de los pueblos indígenas, y luego  por parte del recién independizado Estado chileno, transformándose en guerra de ocupación del territorio ancestral del pueblo Mapuche, el Wallmapu («toda la tierra mapuche»). En sus palabras, «Chile, por lo menos aquel que llamamos el país oficial, fue siempre una tierra de frontera, un país construido contra los indios y en guerra con ellos».

La problemática de la restitución del territorio ancestral Mapuche y de una Ley Indígena a la medida del socialismo humanista del allendismo ya venía siendo abordada desde el programa presidencial de Allende para su candidatura del año 1964. Por su parte, el gobierno de la Unidad Popular efectivamente buscó establecer nuevos marcos para el desarrollo económico y social del pueblo Mapuche, poniendo un breve paréntesis al incesante asedio estatal que Carlos M. Chiappe ha llamado «política de exterminio por mecanismos bélico-económicos», y cuyos principales objetivos son la liquidación de la propiedad comunal y la desorganización de las estructuras políticas y sociales del pueblo mapuche.

Junto a las medidas de aceleración de la reforma agraria (por medio de las que muchas tierras pasaban a la mencionada área de propiedad social), el programa de gobierno proponía la «defensa de la integración y ampliación y asegurar la dirección democrática de las comunidades indígenas, amenazadas por la usurpación, y que al pueblo mapuche y demás indígenas se les asegure tierras suficientes y asistencia técnica y crediticia apropiada».

Si consideramos que hasta noviembre de 1970 no se habían realizado expropiaciones en la región de La Araucanía (la de mayor concentración de población mapuche en Chile), se entiende que la Unidad Popular se haya dispuesto a transformar la Ley de Reforma Agraria en una herramienta para satisfacer las demandas indígenas. Allende comprometió además a su gobierno a acoger y trabajar con base en las resoluciones de los dos Congresos Mapuches que se realizaron en 1969 y 1970. Una vez en el gobierno, y en un hecho político sin precedentes, Allende decidió trasladar en enero de 1971 el Ministerio de Agricultura (encargado de la Reforma Agraria) a la ciudad de Temuco, capital de La Araucanía.

Esta voluntad política quedó finalmente plasmada en la Ley 17.729 (Ley Indígena), promulgada a fines de 1972 y que nunca entraría en vigor. En ella se establecían las condiciones para el resguardo del carácter comunal de las tierras indígenas y sus recursos naturales, aproximándose en este registro a la forma Mapuche de entender el espacio natural y social como un todo orgánico.

Fue ahí donde se sentaron los cimientos de un marco de reconocimiento de Chile como un Estado en que coexiste una pluralidad de culturas, y donde se busca la restitución del mundo indígena y la promoción de su desarrollo económico y social por medio del estímulo a cooperativas comunitarias de producción.

El proceso de aceleración de la reforma agraria fue decisivo en la radicalización del conflicto de clases en Chile y tuvo en el Wallmapu uno de sus principales epicentros. Así, en medio de un claro desborde de la acción estatal en el proceso de expropiaciones — impulsado, entre otros, por el Movimiento Campesino Revolucionario (de enorme participación mapuche)—  entre 1970 y 1973 se restituyeron casi 200 mil hectáreas a sus comunidades. La diferencia con el gobierno democratacristiano (donde se repartieron poco más de 20 mil) no sería solo cuantitativa, pues este último privilegió favorecer el régimen de propiedad individual, mientras que la Unidad Popular dio prioridad a la propiedad colectiva y cooperativa. La batalla ideológica y jurídica por la propiedad tuvo en la aplicación de la reforma agraria uno de sus capítulos principales.

Y no es casual, entonces, que haya sido en el Wallmapu en donde aparecieron las primeras asociaciones paramilitares neofascistas. Estos grupos de choque, conocidos como «comités de retoma» y formados al amparo de agricultores y colonos de la zona, contaban incluso con participación de diputados derechistas y policías locales. Estos comandos arremetían con vehículos y armas en contra de comuneros Mapuche, sus familias y animales, muchas veces quemando y disparando cuanto se ponía en su paso.

