En un nuevo aniversario de la Revolución Mexicana de 1910, recuperamos un fragmento de La revolución interrumpida. México 1910-1920: una guerra campesina por la tierra y el poder (Era, 1971), de Adolfo Gilly.
«La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos», dice Trotsky en el prólogo de su Historia de la revolución rusa.
Esa es también la historia de la revolución mexicana.
En representación de toda la nación explotada, las masas campesinas mexicanas fueron capaces, en diez años de guerra civil, de rehacer el país de arriba abajo y con él rehacerse a sí mismas; de alzar como figuras mundiales a sus dos más grandes dirigentes, Emiliano Zapata y Pancho Villa; y de influir poderosamente en toda la revolución latinoamericana y en toda la experiencia y la continuidad de las revoluciones nacionalistas, agrarias y antiimperialistas de este siglo.
La revolución mexicana, como todas las grandes revoluciones de la etapa de la dominación mundial del capitalismo, forma parte de la revolución mundial. Y de esta hay que partir para comprender su carácter, así como el desarrollo y la estructura anterior del país que transformó para comprender sus particularidades. Los pueblos hacen sus revoluciones, aun sin saberlo, basándose en la revolución mundial –porque sus países forman parte de la economía mundial—, pero traduciéndola al lenguaje de sus experiencias anteriores y expresándola en los términos de las condiciones nacionales heredadas.
Eso hicieron las masas mexicanas en 1910-1920, y eso hacen hoy. Comprender aquel período crucial y su continuidad histórica tiene una importancia decisiva, entonces, no tanto para la investigación histórica como para las actuales tareas revolucionarias en México, porque de allí vienen y parten las masas mexicanas para organizar sus luchas. Ninguna acción revolucionaria trascendente y consciente puede organizarse en México fuera de la comprensión científica —es decir, marxista— de la revolución mexicana y fuera de su corriente central. Esto es válido no solo para México, sino para todas las grandes revoluciones cuyas conquistas y objetivos permanecen vivos y actuales en la conciencia de las masas, cualesquiera sean las vicisitudes o las desviaciones de sus direcciones o sus representantes transitorios.
La historia de la revolución mexicana y su carácter han sido desfigurados, y sus rasgos esenciales ocultados, por los historiadores y comentaristas burgueses. Ellos escriben como apologistas o detractores, nunca como analistas objetivos. Comprender la revolución es comprender la ilegitimidad histórica y la inevitable desaparición próxima de la burguesía mexicana, y la función de ellos es la contraria: explicar su perdurabilidad y justificar su legitimidad en el poder. El carácter de clase de esos historiadores y comentaristas les veda la objetividad precisamente sobre una revolución que sigue viva en la conciencia del pueblo mexicano.
Por otra parte, ellos no reconocen en las masas a los protagonistas de la revolución —aunque a veces lo afirmen superficialmente— sino que las ven como la materia inerte moldeada por la voluntad de algunos dirigentes. Y mientras estos han dejado el registro de sus dichos, sus iniciativas y sus escritos, los verdaderos protagonistas hacen la historia, pero no la escriben: «las clases oprimidas crean la historia en las fábricas, en los cuarteles, en los campos, en las calles de las ciudades. Mas no acostumbran ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales dejan en general poco margen para la contemplación y el relato. Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, la pasan mal», dice Trotsky en ese mismo prólogo.
Entonces la revolución mexicana se les presenta a esos escritorios como una inmensa confusión, donde las grandes palabras de los dirigentes burgueses o pequeñoburgueses que hablan o escriben no tienen correspondencia cabal con sus acciones, y las grandes acciones de las masas no tienen voz que las represente directamente. Y todos los esfuerzos de los historiadores y apologistas burgueses se concentran en ajustar aquellas palabras con esas acciones. Como no hay tal ajuste, sus argumentos y sus interpretaciones rechinan constantemente y el resultado es la oscuridad del entendimiento, la superficialidad del texto y el tedio del lector.
Un ejemplo de esto es el carácter misterioso, a veces metafísico, que en esas interpretaciones, aunque los autores no se lo propongan, adquieren las figuras de Zapata y de Villa, que aparecen como fuerzas naturales o ancestrales, como hombres rudos, ingenuos o astutos, manipulados por otros más cultos y capaces, pero nunca como lo que realmente fueron: los más grandes dirigentes de las fuerzas que llevaban entonces en sus armas el progreso de México y que los convirtieron a ellos, ante los ojos de las masas campesinas de América latina y del mundo, en representantes y símbolos de la capacidad y la decisión revolucionaria que ellas mismas encierran y despliegan.
