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Donald Trump, Elon Musk y J. D. Vance en un partido de fútbol americano entre el Ejército y la Marina en diciembre de 2024 en Landover, Maryland. (Kevin Dietsch / Getty Images)

El futurismo reaccionario de Donald Trump

Traducción: Florencia Oroz

Al igual que sus predecesoras del siglo XX, la extrema derecha contemporánea anhela las supuestas glorias del mundo antiguo al tiempo que fetichiza la tecnología moderna.

A las pocas semanas de su segundo mandato presidencial, Donald Trump sigue adelante con lo que su antiguo confidente Steve Bannon denominó «deconstruir el estado administrativo». Dirigido por Elon Musk desde su grupo asesor para la eficiencia gubernamental, este esfuerzo ya ha generado una oleada de titulares y controversias.

Lejos de preservar el statu quo, como correspondería a un gobierno «conservador», el nuevo gobierno estadounidense busca remodelar el futuro para reflejar un pasado idealizado. Esta peculiar forma de «progreso» injerta tecnologías de vanguardia de vigilancia, control de la información y asesinato en masa, junto a fuertes dosis de tecnoptimismo, en un etnonacionalismo cristiano nostálgico. Si el trumpismo es realmente fascista o no es irrelevante: a pesar de sus adornos futuristas, es menos progresista incluso que la anquilosada política liberal que repudia.

Esta mezcla de mitologías pasadas con tecnología actual tiene un claro precedente histórico. A mediados de la década de 1980, el historiador del nazismo Jeffrey Herf acuñó el término «modernismo reaccionario», que combinaba «un gran entusiasmo por la tecnología moderna» con un «rechazo de la Ilustración y de los valores e instituciones de la democracia liberal». Herf mostró cómo los modernistas reaccionarios en la Alemania de entreguerras tacharon de «judías» y «socialistas» las prácticas abstractas, intelectuales y centradas en el beneficio, al tiempo que glorificaban lo tangible, «espiritual» y emprendedor. En contraste con la «civilización», que codificaron como judía, los pensadores proto-nazis y nazis admiraban la «cultura», que creían que solo podía ser producida por personas de sangre alemana.

Hoy en día, la administración Trump y sus sirvientes de Silicon Valley están desempolvando el viejo manual modernista reaccionario. En lo que va del siglo, la masa de ideas que formó la base del nazismo histórico ha rodado como una bola de nieve a través de montones de basura ideológica variada, acumulando material de forma constante. A los préstamos del nazismo de la leyenda teutónica y el misticismo oriental, la extrema derecha de Silicon Valley aduce el mito de Horatio Alger, la economía misesiana y fantasías pueriles de ciencia ficción adaptadas libremente de Guía del autoestopista galáctico o Forastero en tierra extraña.

Como estamos aprendiendo rápidamente, los resultados de este futurismo reaccionario, en el mejor de los casos, son caóticos. El primer acto de reestructuración radical de Trump fue ordenar numerosos recortes presupuestarios, muchos de ellos probablemente ilegales. El 28 de enero, 2,3 millones de empleados federales recibieron un correo electrónico con el asunto «Fork in the Road» [Bifurcación del camino] que ofrecía ocho meses de salario y prestaciones a cambio de su dimisión inmediata.

El 1º de febrero, la administración había concedido evidentemente al grupo de trabajo de Musk acceso a «datos del Tesoro sensibles, incluidos los sistemas de pago de los clientes de la Seguridad Social y Medicare». El 7 de febrero, miles de empleados de USAID, una agencia de ayuda exterior que ha cultivado el poder blando estadounidense en el extranjero desde 1961, comenzaron a tomar vacaciones forzadas.

Otros organismos gubernamentales que Trump y Musk pretenden destruir o abolir son los departamentos de Educación y Agricultura, así como la Administración de Alimentos y Medicamentos y la Agencia de Protección Ambiental. El objetivo es reducir la nómina federal en un 75%. Ni Musk ni ningún otro allegado de Trump ha indicado a dónde irán posteriormente los fondos así «ahorrados».

