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Foto: Brendan Hoffman/Getty Images

¿Qué hay detrás del conflicto entre Azerbaijan y Armenia?

Traducción: Valentín Huarte

El sangriento conflicto que ha estallado entre Azerbaiyán y Armenia no es el resultado de odios ancestrales ni de una animosidad profundamente arraigada entre culturas musulmanas y cristianas. Es producto de una larga historia de colonialismo, nacionalismo y autoritarismo.

El comienzo de la batalla entre Armenia y Azerbaiyán ha llevado a que la vieja disputa por Nagorno Karabaj (Alto Karabaj, conocido para el pueblo armenio por su nombre antiguo, Artsaj) acapare la atención de todo el mundo.

La retórica de la violencia –proveniente especialmente desde Azerbaiyán y Turquía– es muy intensa, y el lenguaje racista, nacionalista y deshumanizante empleado en las redes sociales por personas de Azerbaiyán, Turquía y Armenia está que arde. Además de las bolsas de cadáveres envueltas en banderas que transportaban jóvenes reclutas y civiles inocentes a sus tumbas, hay otras cuestiones que son urgentes en medio de este lío: la verdad, la información y la voluntad seria de resolver el conflicto de una vez por todas.

El temor a que las tensiones entre Armenia y Azerbaiyán sumerjan al Cáucaso en una guerra no es nuevo. La negociación entre Armenia y Azerbaiyán en torno al estatus de Nagorno Karabaj/Artsaj está bloqueada hace más de un cuarto de siglo. A pesar de que la última escalada de violencia parece haber tomado desprevenidas a muchas personas, quienes seguían de cerca el conflicto pudieron verlo venir. Escribiendo durante el período que siguió a casi cuatro días de batallas intensas en abril de 2016, Laurence Broers, una autoridad importante en el marco del conflicto, advirtió que las negociaciones fallidas y el nacionalismo exacerbado podrían llevar «a una guerra por defecto».

La situación actual se parece bastante a esto. Sin embargo, sería un error insidioso ver el conflicto como el resultado de odios ancestrales o como el producto de un choque civilizatorio entre culturas musulmanas y cristianas. En cambio, debemos prestar atención a los legados del colonialismo, el nacionalismo, el autoritarismo y la política de las grandes potencias para explicar la tragedia que se está desarrollando ante nuestros ojos.

Colonialismo y nacionalismo

Las tierras altas del Cáucaso son una región de gran belleza natural y tremenda diversidad étnica, lingüística y religiosa. Extendiéndose desde el mar Negro hasta las costas del Caspio, es el hogar de muchas comunidades: georgiana, armenia, azerbaiyana, rusa, meskhetiana y akhıska, turca, kurda, yazidíe, daguestaní, absajia, circasiana, chechena, talishi, oseta e ingusetia, por nombrar solo algunas.

La pose nacionalista actual no debería ocultar la enorme riqueza de la herencia cultural que comparten los diversos pueblos de la región, desde la música y la danza hasta el folclore y la cocina.

Entre comienzos del siglo dieciséis y principios del diecinueve, la región conformaba la parte norte de una zona fronteriza amplia y poco definida, que separaba el Imperio Otomano sunita de sus rivales chiitas de Irán. A pesar de que este fue, con frecuencia, un sitio de conflicto entre estos dos imperios musulmanes, los territorios que hoy conforman la Armenia moderna y la República de Azerbaiyán permanecieron, en términos generales, bajo influencia iraní.

Dada la geografía y los límites tecnológicos de la época, era común que los poderes extranjeros ejercieran su soberanía con cierta laxitud. A lo largo de la región, el potentado local disfrutaba de un grado considerable de autonomía, con varias comunidades étnicas y religiosas viviendo lado a lado de forma pacífica. Sin embargo, entre 1801 y 1828, la expansión militar rusa forzó a que el pueblo iraní abandone la zona este del Cáucaso y la región fue absorbida por el virreinato del Cáucaso, administrado desde la ciudad cosmopolita de Tiflis (hoy capital de Georgia).

En lo que respecta específicamente a Nagorno Karabaj/Artsaj, la conexión armenia con la región se remonta a la antigüedad. La región está poblada de monasterios medievales armenios y otros grandes monumentos arquitectónicos. Sin embargo, a pesar de ser un centro importante para la cultura y la religión armenias, la región posee desde hace mucho un carácter cosmopolita.

