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Yevgeny Prigozhin (izquierda) le sirve un plato de comida a Putin, en 2011, en su restaurante de Moscú. (Foto: Pool New / Reuters)

La sinrazón del capital

El intento de golpe de Estado protagonizado por Yevgeny Prigozhin en la segunda potencia nuclear del planeta es la cabeza de la hidra de un peligroso proceso que desde inicios de siglo viene avanzando en las principales potencias del mundo: la privatización del ejercicio de la violencia.

Seguramente la filosofía política no se encuentra entre los intereses cotidianos de Yevgeny Prigozhin. Con sus acciones, sin embargo, planteó una de las preguntas mas profundas que puede abordar la filosofía política en nuestro tiempo: ¿qué peligros entraña la privatización de parte del ejercicio de la fuerza? Desde que los Estados existen, siempre hubo desafíos a su monopolio de la violencia, esencialmente de dos tipos: iniciativas individuales (como puede ser cualquier crimen) o colectivas, destinadas a cambiar un ordenamiento político percibido como injusto por una parte de la población que ve obturada su posibilidad de alterar ese orden por medios pacíficos.

La existencia y utilización de fuerzas mercenarias puede rastrearse hasta épocas tan tempranas como la Antigüedad. Pero es recién desde los primeros años de este siglo, con la invasión de Irak liderada por los Estados Unidos, que las empresas militares privadas multiplicaron su volumen y su cantidad (y, con ello, su poder) de forma sustancial. Hasta ahora se trataba mayoritariamente de empresas estadounidenses y, en menor medida, británicas. Con la guerra en Ucrania, sin embargo, apareció en el tablado una nueva comparsa: el grupo Wagner y su propietario, el esperpéntico oligarca ruso Prigozhin.

La utilidad de las empresas militares para los Estados son muchas. La primera es la «negación plausible». Un Estado interesado en realizar una intervención en un territorio extranjero puede conseguir su objetivo mediante una empresa militar en lugar de utilizar sus fuerzas estatales, tornando más fácil eludir la responsabilidad por los abusos que se cometan; en un conflicto declarado —como Irak o Afganistán—, además, permite disminuir las estadísticas de bajas empleando extranjeros. Sea como sea, lo cierto es que los motivos que conducen a un Estado a utilizar estas empresas (o directamente a crearlas, ya que en la mayoría de los casos el Estado aparece vinculado a su origen) entran en tensión ya sea con la legalidad o con la eticidad. Nunca entrañan ningún bien.

La vida al servicio del lucro

El capital es una fuerza en permanente expansión. Como señala el filósofo Maurizio Lazzarato siguiendo a Marx, por su propia naturaleza el capital no admite limitaciones, «solo obstáculos que continuamente desplaza, que continuamente recrea y que todavía supera, ad infinitum». Así, alguien pudiera haber dicho en 1945 «vivo en el capitalismo», y alguien podría afirmarlo también hoy. Ambos dirían lo mismo, a pesar de que el capitalismo de 1945 no es el mismo que el de la actualidad. La idéntica afirmación oculta dos situaciones distintas. El paso del tiempo modifica, y toda afirmación se oxida.

Hasta hace algunas décadas, una de las formas de expansión del capital era desarrollarse en territorios donde la reproducción de la vida no ocurría bajo formas mercantiles o donde su rol estaba limitado. La última conquista a gran escala de ese tipo fue la caída del «socialismo real». Eso supuso para el capital un nuevo espacio excepcionalmente amplio donde desarrollarse. Cuarenta años después, aun continúa su expansión sobre las esferas de aquellas sociedades que todavía presentan características solo parcialmente capitalistas. Otro ejemplo de avance del capital tiene lugar sobre comunidades campesinas que permanecen en la subsistencia. El capital en nuestro tiempo se expande en términos geográficos, pero no es su única forma de avance.

La expansión del capital adopta la forma de colonización de la vida por la mercancía, por lo producido para ser vendido; la conquista de nuevas esferas que antes estaban fuera de la forma mercantil, aquello que no se podía comprar y vender. En las últimas décadas asistimos a la mercantilización creciente de esferas de la reproducción de la vida social que antes permanecía fueran —o parcialmente fuera— del alcance del mercado. Es sencillo visualizarlo cuando hablamos de «neoliberalismo», las privatizaciones y del ingreso del sector privado en esferas antes dominadas por lo público. En ese proceso encontramos el avance sobre empresas públicas pero también la mercantilización creciente de áreas como la salud, la educación o el agua.