Muchas de estas medidas proceden directamente del Proyecto 2025, que hace hincapié en una «alineación continua entre el liderazgo de la agencia y las prioridades de la Casa Blanca». A pesar de su lenguaje eufemístico, el Proyecto 2025 anunciaba claramente la intención del gobierno entrante de inmolarse. Los votantes que evitaron leer ese documento o la copiosa cobertura informativa dedicada a él también podrían haber prestado atención a la promesa de Musk de causar sufrimiento a todos los estadounidenses sin excepción («Todo el mundo va a tener que hacer sacrificios»).

Una pista de que la nación no está ante un simple ejemplo de McKinsey —en el que se despoja a una empresa de sus activos hasta que se derrumba— es la implicación de Musk. Se supone que su particular marca de «eficiencia» es «disruptiva» de una manera que promueve la «innovación». Sin embargo, como saben muy bien los accionistas de Twitter, las intervenciones de Musk no impulsan tanto a una empresa hacia un futuro capitalista radiante como la devuelven a un poco rentable pasado.

El programa de «Trump 2.0» tampoco representa una nueva edad de oro, sino una regresión hacia modelos de control de enfermedades, crecimiento económico y gestión medioambiental que otros países desarrollados han descartado hace tiempo.

El propio eslogan «Make America Great Again», con su reveladora palabra final, again, sugiere que llegar a la utopía futura requerirá una inversión del progreso. Tanto el Proyecto 2025, con sus elegantes circunloquios, como Trump, con su grosería performativa, expresan la trayectoria propuesta en términos de revertir, retroceder o deshacer las políticas de la era Biden u Obama. En 2016, los intentos de Trump en esta dirección fueron torpes e ineficientes. Pero a partir de 2025, parece que el retroceso estará dirigido por oligarcas tecnológicos con reputación de hacer las cosas, «orientados al futuro» por definición.

Entre los partidarios de Trump se encuentran los autodenominados «tecnoptimistas» como Marc Andreessen, que predicen que «nuestros descendientes vivirán en las estrellas». Inmunes a la ironía, estos hombres se están acercando al nuevo gobierno aprovechando su buena fe conservadora para conseguir lucrativos contratos gubernamentales para OpenAI, Palantir y SpaceX. Pero el compromiso de la tecnología con la reducción de costes se detiene en su propia puerta. La última innovación del sector, la inteligencia artificial, consume agua y electricidad de la misma manera que una Ford F-150 consume combustible.

MAGA ejemplifica lo que la estudiosa de literatura Svetlana Boym llamó «nostalgia restaurativa», que «no se considera a sí misma como nostalgia, sino como verdad y tradición». Al esforzarse por expulsar a poblaciones enteras de «ilegales», despojar a las mujeres de su autonomía corporal y reducir a las minorías sexuales a ciudadanos de segunda clase, esta administración desea regresar no a 2020 o 2008, sino al menos a 1932, cuando Franklin Delano Roosevelt introdujo la idea del New Deal.

O tal vez incluso antes. Cuando defienden la «lógica y la razón», los tecno-futuristas de Silicon Valley están irracionalmente sumidos en un pasado muy lejano. El bloguero de derechas Curtis Yarvin, ingeniero y acólito del cofundador de PayPal, Peter Thiel, suspira por la monarquía prusiana del siglo XVIII. Luego está la singularidad, un punto tecnológico sin retorno tras el cual la inteligencia artificial supuestamente reinará de forma suprema. Popularizada por primera vez por Ray Kurzweil, la singularidad se basa en una imaginación futurista de la tecnología triunfante al mismo tiempo que se nutre profundamente de arcaicos temores sobre el fin del mundo. Incluso a nivel individual, el fundamento emocional de la teoría de la singularidad no es el optimismo, sino el simple miedo a la muerte.

En cuanto a Musk, ha seguido a muchos de sus compañeros crónicamente en línea al obsesionarse con la antigua Roma. Cuando desafió a Mark Zuckerberg a un combate singular por la supremacía de los multimillonarios tecnológicos, soñaba con una transmisión en vivo en la que «todo lo que apareciera en cámara sería de la antigua Roma, nada moderno».