Durante los siglos dieciocho y diecinueve, la ciudad de Şuşa fue un sitio de renacimiento cultural tanto para la cultura armenia como para la turca azerbaiyana. Durante el período de sovietización, los censos muestran que la población armenia cristiana de las tierras altas (es decir, de Alto Karabaj) superaba a la azerbaiyana en una proporción de nueve a uno, mientras que en las tierras bajas de los alrededores la población era predominantemente musulmana.

Como sucede con muchos regímenes coloniales, las políticas de la administración rusa acentuaron las tensiones entre los distintos pueblos del Cáucaso, una tendencia que se exacerbó con el surgimiento del nacionalismo. Durante el siglo diecinueve y el siglo veinte, las relaciones intercomunales empezaron a dañarse a medida que las poblaciones se percibían cada vez más como miembros de comunidades nacionales distintas.

Esto era particularmente cierto en el caso de la población armenia cristiana y de la población turca caucásica musulmán, que durante el siglo veinte adoptó el nombre de Azerbaiyana (remitiendo Azerbaiyán, en este caso, a la provincia de habla predominantemente turca del noroeste de Irán y no a la república de Azerbayán contemporánea).

Hasta cierto punto, las tensiones etnonacionales fueron mantenidas bajo control por la autocracia zarista, pero a medida que la Rusia imperial comenzó a desintegrarse, también lo hizo el Cáucaso. En 1905, con el imperio sumido en revueltas revolucionarias, se desató una ola de violencia intercomunal que llevó a la población armenia a enfrentarse con la turca azerbaiyana, provocando decenas de muertes. Luego vino el barbarismo de la Primera Guerra Mundial.

Para la comunidad armenia, la guerra fue especialmente traumática debido a la decisión del gobierno otomano de iniciar en 1915 una campaña genocida de deportación, violación y masacre en contra de la comunidad armenia del imperio, que se estima que produjo aproximadamente 1,5 millones de muertes.

A pesar de que la población armenia del Imperio ruso se salvó de esta aniquilación, el genocidio moldeó profundamente al pueblo armenio. Una proporción significativa de la población armenia moderna es descendiente de personas refugiadas y sobrevivientes del genocidio, y por lo tanto los eventos de 1915 se han convertido en un lente a través del cual observar el conflicto con Azerbaiyán.

La guerra tuvo un enorme significado por otro motivo: precipitó, después de las revoluciones de 1917, la destrucción de la autocracia zarista y el colapso de la autoridad rusa en el Cáucaso. Durante el período que siguió a este colapso de la administración colonial, Alemania, el Imperio otomano y, luego de la derrota de las Potencias centrales, Gran Bretaña, buscaron (sin éxito) extender su influencia en la región.

La etapa posterior a las revoluciones de 1917 también precipitó una mayor fragmentación política con la formación –luego de un breve experimento de unidad federativa durante la primavera de 1918– de las repúblicas independientes de Georgia, Armenia y Azerbaiyán.

El resultado fue la guerra. El nacionalismo buscó reforzar los reclamos sobre lo que muchas veces eran regiones con una gran mixtura étnica. En este marco estalló el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia. La primera guerra armenia-azerbaiyana, que duro dos años, solo llegó a su fin cuando la URSS invadió la región en 1920.

El legado del estalinismo

La sovietización de Armenia y Azerbaiyán hizo poco por reconciliar a los dos bandos. En efecto, fue Stalin quien decidió anexionar las tierras altas de Nagorno Karabaj/Artsaj –un sitio por el que compitieron intensamente las fuerzas de Armenia y de Azerbaiyán durante la guerra– a la República Socialista Soviética de Azerbaiyán, a pesar de que la mayoría de la población local se oponía. Como sucedió con otras regiones de la naciente URSS, en lugar de resolver los conflictos nacionales, las políticas soviéticas exacerbaron la desconfianza.

Hasta cierto grado, el estatus de provincia autónoma de Nagorno Karabaj/Arsa en el marco de Azerbaiyán protegió a la población armenia de algunos de los mayores excesos de la ingeniería demográfica de la época soviética.

