Las elecciones del domingo 23 de julio en España venían marcadas por poderosos factores. Sobre todo, la creciente presencia de una ola reaccionaria, palpable en muchos contextos y a muchos niveles en la sociedad española y, crucialmente, sobre todo en los medios de comunicación, en su inmensa mayoría en manos de poderosos grupos mediáticos (Atresmedia, Mediaset). Esto sin duda ha permeado socialmente, en una agotadora sucesión de «guerras culturales», de creciente indiferencia, impaciencia o incluso rechazo al feminismo, a los derechos de las personas trans, hasta llegar a la proliferación de discursos de odio, el crecimiento de agresiones a personas racializadas y LGTBQ+. En los últimos años, el discurso público ha pasado de simpatizar con un emergente nuevo sentido común feminista y de ampliación de derechos a una reactividad constante frente a lo que se construye caricaturescamente como políticas de identidad posmodernas, «izquierda woke» y un sinfín de fantasmagorías y hombres de paja.
El ejemplo de la vivienda es significativo: en unos años, en el debate público se ha pasado de visibilizar las protestas contra los desahucios y solidarizarse con las personas afectadas a construir una omnipresente figura del okupa, generando todo tipo de pánicos morales en torno a la propiedad inmobiliaria y dando espacio a supuestas empresas especializadas en su protección como Desokupa, en realidad un grupúsculo de matones neonazis practicante de una suerte de escuadrismo fascista adaptado al contexto presente. A este contexto social se sumaba la dimensión europea, en donde el ejemplo del ascenso al poder de Giorgia Meloni y sus Fratelli D’Italia parecía indicar un próximo y posible futuro para España.
Todo este clima social y mediático encontró su culmen en las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo. que supusieron un absoluto desastre para el PSOE de Pedro Sánchez y para todo el espacio político de la izquierda representado estatalmente por la coalición Unidas Podemos. Aquellos comicios del 28 de mayo otorgaron una aplastante victoria al PP y un notable crecimiento en la presencia institucional a VOX en numerosas ciudades y comunidades autónomas. Era la confirmación electoral de la ola reaccionaria.
Al día siguiente de aquellas elecciones, apenas unas horas después de cerrarse los resultados, Sánchez anunciaba el adelanto al 23 de julio de las elecciones generales previstas para finales de año. Como en otras ocasiones, el estupor y la incredulidad iniciales ante la medida daban paso lentamente a la comprensión de la calibrada jugada de Sánchez. En una situación crítica, y en un contexto en el que las municipales y autonómicas se habían jugado en clave plebiscitaria de la propia figura de Sánchez, éste doblaba la apuesta. Esta arriesgada jugada contenía varios elementos. Primero, permitía a Sánchez y su gobierno ahorrarse meses de desgaste y asedio: mejor jugársela ahora, de una vez por todas, en vez de esperar a meses de lenta decadencia. Segundo, cortaba en seco la narrativa triunfal del PP, cambiando rápidamente el marco, y obligando a los conservadores a retratarse en sus pactos con VOX para configurar los gobiernos municipales y autonómicos en unas negociaciones que sin duda iban a tener lugar en medio de la campaña. Tercero, mientras la izquierda estaba sumida en una compleja transición de su configuración como Unidas Podemos a la nueva estructura de coalición de Sumar liderada por la ministra de Trabajo Yolanda Díaz, la forzaba a resolver sus dudas y tensiones en un contexto de prisas y debilidad.
Era una apuesta arriesgada. Pero después de una intensa campaña, plagada de desarrollos inesperados, esta jugada de Sánchez se ha revelado acertada y ha dado lugar a unos resultados totalmente inesperados. El PP, con 137 diputados, ciertamente ha ganado, pero el hundimiento paralelo de VOX (pierde 19 escaños hasta quedarse en 33) impidió que el bloque de la derecha pueda lograr la esperada mayoría parlamentaria. El PSOE, sin embargo, experimentó lo que en otras ocasiones se ha denominado como una «derrota dulce», aguantando en los 121 (ganando 1 escaño). Sumar, por su parte, logró 31, básicamente manteniendo los resultados anteriores de Unidas Podemos, con una ligera pérdida en un contexto que tendía a reforzar la idea de «voto útil» al PSOE entre los votantes de izquierdas.