En cambio las masas mexicanas no tienen dudas ni misterios. Las figuras de Emiliano Zapata y Pancho Villa son diáfanas y nítidas, y sus grandes sombras claras, como jefes de la época heroica de una revolución que aún no ha terminado, cubren todavía la vida entera de México porque siguen vivas en la mente de su pueblo. Es que en ella siguen vivas la revolución, la conciencia de esta como una época de oro en cuyo auge las masas intervenían, decidían su destino y gobernaban su vida con sus propios métodos frescos, sencillos y claros, y la confianza de que nunca les pudieron arrebatar sus conquistas fundamentales —las de ellas, no las de las clases enemigas— y de que esas conquistas son el puente entre aquella y esta etapa de la historia. No es la menor de esas conquistas la seguridad histórica de haber hecho ya una revolución, haber destruido una vez armas en mano el poder y el ejército de sus explotadores y haberles ocupado su orgullosa capital con los dos grandes ejércitos campesinos, la división del norte y el ejército libertador de sur.
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Todas las interpretaciones de la revolución mexicana (las que pretenden estar dentro del campo de la revolución, pues no nos interesan aquí las otras) pueden agruparse en tres concepciones fundamentales: la concepción burguesa, compartida por el socialismo oportunista y reformista, que afirma que la revolución, desde 1910 hasta hoy, es un proceso continuo, con etapas más aceleradas o más lentas pero ininterrumpidas, que va perfeccionándose y cumpliendo paulatinamente sus objetivos bajo la guía de los sucesivos «gobiernos de la revolución».
La concepción pequeñoburguesa y del socialismo centrista, que sostiene que la revolución de 1910 fue una revolución democrático-burguesa que no logró sino parcial o muy parcialmente sus objetivos —destrucción del poder de la oligarquía terrateniente, reparto agrario y expulsión del imperialismo—, no pudo cumplir sus tareas esenciales y es un ciclo cerrado y terminado. En consecuencia, es preciso hacer otra revolución que nada tiene que ver con la pasada: socialista dicen unos, antiimperialista y popular otros, más preocupados por las declaraciones «revolucionarias» y por no entrar ellos mismos en contradicciones que por la seriedad política y científica.
La concepción proletaria y marxista, que dice que la revolución mexicana es una revolución interrumpida. Con la irrupción de las masas campesinas y de la pequeña burguesía pobre, se desarrolló inicialmente como revolución agraria y antiimperialista y adquirió, en su mismo curso, un carácter empíricamente anticapitalista llevada por la iniciativa de abajo y a pesar de la dirección burguesa y pequeño-burguesa dominante. En ausencia de dirección proletaria y programa obrero, debió interrumpirse dos veces: en 1919-1920 primero, en 1940 después, sin poder avanzar hacia sus conclusiones socialistas; pero, a la vez, sin que el capitalismo lograra derrotar a las masas arrebatándoles sus conquistas revolucionarias fundamentales. Es por lo tanto una revolución permanente en la conciencia y la experiencia de las masas, pero interrumpida en dos etapas históricas en el progreso objetivo de sus conquistas. Ha entrado en su tercer ascenso —que parte no de cero, sino de donde se interrumpió anteriormente— como revolución nacionalista, proletaria y socialista.
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La burguesía llama revolución a su propio desarrollo: el movimiento revolucionario de 1910-1920 le abrió las puertas de su enriquecimiento y crecimiento como clase y le dio el poder político. Pero como en cambio no le dio la condición indispensable de la estabilidad y de la seguridad de clase: base social y legitimidad histórica ante las masas, es decir, aceptación por estas de la dominación burguesa como una conclusión natural de la revolución y de la historia, la burguesía mexicana se vio obligada a hacer lo que ninguna otra hace en condiciones mínimamente normales: a hablar desde hace más de cincuenta años en nombre de la «revolución». Lo hace para contener, desviar y engañar, sin duda. Pero en otros países, donde se siente más segura y no debe depender de las masas sino ante todo de su propia estructura social, económica y política de clase dominante, no lo hace. La afirmación de la burguesía de que «la revolución continúa» es la confirmación negativa, el reflejo invertido, del carácter permanente de la revolución interrumpida.
Pero no es esta concepción burguesa lo que nos interesa ahora discutir. Aparte de que no la aceptan la vanguardia revolucionaria ni las masas, su falsedad queda demostrada por el curso mismo de la exposición de este libro, sin necesidad de polémica particular alguna.
