El 15 de septiembre de 2025, la Casa Blanca anunció, una vez más, que había llevado a cabo un ataque militar contra una embarcación en el Caribe. Según la administración, tres personas resultaron muertas. Es el segundo ataque de este tipo en dos semanas. El 2 de septiembre, once personas viajaban en una pequeña lancha rápida en aguas internacionales cuando también fueron asesinadas por un ataque militar estadounidense. Las ejecuciones sumarias fueron grabadas en vídeo y publicadas con orgullo en las redes sociales del Gobierno estadounidense.
La administración Trump explicó estos asesinatos alegando que las personas fallecidas formaban parte de un cártel venezolano y estaban involucradas en el tráfico de drogas. Afirmando que los cárteles son terroristas y que el grave problema de sobredosis que atraviesa Estados Unidos convierte a los traficantes en una amenaza para el país, el gobierno afirmó que su acción militar letal estaba justificada. Sin embargo, ninguna agencia del gobierno estadounidense ha aportado hasta ahora ni una sola prueba de que alguna de estas personas estuviera involucrada en el tráfico de drogas o formara parte de un cártel.
Además, las explicaciones del gobierno sobre qué fue lo que ocurrió exactamente resultan contradictorias. Tras el primer ataque a una lancha rápida, el secretario de Estado Marco Rubio afirmó inicialmente que la embarcación ni siquiera se dirigía a Estados Unidos, sino a otra isla del Caribe. Posteriormente, cambió de versión y afirmó que la lancha rápida de cuatro motores se dirigía de Venezuela a Estados Unidos. También reveló que la embarcación había dado la vuelta tras asustarse al ver una nave militar estadounidense que volaba por delante. El ejército estadounidense disparó repetidamente contra la embarcación para matar a los supervivientes del ataque inicial.
Estos ataques militares contra pequeñas embarcaciones reflejan dos tendencias preocupantes de la Casa Blanca de Trump. En primer lugar, está el aumento del uso del ejército por parte del gobierno para asuntos penales rutinarios o para hacer cumplir las leyes de inmigración. Al principio de su mandato, Donald Trump invocó la Ley de Enemigos Extranjeros, una medida de guerra permite al presidente detener y deportar a los no ciudadanos en función de su origen nacional en caso de declaración de guerra o invasión por parte de un gobierno extranjero.
El gobierno afirmó que su par venezolano controlaba Tren de Aragua, una banda criminal que, según se declaró, estaba invadiendo Estados Unidos. De seguir esa lógica hasta sus últimas consecuencias, Estados Unidos estaría en estado de guerra con Venezuela. Sin embargo, pese a las contundentes afirmaciones de Trump al momento de invocar aquella medida de guerra, la comunidad de inteligencia coincide en que Tren de Aragua no está controlado por el gobierno venezolano.
Rubio también señaló a varios otros cárteles latinoamericanos como «organizaciones terroristas extranjeras» y «terroristas globales especialmente designados». Tras esta medida, Trump firmó una orden secreta que permite a su Departamento de Guerra tomar medidas militares contra los cárteles apuntados en América Latina. Trump afirmó públicamente que los fallecidos eran miembros del Tren de Aragua. Sin embargo, el informe al Congreso —exigido por la Resolución de Poderes de Guerra— en ningún momento especifica a qué grupo pertenecían supuestamente esas personas.
Además de utilizar al ejército para transformar la fallida «guerra contra las drogas» en una guerra lisa y llana, la Casa Blanca ha ido aumentando las tensiones con Venezuela. Durante el primer mandato de Trump, su administración presentó una acusación profundamente sospechosa contra el presidente venezolano Nicolás Maduro por tráfico de drogas. En agosto, la administración Trump aumentó a 50 millones de dólares la recompensa por información que condujera a la detención de Maduro. Eso es el doble de la recompensa que se ofreció en su momento por Osama bin Laden. Luego, Trump despachó 4500 militares al Caribe, acompañados de siete buques de guerra y un submarino nuclear. Desde el primer ataque, Estados Unidos ha enviado a Puerto Rico aviones de combate F-35 y drones Reaper. Axios informa que «Estados Unidos nunca ha estado tan cerca de un conflicto armado con Venezuela».
Trump carece de la aprobación del Congreso para emprender acciones militares contra Venezuela o el Tren de Aragua. Sus acciones no representan ninguna medida de seguridad nacional, sino lisa y llanamente homicidios. El tráfico de drogas es un delito penal, no un acto de guerra. La Guardia Costera tiene protocolos para interceptar embarcaciones sospechosas de tráfico de drogas. Pero se supone que debe detener la embarcación, no matar primero y preguntar después. El presidente no puede simplemente ordenar la muerte de alguien porque afirma que ha cometido un delito. Tal medida viola no solo las garantías constitucionales del debido proceso, sino también la prohibición del derecho internacional sobre las ejecuciones extrajudiciales.