A lo largo de la última y convulsa década, el sistema político español ha pasado de una estructura fundamentalmente bipartidista, con PSOE y PP como referencias del eje izquierda-derecha, a un sistema cuatripartito (con Podemos a la izquierda y Ciudadanos en la centroderecha), después pentapartito (con la aparición de VOX en la extrema derecha), y finalmente cuatripartito de nuevo (con la desaparición de Ciudadanos). Pero sobre todo, más que el número de partidos de referencia estatal, lo que caracteriza el momento político es el paso del bipartidismo al llamado bibloquismo. Como en tantos otros lugares (EEUU, Italia, Brasil, etc.) la pugna política ha adquirido la forma de dos bloques, formados cada uno por elementos diversos, pero compactados por un carácter mutuamente antagónico.
Solo las próximas semanas resolverán lo que pueda ocurrir. Pero de momento estos resultados solo parecen ofrecer las siguientes salidas. El bloque de la derecha cuenta ciertamente con dos de los grandes partidos, pero dada la estrategia confrontacional de la derecha española a lo largo de los últimos años, este bloque es incapaz de concitar ningún apoyo más en un parlamento muy fragmentado (en cierto modo, reflejo de la diversidad y pluralidad de la sociedad española). La única opción de gobierno viable queda pues en el bloque de la izquierda, reeditando con ligeros cambios la mayoría parlamentaria con la que se formó el gobierno de coalición progresista PSOE-Unidas Podemos en 2019. Es decir, esa mayoría que la derecha llamó en su momento «gobierno Frankenstein». Así, se podría formar un gobierno PSOE-Sumar con apoyo en la investidura de fuerzas como Esquerra Republicana de Catalunya (centroizquierda independentista catalán), Bildu (la izquierda abertzale vasca), Partido Nacionalista Vasco (centroderecha) y Bloque Nacionalista Galego (izquierda nacionalista gallega). De una forma u otra, todas esas fuerzas han manifestado su voluntad de apoyar tal investidura. El mayor factor de incertidumbre recaería en los 7 diputados de Junts, el partido de la derecha nacionalista catalana del expresidente catalán Carles Puigdemont, a día de hoy residente en Bruselas para evitar su detención por orden de la justicia española tras la celebración del referéndum de independencia en octubre de 2017. Su apoyo se decidiría presumiblemente en relación a esta situación legal y a otras contrapartidas políticas (¿otro posible referéndum?) o económicas. En el caso de no funcionar la opción de un nuevo gobierno progresista, iríamos seguramente a unas nuevas elecciones para finales de año, como ya ocurriera en 2019.
Este es el mapa que queda tras los resultados, y lo que determinará los movimientos de las próximas semanas y meses. Pero a partir de aquí, podemos intentar extraer algunas otras conclusiones.
La política frente a la demoscopia
Un rasgo, entre otros muchos, del cambio del clima político en España en los últimos años es que hemos pasado de hablar de movimientos y demandas populares, de articulación de demandas, de la complejidad de la tensión entre calle e instituciones, a asistir al entronamiento de dos figuras: el sociólogo especialista en demoscopia y el experto en comunicación política. Parte de la pugna política parece dirimirse no solo en las siglas de los partidos o en los nombres propios de los candidatos, sino de otros como José Félix Tezanos (director del Centro de Investigaciones Sociológicas), Narciso Michavila (la consultora GAD3), Iván Redondo (exasesor de Sánchez) o Miguel Ángel Rodríguez (el «cerebro en la sombra» de la comunicación del PP) son sujetos activos de una proxy war de estadísticas, encuestas, términos y mensajes en un combate espectacular a la que los ciudadanos asistimos como espectadores pasivos.
Una primera conclusión de estas elecciones es que, a pesar de la aparente omnipotencia de la demoscopia en el presente análisis político, de su asignado carácter de oráculo sagrado en la confusión política presente, la política y la democracia son algo mucho más complejo, y mucho más importante que lo que pueda ser reducible a cifras. La política, como sabemos, es siempre un juego que se decide entre fortuna y virtud, determinación y contingencia, estructura y agencia. O, como recordaba Jorge Lago días antes de las elecciones, el juego entre lo esperado, lo esperable y lo inesperado. Es algo que Sánchez, resistente consumado, sabe muy bien, y sabía cuando convocó las elecciones. Por debajo de los resultados de mayo latían algunas realidades que medios y grandes encuestadoras borraron del relato demoscópico oficial. Primero, que en realidad el triunfo de la derecha estuvo catapultado fundamentalmente por la absorción de PP y VOX de todo el espacio de lo que fue hasta ahora Ciudadanos. Segundo, que el PSOE, en términos relativos, no había perdido muchos votos. Si bien el mapa por autonomías quedaba inundado del azul popular, la observación del voto municipal en todo el país daba un resultado mucho más equilibrado. Tercero, que en realidad buena parte del desastre se debió sobre todo a la incomparecencia del voto de izquierdas, desanimado entre las tensiones internas, las divisiones, y la existencia de diversas candidaturas en muchos lugares (el caso de Huesca, con cuatro candidaturas de izquierdas, que juntas reunían cerca de un 20% de voto, pero que separadas no lograron llegar ninguna al 6%, se convirtió en paradigmático).