En el enclave de Najicheván, dirigido por Azerbaiyán y situado en una región rodeada por Armenia, Turquía e Irán, la población armenia –que constituía casi la mitad de la población a comienzos de los años veinte– quedó reducida a casi nada para el momento en que colapsó la URSS.

Sin embargo, las autoridades de Nagorno Karabaj/Artsaj en Bakú siguieron la política de poblar la región con personas azerbaiyanas en un intento de diluir la mayoría armenia, invirtiendo recursos en estas comunidades recién llegadas mientras dejaban a las ciudades y poblados armenios sin infraestructura básica. Décadas de subinversión y discriminación alentaron todavía más el rencor, que alcanzó su punto más álgido durante los días de agonía de la Unión Soviética.

El 22 de febrero de 1988, las autoridades locales de Nagorno Karabaj/Artsaj hicieron un referéndum llamando a la independencia de Azerbaiyán como un paso previo a la unificación con Armenia. Luego de la votación, que desafío a Bakú, se desató un pogromo en la ciudad azerbaiyana de Sumgait. Se asesinó a decenas de personas, y el estallido preparó el escenario para una escalada de violencia en la región, que incluyó una masacre de azerbaiyanes en Joyali/Xocalı en 1922, en la que murieron cientos de civiles.

Luego de la disolución de la URSS en diciembre de 1991, este ciclo de violencia creció hasta convertirse en una guerra total entre los Estados recientemente independizados de Azerbaiyán y Armenia. Fueron asesinadas aproximadamente treinta mil personas, se desplazó a más de un millón en el marco de una limpieza étnica en la que se obligó a la población armenia a abandonar Azerbaiyán, y se forzó a un número todavía más grande de azerbaiyanes a abandonar Armenia y las regiones de alrededor de Karabaj.

La situación que siguió al cese del fuego implicó una victoria para Armenia, que luego de ocupar los distritos de Kalbajar y Lachin –de población mayoritariamente azerbaiyana y kurda– estableció una zona de control contiguo para vincular la autoproclamada República Armenia de Artsaj a Armenia propiamente dicha.

Desde 1994, la solución permanente del conflicto sigue siendo difícil de alcanzar. Las negociaciones facilitadas por un grupo de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), un cuerpo compuesto por once estados y dirigido por Francia, Rusa y Estados Unidos, fracasaron. Y los choques a lo largo de una «línea de control» altamente militarizada, establecida luego del cese del fuego de 1994, como así también en otras partes de la frontera armenia azerbaiyana, han sido siempre una amenaza en la región.

La escalada de la guerra

Todos los bandos del conflicto comparten, sin dudas, algo de culpa por su no resolución. Para Armenia la situación es satisfactoria, así que tiene pocos incentivos para abandonar su ventaja territorial y militar, lo cual frustra las expectativas de la población azerbaiyana. El nacionalismo y la siempre presente y ostensible amenaza azerbaiyana sirvieron a la larga como una herramienta conveniente de legitimidad para la corrupta élite posoviética que dominó el país durante buena parte de la historia posterior a la independencia.

A Rusia, que busca mantener el Cáucaso bajo su esfera de influencia, las tensiones persistentes entre Armenia y Azerbaiyán le han permitido mantener una tutela basada en su antiguo poder colonial sobre ambos lados. En efecto, para Putin, la irrupción de la guerra puede servir como una forma de advertirle a la administración armenia de Nikol Pashinyan, llegada al poder luego de la pacífica Revolución de Terciopelo de 2018, que el apoyo ruso es indispensable en su conflicto con Azerbaiyán, que es un territorio mucho más populoso y rico y que tiene el apoyo de Turquía.

Sin embargo, para comprender la especificidad de esta última escalada de violencia es necesario mirar a Bakú y Ankara. Fueron las fuerzas azerbaiyanas las que tomaron la ofensiva en septiembre, animadas por el apoyo activo del gobierno del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, apoyo que tomó la forma de equipamiento militar y mercenarios sirios.

Sin legitimidad democrática, el presidente azerbaiyano Ilham Aliyev, quien heredó su posición en 2003 de su padre, Heydar Aliyev, está usando el rencor nacionalista sobre la situación desfavorable en Nagorno Karabaj/Artsaj para distraer a la población del descontento creciente que produce la desigualdad, el despilfarro de la riqueza petrolera del país y la cleptocracia que él preside. También hay pocas dudas acerca de que siente la necesidad de reafirmar sus credenciales nacionalistas luego de que manifestantes proguerra irrumpieron en el parlamento a causa de los choques en la frontera sucedidos durante el verano.

