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Rachel Corrie, que entonces tenía veintitrés años, habla durante un simulacro de juicio al presidente estadounidense George W. Bush el 5 de marzo de 2003 en el campo de refugiados de Rafah, en la Franja de Gaza. (Abid Katib / Getty Images)

Rachel Corrie dio su vida por Palestina

Traducción: Pedro Perucca

En marzo de 2003 las Fuerzas de Defensa de Israel mataron a la activista estadounidense Rachel Corrie mientras defendía de la destrucción a hogares palestinos en Rafah. Mientras hoy Israel amenaza con invadir la ciudad, una voluntaria que estuvo junto a Rachel escribe sobre su legado: un llamamiento a la solidaridad inquebrantable con los habitantes de Gaza.

Quizá no haya hoy en día una ciudad más cargada de miseria y temor que Rafah, pegada a la frontera de Gaza con Egipto.

Desde mediados de octubre, las fuerzas israelíes se abrieron paso a golpes a través de la ciudad de Gaza y Khan Younis, masacrando, destruyendo hogares y dejando hambre y terror a su paso. Más de un millón de palestinos huyeron hacia el sur, a Rafah, multiplicando por siete su población previa.

Pero ahora, Israel tiene la mira puesta en la propia Rafah, amenazando con una invasión devastadora.

Rafah es hoy una ciudad en expansión hecha de lona y láminas de plástico tanto como de hormigón; fría y a menudo empapada, hambrienta y angustiada. Las enfermedades se propagan, ya que la gente cambia los pocos alimentos que tiene por medicinas y las mujeres arrancan jirones de las tiendas para usarlos como compresas. Los huérfanos —puede haber hasta diez mil en Rafah— se las arreglan como pueden.

El año pasado, Israel lanzó panfletos sobre Jan Yunis diciendo a los palestinos que fueran a los «refugios» en Rafah para escapar de los combates. Pero no había refugios ni escapatoria. Al principio de la guerra, un amigo perdió a treinta y cinco miembros de su familia en un solo ataque aéreo sobre la ciudad. La mayoría eran mujeres y niños.

Rachel Corrie. (Cortesía de la familia Corrie)

El sonido de los ataques aéreos al norte de Gaza, más frecuentes que los ataques sobre la propia Rafah, resuena como un ominoso recordatorio de que lo peor puede estar aún por llegar.

El mes pasado, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu afirmó que no invadir Rafah equivaldría a la derrota de su país y aseguró que ordenaría una invasión aunque se liberara a todos los rehenes israelíes.

El secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, declaró que Washington no apoyará una invasión de Rafah sin un plan «claro» para proteger a los civiles y que todavía no se proporcionó ningún plan. Al parecer, las autoridades israelíes están trabajando en un plan para trasladar a los palestinos de Rafah a las «islas humanitarias» del norte, donde ya escasean los alimentos y las medicinas y la gente muere de hambre.

El presidente Joe Biden sostuvo que una invasión de Rafah sería una «línea roja», pero no promete consecuencias si Israel cruza esa línea roja, como cruzó tantas otras. Netanyahu, como ha hecho otras veces, respondió con desprecio: «Iremos allí. No los dejaremos».

«Arrasados, acribillados y desnudos»

En el punto álgido de la segunda intifada, en 2002-03, viví en Rafah como voluntaria del Movimiento de Solidaridad Internacional (ISM, por sus siglas en inglés), una organización dirigida por palestinos que apoya la resistencia no violenta a la ocupación. Entre mis compañeros estaba Rachel Corrie, una voluntaria estadounidense de Olympia, en el estado de Washington, con un sentido del humor estrafalario que ocultaba una gran seriedad sobre la vida —y el propósito de la misma— que no entendería del todo hasta leer sus escritos años más tarde. Más tarde se unió al grupo Tom Hurndall, fotógrafo de talento que recibió un disparo en la cabeza de un francotirador de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) en abril de 2003 y murió al año siguiente tras nueve meses en coma.

Rafah, incluso entonces, estaba «arrasada, acribillada y desnuda», como Rachel dijo en un mensaje a sus padres. Pasábamos la mayoría de las noches en casas de familias cercanas a la frontera con Egipto. Israel había estado creando allí una franja de tierra vacía, demoliendo casas para crear una zona libre de fuego, una ventaja táctica para sus tropas que ocupaban posiciones a lo largo de la frontera. A veces advertían con megáfonos a las familias para que se marcharan. A veces disparaban contra las casas hasta que las familias huían. Y en cualquier momento del día o de la noche, con demolición o sin ella, podían arrasar con disparos las casas situadas en el borde de la frontera.