Se ha enfatizado, y con justicia, la jugada de Sánchez. Análisis como los de Eoghan Gilmartin en The Guardian o el de Sebastiaan Faber y Bécquer Seguín en The Nation han enfatizado el carácter ejemplar que esta decisión de Sánchez puede proveer a una socialdemocracia europea en retirada ante el auge posfascista. Pero esa victoria de la política frente a la demoscopia no se debe únicamente a la genialidad de un astuto líder político. También a lo que estos resultados revelan de la correlación de fuerzas mediáticas en el país. Estos resultados no suponen solo una victoria de Sánchez, sino de todo un pueblo de izquierdas («el pueblo de la coalición», en la denominación de analistas como Daniel V. Guisado) que, exhausto y harto, simplemente ha pinchado una infladísima burbuja discursiva alentada desde hace meses desde poderes mediáticos, políticos y económicos. Desde antes de las municipales y autonómicas se había instalado con fuerza el relato de una inexorable victoria de la derecha. Un fatalismo construido, manufacturado a partir de resentimiento, cinismo, indiferencia, desilusión, hartazgo, tedio, incertidumbre y todo tipo de pasiones tristes que encendían a amplios sectores del electorado de derechas y deprimían a muchos votantes de izquierdas.
Lo que estas elecciones han demostrado es que a ese fatalismo se le podía oponer otro, de signo positivo y movilizador: la certeza de que, por más poder y capacidad de influencia que la derecha pueda tener, su proyecto de una España monológica, cerrada en sí misma —lo que el activista Guillermo Zapata llama en su libro Perfil bajo (Lengua de Trapo, 2019) «el país estrecho»—, es territorial, política, social y parlamentariamente irrealizable. Un país real, diverso, complejo, múltiple, plural, ha dado un golpe en la mesa para rechazar la caricatura discursiva y demoscópica a la que se le estaba reduciendo.
La derecha demediada
Estos resultados han sumido a las derechas españolas en el estupor, principalmente al PP. Feijóo, como un caballero que todavía no se hubiera dado cuenta de que está herido de muerte, intenta ganar tiempo prolongando la ficción de su candidatura al gobierno, buscando la abstención del PSOE apelando a su sentido de Estado. Algo paradójico si durante años se ha demonizado al gran interlocutor de Estado reduciéndolo a una pandilla de oportunistas y amigos de terroristas y otros «enemigos de España» y cuando el único programa electoral claro del PP ha sido literalmente «derogar el sanchismo».
La campaña de Feijóo pasará a la historia como una de las más desastrosas que se recuerden. Con todas las encuestas, los programas de televisión privada, la prensa y medios de comunicación (fundamentalmente madrileños) a favor, bastó una corrección de Silvia Intxaurrondo, periodista de la televisión pública, acerca de unos datos sobre las pensiones para comenzar la desfiguración del candidato y expresidente autonómico gallego como un señor de provincias tranquilo, moderado y convencional. Después de ello, Feijóo se lanzó de lleno a una estrategia trumpista de deslegitimación del sistema de voto por correo. Finalmente, su inexplicable incapacidad para explicar sus fotos de veraneo con el narcotraficante Marcial Dorado en los años 1990, cuando las costas gallegas eran la puerta de entrada europea a la cocaína, y las drogas arrasaban con una generación de jóvenes, terminó por hundirlo. En la noche de las elecciones, al salir al balcón a saludar a sus simpatizantes, todavía llegó a pronunciar un discurso donde volvió a abundar en los tropos trumpistas de la conspiración, aludiendo a Correos, a las dificultades para votar, en una suerte de patética piromanía resentida. Mientras tanto, desde la calle Génova se coreaba el nombre de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, presente también en el balcón. Ayuso es la figura más dinámica —y extrema— del actual PP, adorada por sus bases madrileñas y llamada hace tiempo a dar el salto a la política nacional. Cuando las miradas de Feijóo y Ayuso se cruzaron, fue como si la medusa mitológica se hubiera presentado en Génova 13 para reducir a piedra al malhadado candidato.