Asesinato, ejecución selectiva y ejecución extrajudicial
La política exterior estadounidense tiene un oscuro historial de ejecuciones extrajudiciales. Durante la Guerra Fría, la CIA indudablemente tramó el asesinato de numerosos líderes extranjeros. Durante la guerra de Vietnam, la agencia impulsó el Programa Fénix, un «plan antisubversivo» que supuso la «neutralización» de más de 20.000 presuntos miembros del Vietcong mediante ejecuciones extrajudiciales. La CIA también proporcionó los nombres de presuntos comunistas al Partido Baaz iraquí y al ejército indonesio, a sabiendas de que se enfrentarían a torturas o a la muerte.
Tras las revelaciones sobre los asesinatos de la CIA, el presidente Gerald Ford promulgó una orden ejecutiva que prohibía la participación de Estados Unidos en «asesinatos políticos». Jimmy Carter amplió la prohibición a todos los asesinatos. Ronald Reagan hizo campaña con la promesa de dar rienda suelta a la agencia. Revocó la orden ejecutiva de Carter destinada a limitar la comunidad de inteligencia y la sustituyó por una nueva orden que ampliaba sus poderes. Sin embargo, aunque la orden de Reagan fue el resultado de la ira de la nueva derecha por los controles sobre los abusos en materia de seguridad nacional, mantuvo la prohibición de los asesinatos. Hasta la fecha, sigue siendo la política oficial de Estados Unidos. Ninguna de las órdenes definió el homicidio y, con algunas maniobras legales creativas, el Poder Ejecutivo ha podido reanudar y ampliar la actividad de los asesinatos.
La historia de asesinatos extrajudiciales de Estados Unidos está entrelazada con su alianza con Israel. Si bien muchos Estados han utilizado los homicidios como herramienta política, Israel ha sido verdaderamente pionero en esta práctica. Aunque el asesinato de líderes palestinos por parte de Israel no era ningún secreto, a principios de la década de 2000 se hizo público que existía un programa de «asesinatos selectivos». Los asesinatos selectivos no son un término definido en el derecho internacional; se trata de un eufemismo diseñado para eludir la prohibición de los asesinatos extrajudiciales.
Inicialmente, la administración de George W. Bush se opuso públicamente a los asesinatos selectivos de Israel. Mientras que el congresista demócrata John Conyers apuntó contra la utilización de armas estadounidenses en los ataques e instó a que se llevara a cabo una investigación, otros demócratas adoptaron un enfoque diferente y criticaron la oposición de la administración Bush a los asesinatos israelíes. El futuro presidente Joe Biden fue uno de los partidarios en el Congreso de los asesinatos selectivos israelíes. Y dentro de la Casa Blanca de Bush hubo al menos un disidente: el vicepresidente Dick Cheney dejó en claro su apoyo a la política israelí.
La disposición de Bush a armar los asesinatos selectivos de Israel siempre hizo sospechosa la oposición pública de su administración. Pero también se mostró claramente a favor de esta práctica. En 2008, la CIA colaboró directamente con el Mossad israelí para llevar a cabo el asesinato de Imad Mughniyeh, miembro de Hezbolá. El homicidio se llevó a cabo mediante un coche bomba en Siria. Estados Unidos argumentó que Mughniyeh era una amenaza inminente y que, por lo tanto, su asesinato no contravenía la prohibición de los asesinatos selectivos.
Más importante aún, tras el 11-S, Estados Unidos adoptó los «asesinatos selectivos» como parte de su «guerra contra el terrorismo». Muchos de estos asesinatos se llevaron a cabo mediante drones no tripulados. La administración Bush solicitó a Israel asesoramiento operativo sobre cómo llevar a cabo dichos ataques. Y solicitó asesoramiento jurídico a Israel para justificar los asesinatos selectivos en virtud del derecho internacional.
Puede que Bush iniciara este programa, pero fue Barack Obama quien lo amplió de forma espectacular. En uno de los actos más sorprendentemente autoritarios de cualquier presidente de Estados Unidos, Obama ordenó la ejecución mediante un dron de Anwar al-Awlaki, un ciudadano estadounidense acusado de ser propagandista de Al Qaeda. Según las leyes del conflicto armado, un propagandista no es un objetivo militar. El asesinato de un ciudadano estadounidense por parte de Obama desató la polémica pública. Como resultado, el gobierno publicó un memorándum legal muy censurado que justificaba el asesinato. Una sección censurada citaba una decisión de un tribunal israelí que decretaba que tales asesinatos eran permisibles según el derecho internacional.
