A dos años de la revuelta popular de octubre de 2019 la sociedad chilena ha sido convocada, nuevamente, a un mega evento electoral (elección presidencial, de una parte del Senado, de la totalidad de la Cámara de Diputados y de los cargos para consejeros regionales). No obstante, la «fiesta de la democracia», como la llamaron insistentemente los medios de comunicación social al servicio del capital, tuvo una escasa concurrencia. De los 14.959.945 chilenos habilitados para votar, solo lo hizo el 47,34%. Menos que el 49,36% de las presidenciales del 2013 y levemente superior que el 46,72% de sus similares de 2017. Si seguimos esa misma línea de análisis, también son menos que aquellos que votaron para el plebiscito del apruebo de la Convención Constitucional de octubre de 2020 (50,95%), pero bastantes más que aquellos que participaron de la elección de convencionales para la misma instancia en mayo de 2021 (41,51%). Sin duda, el dato más preocupante continúa siendo que una franja superior a la mitad de la población habilitada para sufragar no lo está haciendo, con lo cual se devela la profunda fragilidad del sistema democrático chileno.
Y como ha sido recurrente en estos últimos años, los porcentajes más altos de abstención electoral se producen en las comunas populares del país. De esta manera, las comunas obreras como La Pintana (40,31%), Independencia (41,06%), Estación Central (42,53%), San Ramón (42,68%), Lo Espejo (42,90%), Cerro Navia (43,14%) o Recoleta (44,18%), presentan votaciones inferiores a la media nacional. Adicionalmente podemos agregar que, en estas comunas, como por ejemplo en La Pintana, los candidatos presidenciales que representan a la burguesía conservadora (Kast, Parisi y Sichel), obtienen en conjunto un 38,27% de los sufragios. Es decir, más de un 1/3 del electorado de las comunas obreras vota a los representantes de la burguesía. Por el contrario, las comunas en las cuales residen las clases dominantes de nuestro país, como Vitacura (69, 01%), Barnechea (65,33%) o Las Condes (63,27%), continúan ostentando altos niveles de participación electoral y en ellas, los candidatos que representan las posturas políticas más conservadoras se imponen masivamente. En la comuna de Vitacura, por ejemplo, las mismas candidaturas conservadoras obtuvieron el 85,88% de los sufragios. No es extraño, en consecuencia, que el candidato ultra conservador, José Antonio Kast haya obtenido la primera mayoría en las elecciones del día de ayer (27,91%) y que el tercer lugar en las mismas se lo estén disputando palmo a palmo, los otros dos abanderados de la derecha: Franco Parisi (12,80%) y Sebastián Sichel (12.79%).
Las elecciones parlamentarias senadores y diputados, también supusieron una consolidación de las posiciones conservadoras. De los 50 cargos parlamentarios que componen la sala del Senado, la derecha (Chile Podemos Más y Frente Social Cristiano) obtiene 25 representantes, a los cuales se deben sumar los parlamentarios de la Democracia Cristiana (5) que en muchas oportunidades votan junto a sus correligionarios de derecha. Cabe señalar que en no pocas oportunidades senadores del Partido por la Democracia y del Partido Socialista también votan favorablemente mociones conservadoras. El único dato rescatable en la nueva composición del Senado es la incorporación, después del golpe de Estado de 1973, de dos senadores comunistas y de la dirigenta social, represaliada por el Estado, Fabiola Campillai.
En el caso de la Cámara de Diputados, que se eligió en su totalidad, la situación es aún más compleja. El Frente Social Cristiano y Chile Podemos Más, obtuvieron 68 representantes, a los cuales se debe sumar (sin mayores dudas), los 6 parlamentarios que arrastró la candidatura presidencial del gestor empresarial Franco Parisi. De esta manera, los sectores conservadores obtienen una muy buena representación parlamentaria que les permite negociar acuerdos y transacciones con los sectores más reformistas de la antigua Concertación y del Frente Amplio. De esta manera, la vía parlamentaria o institucional no se devela como la mejor opción para alcanzar las transformaciones que los sectores populares levantaron en octubre de 2019.
¿Qué explica el desencanto popular y, por extensión, la baja participación popular y la importante adhesión que han obtenido los candidatos conservadores en las diferentes instancias electorales? No cabe duda de que las diferentes alternativas que se arrogaban la representación de los sectores populares (Boric, Provoste, Enríquez-Ominami y la simbólica candidatura del profesor Eduardo Artes), no han logrado leer ni mucho menos representar, las demandas de los sectores populares. La crisis económica, desencadenada en 2020 por efectos de la pandemia ha profundizado las precariedades en las cuales se desenvuelve la existencia del mundo popular y frente a ella solo han promovido paliativos miserables (retiros de fondos previsionales). Pero, por otro lado, los problemas estructurales, asociados a la inestabilidad laboral, el sistema de pensiones, los graves problemas del sistema de salud, las inequidades en educación o la desigual distribución de la riqueza, no han concitado el interés efectivo de la élite política. Si nada distingue a estos sectores de los representantes de la burguesía ¿qué sentido tiene optar por ellos?
