Nacido en Egipto en el seno de una familia judía del este de Londres, con una infancia repartida entre Berlín y Viena, la vida de Eric Hobsbawm estuvo definida por el internacionalismo. Se afilió al movimiento comunista en 1931, a los catorce años, y vivió en primera persona el ascenso del nazismo, que llevó a su familia a establecerse finalmente en Inglaterra, donde pasaría la mayor parte de su vida. Con una mayoría de edad definida por las furias del nacionalismo de entreguerras, quizá no sorprendiera que se convirtiera en uno de sus principales teóricos.
Para Hobsbawm, el nacionalismo que surgió con el advenimiento de la política de masas y la democratización en Europa fue, en parte, una respuesta al ascenso de la clase obrera. En medio de las perturbaciones e incertidumbres provocadas por el desarrollo capitalista, el nacionalismo creció como proyecto político de las clases medias. Era, según Hobsbawm, una política basada en la voluntad de la gente de identificarse emocionalmente con su «nación» y de movilizarse políticamente como tal.
El nacionalismo no era un sentimiento orgánico y preexistente que surgiera de las masas, sino que se engendró a través de la modernización y sus tecnologías, como el ferrocarril y la imprenta. La expansión de la educación pública y el aumento de la alfabetización hicieron posible que las diversas tradiciones inventadas del nacionalismo se extendieran y ganaran poder. Hobsbawm observó con sorna que los historiadores son para el nacionalismo lo que los cultivadores de amapola para los adictos a la heroína: «Suministramos la materia prima esencial para el mercado».
El declive del poder de la religión organizada significó que la clase dominante ya no podía confiar en la mansa sumisión de las clases bajas al clero. Sin embargo, como forma de religión política, el nacionalismo era capaz de motivar los mismos frenesíes y pasiones que antes habían suscitado las iglesias.
Socialistas como Hobsbawm esperaban que el Estado-nación fuera trascendido, pero hoy en día, cuando resulta más difícil imaginar una alternativa al capitalismo, el reto de imaginar un mundo más allá del nacionalismo
parece igual de desalentador. Aunque las fuerzas que originaron el nacionalismo —la industrialización, la democratización, la política de masas y el auge del proletariado— han remitido, su atracción sigue siendo tan fuerte como siempre.
En la última década se ha producido un descenso del nivel de vida en los países capitalistas avanzados, mientras que los países de industrialización tardía que esperaban ponerse al día, como Sudáfrica y Brasil, han pasado de ser potencias manufactureras a exportadores de materias primas. En estos países, el nacionalismo ha adoptado nuevas formas inquietantes impulsado por las redes sociales y el liderazgo carismático en lugar de los partidos de masas.
En una época de catástrofe económica y ecológica, sin una visión creíble que persiga el bienestar común, parece más realista basar la política en torno a una identidad —étnica, racial o nacional— y tratar de mantener el acceso del propio grupo a una reserva de recursos cada vez menor. A medida que el pastel se reduce, cada uno mantiene su posición, excluyendo a los demás.
Internacionalismo
La idea del internacionalismo surgió al mismo tiempo que el nacionalismo, en los primeros años del movimiento obrero. Los líderes socialistas sostenían que las clases trabajadoras del mundo poseían un interés común que las uniría por encima de las divisiones de nación, lengua y raza. Fue esta visión la que sustentó la formación de la Primera y la Segunda Internacional.
Después de 1914, los sueños de unidad proletaria internacional se desvanecieron en el fango del Somme y el Verdún. Sin embargo, los acontecimientos de Rusia ofrecieron nuevas esperanzas a quienes buscaban un mundo mejor más allá del Estado-nación.
Los bolcheviques y sus camaradas eran internacionalistas en la práctica, dominaban varios idiomas y eran capaces de intervenir en debates mucho más allá de sus orígenes nacionales. Muchos comunistas de esta generación eligieron la vida del internacionalista profesional con el movimiento revolucionario como único hogar, sacrificando comodidad y seguridad en aras de una humanidad emancipada. Incluso cuando estos sueños acabaron en tragedia, su ejemplo sigue sirviendo de inspiración.
La Revolución Rusa llevó a la creación de la Internacional Comunista, o Comintern, que reunió a revolucionarios de todas las partes del mundo. Sin embargo, la dirección de la Comintern priorizó con demasiada frecuencia el interés nacional de la Unión Soviética sobre las luchas del proletariado internacional. Dicho esto, el poder y la amplitud de lo que era un movimiento mundial alimentaron una visión internacionalista, quizá más evidente en el papel desempeñado por los comunistas en la resistencia al fascismo y, más tarde, en las luchas por la liberación nacional.
De hecho, el internacionalismo adquirió un nuevo significado con el apoyo de socialistas y comunistas a las heroicas batallas contra el colonialismo desde Vietnam hasta Guinea-Bissau. Aunque las esperanzas de descolonización hayan acabado con demasiada frecuencia empantanadas en los desalentadores fracasos del nacionalismo poscolonial, no debemos desestimar el poder de su visión y los sacrificios realizados en estas luchas.
Fuera de la tradición comunista y socialista, esta época también fue testigo de varios intentos de internacionalismo tercermundista, como el Movimiento de Países No Alineados. Las generaciones posteriores de socialistas ofrecieron su apoyo a proyectos como la Revolución Sandinista de Nicaragua y desempeñaron un papel vital en el movimiento global que ayudó a poner de rodillas a la Sudáfrica del apartheid.
