Los últimos meses pasarán a la historia europea como el verano de la humillación. En agosto, los líderes europeos fueron primero ignorados y luego admitidos ante el escritorio de Donald Trump, donde se presentaron como alumnos revoltosos ante el director, para ser informados del papel subordinado que debían desempeñar en las negociaciones de paz del comandante en jefe sobre Ucrania.
En julio se celebraron unas humillantes negociaciones comerciales en las que la autoproclamada líder de Europa, Ursula von der Leyen, tuvo que reconocer el fracaso del buque insignia de medio siglo de integración europea —el mercado interior de la UE— a la hora de convencer a Estados Unidos de que la tratara como a un igual. Además de tragarse los devastadores aranceles para los fabricantes de automóviles alemanes, tuvo que prometerle a Trump tributos por valor de 750.000 millones de dólares en compras de energía, 600.000 millones en inversiones europeas en Estados Unidos y una suma no especificada para material militar estadounidense.
Esto se produjo tras la que quizá fue la humillación más trascendental: tras dos días de vergonzoso servilismo, el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, ex primer ministro neerlandés, le envió un mensaje de texto a Trump para felicitarlo por imponerle a los Estados miembros europeos de la OTAN la obligación de gastar al menos el 5 % del PIB en defensa, una exigencia de la que estaban eximidos los propios Estados Unidos, así como el único disidente, España.
Tras décadas de lucha para que gastaran el 2 % del PIB en armas, se trataba de una revolución armamentística: «Conseguirás algo que NINGÚN [sic] presidente estadounidense ha podido lograr», escribió el secretario general neerlandés. «Europa va a pagar a lo GRANDE [sic], como debe ser, y será tu victoria». Fue un nuevo mínimo en la relación asimétrica entre Estados Unidos y la UE, descrita con precisión por Gilles Gressani como la «sumisión voluntaria» de Europa a su amo estadounidense.
Esta «protección» tiene un costo enorme para la UE. Si su PIB nominal agregado es de 20 billones de dólares, cada punto porcentual de aumento en el gasto en defensa implica 200.000 millones de dólares adicionales. Teniendo en cuenta que la UE ya gastó 382.000 millones de dólares en armas en 2024 (el 1,9 % del PIB), el nuevo objetivo del 5 % supondría un gasto total de 1 billón de dólares, más que los 944.000 millones de dólares (el 4,7 % del PIB) que gasta actualmente en educación.
Es cierto que la nueva norma de la OTAN deja un margen para destinar 1,5 puntos porcentuales a infraestructuras relacionadas con la defensa. En este sentido, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, anunció que Italia seguiría adelante con sus planes de construir un puente de 15.000 millones de dólares a Sicilia. Los expertos también señalaron que la adquisición de material de defensa en Europa es notoriamente engorrosa y que, agravando las limitaciones de capacidad ya existentes, sería imposible gastar tal suma en un futuro próximo.
Aun así, los compromisos son reales; en palabras del corresponsal del Financial Times en la UE, Martin Sandbu: «Hablar no es barato… crea expectativas y le da forma al poder».
Mantras de austeridad
Las expectativas en materia de gasto en defensa también son difíciles de conciliar con las restricciones presupuestarias por las que se creó la UE en primer lugar. De hecho, el objetivo de la UE es controlar al Estado de bienestar limitando el alcance del déficit y la deuda pública.
Esto se ve claramente en el llamado Semestre Europeo, un proceso le que otorga a la Comisión Europea, no elegida, amplios derechos de supervisión y sanción sobre los presupuestos nacionales. Los Estados miembros deben garantizar que los déficits presupuestarios se mantengan por debajo del 3 % del PIB y que la deuda pública no supere el límite máximo del 60 % del PIB. Si no lo hacen, se arriesgan al llamado «procedimiento de déficit excesivo», lo que significa una fuerte presión sobre los gobiernos que incumplen las normas de Bruselas.
Todo ello se formalizó en 1992 con el Tratado de Maastricht, pero en medio del embriagador triunfalismo neoliberal del fin de la historia, pocos le prestaron atención. Francia, Italia, Grecia, Bélgica, España, Portugal e incluso Alemania superaron impunemente estos límites presupuestarios en distintos momentos. Pero eso cambió repentinamente en 2010, con el inicio de la crisis del euro.
La larga recesión europea (2010-2016) posterior a la Gran Crisis Financiera fue el resultado directo de que el frugal Norte —impulsado por los inversores anglosajones en bonos, con la ayuda nada desdeñable del Banco Central Europeo (BCE)— comenzara a tomarse en serio la letra del tratado. Alemania, los Países Bajos y Austria sacrificaron a sus propios ciudadanos en aras de la austeridad presupuestaria, con el fin de darle una lección ordoliberal al sur de Europa.
