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Festejos y alegría en las calles de Santiago la noche del triunfo del Apruebo en el plebiscito. (Foto: Reuters)

No hay atajos constituyentes

Con el triunfo del «Apruebo» el 25 de octubre en Chile hubo mucho para celebrar. Pero luego de los festejos debemos enfocarnos en lo que viene, y la romantización de la revuelta debe dar paso a la organización de la rebeldía.

Serie: Dossier Chile

Como nunca, celebramos. Algunos (entre quienes nos incluimos) con más dudas y sospechas que certezas o claridades respecto del proceso constitucional en curso. Igual, celebramos. La tardenoche del domingo 25 fue una mezcla de carnaval popular y continuación de la protesta, en una escena en la que la emoción se conjugaba con la rabia y la barricada, y los gritos de «viva Chile», «vamos a acabar con el fascismo» y «libertad a los presos políticos» se confundían con los innumerables coreos a «El baile de los que sobran», «El pueblo unido» y «El derecho de vivir». Fuego, alegría, emoción, desborde: hace rato que no ganábamos algo importante.

Y es que el triunfo político en las urnas el 25 de octubre pasado fue no solo contundente sino también multidimensional. Por eso mismo, merece ser leído en todos sus registros, incluso en los que quedan formalmente del lado de afuera del proceso constitucional pero que lo determinan, si de lo que hablamos es de profundizar el momento destituyente/constituyente en curso.

En primer lugar, el aplastante triunfo de la opción Apruebo es una obvia derrota para la derecha más reaccionaria agrupada en torno a la opción Rechazo, pero también deja en posición de mayor debilidad al propio Gobierno. Este último ha tratado de apropiarse del show, adjudicándose los atributos del proceso («democrático», «ordenado» y, sobre todo, «sin violencia») y marcando con cuidado comunicacional una tímida simpatía por la opción ganadora, con un gabinete que debió guardar (a ratos indisimuladamente) una incómoda posición pública de neutralidad.

En algo que los datos tendrán que corroborar, la composición del voto parece indicar que el leve pero importante –y en algunas comunas populares muy significativo— aumento de la participación, que se estima en algo más de 500 mil personas adicionales, tiene que ver con un incremento importante de «voto nuevo» (personas que no habían hecho uso de su derecho a sufragio) junto a una disminución del votante antiguo, mayor de edad y tradicionalmente más vulnerable a la destemplada propaganda del Rechazo.

La propaganda Rechazo, centrada en el miedo tanto a la supuesta «violencia» que gobierna el proceso como al hecho mismo del cambio, es testimonio de la debilidad relativa de la posición reaccionaria en la correlación de fuerzas propiamente política. Algo que ha venido quedando más claro en su creciente apertura a presionar por vías no institucionales, cuando no desde esa suerte de «parainstitución estatal» que es Carabineros de Chile.

De cualquier forma, las campañas fueron ampliamente reprobadas (y de modo transversal), por su incapacidad de entregar mensajes claros y sentidos de proyectos para el país. Esto puede ser leído como expresión de la debilidad propositiva en la que se encuentra la totalidad del espectro político institucionalizado, pero definitivamente se trata de una nueva arista de la pérdida de legitimidad de estos, en este caso en sus medios, los medios (valga la redundancia).

Por si lo anterior fuera poco, en la segunda papeleta la opción Convención Constitucional (78,99%) incluso superó el porcentaje del Apruebo (78,27%), constituyendo la mayor sorpresa de la jornada en tanto se estimaba un margen mas estrecho con la Convención Mixta (mitad de Diputados en ejercicio y mitad de Convencionales electos para la Convención). Otro golpe de knock-out para el sistema de partidos en su conjunto, atenuado para las opciones de centro e izquierda que hicieron campaña por la «mixta no». De cualquier forma, para la parte de la izquierda y de la sociedad movilizada que no quedó off-side en este plebiscito —pero que jugará sin duda un rol importante en el ciclo abierto—, la «mixta» nunca fue una opción real.

Los resultados, en su totalidad (ampliación del padrón nuevo y joven, encajonamiento de la derecha más dura y ratificación maciza de la voluntad constituyente), permiten entonces ser analizados como una señal transversal de desconfianza hacia al sistema de partidos y, en ese sentido, como un nuevo avance en el momento destituyente. La multitudinaria manifestación del primer aniversario de la revuelta el pasado 18 de octubre se llevó a cabo en todo Chile, desoyendo el llamado a coro de los partidos por «cuidarse del virus» y sobre todo «no incitar a la violencia». En retrospectiva, la conmemoración del 18O constituyó la demostración (sin duda necesaria) de que la movilización popular no ha entregado el proceso a representante alguno, hecho que ratificó con los resultados del domingo 25.