El programa de asesinatos de Bush y Obama se cierne sobre el asesinato sumario de Trump de presuntos miembros de cárteles en el Caribe. Aunque no se menciona en el endeble informe de Trump al Congreso, gran parte de la lógica detrás del asesinato es que, durante la guerra global contra el terrorismo, los presidentes anteriores ordenaron el asesinato de «terroristas».
Trump ha calificado a las bandas venezolanas de terroristas, por lo que puede utilizar la fuerza contra ellas, al igual que Obama llevó a cabo su guerra con drones a través de las fronteras. Aunque no debemos encubrir el programa de drones —fue una afrenta asesina a la Declaración de Derechos y al derecho internacional—, existe una diferencia jurídica fundamental. Bush y Obama afirmaron que Estados Unidos se encontraba en un conflicto armado internacional con los talibanes, Al Qaeda y las «fuerzas asociadas». Este conflicto fue el resultado de una autorización del Congreso para usar la fuerza contra aquellas personas y naciones que planearon los atentados del 11 de septiembre o les dieron cobijo.
Pero hoy no existe ningún conflicto armado internacional entre Estados Unidos y los narcotraficantes. El Congreso no ha dado su aprobación a ninguna campaña militar de este tipo. La Autorización para el Uso de la Fuerza Militar de 2001 era excesivamente amplia; los presidentes la llevaron mucho más allá de cualquier interpretación lógica de su alcance, y los asesinatos con drones fueron homicidios, no actos legítimos de autodefensa. La medida de Trump en este caso es una ampliación de una práctica ya de por sí inquietante.
La designación por parte de Trump de los cárteles como terroristas se basa en dos leyes: la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional y la Ley de Inmigración y Nacionalidad. Desde una orden ejecutiva de Bill Clinton de 1995, los presidentes han utilizado la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional para imponer sanciones y bloquear las transacciones financieras de supuestos terroristas. Clinton aplicó inicialmente esta designación a los «terroristas» que «amenazaban el proceso de paz en Oriente Medio». Aunque su orden sigue en vigor, Bush amplió este marco con su propia orden ejecutiva contra los terroristas en general. Fue en virtud de esta orden que la administración Trump designó a los cárteles de la droga como «terroristas globales especialmente designados».
En 1997, a instancias de Clinton, el Congreso aprobó la Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Eficaz, redactada por los republicanos. La ley modificó la Ley de Inmigración y Nacionalidad para permitir al secretario de Estado designar unilateralmente a grupos extranjeros como «organizaciones terroristas extranjeras». La Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Eficaz también tipificó como delito proporcionar «apoyo material» a una organización terrorista extranjera designada.
Si bien es delito según ambas leyes proporcionar apoyo o servicios a un grupo terrorista incluido en la lista negra, la designación en sí misma no es el resultado de un proceso penal. La etiqueta de «organización terrorista extranjera» solo puede aplicarse a organizaciones extranjeras. La designación en virtud de la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional puede aplicarse a grupos estadounidenses o incluso a individuos. El primer ciudadano estadounidense designado como terrorista en virtud de la ley no fue acusado de ningún delito hasta años más tarde. E incluso después de ser absuelto de todos los delitos de terrorismo, siguió estando sancionado hasta que se presentó una demanda.
Según la lógica de Trump, alguien que haya sido absuelto de cargos de terrorismo podría ser asesinado por el presidente solo por una designación abusiva y amplia. Sin embargo, las leyes no otorgan tal poder. Fueron una respuesta al pánico de mediados de la década de 1990 de que las estrictas protecciones de la Primera Enmienda de Estados Unidos lo habían convertido en un refugio para la recaudación de fondos para el terrorismo. Las leyes, aunque amplias y abusivas, no eran autorizaciones de fuerza militar, sino prohibiciones penales para apoyar materialmente a los grupos incluidos en la lista negra.
¿Guerra contra las drogas o cambio de régimen?
El acto homicida de Trump se produce en un momento de crecientes tensiones entre Estados Unidos y Venezuela, tensiones de las que la Casa Blanca es totalmente responsable. Todo ello se basa en afirmaciones sobre el papel del gobierno venezolano en el tráfico internacional de drogas. El gobierno de Trump ha llegado incluso a afirmar que Maduro es el jefe del «Cartel de los Soles». Todas estas afirmaciones son profundamente sospechosas, por decirlo suavemente. Los expertos no solo afirmaron que Venezuela no es un actor importante en el tráfico de drogas, sino que el Cartel de los Soles ni siquiera existe. Esto pone en tela de juicio los motivos de la administración Trump para el aumento del poderío militar.