Una de las mercantilizaciones mas creativas que está encarando el capitalismo en la actualidad es convertir en negocio los derechos de contaminación. Por esa vía llegaremos a un mundo donde quienes puedan pagarlo podrán realizar actividades lujosas y altamente contaminantes —como usar aviones privados—, mientras que otros deberemos dejar de comer carne por las emisiones de metano que produce la vaca. En el «capitalismo verde» unos seremos víctima y sostén para que el mundo siga siendo habitable mientras que otros podrán destruirlo sin más limitaciones que el tamaño de su billetera, desarrollando un consumo ostentoso y contaminante pero legal y legítimo.

El avance de la mercancía abarca todos los ámbitos: las redes sociales han permitido la monetización incluso de nuestra vida privada. Si por algún motivo imágenes u opiniones de nuestra vida cotidiana fueran atractivas para otros, eso permite que nuestra exposición crezca geométricamente hasta que, llegado un punto, podamos lucrar con ella. Hay quienes llegan a ser influencers porque ofrecen un contenido temático pero hay también quienes llegan a serlo exponiéndose a si mismos, a sus hijos o a sus mascotas. La imagen de la vida privada se convierte en capital humano, mercancía publicitable en el espacio público.

La violencia como mercancía

Desde hace dos décadas comenzamos a tener noticias de que el ejercicio de la violencia organizada a gran escala, que era un atributo monopolizado por el Estado, comenzó también a privatizarse. Si bien esto a priori puede remitirnos más a épocas pasadas, a algo propio del mundo medieval, se trata de una temática con bastante actualidad en el ámbito de las ciencias sociales, donde se debate si el capitalismo actual está involucrando progresivamente algunos elementos más propios del modo de producción feudal, como sostiene Cédric Durand en su libro Tecnofeudalismo al referirse a las características rentísticas de las empresas tecnológicas.

Sin embargo, el proceso que se desarrolla en nuestro presente tiene características más inquietantes. Aunque los de antaño eran ejércitos privados, su capacidad de ejercicio de la violencia no era mercancía, no era un bien transable en el mercado, aunque hubiera arreglos por conveniencias o traiciones por beneficios. Hoy, la constitución de ejércitos privados tiene otro carácter porque ocurre en el marco de la expansión del capital, de su vocación innata por romper todas las limitaciones.

Era previsible que legitimar un mecanismo para vender violencia a escala industrial implicaba abrir mil cajas de Pandora. Hace poco, un individuo a quien nadie con buen juicio le daría las llaves de su auto tuvo la posibilidad de enfilar 25000 mercenarios sacados de las cárceles para la toma de la capital de la potencia nuclear que le paga el salario, Moscú. El genio ya se salió de la botella.

La privatización del ejercicio de la violencia a la que asistimos en el siglo XXI pone en manos de empresas aparatos gigantes capaces de ejercer de manera masiva la violencia en función de los intereses individuales de su propietario. No es solo un problema de legalidad lo que está de fondo: se trata de la ruptura de la articulación conceptual entre modernidad y liberalismo. Al capital, que nunca deja de avanzar, la articulación conceptual que le dio origen ya no le sirve, en tanto limita la esfera de lo mercantilizable y su naturaleza es romper esa limitación.

El capital ya venía avanzando sobre esferas donde chocaba con la modernidad. Al convertir en negocio la educación y al invadir el espacio de la construcción de subjetividad (anteriormente abarcado por la escuela, la familia, la Iglesia, y ahora capturado en buena medida por medios de comunicación, ya sea mediante plataformas clásicas como la televisión o mas recientes como las redes sociales), estaba horadando las condiciones de existencia de su sujeto político fundamental, el ciudadano que interviene en el espacio público. La microsegmentación de audiencias que permiten los algoritmos agudiza esta tendencia, y los impactos que tengan cuando solo haya en la Tierra nativos digitales, seres humanos nacidos bajo el imperio de estas tecnologías, son aun desconocidos.

Pero el 23 de junio pasado Yevgueni Prigozhin fue responsable de imprimir una profunda desviación a aquel proceso: la empresa privada cuya mercancía es el ejercicio de la violencia se volvió en contra del Estado que la creó en función de sus objetivos nacionales. Un Estado que, dominado por una mirada de corto alcance, había quebrado su monopolio del ejercicio de la violencia al impulsar la privatización de aquella empresa con la esperanza de gozar de atribuciones más amplias sin pagar por las consecuencias, es ahora desafiado por el mismo poder que ayudó a crear.

La capacidad privada y mercantil del ejercicio de la violencia se torna contra el propio Estado que le dio vida. Se trata de un ejemplo prístino de la «locura de la razón económica»: la razón instrumentalizada por el capital en función de su propio avance se convierte en su contracara, la sinrazón.

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Publicado en Artículos, Estado, Guerra, homeIzq and Políticas

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