Aunque la mayoría de los Estados miembros salieron de la crisis del euro con unas finanzas públicas reequilibradas, cuando la pandemia de COVID golpeó, a principios de 2020, se necesitó de un esfuerzo presupuestario concertado para absorber sus efectos macroeconómicos. Si se produce una emergencia, todo se vuelve negociable, incluidos los tratados de décadas de antigüedad. En esta ocasión, la Comisión Europea estableció unos fondos de emergencia de gran envergadura y levantó —de forma condicional y temporal— los límites de déficit y deuda para ayudar a sus miembros a hacerle frente al desastre.
A la pandemia le siguió otra emergencia, cuando Rusia invadió Ucrania a principios de 2022 y la defensa pasó a ocupar un lugar prioritario en la agenda. El modelo que se había desarrollado durante la pandemia resultó útil. Una vez más, la Comisión Europea hizo grandes promesas y le permitió a los Estados miembros superar el límite de déficit sin emprender punitivos «procedimientos de déficit excesivo».
Este es el paquete ReArm Europe anunciado por Von der Leyen en marzo de 2025, que rápidamente pasó a denominarse Readiness 2030. El nuevo paquete se reduce a un impulso único de 175.000 millones de dólares para la industria de defensa europea, junto con un complejo conjunto de condiciones en las que se permite un déficit excesivo para crear espacio presupuestario, con el fin de cumplir la nueva norma de la OTAN. Dada la situación actual de los presupuestos europeos, duplicar el importe de los intereses de la deuda pública podría provocar rápidamente un descontrol de los déficits.
Todo ello tiene por objeto ayudar a los Estados miembros a evitar la temida austeridad que causó estragos en la zona del euro y dio lugar al monstruo «populista». Sin embargo, dado que las cantidades son tan elevadas, podría dar lugar a déficits propensos a reavivar las preocupaciones de los vigilantes de los bonos angloamericanos sobre la sostenibilidad de la deuda (con o sin el impulso del BCE), como ocurrió con la crisis del euro en 2009-2010. Si los Estados miembros principales de la UE, como Alemania, Francia, Bélgica, Italia y los Países Bajos, se basaran únicamente en el gasto deficitario para alcanzar el nuevo objetivo de la OTAN, y suponiendo que todo lo demás se mantuviera igual, entonces se producirían los siguientes déficits presupuestarios: Alemania 5,7 % (frente al 2,8 % actual), Francia 8,8 % (5,8 %), Bélgica 8,2 % (4,5 %), Italia 6,9 % (3,4 %) y Países Bajos 3,9 % (0,4 %).
La percepción de la sostenibilidad de la deuda es clave en este sentido. Unos déficits más elevados tienden a traducirse en unos niveles de deuda pública más altos, lo que a su vez se traduce en unas tasas de interés más elevadas. Tomemos como ejemplo una de las principales economías de la UE: Francia, que actualmente paga un rendimiento del 3,5 % por sus bonos a diez años, podría entonces esperar pagar el doble, una cifra similar a la de una potencia económica tan poco impresionante como Rumanía. Aunque esto pueda parecer técnico, dada la situación actual de los presupuestos europeos, duplicar el importe de los intereses de la deuda pública podría provocar rápidamente un descontrol de los déficits.
Esto, a su vez, limitaría aún más el margen presupuestario para la elaboración de nuevas políticas, que ya de por sí es muy restringido en Europa, como demostraron Armin Schäfer y Wolfgang Streeck en su obra de 2013, Politics in the Age of Austerity. Según ellos, en los estados del bienestar maduros, como los europeos, la mayoría de los gastos son fijos porque se refieren a programas y compromisos de larga duración, lo que deja solo pequeñas cantidades para el gasto discrecional del gobierno.
Elecciones en los Países Bajos
Tomemos el caso de los Países Bajos, tierra del actual jefe de la OTAN, Mark Rutte, que se enfrenta a elecciones anticipadas en octubre.
Del total de gastos públicos de 461.000 millones de dólares en 2024, 51.000 millones se destinaron a los tenedores de bonos (en su mayoría extranjeros), lo que la convirtió en la tercera partida presupuestaria más importante. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), los intereses pagados anualmente por la deuda pública representan el 0,7 % del PIB. Sin embargo, con la nueva normativa de la OTAN, el déficit neerlandés se dispararía al 3,9 %, por lo que tendría que pagar un rendimiento comparable al que paga ahora Italia, lo que, según el FMI, supone un 3,7 % del PIB. Esto implicaría multiplicar por seis los pagos de intereses de los Países Bajos, lo que ascendería a la asombrosa cifra de 43.000 millones de dólares. En general, esto duplica (¡!) el gasto anual adicional vinculado al cumplimiento del nuevo compromiso de gasto en defensa.