Pero más allá del individuo Feijóo, lo que queda patente es el fracaso de una estrategia del PP, consistente en hacer un equilibrio imposible entre pedir el voto para poder ignorar a VOX y al mismo tiempo hacer continuos guiños a sus votantes y apoyarse en esta fuerza para conformar gobiernos. Una actitud doble que desdibuja al PP y seguramente confunde a muchos de sus votantes. Al final, buena parte del atractivo del PP para sectores de su electorado, sobre todo mayor, e incluso sectores antiguamente votantes del PSOE, reside en una fuerza inercial, el deseo de reconstituir un turnismo bipartidista, un retorno a la normalidad perdida luego de la crisis de 2008. Como tantos deseos, aunque ficticio es operativo y efectivo políticamente.
El descenso de VOX puede parecer una sorpresa. Sin embargo, como hemos indicado, los resultados de mayo no supusieron en realidad un crecimiento exponencial de las derechas. Se habla ahora de que VOX está acabado. Sin embargo, más que por resultados electorales, cabe aventurar que VOX terminará cuando haya terminado de cumplir su función. VOX nunca ha sido un partido al uso, sino más bien un vehículo de reconfiguración y radicalización del campo de la derecha, y un instrumento de presión de sectores de los aparatos de Estado (judicial, policial, militar). Pero por el camino, sin duda, ha logrado construir una base social significativa, con una capilaridad mediática. Y ahora estará presente en muchos municipios y comunidades autónomas. VOX va a llevar sin duda la lógica de la guerra cultural a los territorios, y para combatirla será precisa una estrategia comunicativa, pero también territorial y arraigada socialmente.
¿Qué futuro para la izquierda?
Hay un debate en ciernes sobre la interpretación de los resultados de Sumar y su comparación con los de Unidas Podemos en 2019. Sin embargo, lo peor que podría hacer la izquierda ahora mismo es sumirse de nuevo en la autorreferencialidad y en el reproche mutuo. Sumar tiene límites, pero cabe preguntarse si algunos de ellos son consecuencia del momento, más que de una orientación deliberada. Estamos lejos de 2014 y 2015, cuando a cada lanzamiento de un proyecto político le sucedía una dinámica de eufórico desborde. Los tiempos acelerados han obligado a una fusión fría, como dice Pablo Elorduy, y sin duda con grandes tensiones, como la provocada por la ausencia de la ministra de Igualdad Irene Montero.
Sumar surge con los objetivos explícitos de generar un espacio de reconstrucción de la izquierda, desarrollar un programa político propio e intentar evitar quedar encerrado en la esquina izquierda del tablero. Para lograr estos objetivos, en un contexto de repliegue ideológico, cultural y político, la forma de operar de Sumar puede ser vista como insuficientemente innovadora, poco atrevida organizativamente, dependiente de una lógica de notables, y contrastante con la radicalidad discursiva de Unidas Podemos. Pero por el camino, de manera pragmática, Sumar ha dado pasos importantes. Generó una coalición amplia en la izquierda española, articulando 15 fuerzas de trayectorias, tradiciones y territorios diferentes. Y consiguió unos resultados no despreciables, desde los cuales posiblemente se proponga trabajar dentro de un nuevo un gobierno de coalición con el PSOE.
Los desafíos actuales de la izquierda española consisten en generar una cultura política propia y común a las fuerzas que componen el espacio. Una cultura política que, para no repetir errores del pasado, pueda integrar de forma eficaz, honesta y constante la participación ciudadana. Una organización que, desde su diversidad, sea capaz de construir presencia territorial y la refleje en una estructura de balances y contrapesos constitucionales propios. Solo así puede reflejarse organizativamente el carácter verdaderamente plurinacional del país, y hacerlo de una manera organizativamente saludable. También una organización que estimule lógicas de cooperación en su interior y sea porosa a su entorno social y cultural. No son ideas nuevas. Pero muchos de esos elementos parecen haber quedado por el camino estos últimos años de luchas entre cuadros y aparatos, dependencia de liderazgos carismáticos y discursividad poco enraizada. Hay que hablar de los espacios y futuros por construir. Y, como pedía hace unos días Noelia Adánez, hacerlo con ambición y sin complejos,
Sánchez, el mediador
Estas han sido también las elecciones de Sánchez y el «sanchismo». De un tiempo a esta parte, las derechas se han enfocado —y él no ha dudado en colaborar con ello— en la figura individual de Sánchez y en la construcción del «sanchismo» como supuesta materialización de un proyecto cínico, oportunista y destructivo para España. Más allá de los énfasis moralistas del lenguaje de campaña constante de las derechas, la idea del «sanchismo» encierra un núcleo de verdad. La derecha trata de mostrar a Sánchez como figura ajena a la verdadera tradición del PSOE, para así atraer a su electorado más centrista y generacionalmente más avejentado. El socialismo es una cosa y el sanchismo otra. A la vez, se trata de mostrar a Sánchez como una figura solitaria, poco querida en su propio partido, y que podría ser depuesta en cualquier momento. De ahí las continuas invocaciones a la figura de Felipe González y a posibles rebeliones internas por parte de figuras históricas del PSOE, razonables hombres de Estado escandalizados ante la «deriva» de Sánchez. Como escribía hace unas semanas Pablo Batalla, esas tácticas revelan un deseo de generar una historia revisionista del propio PSOE. Una reconstrucción histórica que otro expresidente, Zapatero, ha desmentido por la vía de los actos con su activa presencia como ariete de la campaña del PSOE.