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La concepción pequeñoburguesa y del centrismo socialista tiene un origen teórico que sus defensores generalmente no imaginan: la creencia de que, en la época del imperialismo, las revoluciones se desarrollan como revoluciones nacionales —entiéndase bien, no nacionalistas sino nacionales—; es decir, que las revoluciones son independientes entre sí, únicas, y se producen dentro de cada país como en un recipiente cerrado. De la riqueza de la idea marxista sobre las particularidades nacionales de cada revolución como expresión concreta de un proceso mundial, esta concepción desciende el esquematismo académico de la teoría de los «modelos» de revoluciones: el «modelo» chino, el «modelo» yugoslavo, el «modelo» cubano. Y de esta solo hay un paso —que se recorre en un sentido o en otro— a la teoría aún más escuálida de los «modelos» de socialismo o de construcción del socialismo.
La base de esta concepción tiene un nombre preciso: es la teoría del socialismo en un solo país, o de la construcción del socialismo país por país. Es la vieja concepción centrista del «socialismo nacional», refutada ya por Marx y Engels, reformulada por Stalin en 1924, a la muerte de Lenin, y convertida desde entonces en el fundamento teórico del programa y de la práctica de los partidos comunistas.
La otra cara de esta misma idea es la concepción de la revolución por etapas, cada etapa con sus objetivos independientes de los de la siguiente, autónoma, separadas entre sí por todo un lapso histórico y además rigurosamente sucesivas: un país no puede «saltar» a la siguiente etapa sin antes haber cumplido y completado las tareas históricas de la anterior. No puede, entonces, pasar a las tareas de la revolución socialista sin antes haber terminado la revolución democrático burguesa, completado sus tareas agrarias y antiimperialistas y abierto así un período histórico de desarrollo del capitalismo nacional sobre cuya base recién puede plantearse la revolución socialista.
Desde la revolución rusa hasta hoy la historia de todas las revoluciones, victoriosas o derrotadas, sin excepción alguna, ha desmentido esta teoría, demostrando al contrario que no hay ningún lapso histórico de desarrollo social del capitalismo entre las tareas agrarias y antiimperialistas con que comienza la revolución en los países llamados atrasados y su trasformación en el curso del proceso revolucionario en los objetivos socialistas y la lucha por el poder obrero. Y a la recíproca, que la culminación como revolución socialista y como poder obrero es la condición indispensable para que la revolución agraria y antiimperialista, la revolución nacionalista, en lugar de verse condenada después de su primer auge al estancamiento y al retroceso, pueda cumplir sus objetivos hasta el fin y completarlos y afirmarlos definitivamente junto con las medidas socialistas bajo la forma estatal de gobierno obrero y campesino.
La teoría del socialismo en un solo país y de la revolución por etapas —teoría que responde a una concepción de clase pequeñoburguesa de la revolución, por eso su carácter centrista— no solo ha sido desmentida por los hechos, sino que ha sido refutada en el plano de las ideas, como negación del marxismo y del leninismo, en toda la obra de Trotsky. Es suficiente mencionar aquí dos resúmenes clásicos de estas polémicas expuestos por el mismo Trotsky: «Dos concepciones», prólogo de 1933 a la edición norteamericana de La revolución permanente, y «Tres concepciones de la revolución rusa», apéndice al Stalin, de 1940.
Pero no basta que una teoría sea refutada por las ideas y por los hechos para que no vuelva a resurgir y manifestarse, porque ella expresa no una comprensión errónea de algunos ideólogos sino una visión de clase que está en su raíz. Expresa en este caso, al nivel de las ideas —de lo cual los ideólogos, por definición, no tienen conciencia—, la participación y la influencia en la revolución de todas las capas pequeñoburguesas de la sociedad, incluidas las capas afines a la pequeña burguesía por su vida, su pensamiento y su situación social, como las burocracias de las organizaciones obreras y de los Estados obreros.
Es la universalización actual de la revolución, su carácter mundial y permanente, el ascenso del papel del sistema de Estados obreros como centro objetivo de la revolución mundial, el retorno parcial pero creciente de los Estados obreros a su función revolucionaria, la alianza generalizada de las revoluciones nacionalistas con los Estados obreros y con el proletariado de los países capitalistas avanzados como la expresión más amplia de la alianza obrera y campesina mundial con el programa socialista, la desintegración mundial del imperialismo y de sus posiciones —en suma, es el ascenso social y político, orgánico y programático del proletariado como centro y dirigente del proceso de la revolución socialista mundial, lo que arrincona, desarma y va fragmentando y haciendo a un lado a todas las posiciones políticas basadas en concepciones nacionales o regionales de la revolución.
No las elimina, porque es aún un proceso en el cual la revolución mundial, impulsada por esa irrupción violenta, universal e incontenible, va buscando y desarrollando los elementos de un centro de masas consciente, es decir, marxista; y mientras ese centro todavía no existe, no por eso se detiene el curso tumultuoso de la revolución que lo prepara. No elimina esas posiciones y esas concepciones, pero las fragmenta en forma infinitamente más poderosa que todas las polémicas del pasado, les impide afirmarse en las cabezas, las lleva a mezclarse con posiciones revolucionarias e internacionalistas parciales.