Primer acto: sustituyendo al movimiento des/constituyente

Siguiendo el ejercicio de memoria del propio Presidente en su discurso la noche de los resultados, cabe recordar que la primera señal del Gobierno para abrir un proceso de nueva constitución se hizo el 10 de noviembre de 2019 en la noche, ad portas de la huelga general más grande y masiva de la que se tenga memoria reciente (que se desarrollara el día 12 de ese mismo mes). Como es bien sabido, entre el 13 y el 15 en la madrugada se apura el famoso Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, en condiciones en que la huelga del 12 ya había demostrado que aquella demanda, siendo central, por sí sola era insuficiente.

Ese pecado original del acuerdo constitucional sigue jugando un papel determinante en el proceso. El sistema político llegaba tarde a la contención institucional del momento destituyente, y únicamente la transversalidad parlamentaria del Acuerdo (y el posterior y también transversal apoyo a las leyes de represión de la protesta social) fueron capaces de desmovilizar al movimiento. Pero, aún así, solo lograron desmovilizarlo parcialmente: ni siquiera el estado de pandemia ha logrado apagar la organización popular que, aunque replegada, continuó durante el invierno en tareas de organización del autoabastecimiento y de los cuidados en el territorio.

Segundo acto: partidos vs. independientes (evidenciando el vacío)

El momento propiamente constituyente que se abre con el plebiscito del domingo pasado da muestras de ser un momento abierto, posible de ser dinamizado desde el protagonismo popular de clase. Queda por ver si los partidos que se identifican con la izquierda serán capaces de vencer el mezquino cortoplacismo que ha caracterizado hasta ahora sus (in)decisiones. En los términos de un diputado (brutales por la verdad que enuncian tanto por la estrechez de mirada que dejan a la vista), queda por ver si los partidos de izquierda «arriesgan su capital político» y se dejan desbordar para la profundización democrática del proceso constituyente, subordinando su protagonismo al de las comunidades organizadas en asambleas, juntas de vecinos y de abastecimiento, cabildos, movimientos territoriales, coordinadoras, sindicatos, colectivos y otros espacios de deliberación y activación política

Con toda su fragmentación, estos espacios de organización popular han logrado bordar sobre el des-borde que implica el lento desmantelamiento (cotidiano, subjetivo, local) de las formas neoliberales anquilosadas de politización y politicidad. Muchos de estos espacios se vieron en extremo tensionados por la reducción de la discusión política al «Apruebo» y la Convención Constitucional, pero de cualquier forma el desafío futuro demanda una apertura radical de la participación popular y de clase en los procesos por venir, que tienda a superar la distancia táctica entre participación institucional y acumulación autónoma del aparato estatal.

La romantización de la revuelta debe dar paso a la organización de la rebeldía. Y este es un acto que requiere de la proyección de liderazgos populares como alternativas constituyentes reales, sin que el método electoral termine por subordinar una vez más la necesaria discusión hacia la construcción programática. En este marco, la reducción del debate al binario «independiente–partidista» debe ser superada sin perder la claridad que contiene, que no es otra que la de los límites que la sociedad movilizada ha impuesto a la parlamentarización de la política, característica del viejo régimen.

Por lo pronto, se debe seguir impugnando la inaceptable limitación del proceso constituyente a los marcos del Acuerdo del 15N, abriendo la discusión sobre los mecanismos democráticos y soberanos necesarios para el órgano constituyente. Rodrigo Ruiz, integrante de Territorios en Red, ha propuesto la figura de un estado permanente de Asamblea Plurinacional de hecho, en actividad desde el principio y durante todo lo que dure el proceso constituyente, y que sirva de espacio de deliberaciones efectivo, haciendo de la política constituyente una práctica y un proceso socializados.

La experiencia que ofrece un año de revueltas y de resistencia en Chile permite avizorar dos elementos transversales en las formas de politización popular del movimiento constituyente: la solidaridad y la territorialidad. Podemos decir que, en toda su fragmentariedad (que es programática y también organizativa), la solidaridad y la territorialidad son la parte de la praxis del movimiento, prefigurando tal vez la forma de su potencial cohesión.

Tercer acto: justicia social contra la precarización de la vida

Los espacios organizativos de deliberación constituyente necesitan ser nutridos de un debate programático profundo, fundado en los principios de solidaridad y territorialidad, que son más prácticos (sociales) que mentales o ideológicos. Estos principios son, además, precisamente el fundamento de la desconfianza hacia los partidos (no solo burocráticos y parlamentarizados sino también personalistas y centralistas).

Los 30 años de administración posdictatorial del régimen chileno han consolidado lo que el movimiento feminista viene diagnosticando como una agenda neoliberal de precarización de la vida, agudizada a nivel global después de la crisis del 2008, que ha sido acompañada desde entonces por una verdadera globalización de la escalada autoritaria y policial de los estados. Una izquierda que esté a la altura del desafío que enfrentamos los próximos meses y años debe ser capaz de articularse en torno a un programa de justicia social. La justicia es el elemento activo que hace posible la dignidad y el buen vivir y, por ende, la disputa por su sentido (que es discursivo pero, sobre todo, práctico, organizativo y programático) es tarea insoslayable.