Esa caricatura de Sánchez como cínico aventurero solitario tiene una parte de verdad. Al fin y al cabo, Sánchez ya fue defenestrado una vez por su propio partido. Pero quizás su verdad no es exactamente la misma que esperan los críticos de Sánchez. Hay varias figuras conceptuales con las que comprender el fenómeno Sánchez. Una es la del transformista, según el término de Gramsci, un líder oportunista capaz de adaptarse a los cambiantes contextos de una crisis orgánica. Sánchez no es, lo sabemos, ningún convencido izquierdista. Pero sí es un líder que ha sabido entender, al contrario que toda la vieja guardia del PSOE y la prensa madrileña, que la única vía de supervivencia del PSOE estaba en la adaptación-cooptación de las demandas renovadoras que Podemos representaba, y de la asunción pragmática de la realidad plural de España. Más que querer hundirlo, muchos viejos socialistas deberían estarle agradecidos por haber evitado que el PSOE terminara como el PASOK griego o el PSF francés.
La otra figura que puede ayudarnos a entender a Sánchez puede ser la del mediador evanescente, esto es, la figura psicoanalítica que media en un proceso de transición entre dos ideas, dos situaciones o configuraciones, originalmente psíquicas o subjetivas, pero el concepto se aplica también a órdenes políticos o periodos históricos. Estos días resulta difícil pensar que el omnipresente y ahora mismo triunfal Sánchez pueda evanecerse alguna vez. Pero quizás esta figura nos ayude a entender algo de su presencia, y a evaluar la actual situación en una posible perspectiva histórica.
Como explicaba Stuart Hall, la historia de las formaciones sociales se mueve a través de la sucesión de diferentes coyunturas. Los periodos históricos se abren en determinadas crisis coyunturales, que terminan por dar lugar a nuevos acuerdos (settlements). Desde 2008, España atraviesa, como tantos otros países, una crisis de identidad, motivada y materializada en crisis económicas, sociales, políticas, institucionales, culturales, y de todo tipo. Esa crisis acabó con los consensos (el settlement) que habían estructurado el sentido de la democracia española desde la transición. Desde entonces, se abrió un largo interregno que sigue abierto. En un primer momento, a partir de 2011 con el 15M y en 2014-15 con Podemos y los municipalismos, aparecieron las alternativas para generar una nueva cultura política desde claves transformadoras y progresistas. Tras su bloqueo, y tras la crisis generada por el referéndum de independencia catalán, se abrió paso la otra alternativa, la de un cierre de Estado reaccionario, protagonizado por VOX, y que reconfiguró todo el debate hacia la derecha. En 2019 la precaria formación del gobierno PSOE-UP dio lugar a un paréntesis temporal, que por su propia provisionalidad y por los efectos de la pandemia no pudo dar lugar a un nuevo orden estable. Ahora, en 2023, Sánchez continúa, por el momento, siendo el eventual mediador entre el viejo orden que se muere y un nuevo orden por construir.
Estas elecciones pueden suponer, de momento, la prolongación de ese paréntesis, en un largo interregno que continúe sin cerrarse. No hay nunca una solución definitiva en la historia, sino la construcción de nuevos acuerdos históricos, siempre provisionales. Lo que una y otra vez nos muestran los resultados electorales (2019, 2023) es que existe un país real, diverso, múltiple, plural. Un país que no cabe en el molde estrecho que las derechas proponen. Un país de países que espera a una nueva configuración histórica. El carácter de esa nueva configuración dependerá de lo que la izquierda pueda o sepa ser en relación al posible mediador evanescente. O bien una izquierda acomplejada, autorreferencial, ya sea discursivamente agresiva desde una impotencia residual o subalterna e instrumentalizada, o una izquierda asertiva, ambiciosa, amplia y fuerte que se atreva a usar esa mediación en lugar de ser usada por ella.