El eclecticismo de la ideología del socialismo nacional o regional —la misma expresión, «socialismo nacional», es en sí ecléctica—, cuando la sostienen direcciones de organizaciones de masas o ligadas a los Estados obreros (como los partidos comunistas), o direcciones de revoluciones o de Estados obreros, así como en el pasado se inclinaba hacia el aspecto nacional y conciliador, hoy bajo el empuje de las masas se ve llevado a acentuar el aspecto internacionalista, socialista y revolucionario.
No deja de ser eclecticismo, pero su signo varía y se invierte el sentido de su marcha, y así como varía y se invierte el sentido de su marcha, y así como la ideología y la política del socialismo nacional antes era atraída hacia la alianza con la burguesía de cada país, ahora se ve empujada a la alianza con la revolución mundial.
Esta fragmentación mundial del centrismo bajo el embate de la revolución tiene su expresión particular en las corrientes y tendencias centristas de cada país, mucho más cuando se trata de los partidos comunistas que están indisolublemente unidos al proceso revolucionario que tiene lugar en los Estados obreros, y en especial en la Unión Soviética.
Esa es una de las principales fuentes de las actuales contradicciones de quienes interpretan a la revolución mexicana como una revolución burguesa ya concluida, colocados ahora frente a un nuevo ascenso revolucionario en México cuya tradición histórica, estructura social y carácter presente no aciertan a definir. Esas contradicciones se manifiestan tanto en las discusiones en el Partido Comunista Mexicano y en las corrientes, tendencias e ideólogos formados en su escuela, como en las tendencias pequeñoburguesas que hablan de «revolución violenta» o de «revolución socialista» en abstracto, sin acertar a definir sus vías, sus etapas y sus formas organizativas de masas.
Todas esas tendencias manifiestan su indignación moral por el uso demagógico que el gobierno y la burguesía hacen de la revolución mexicana para contener o desviar, y resuelven en consecuencia negar en bloque toda validez actual a la revolución mexicana. Como las masas sí la sienten viva y suya y obran como su corriente central y perdurable —la demagogia de la burguesía tiene esa base, no es que se realiza en el vacío—, entonces lo que esas tendencias hacen, en la medida de sus escasas fuerzas, es hacerle el juego a la maniobra de la burguesía para presentarse como propietaria, representante y usufructuaria de la revolución mexicana, de su tradición y de su perspectiva. Si la burguesía no lo consigue, es porque obreros y campesinos, en sus organismos, sus sindicatos, sus fábricas, sus ejidos, sus barrios y poblaciones, piensan y deciden con cabeza propia, no con la cabeza de los ideólogos y tendencias pequeñoburgueses y centristas. Logran en las masas entonces, incluso, confundir, influir y hasta atraer paulatinamente a un ala de esas tendencias o ideólogos ya influida por la revolución mundial y por la radicalización de la pequeña burguesía. Los demás han quedado y quedarán fuera de la corriente central de la revolución, condenados a no comprender su pasado, a vivir marginados de su presente y a no desempeñar ningún papel importante en su futuro.
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La concepción marxista afirma que la revolución mexicana es una revolución interrumpida en su curso hacia su conclusión socialista. Es la aplicación de la teoría de la revolución permanente a todo el ciclo revolucionario de México desde 1910, como parte del ciclo mundial de la revolución proletaria abierto definitivamente con la victoria de la revolución rural y el establecimiento del Estado obrero soviético.
La base teórica de esta concepción está en la teoría marxista de la revolución permanente. Su antecedente para México, en los escritos de Trotsky sobre el periodo cardenista, verdadera mina de ideas, intuiciones y anticipaciones que ha sido apenas explorada [1]. Su desarrollo inicial, en la actividad política y teórica de la tendencia del Buró latinoamericano de la IV Internacional desde 1945 y hasta 1960, aproximadamente [2]. Esta constituyó el intento más consecuente —a pesar de sus indudables límites y errores, que condujeron a su posterior disgregación— de aplicar a América latina las concepciones de Trotsky sobre la revolución socialista y el nacionalismo en los países atrasados y dependientes y sobre la necesidad de la organización de un partido marxista fundido al movimiento real de la clase obrera y enraizado en sus centros de trabajo y de vida. sin esta previa práctica teórica de partido, este libro no habría sido posible.
¿Por qué la revolución es interrumpida, y no concluida, total o parcialmente victoriosa, o total o parcialmente derrotada? Precisamente porque es permanente.