No todas las balas disparadas contra un muro penetran en el edificio, pero algunas sí, especialmente las disparadas con armas más potentes. Todos los que se alojaron en casa de nuestro amigo Abu Jamil, incluida Rachel, no pudieron dejar de notar, mientras jugaban con sus hijos, las marcas de las balas que impactaron en la pared interior, a la altura de la cabeza, sobre el fregadero de la cocina. 

Cuando los palestinos nos llamaban, solíamos salir a protestar contra las excavadoras blindadas de Israel, mientras trabajaban a lo largo de la franja fronteriza, vigilándolas e intentando interceder si se movían para demoler una casa. Las frenamos algunas veces, otras hicimos su tarea más incómoda, le dimos a una familia aquí o allá un respiro de unos días o semanas. Tal vez arrastramos la atención mundial a esa franja de tierra con más frecuencia que si no hubiéramos estado allí. Pero la demolición continuó. Y el mundo tenía otras preocupaciones: se avecinaba la invasión de Irak.

El 16 de marzo de 2003, poco después de las cinco de la tarde, vi cómo una de las excavadoras israelíes de fabricación estadounidense, enorme y corpulenta, se dirigía hacia la casa del Dr. Samir Nasrallah y su joven familia. Rachel, una amiga del Dr. Samir, se colocó entre la excavadora y la casa. Cuando la excavadora se dirigió hacia ella, empezó a levantar un montón de tierra delante de su cuchilla. Cuando el montículo llegó a Rachel, ella empezó a trepar por él, luchando por mantener el equilibrio sobre la tierra blanda, sosteniéndose con las manos, hasta que su cabeza estuvo casi por encima del nivel de la pala. El conductor podría haberla mirado a los ojos. Pero siguió adelante y ella empezó a perder pie.

Unas semanas antes de aquel día, Rachel tuvo un sueño sobre una caída, que anotó en su diario:

(…) caía hacia mi muerte desde algo polvoriento, liso y que se desmoronaba como los acantilados de Utah, pero seguía agarrada, y cuando cada nuevo punto de apoyo o asidero de roca se rompía, estiraba la mano mientras caía y me agarraba a uno nuevo. No tuve tiempo de pensar en nada, sólo de reaccionar (…).Y oía una y otra vez en mi cabeza: «No puedo morir, no puedo morir».

El suelo de la frontera de Rafah, una mezcla desigual de arcilla y arena, tiene un tono cálido, no muy diferente del de los acantilados de Utah. A lo largo de los años, como gran parte de los escritos de Rachel, la pesadilla parece tener la cualidad de una premonición.

Por mucho que lo intentó, Rachel no pudo mantenerse en pie; la excavadora siguió avanzando, la arrastró, la hundió en la tierra, le aplastó las entrañas. Murió mientras yo le sostenía las manos en la ambulancia, camino del hospital. En mi relato inicial del suceso, escrito dos días después, señalé que diez palestinos habían sido asesinados en toda Gaza después de Rachel, en gran parte sin que se supiera nada más allá del propio enclave.

Rachel Corrie se encuentra frente a una excavadora de las FDI en Rafah, Gaza, el día en que fue asesinada. (Cortesía de ISM Palestina)

Dejando a un lado mi propia amistad con Rachel, hay una incomodidad al relatar esto que es necesario reconocer, especialmente hoy, a la luz de la devastación a la que se enfrenta Rafah. Parte de nuestro objetivo, hace tantos años, era explotar una estructura racista de violencia, y la estructura racista de atención que la acompaña, para socavar esas mismas estructuras. Algunas personas podrían creer que ese intento siempre fue quijotesco o que cualquier intento de explotar esa estructura racista, como nuestro esfuerzo por atraer la atención internacional hacia Gaza, implicaba inevitablemente afirmar esa estructura.

En cualquier caso, después de haber tomado mi decisión hace más de dos décadas, sigo comprometida. Cada vez que me piden que hable de Rachel, lo hago, no sólo para honrar a una amiga, sino con la teoría de que tal vez su historia sea una forma de hacer comprensibles para algunas personas, lejos de Palestina, verdades más amplias sobre la violencia de la ocupación y las políticas que hacen posible esa violencia. Y que esas verdades nos llevan en última instancia de vuelta a los palestinos, y de vuelta a Rafah. Creo que también nos llevan a otros lugares.

El ejército israelí opera bajo el supuesto de la impunidad. Así que, cuando algún acontecimiento excepcional, como el asesinato de un no palestino, plantea la posibilidad de rendir cuentas, el sistema está mal preparado para responder. El resultado suele ser una serie de extrañas mentiras. En el caso de Raquel, las autoridades podrían haberse limitado a rebatir detalles de nuestros testimonios oculares. En lugar de eso, también inventaron la afirmación de que Rachel se había «escondido detrás de un terraplén de tierra» y fue golpeada por una losa de hormigón que cayó. Nuestras fotografías de la escena, tanto antes como después de que Rachel fuera asesinada, mostraban que estaba en terreno abierto.