Con el colapso de la Unión Soviética, se hizo difícil incluso imaginar una alternativa viable al capitalismo, por no hablar de un movimiento real que pudiera abolirlo. Pero eso no significó que el internacionalismo desapareciera. Acontecimientos como la rebelión zapatista en Chiapas y la batalla de Seattle engendraron una nueva forma de internacionalismo que celebraba las diversas luchas de las comunidades de todo el mundo, concretadas más tarde en el Foro Social Mundial.
Sin embargo, este «movimiento de movimientos» carecía de una visión estratégica global más allá de la esperanza de que las diversas luchas autónomas produjeran algo orgánicamente. A principios de la década de 2000, millones de personas se movilizaron, en algunas de las mayores manifestaciones de la historia, contra la invasión estadounidense de Irak. Sin embargo, al carecer de acceso al poder estatal y estar a menudo desconectadas del movimiento obrero, estas expresiones de solidaridad tendieron a ser más simbólicas que materiales.
Durante el mismo periodo, incluso cuando los liberales celebraban la marca de globalización y libre comercio de la Unión Europea como un modelo de posnacionalismo cosmopolita, estaba claro que esta forma de integración transnacional tendía a exacerbar las desigualdades entre Estados y regiones en lugar de crear un futuro mejor para todos.
En la actualidad, muchos de esos liberales que se autoproclaman críticos profesionales del nacionalismo celebran una forma de internacionalismo que se basa en la exclusión de miles de personas que se ahogan en el mar Mediterráneo en busca de una vida mejor. No se ha dado la bienvenida a los refugiados que huyen de la destrucción de sus sociedades a causa de las «intervenciones humanitarias» dirigidas por Estados Unidos, la obediencia forzosa a una ortodoxia económica destructiva e interesada, o el empeoramiento del impacto de la crisis ecológica.
El internacionalismo hoy
El internacionalismo persiste como ideal, pero ¿qué significaría convertirlo en algo concreto? Hoy podemos llamarnos internacionalistas, pero nuestra realidad política sigue estando definida en gran medida por la persistencia del Estado-nación. Es difícil imaginar que estemos en la cúspide de una era revolucionaria en la que su abolición se convierta en una propuesta viable. Mientras las grandes empresas financieras y manufactureras traspasan las fronteras nacionales, nuestra propia actividad política se limita a menudo a la tarea de conseguir reformas a escala nacional y no internacional.
La solidaridad internacional expresada a través de la protesta, la educación popular y las redes sociales puede ser encomiable, pero rara vez ofrece una ayuda eficaz a quienes la necesitan. Esta escuela política se basa en última instancia en convencer a quienes ya tienen poder para que hagan algo, a menudo sobre la base de un llamamiento moral: «¡Actúen ya, hay gente muriéndose!». Una solidaridad eficaz debe basarse en el poder y los recursos reales. Por ello, puede que tengamos que empezar por construir ese tipo de poder en nuestros propios países antes de poder ofrecer una ayuda significativa a nuestros camaradas y aliados en otros lugares.
Dado el poder duradero del nacionalismo, no podemos simplemente descartarlo como una distracción inconveniente. Pero también debemos resistir la tentación de abrazarlo para obtener beneficios políticos solo a corto plazo. Tenemos que entender ese atractivo si queremos contrarrestarlo, y hay historias nobles de activismo internacionalista en las que podemos inspirarnos.
Para los socialistas, los ideales internacionalistas se derivan de un conjunto básico de principios. El primero es un humanismo fundamental que debe sustentar todo nuestro trabajo: la idea de que todo el mundo tiene el mismo valor como ser humano, independientemente de su origen nacional. No se trata de un principio exclusivamente socialista, pero sin duda es un componente esencial del socialismo.
En segundo lugar, el capitalismo es un sistema global que somete a todos a sus imperativos, de los que no puede haber escapatoria nacional. La existencia de pobreza y subdesarrollo en una región permite al capital emprender el chantaje de la carrera a la baja, haciendo bajar los salarios y las condiciones en todas partes, desde el Cinturón del Óxido posindustrial en los Estados Unidos hasta las nuevas zonas manufactureras del Sur Global. Nadie está a salvo de esta presión hasta que todo el mundo lo está.
También hay un tercer factor que se está volviendo cada vez más urgente: la crisis climática. Abordar el impacto del cambio climático desde una perspectiva internacionalista es vital tanto por motivos éticos como prácticos. No se puede permitir que los Estados capitalistas ricos, que han sido los que más han contaminado, trasladen la carga al resto del mundo, y tampoco pueden predicar un mensaje de decrecimiento y fin del desarrollo mientras el Sur Global sigue sumido en la pobreza.
En cualquier caso, es ilusorio pensar que alguna parte del mundo estará a salvo de las consecuencias del desastre ecológico. Una vez más, nadie estará a salvo hasta que todo el mundo lo esté.
Para convertir el internacionalismo de ideal en práctica debemos planificar una alternativa viable al capitalismo y luego construir movimientos capaces de convertir esa visión en realidad.
A medida que nuestro mundo se acerca a los peligros de una nueva era de extremos impulsada por formas del nacionalismo del siglo XX del que Hobsbawm fue testigo, merece la pena recordar su intuición de que «el utopismo es probablemente un dispositivo social necesario para generar los esfuerzos sobrehumanos sin los cuales no se logra ninguna revolución importante».