El campesinado mexicano se alzó en armas para conquistar la tierra. En el curso de su guerra campesina, se vio llevado a convertirla en una lucha por el poder y a poner en cuestión el derecho de propiedad burgués. Sobrepasó los límites y las medidas democráticas y aplicó medidas anticapitalistas empíricas. A través de ellas, desarrolló en la base de la revolución un contenido empíricamente anticapitalista que por sus limitaciones de clase campesina no pudo expresar en forma de programa consciente y de dirección estatal capaz de ejercer y mantener el poder. Le faltó para ello, entonces, la intervención dirigente del proletariado, con su programa y su partido, y la alianza obrera y campesina. Pero al mismo tiempo dio origen y alimentó a un ala pequeñoburguesa radical y socializante, nacionalista y antiimperialista, que ejerció una influencia decisiva en las dos primeras fases ascendentes (1910-1920 y 1934-1940); y que aún hoy la ejerce, como expresión política de la continuidad de la revolución pero también, ahora, como un puente hacia la dirección proletaria que se está formando en esta fase y que es la condición de su culminación socialista.
Esa guerra campesina derribó el poder político de los terratenientes y abrió camino al desarrollo económico y al poder político de la burguesía. Pero a diferencia de las guerras campesinas de otras épocas, la revolución mexicana dejó a esa burguesía sin bases sociales propias, condenada a depender de las masas que no pudieron ejercer el poder pero a las cuales ella tampoco pudo derrotar.
Esta diferencia fundamental tiene su explicación en la época histórica en que se desarrolló la guerra campesina mexicana: después de la Comuna de París y en vísperas de la revolución rusa.
Cuando en noviembre de 1917 triunfó la revolución proletaria en Rusia, ya había pasado el momento de auge de la revolución campesina en México. Pero no había concluido la revolución. Esta pudo entonces enlazarse con la etapa de las revoluciones proletarias victoriosas inaugurada en Rusia. El surgimiento de la Unión Soviética dio un golpe al capitalismo mundial del cual ya jamás pudo reponerse. Quebró la unidad de su sistema mundial, inició su desintegración. Estableció el comienzo de una dualidad de poderes mundial entre la burguesía y el proletariado. Entonces la inmensa insurrección campesina mexicana, si bien no pudo triunfar, tampoco pudo ser aniquilada por un capitalismo que había comenzado a perder su monopolio mundial del poder y cuya seguridad histórica entraba en crisis irreversible.
Solo en el plano mundial, y concibiéndola como parte de la revolución mundial —que es la única manera como puede concebirse en términos marxistas la revolución en cada país— puede encontrarse la explicación del carácter peculiar de la revolución mexicana de 1910-1920. No pudo llegar a desarrollar plenamente un carácter socialista, pero tampoco pudo liquidarla la burguesía una vez establecida en el poder. Estalló en la confluencia mundial de dos épocas: demasiado temprano para que pudiera encontrar una dirección proletaria, demasiado tarde para que la burguesía pudiera someterla totalmente a sus fines.
La revolución quedó interrumpida. Quiere decir que no alcanzó la plenitud de los objetivos socialistas potencialmente en ella contenidos, pero tampoco fue derrotada; que no pudo continuar avanzando, pero sus fuerzas no fueron quebradas ni dispersadas ni sus conquistas esenciales perdidas o abandonadas. Dejó el poder en manos de la burguesía, pero le impidió asentarlo en bases sociales propias; le permitió un desarrollo económico, pero le impidió un desarrollo social. Dejó en cambio en las manos y en la cabeza de las masas una seguridad histórica inextinguible en sus propias fuerzas, en sus propios métodos, en sus propios hombres, en sus propios sentimientos profundos de solidaridad y fraternidad desarrollados, probados y afirmados en la lucha, en el trabajo y en la vida cotidiana. Entonces se mantuvieron vivas, en la conciencia de las masas y en sus conquistas esenciales, la revolución y la posibilidad de continuarla. Eso fue después del período de Cárdenas.
La revolución socialista nace de esta revolución, viene dentro de ella, en su continuación y su culminación. Es, al mismo tiempo, su superación y su trascrecimiento. Para completarse, la revolución democrática debe trascrecer en revolución socialista, lo cual significa una ruptura dentro de la continuidad, ruptura cuya esencia reside —como lo esbozó la Comuna de Morelos— en la constitución de un nuevo aparato de Estado, no ya burgués sino obrero. En la organización de ese trascrecimiento consiste hoy la tarea de continuar la revolución interrumpida.
Este libro es la explicación, la exposición y el desarrollo de esa concepción, a la cual toma como base y punto de partida.