En primer término, un programa de justicia social debe poner en su centro el término ausente del Acuerdo del 15N: ese que dice «paz» cuando propone la guerra y asegura la criminalización de la protesta. Durante el año de revueltas y de intensificación del estado policial, salvo honrosas excepciones, el debate público sobre el marco represivo del proceso ha estado ausente, en una actitud demasiado parecida al «nunca más» concertacionista. En una muestra clara de temor estratégico, únicamente después del plebiscito la izquierda institucional ha venido a poner énfasis en lo inaceptable que resulta un proceso de este tipo con más de 2500 presos políticos y un numero al alza de heridos, mutilados y asesinados.

No solo se debe demandar la inmediata liberación o amnistía a lxs presxs politicxs del movimiento y un proceso de reparación y verdad que otorgue garantías de honestidad y transparencia. La actual coyuntura ha permitido abrir también la discusión sobre el rol de las policías en un orden democrático, y ha alcanzado incipientes pero refrescantes configuraciones abolicionistas de la policía y del sistema carcelario en su conjunto. «El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos», dicen que dijo Dostoyevski.

Pero no debemos perder la oportunidad de poner el marco liberal de derechos humanos en el contenedor más amplio y radical de la justicia social basada en la solidaridad y la territorialidad. Los derechos humanos, incluidos los derechos sociales, se ven presos de sus definiciones liberales que los restringen a derechos de ciudadanía nacional, dejando el resto a la capacidad individual o familiar de consumo y por ende endeudamiento. Por su parte, la justicia social es a la vez una acción, un proceso y una meta. Una acción restitutiva basada en un proceso colectivo y participativo, inclusivo y afirmativo de la diversidad de seres humanos que componen las comunidades reales, y que se orienta por metas de distribución de recursos y responsabilidades que busquen garantizar la seguridad física y psicológica de sus habitantes.

Como señala Pablo Abufón, entre los materiales hacia la justicia social la izquierda posee ya trincheras programáticas en materias de educación y pensiones, además de importantes avances en torno a necesidad de devolver poder negociador a la clase organizada. Otros ejes (como salud, vivienda y seguridad pública) son aún terreno en disputa. Siguiendo en esto también al movimiento feminista, una política integral de justicia social debe tender a la organización de comunidades de cuidado asentadas en los territorios y con capacidad de deliberación y disposición de recursos sobre sus formas de desarrollo y autoprotección. En este sentido, la justicia social adquiere una dimensión de justicia territorial, expresada en la descentralización concreta del poder hacia configuraciones administrativas basadas en escalas territoriales comunitarias.

Por su parte, la justicia territorial en Chile es impensable sin partir del debate acerca de las formas pertinentes de justicia redistributiva hacia las comunidades que han sufrido las consecuencias del régimen neoliberal, colonial y patriarcal. Comenzando por los pueblos originarios y continuando con las otras innumerables «zonas de sacrificio» que existen en el país.

El desarrollo de una praxis territorial de la justicia es ciertamente un proceso de aprendizaje colectivo y en consecuencia se plantea, desde el comienzo, atravesado por múltiples contradicciones. Nos toca el desafío de poner en práctica dispositivos de educación popular en torno a las comunidades en resistencia y autoorganización territorial. En estos aprendizajes debemos considerar especialmente la sabiduría ancestral de nuestros pueblos originarios, sobre todo en lo referente a sus formas de vida basadas en relaciones de equilibrio y cuidado de la vida y todo lo que la hace posible. La organización territorial también se ha hecho cargo de identificar formas de solidaridad con principios en el respeto y la protección medioambiental

En una reflexión acerca del momento catalán de 2014, pero que bien pudiera valer para la actual coyuntura chilena, el filósofo y militante Antoni Domenech decía que «No hay atajos constituyentes directos aquí. No hay multitud a la que apelar sin mediaciones. Hay clases sociales histórico-institucionalmente configuradas y decantadas. El creacionismo en política normativa es tan ilusorio como en la biología evolutiva: la historia cuenta. Y pesa: por antipático y amargo que resulte admitirlo, estamos forzados a mover pieza en mitad de una partida que no hemos empezado nosotros y que, las más de las veces, no nos gusta nada en la fase en que nos ha sido dado seguirla; con un poco de suerte, y actuando con inteligencia, prudencia, tacto y diligencia, se puede, en los momentos más graves y comprometidos (yo creo que el presente lo es), evitar el jaque mate. Y seguir la partida».

 


Felipe Lagos Rojas es investigador, coordinador del programa Criticas Latinoamericanas del International Institute for Philosophy and Social Studies (IPPSS) y editor general de «Pléyade. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales».

Pablo Sepúlveda Caniguan es sociólogo y Asesor sindical de Unión Portuaria de Chile.

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