De forma similar, la retórica antiarmenia y panturca apuntala la base de derecha de Erdoğan en un momento de gran crisis económica, dividiendo a su vez a la oposición entre sus elementos proguerra, donde se incluye el partido de oposición más grande, el Partido Republicano del Pueblo (CHP, por sus siglas en turco), y sus facciones antiguerra, notablemente el perseguido y marginalizado Partido Democrático de los Pueblos (HDP, por sus siglas en turco).

Además de todo esto, sirve para alimentar las pretensiones de Ankara de convertirse en una gran potencia, encajando en un patrón más amplio de aventurismo en la política exterior que ha propiciado las intervenciones armadas en Siria y Libia, y una presencia cada vez más agresiva en el Mediterráneo oriental, todo lo cual sirve para distraer a las personas de los crecientes problemas internos.

En síntesis, la guerra está siendo usada –como sucede con frecuencia– como un instrumento de consolidación política autoritaria.

¿Qué viene después?

Entonces, ¿qué pasa ahora? Si la razón se impusiera, ambos lados dejarían las armas inmediatamente y acordarían iniciar una negociación seria.

Azerbaiyán y Turquía deben comprender que si no permiten que la gente de Nagorno Karabaj/Artsaj tenga del derecho para determinar su propio futuro, entonces no puede haber solución. Ha habido mucha violencia como para que la gente de la región se sienta segura bajo regímenes tan antidemocráticos y corruptos como el de Ilham Aliyev.

Para tomar conciencia, bastaría que la población armenia de Nagorno Karabaj/Arsaj mire a Najicheván, en donde el régimen de Aliyev desplegó una campaña, que ha llegado a ser definida como un genocidio cultural, para destruir los sitios históricos armenios de la región. Al mismo tiempo, quienes insisten en un completo retorno a los límites de la era soviética deben comprender que están exigiendo la legitimación del colonialismo de Stalin, desafiando los deseos de las poblaciones locales a la autodeterminación.

El pueblo armenio debe comprender que sin un tratado de paz definitivo, el conflicto resurgirá una y otra vez. Esto será especialmente cierto si el régimen de Aliyev sobrevive y tiene la necesidad de distraer a su población de sus problemas internos. Sin embargo, el pueblo armenio también debe reconocer que la ofensa y la exasperación azerbaiyana frente a la falta de progreso está justificada.

Debe permitirse que cientos de miles de personas azerbaiyanas refugiadas y desplazadas por la limpieza étnica durante los conflictos y mantenidas en condiciones miserables por su propio régimen, utilizadas como instrumentos de propaganda, vuelvan a sus pueblos y a sus ciudades en las regiones que actualmente están bajo control armenio; mientras tanto, será imposible que las personas armenias refugiadas puedan volver a Azerbaiyán.

También debe haber un proceso genuino de verdad y reconciliación para discutir las violaciones a los derechos humanos de ambos lados, desde Sumgait a Joyali/Xocalı.

Por último, este ciclo de guerra y odio debe terminar para que ambos pueblos puedan curar sus heridas y gozar de un futuro como vecinos pacíficos. Para esto, las autoridades corruptas e inescrupulosas que explotan y propagan el rencor nacionalista y el odio étnico para mantenerse en el poder deben ser derrocadas.

Solo con paz y con una verdadera democracia pueden hacerse las inversiones necesarias para mejorar la vida de las personas en lugar de dirigirlas a procurar los instrumentos de la muerte. En una guerra los únicos ganadores son el autoritarismo y el comercio armamentístico.

 

 

Djene Rhys Bajalan es profesor asistente en el Departamento de Historia de la Universidad de Missouri. Su investigación se enfoca en las cuestiones de Medio Oriente y ha dado clases y estudiado en el Reino Unido, Turquía y el Kurdistán iraquí.

Sara Nur Yildiz es historiadora del mundo turco y del Imperio otomano.

Vazken Khatchig Davidian es estudiante posdoctoral en el Instituto Oriental de la Universidad de Oxford.

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