Durante casi dos décadas, los sucesivos gobiernos estadounidenses han tratado de desgastar o derrocar a los gobiernos de izquierda, primero de Hugo Chávez y ahora de Nicolás Maduro. Durante su primer mandato, Trump aumentó las sanciones al país, lo que, según el Centro de Investigación Económica y Política, provocó la muerte de 40.000 personas. Las sanciones también contribuyeron a alimentar una crisis de refugiados, que Trump explotó cínicamente como parte de su demonización xenófoba de los migrantes. Durante su primer mandato, Trump también reconoció un gobierno venezolano alternativo que no tenía poder político real. A continuación, confiscó la embajada de Venezuela en Washington al gobierno real y existente de Maduro, y se la entregó al gobierno ficticio respaldado por Washington.
Todo esto no tenía que ver con la lucha contra las drogas, sino con las fantasías de cambio de régimen de los neoconservadores radicales de la administración Trump, como John Bolton y Elliott Abrams. Trump ha tenido una dramática disputa con Bolton, pero uno de los mayores partidarios de esta política era el entonces senador Marco Rubio. Rubio es ahora secretario de Estado de Trump, y está claro que sigue siendo un fanático en su empeño por derrocar al gobierno venezolano.
El secretario de Guerra de Trump, Pete Hegseth, ha dejado claro que el cambio de régimen no está descartado. Si la supuesta guerra contra las drogas de Trump da lugar a un esfuerzo a gran escala para derrocar a un gobierno que no cuenta con el favor de Washington, no será la primera guerra de Estados Unidos iniciada con falsos pretextos.
Las mentiras sobre un ataque de Vietnam del Norte a un barco estadounidense en el golfo de Tonkin o sobre las armas de destrucción masiva de Irak y sus vínculos con el 11-S allanaron el camino para dos de las guerras más desastrosas de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Y fue con el propósito declarado de arrestar al dictador panameño Manuel Noriega —un antiguo colaborador de la CIA cuyas relaciones con Estados Unidos se habían deteriorado— por cargos de narcotráfico que Estados Unidos invadió Panamá. La invasión, bautizada por la administración de George H. W. Bush como «Operación Causa Justa», dejó 3500 panameños muertos.
El renovado esfuerzo por arrestar a Maduro por cargos de drogas altamente cuestionables, acompañado de un aumento del despliegue militar, ha creado un temor justificable de que el gobierno de Trump esté reviviendo un viejo guion.
El militarismo y la amenaza de Trump
Tanto si Trump conduce a Estados Unidos a una guerra más amplia para cambiar el régimen de Venezuela como si simplemente convierte la práctica de los asesinatos selectivos de la guerra contra el terrorismo en un sello distintivo de su guerra contra las drogas, estos actos de militarismo representan algunos de los mayores peligros del segundo mandato de Trump. La amenaza de Trump es real, pero no es sui generis. Tiene sus raíces en el legado del militarismo estadounidense y en un Estado de seguridad nacional que reclama el derecho a matar sin juicio fuera de sus fronteras.
Sin embargo, muchos de los oponentes liberales de Trump han tratado de resistir sus tendencias autoritarias mientras hacen la vista gorda ante el militarismo. Durante las elecciones de 2024, Trump trató de presentarse falsamente como un opositor a la guerra ante un público reacio a ella.
En lugar de señalar sus mentiras, sus oponentes en las campañas de Biden y Kamala Harris se presentaron como mejores administradores del leviatán de la seguridad nacional estadounidense. Publicaron anuncios en los que alardeaban de cómo mantenían el flujo de armas a la guerra estancada entre Ucrania y Rusia, desfilaban con Liz Cheney, alardeaban del respaldo de Dick Cheney, prometían la fuerza de combate más letal del mundo e ignoraban la legítima ira de su propia base por su papel en facilitar un genocidio en Gaza. Y en ningún momento de los cuatro años de gobierno de Biden intentaron deshacer sus sanciones a Venezuela, que provocaron una catástrofe humanitaria.
Ahora Trump ha vuelto al poder. Tiene a Estados Unidos al borde de la guerra y está ampliando los ya de por sí enormes poderes bélicos del presidente. No hay antídoto contra su amenaza autoritaria que deje intacto el estado de seguridad nacional.



