La memoria mapuche guarda los días posteriores al golpe de Estado entre las arremetidas neocoloniales más feroces que se registran. Los Hawker Hunter no solo bombardearon La Moneda, sino que también acompañaron la instalación de tanques y batallones en el Wallmapu. El historiador Martín Correa ha señalado que «a los mapuches los agarraron y los torturaron delante de sus familias. No sólo hubo un trato político, sino también hubo una venganza, porque a los dueños de los fundos les habían tocado lo que más les duele en su vida, que son las propiedades». Oficialmente, los detenidos desaparecidos mapuches suman 115.

De vuelta al futuro: momento constituyente para los pueblos chileno y mapuche

El fin del gobierno popular y la arremetida de la dictadura marca, para el historiador mapuche Sergio Caniuqueo, el momento de rearticulación contemporáneo del colonialismo estatal. En este sentido, Patricia Richards ha indicado correctamente que, tal y como el exterminio físico y simbólico de la oposición política fue decisivo para la avanzada neoliberal, el capítulo genoetnocida en el Wallmapu de esta arremetida es consustancial al denominado «milagro económico chileno». Con la contrarreforma agraria se reinició la liquidación de la comunidad mapuche por medio de su cesión a capitales fundamentalmente transnacionales. En poco más de treinta años, las actividades extractivistas de estos capitales devastaron y empobrecieron el territorio y a sus habitantes.

Así, de un modo completamente diferente pero totalmente conectado con el «momento Allende», el momento político abierto desde el 18-O promete poner fin a la connivencia de medio siglo entre capitalismo neoliberal y poder constituido a punta de fusil. No es en modo alguno casual que, en una suerte de anticipo a esta ruptura, se vivieran un año antes varios días seguidos de protesta callejera en respuesta al asesinato por la espalda de Camilo Catrillanca por parte de la policía militarizada en noviembre de 2018. Este asesinato ocurrió en la misma zona que vio caer, entre tantos otros, a Jaime Mendoza Collío en 2009, a Alex Lemún en 2002 y al propio Carlos Collío en 1962.

Ilustrativo de esta conexión es el hecho de que el «despertar de Chile» (uno de los nombres que se le ha dado a la revuelta en curso) haya venido acompañado de un reconocimiento a la historia larga de despojo y aniquilación del pueblo mapuche, y que las banderas Wenufoye y Wüñelfe sostenidas por manos chilenas alcancen una ubicuidad similar a las imágenes de Allende en casi todos los registros visuales de las multitudes movilizadas a lo largo del país.

Chile inició su proceso constituyente ese mismo 18-O, sin que sus actores fueran todavía conscientes de aquello y pese a los cerrojos y amarres que, de manera exitosa pero no definitiva, el poder constituido ha puesto desde ese momento. En su demanda por justicia y dignidad, el país que fuera moldeado por la violencia autoritaria y el despojo neoliberal comenzó un proceso irreversible y abierto a definiciones sustantivas sobre los aspectos fundamentales de la vida social (naturaleza incluida).

En ese debate, argumentos respecto a formas de apropiación productiva que sean alternativas a la propiedad privada necesitan, con urgencia, nutrirse de perspectivas no coloniales. Respetando el hecho de que no todo el movimiento mapuche se hará parte de la reconstrucción del Estado chileno, la discusión acerca del carácter plurinacional del mismo y de las formas de soberanía y de autonomía que este carácter conlleva, constituyen hoy una tarea tan ineludible como explosiva.

La memoria de Allende y su gobierno popular seguirá atravesando el actual momento constituyente como recordatorio de que buena parte de lo que está en juego hoy se jugó también, desde coordenadas (no tan) diferentes, hace medio siglo. Reconocer el carácter abigarrado de los pueblos y comunidades que habitan Chile implicará enfrentar oposiciones y resistencias materiales en el parlamento, en la prensa, en la organización de la producción y en la cotidianeidad de los territorios. Y no es de extrañar que el Wallmapu esté transformándose rápidamente de nuevo en epicentro, en una suerte de resumen agravado de la conflictividad social del país.

Pero si es verdad, como Marx aprendió de un discurso dado por el Inka Yupanqui en Cádiz en 1810, que «un pueblo que oprime a otro pueblo no puede liberarse a sí mismo», entonces la sociedad chilena en movimiento autodeterminativo no puede sino activar la solidaridad con los presos políticos mapuche —hoy en huelga de hambre larguísima y muy dura — y orientarse a abrir de modo decisivo el carácter soberano del proceso constituyente y su asamblea. Eso será aprovechar, en nombre de Allende, el momento constitutivo y constituyente en que nos encontramos hoy.

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