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El método del marxismo es el que ha dado la explicación científica del carácter permanente —y por lo tanto, interrumpido— de la revolución mexicana. Pero esta concepción no es patrimonio exclusivo de los marxistas. Muy al contrario. En forma empírica, por la experiencia de sus luchas y su vida diaria, las masas mexicanas conciben a la revolución que ellas han hecho como una revolución interrumpida que hay que continuar el campesinado, que ha defendido contra todas las adversidades al ejido como una conquista, incompleta pero suya; el proletariado con larga tradición de organización sindical de las empresas estatizadas: petróleos, ferrocarriles, electricidad; los mineros, los textiles, los obreros del acero, cuyas tradiciones de combate se remontan hasta las épocas previas a la revolución; el joven, numeroso y poderoso proletariado industrial mexicano surgido y formado en los últimos veinte años, que trae la tradición revolucionaria de sus padres y abuelos campesinos y la influencia directa de la revolución mundial de esta época; la pequeña burguesía antiimperialista (técnicos, maestros, profesionistas, intelectuales, estudiantes, militares, oficinistas, etc.), continuadora de la que contribuyó en primera línea con sus hombres e ideas a la revolución, cuyo nacionalismo se orienta hacia las ideas socialistas —como ya sucedió en el cardenismo— y que tiene en las empresas estatizadas una base material que la sostiene y la genera incesantemente: es toda la población trabajadora de México la que comparte, de uno u otro modo, la idea verdaderamente nacional de que no hay que hacer una nueva revolución, sino continuar y completar la que fue interrumpida al final del período de Cárdenas.
Con el punto de apoyo decisivo que hoy le da la revolución mundial, esa idea se ha desarrollado como una fuerza incontenible. Las tendencias revolucionarias del nacionalismo, que vienen de la tradición de Múgica y de Cárdenas, antes interrumpidas ellas mismas en la maduración de su pensamiento revolucionario, hoy son impulsadas por todas esas fuerzas, se nutren de ellas y su propia concepción en ascenso de la revolución confluye con la concepción marxista. Es parte del proceso mundial de universalización objetiva del pensamiento marxista con que la humanidad se prepara a reorganizar y reconstruir la sociedad sobre bases solidarias, igualitarias y fraternales, es decir, socialistas.
Por eso, la concepción que el marxismo explica es la misma que el pueblo mexicano ha sentido, vivido, mantenido y expresado desde siempre en su propio lenguaje —desde los corridos populares revolucionarios hasta los murales de Diego Rivera. Y ese pueblo ha encontrado los medios para instalarla y expresarla en la sede misma del poder de la burguesía, recordándole a esta cada día el carácter transitorio y efímero de ese poder: eso son los murales de diego en el Palacio nacional, en los cuales el ciclo entero de la revolución mexicana culmina en el poder obrero y el marxismo.
Pero no basta que una concepción se exprese en las ideas, o en las ideologías, para cambiar el mundo. No basta siquiera que la acepten las masas, necesita organizarse como fuerza material efectiva. Como escribía Marx y repetía Lenin en sus Cuadernos filosóficos: «las ideas jamás pueden llevar más allá de un antiguo orden mundial; no pueden hacer otra cosa que llevar más allá de las ideas de ese antiguo orden. Hablando en términos generales, las ideas no pueden ejecutar nada. Para la ejecución de las ideas hacen falta hombres que dispongan de cierta fuerza práctica». Ahora bien, la revolución, interrumpida por dos veces, no solo dejó tradición de lucha, experiencia revolucionaria y seguridad histórica en la conciencia de las masas. Dejó también, como sostén de aquellas, bases materiales: económicas, políticas y sociales. Esas bases son, fundamentalmente, la propiedad estatizada, la organización ejidal y los grandes sindicatos obreros. No dejó, en cambio, el instrumento indispensable para impedir que esas bases materiales se estancaran y burocratizaran bajo la dirección estatal burguesa y que esta interrumpiera la revolución: la organización independiente del proletariado en su partido de masas y con su programa de clase.
Al no existir ese instrumento esencial de la independencia política y programática proletaria, el aspecto positivo de la función de los sindicatos como apoyo de la política antiimperialista del gobierno de Cárdenas, se complementó con un aspecto negativo: su sometimiento al Estado y al partido de gobierno, a través de la burocracia sindical organizada por lombardo Toledano. Ahí estaba en germen el charrismo sindical. No solo los sindicatos no pudieron impedir, por su dependencia del Estado, el viraje a la derecha de 1940, para el cual pesaron decisivamente los factores mundiales, sino que además el Estado arrastró en su curso reaccionario postcardenista a las organizaciones sindicales y desarrolló el aparato charro, verdadero carcelero del proletariado, como el principal sostén de la burguesía en el poder.