Siguiendo un patrón familiar, la respuesta oficial fue, en orden aproximado: nosotros no lo hicimos, lo hicimos pero no fue culpa nuestra, aunque fuera culpa nuestra no somos responsables, y de todas formas eran terroristas. El comandante de las IDF para el sur de la franja de Gaza en el momento del asesinato declaró ante un tribunal de Haifa, presumiblemente con cara seria, que «una organización terrorista envió a Rachel Corrie para obstaculizar a los soldados de las IDF. Lo digo con conocimiento de causa». Los observadores de la guerra actual recordarán una serie de declaraciones igualmente «definitivas».

La impunidad de Israel es una exportación estadounidense

Los voluntarios que viajan a un lugar de guerra para acompañar a los que están en el frente siempre han estado en el corazón de la tradición internacionalista. Y eso sigue siendo cierto hoy en día, ya sea acompañando a pastores y recolectores de aceitunas en las colinas de Cisjordania, llevando suministros a los soldados ucranianos en el frente de la guerra con Rusia, prestando apoyo médico a los revolucionarios de Myanmar o luchando contra el llamado Estado Islámico junto a las Unidades de Protección Popular en el noreste de Siria. Estos esfuerzos, y las personas que los llevan a cabo, no deben idealizarse. Pero la profunda solidaridad y conexión que encarnan son únicas.

Aun así, este tipo de cosas no son para todo el mundo. Y no tienen por qué serlo. La solidaridad de los voluntarios debe ir unida a un proyecto complementario que trate de movilizar el poder de los Estados —especialmente el de Estados Unidos— hacia los mismos fines. Eso es algo en lo que la mayoría de la gente puede implicarse de alguna manera. En el caso de Palestina, hay que empezar por conseguir apoyo público y presión política para lograr un alto el fuego y detener la ayuda militar a Israel. Eso incluye una presión implacable sobre Biden y la defensa de los congresistas partidarios de un alto el fuego.

Estados Unidos respalda la ocupación israelí mediante una masiva ayuda militar y financiera, y está respaldando la actual guerra contra Gaza. Jeremy Konyndyk, ex alto funcionario de la administración Biden, declaró al Washington Post que la administración había facilitado «un número extraordinario de ventas en el transcurso de un periodo de tiempo bastante corto, lo que realmente sugiere con fuerza que la campaña israelí no sería sostenible sin este nivel de apoyo estadounidense».

El resultado, siempre dolorosamente evidente en Rafah, es que la impunidad de Israel es una exportación estadounidense. Pero una retirada del apoyo no será, con toda probabilidad, suficiente. Serán necesarias sanciones diseñadas para coaccionar a Israel para el reconocimiento de los derechos fundamentales de los palestinos. Tendrán que ir mucho más allá de los asentamientos individuales o de quienes los apoyan.

La petición de sanciones es un desafío directo al principal principio tácito de la política estadounidense hacia Israel. Biden y sus subordinados hablarán de la necesidad de un Estado palestino y de la necesidad de que Israel muestre moderación. Pero su principio central, que se ha mantenido como absoluto durante tres décadas y fue predominante durante muchos años antes de eso, es que Israel nunca debe ser forzado a hacer tales concesiones. Israel puede ser seducido, halagado, persuadido y empujado, pero nunca obligado. El resultado es que Palestina se mantiene en un estado de excepción permanente.

Un pariente del Dr. Nasrallah, el farmacéutico cuya casa familiar defendía Raquel cuando fue asesinada, me dijo que se sentía como si Rafah hubiera sido absorbida por un «agujero negro, donde no se aplican las normas internacionales, y el mundo no puede vernos ni sentirnos».

Describe cómo una tarde regresó a casa y se encontró con una escena de carnicería, las secuelas de un ataque aéreo contra un edificio vecino, en el que al menos dos familias fueron aniquiladas por completo y otra perdió a dos hijos. (Los amigos de Nasrallah están recolectando fondos para ayudarlos a salir del peligro). El familiar, que pidió que no se utilizara su nombre, dijo que ahora es habitual ver a hombres que rompen a llorar ante la más mínima derrota, incapaces de mantener a sus esposas o hijos. «Hablamos», dijo, «de una delgada línea entre la vida y la muerte».

Una invasión de Rafah, que puede demorarse varias semanas, sería un desastre «inimaginable», según los médicos de Naciones Unidas. Como dijo Rachel unas semanas antes de ser asesinada: «Creo que es una buena idea que todos dejemos todo y dediquemos nuestras vidas a hacer que esto pare».

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