Por otro lado, no es menos efectivo que los problemas de seguridad que afectan a múltiples comunas y barrios populares, generaron importantes niveles de adhesión respecto de aquellas candidaturas que reivindicaban el uso discrecional de la fuerza represiva. Como si la misma no fuera parte ya de nuestro paisaje cotidiano. Pero ello pone de manifiesto que, más allá de la agitación mediática de la violencia delictual, este es un problema efectivo que afecta a amplios sectores de la población y para el cual la izquierda reformista no ha sido capaz de elaborar una propuesta concreta que se deslinde de la apelación a la violencia represiva propuesta por amplios sectores del mundo conservador. Algo similar se puede observar respecto del tema inmigratorio, donde el discurso conservador que propone la aplicación de políticas de expulsión discrecionales, alcanzó un importante respaldo, en especial en las regiones de mayor afluencia de inmigrantes. De esta manera, en las regiones de Arica Parinacota, Tarapacá y Antofagasta, en el extremo norte de Chile, el promedio de la votación obtenida por los 3 candidatos de la derecha fue del 64,44%. Frente al discurso xenófobo y frente a las políticas de discriminación y expulsión, nuevamente la izquierda reformista y sus aliados en el centro político, no tuvieron una respuesta alternativa.
En la macro zona sur (Bio Bío y La Araucanía), donde el conflicto mapuche se ha venido desarrollando con especial intensidad en los últimos años, las elecciones se realizaron en pleno estado de emergencia, con la policía y el ejército ocupando militarmente el territorio, amedrentando a las comunidades aborígenes y prestándole todo su apoyo a la élite hacendal, heredera de las usurpaciones de fines del siglo XIX. En el conjunto de la región de La Araucanía la participación electoral estuvo por debajo de la media nacional (45,08%), alcanzando porcentajes particularmente bajos en aquellas comunas de población mayoritariamente mapuche: Melipeuco (29,13%), Curarrehue (34,53%) o Carahue (39,06%). Pero quienes si votaron lo hicieron mayoritariamente por los representantes de la derecha conservadora. En esta misma región la sumatoria de los votos de los candidatos Kast, Sichel y Parisi arrojó una adhesión del 64,46% de los votos.
Sea cual sea el resultado de la segunda vuelta presidencial, del próximo 19 de diciembre de 2021, la derrota del campo popular es evidente. Si se impone José Antonio Kast queda garantizada, con un importante grado de apoyo parlamentario, la inamovilidad del modelo económico neoliberal y la extensión de la política represiva. Probablemente con la extensión del estado de emergencia cada vez que las élites empresariales así lo demanden. Si logra triunfar Gabriel Boric, se verá obligado a negociar acuerdos de gobernabilidad, no solo con sus adversarios políticos de la antigua Concertación (que cuentan con una importante representación parlamentaria), sino que, además, con sus contendores de las bancadas de derecha. Con ello, las posibilidades de extensión del modelo neoliberal e incluso de la política represiva, también quedan garantizadas.
Pero no podemos llamarnos a engaño. Si el reformismo fue derrotado en las elecciones recién pasadas, también lo fue el campo revolucionario. Y ha sido derrotado de forma más contundente. Sin capacidad de articular una propuesta política para enfrentar la coyuntura electoral, los revolucionarios dejaron pasar (una vez más), una importante oportunidad para agitar una propuesta propia, que marcara diferencias tanto respecto de la burguesía como del reformismo. Desde octubre de 2019 a la fecha no hemos sido capaces de avanzar en la definición de una propuesta programática propia, de vertebrar un movimiento social y político con capacidad de convocar y movilizar a los sectores populares y mucho menos de darle sentido y proporcionalidad a la acción directa y a la autodefensa de masas. Seguimos enfrascados en disquisiciones estériles, en un activismo carente de objetivos políticos y en un ritual movilizador que cada día se agota más.
Nos acercamos a la resolución transitoria de la crisis desatada por los sectores populares en octubre de 2019. Y lo hacemos en el peor escenario. Con una derrota profunda del reformismo, pero también, con una derrota estratégica para los sectores revolucionarios.