Pero a pesar del control de la clase obrera por los charros, esas bases materiales han persistido, sin que la burguesía haya podido eliminarlas. Ya no podrá hacerlo más, porque ahora se han ensamblado con los Estados obreros, la revolución mundial y la revolución latinoamericana. Esas bases son el punto de arranque para la continuación de la revolución, para la etapa que ya ha comenzado.
El carácter combinado de esta fase de la revolución —nacionalista y proletaria— exige que las ideas que toman como punto de partida esas bases materiales, se expresen en organismos, que es la forma como los hombres organizan su «fuerza práctica». Esos organismos son no solo un frente antiimperialista como aquel en que se apoyó Cárdenas en su época, sino además lo que entonces faltó: el partido independiente de la clase obrera. Las masas mismas han creado ya en las etapas anteriores la base orgánica de ese partido: los sindicatos. Sus bases programáticas han sido desarrolladas por la teoría: el marxismo. Por eso la lucha obrera por la recuperación de los sindicatos, arrebatándolos al control de los charros sindicales al servicio de la ideología y los intereses de la burguesía, se confunde progresivamente, a medida que se desarrolla, extiende y profundiza, con la lucha por la organización política independiente del proletariado y las masas. Y la esencia de la independencia, su garantía y su eje, no está en los dirigentes las declaraciones o los estatutos, sino en el programa de clase —es decir, marxista— del partido. La adopción de este programa por las organizaciones sindicales y la decisión de estas de expresarlo en la única forma posible, no de sindicato sino de partido, solo puede ser resultado del proceso de desarrollo de las múltiples formas de las luchas de las masas combinado con la influencia y el ejemplo de la revolución mundial y la intervención de la vanguardia consciente.
La construcción de ese partido obrero —que se complementa o se combina con la tarea inmediata de formar el frente antiimperialista— es la condición necesaria para la continuación de la revolución en sus conquistas antiimperialistas y anticapitalistas. sin partido estas pueden avanzar transitoriamente, pero no pueden afirmarse y consolidarse. El partido es el instrumento que, siendo capaz de organizar a las masas, concentra y organiza la fuerza práctica, social, que puede llevar a ejecución las ideas, el programa. «En términos generales, las ideas no pueden ejecutar nada. Para la ejecución de las ideas hacen falta hombres que dispongan de cierta fuerza práctica». Para la ejecución del programa de continuación y culminación socialista de la revolución, hace falta el partido. La misma revolución ha creado en los sindicatos los organismos de masas donde esta necesidad madura y la base de masas donde hallará punto de apoyo.
La revolución mexicana, en los sindicatos, en las fábricas, en los ejidos, en las empresas estatizadas, en las escuelas, asciende hacia partido obrero y hacia poder obrero. Y combina ya el desarrollo del nacionalismo revolucionario, del movimiento nacionalista antiimperialista, con el de las bases orgánicas y programáticas de la próxima fase socialista. Ambos desarrollos, a su vez, como cada fase ascendente de la revolución mexicana, se combinan con el ascenso paralelo de la organización y las luchas de las masas norteamericanas: los IWW primero, el CIO después, el nuevo ascenso de las luchas hoy. Así se prepara la culminación de la apasionada esperanza de las masas mexicanas que guio y unió a los campesinos zapatistas y villistas y que arrancó las grandes conquistas obreras, campesinas y nacionales con Cárdenas y Múgica. la fuerza práctica y organizada del proletariado hará realidad el presagio pictórico de Diego Rivera y el análisis teórico del marxismo.
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Este libro es también una historia de la revolución mexicana, considerada no desde el punto de vista de sus facciones dirigentes, triunfadoras o derrotadas, sino desde el de sus protagonistas, las masas mexicanas. Este método lo explica Trotsky (1972) en el prólogo ya citado:
Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchas unas clases contra otras y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones en las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las clases, desde que comienza hasta que termina, no bastan, ni mucho menos, para explicar el curso de una revolución que en unos meses derriba instituciones seculares y crea a otras nuevas, para volver enseguida a derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios está directamente determinada por los rápidos, tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución. […] Solo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los dirigentes, que en modo alguno queremos negar. son un elemento, si no independiente, sí muy importante de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor por no contenidos en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor.
Ninguna organización y ninguna política revolucionaria pueden construirse en México al margen y fuera de la revolución mexicana. El objeto de esta obra no es hacer una investigación histórica ni exponer una tesis teórica. Es explicar y comprender para poder organizar la intervención revolucionaria. Es la defensa de las conquistas alcanzadas para preparar las luchas por las que vienen. En la revolución como en la guerra, como han dicho y repetido nuestros maestros, los que no son capaces de defender las viejas posiciones jamás conquistarán otras nuevas.