Sin embargo, para alguien que afirma pensar en el Imperio Romano «todos los días», sabe muy poco sobre él, y en su lugar adereza ligeramente su ideología existente con una salsa vagamente romana. Para reforzar sus argumentos sobre la «teoría del reemplazo», Musk atribuyó de forma errónea el declive del imperio a la caída de las tasas de natalidad. Después de su Sieg Heil en la toma de posesión de Trump en enero, Musk intentó reformular el gesto como un «saludo romano», convencido, al parecer, de que los antiguos romanos realmente lo utilizaban (sorpresa: no lo hacían).

Al igual que sus predecesores del siglo XX, la extrema derecha actual anhela las supuestas glorias del mundo antiguo al tiempo que fetichiza la tecnología moderna. Una de las figuras favoritas de los proto-nazis de la época de Weimar fue el ingeniero que supuestamente infundió en su destreza técnica una autenticidad «germánica» que se remontaba a la Edad Media.

La promoción del espíritu empresarial tecnológico en la cultura estadounidense desde el año 2000 aproximadamente sigue un patrón similar. Incluso cuando el sector tecnológico se derrumba (de nuevo), se anima a los niños a que den prioridad a los campos CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) frente a las «inútiles» artes y humanidades, mientras que los magnates de la tecnología como Musk y el difunto Steve Jobs son venerados con un fervor casi religioso. Se nos dice que ser emprendedor es ser completamente estadounidense.

Los partidarios del modernismo reaccionario de hoy en día desdeñan todo lo que sea «blando» o «inadecuado» («los hechos no se preocupan por tus sentimientos»; «termina con los liberales»; «copos de nieve») y defienden agresivamente los valores «tradicionales» o «auténticos».

Promocionan la «civilización occidental» mientras empujan a Estados Unidos hacia la monarquía absolutista o incluso el feudalismo, formas de organización social que Occidente abandonó hace siglos. Defienden la Ilustración sin reconocer que filósofos del siglo XVIII como David Hume, Voltaire y Jean-Jacques Rousseau despertaron a pueblos enteros a la posibilidad de que los reyes no son necesarios y podrían ser derrocados.

El «RETVRN» al que aspiran los amigos de Trump en la industria tecnológica no solo es moralmente ruin, sino intelectualmente deshonesto. Sus esfuerzos por retroceder no nos ayudarán a recuperar la grandeza de la antigüedad, aunque deberíamos esperar un imperialismo más atávico en la línea de «anexionar Canadá». Con el prometido «desmantelamiento del Estado administrativo», estamos asistiendo a un «RETVRN» a una época anterior a la metanarrativa del progreso lineal, a un arcaísmo cíclico y abstracto en el que el sustantivo operativo es «recurso» y el verbo operativo «extracción».

En este esquema, el pasado se convierte en un recurso que explotar para obtener fragmentos de sonido políticamente convenientes, los seres humanos son una mera materia prima que exprimir para obtener horas de trabajo y la economía es un fondo ilícito para los cleptócratas.

El modernismo reaccionario ayuda a entender el intento de Trump de arrasar las agencias federales y los marcos regulatorios. No se trata de fomentar la eficiencia o de racionalizar el gobierno como si fuera una empresa, lo cual ya sería bastante malo. En cambio, Trump y sus ministros buscan reconstruir, sobre las ruinas de esta república imperfecta, un estado premoderno donde el poder fluya directamente desde el ejecutivo, sin el obstáculo del estado de derecho o la responsabilidad ante el electorado.

«RETVRN», de esta manera, no es restablecer la estética o los estilos de vida romanos, sino su crueldad; es viajar a una época anterior al imperativo categórico de Immanuel Kant y a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia. El resurgimiento del modernismo reaccionario no es un steampunk político inofensivo. Es un intento de secuestrar el futuro obligándolo a repetir el pasado, solo que con aparatos un poco mejores.

Pero el «RETVRN» más importante de esta era puede ser un estado de naturaleza. Cancelar los pocos gestos débiles que nuestro gobierno ha hecho para reconocer la humanidad del otro, desde nuestro estado de bienestar vestigial hasta las inversiones en educación pública y regulaciones ambientales hasta el respeto básico por los grupos minoritarios, es condenarnos una vez más a una «guerra de todos contra todos».

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Publicado en Artículos, Estado, Estados Unidos, Estrategia, homeIzq, Ideología and Política

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