Las masas mexicanas han demostrado esa capacidad en grado máximo. Afirmada en esas posiciones y en el impulso de la revolución mundial, la revolución mexicana, a través de sus fuerzas centrales —obreros, campesinos, estudiantes, pequeña burguesía antiimperialista— discute hoy apasionadamente su pasado para organizar sus luchas presentes y preparar sus próximas victorias. Este libro forma parte de esa tarea colectiva.
Notas
[1] En un escrito del 14 de marzo de 1939 sobre el segundo Plan sexenal de México, entonces en preparación, Trotsky señala la falta de coherencia de una serie de aspectos de este documento, recuerda los errores de Stalin al imponer la colectivización forzosa en el campo sin contar siquiera con los medios técnicos y los recursos industriales necesarios para una agricultura colectivizada, y entre otras consideraciones dice: «Imitar estos métodos en México significaría encaminarse al desastre. Es necesario completar la revolución democrática dando la tierra, toda la tierra, a los campesinos. sobre la base de esta conquista, una vez lograda, hay que dar a los campesinos un periodo ilimitado para reflexionar, comparar, experimentar con diferentes métodos de agricultura. Hay que ayudarlos, técnica y financieramente, pero no obligarlos. En síntesis, es necesario terminar la obra de Emiliano Zapata, y no superponer a este los métodos de José Stalin» (énfasis propio).
[2] Una información necesaria: la tendencia del BLA fue organizada y dirigida por J. Posadas. A partir de 1961-1962 rompió con la dirección trotskista europea y se declaró la IV Internacional. Inició allí un proceso que la llevó a alejarse de concepciones básicas del marxismo, proceso en el cual el autor de este libro, como uno de los dirigentes de dicha tendencia en ese entonces, tiene también una parte de responsabilidad. Pero no es este el lugar para hacer la revisión crítica de dichos errores, que figura en otros documentos ajenos al tema del presente libro. Baste aquí señalarlo, para explicar la corrección introducida en este párrafo del apéndice con relación a ediciones anteriores, donde se exageraba acríticamente el aporte de Posadas al análisis de la revolución mexicana. Hay que señalar, sin embargo, que a él pertenece —hasta donde el autor sabe— la calificación de «revolución interrumpida». Debe anotarse, al mismo tiempo, que en la formulación posadista sobre la «revolución interrumpida» hay una falla de fondo: la idea de que la interrupción de la revolución entraña la posibilidad de reiniciarla y llevarla a su culminación socialista sin romper el Estado burgués, sino transformándolo progresivamente en «Estado revolucionario» y luego en Estado obrero (ver, por ejemplo, «El Estado revolucionario», de septiembre de 1969, donde en medio de una gran confusión teórica, conceptual, sintáctica y cultural, esta concepción está ya expuesta en forma madura). Esta idea, compartida también por otras tendencias bajo formas diferentes, es una revisión radical de la teoría marxista del Estado, piedra angular de la concepción leninista del partido. No se puede «completar la revolución democrática» y «terminar la obra de Emiliano Zapata», como planteaba Trotsky, sin transformarla en revolución socialista, destruir el Estado de la burguesía y sustituirlo por el Estado de la clase obrera.
Esta revisión teórica subrepticia conlleva sus ineludibles consecuencias prácticas: la capitulación política, el sometimiento al Estado de la burguesía nacional, a su ideología y a su partido. En el caso de México, ha conducido a los dispersos restos de la tendencia posadista al apoyo al candidato presidencial del PRI en las elecciones de 1976 y a la extravagante teoría de que se puede transformar al PRI en un «partido obrero pasado en los sindicatos» (ver, entre otros, Posadas, 1976). La respuesta a posiciones de este tipo la formuló Trotsky ya en 1928, en El gran organizador de derrotas, crítica al programa del VI Congreso de la Internacional Comunista. A ella puede remitirse el lector interesado en el problema.
Bibliografía
Lenin, Vladimir I. 1974 Cuadernos filosóficos (Buenos Aires: estudio).
Posadas, J. 1976 «El curso de la revolución en México» en Voz Obrera (México) n° 263, 7 de julio.
Trotsky, León 1928 «El gran organizador de derrotas», crítica al programa del VI Congreso de la Internacional Comunista.
Trotsky, León 1939 «Sobre el segundo Plan sexenal en México» (14 de marzo) en Escritos (México: Pluma) Tomo X.
Trotsky, León 1972 (1932) Historia de la revolución rusa (México: Juan Pablos Editor).