Dada esta realidad fiscal, cabría esperar una fuerte resistencia por parte de la principal fuerza socialdemócrata del país, la Izquierda Verde combinada, encabezada por Frans Timmermans. Seguramente no se tragaría los argumentos esgrimidos por las fuerzas de seguridad para justificar un gasto en defensa cada vez mayor, especialmente a la luz de la larga tradición pacifista y antiimperialista estadounidense de sus dos partidos constituyentes. Los datos muestran que los arsenales europeos no están vacíos, que Europa ya supera a Rusia en gasto, que no hay motivos para suponer que Rusia esté dispuesta (o sea capaz) de desafiar a la OTAN y el hecho de que Estados Unidos no está en proceso de retirar su paraguas de seguridad nuclear ni de retirar sus tropas del continente europeo.
Los datos también muestran que un mayor gasto en defensa encadena a los Estados a una trayectoria de mayores emisiones durante las próximas décadas, convirtiendo sus ambiciones «verdes» en una farsa, algo que los Verdes, obviamente, deberían rechazar. El entusiasmo con el que la Izquierda Verde Europea abrazó la causa del rearme plantea preguntas apremiantes, en primer lugar en cuanto a su compromiso con las causas verdes.
Por último, tras décadas de austeridad (en las que tanto los Verdes como los Laboristas, entonces partidos separados, fueron cómplices), las infraestructuras y los servicios públicos neerlandeses (como en el resto de la Europa afectada por la austeridad) necesitan urgentemente de una reparación. Parecería que esto por sí solo puede recuperar al votante medio, que abandonó la plataforma progresista de Timmermans en favor del partido populista de derecha de Geert Wilders. La garantía de que «un mayor gasto en defensa no supondrá recortes en los servicios públicos ni descarrilará las ambiciones ecológicas» es más un conjuro falso que una promesa fiable.
No es así. Hasta ahora, Timmermans estuvo jugando la carta de la «mano firme», en relación con las habilidades, la experiencia y la autoridad necesarias para guiar al país a través de las turbulentas aguas de la inestabilidad geopolítica. Además, en la carrera hacia las elecciones holandesas del 29 de octubre, su partido presentó un programa electoral que, increíblemente, pasa completamente por alto los efectos presupuestarios de su propia belicosidad.
Más concretamente: el equipo de Timmermans quiere expropiar a los grandes ganaderos, construir 100.000 nuevas viviendas al año, reducir las cuotas del seguro médico, mejorar las viviendas sociales, aumentar los salarios, contratar más profesores y enfermeras, construir más vías férreas, reducir los costos del transporte público y crear un fondo de préstamos de 25.000 millones de dólares para nuevas industrias.
Según cálculos aproximados, esto supondría fácilmente un 5 % adicional del PIB en nuevos gastos. Esto se traduciría en un déficit del 9 % o más, comparable al de Rumanía, el país con peor rendimiento de la UE. Rumanía paga un rendimiento por los bonos del Estado a diez años de no menos del 7,35 %, más del doble de lo que el Gobierno neerlandés tendría que pagar en la nueva realidad planteada por la OTAN. El resultado final sería una nueva duplicación de los costes de financiación neerlandeses, que ascenderían a 86.000 millones de dólares, lo que mermaría aún más el ya limitado margen presupuestario disponible.
Es cierto que todos estos son objetivos progresistas buenos y sensatos. Pero incluso en los mejores momentos habría sido una ardua batalla política garantizarles una mayoría en el fragmentado Parlamento neerlandés, que, dada la larga tradición de austeridad fiscal del país, habría necesitado en cualquier caso un argumento convincente de respaldo financiero sólido. Sin embargo, es evidente que estos no son los mejores tiempos. Esto hace que la garantía repetida dos veces en el programa oficial de que «un mayor gasto en defensa no supondrá recortes en los servicios públicos ni descarrilará las ambiciones ecológicas» sea más un conjuro falso que una promesa fiable.
Además, para formar un gobierno neerlandés estable, lo habitual son las coaliciones entre dos, tres o cuatro partidos. Tras tres años de intensa propaganda a favor de la OTAN por parte de todos los bandos, el aumento del gasto en defensa es algo en lo que todos están de acuerdo, mientras que no hay consenso sobre el resto. Por lo tanto, es fácil predecir cuál será el resultado de las negociaciones postelectorales: un mayor gasto en defensa y poco más, a pesar de las piadosas esperanzas de que ocurra lo contrario.
Se pueden observar más ilusiones en lo que dice el documento sobre la propia industria de defensa. En un intento de ponerle un techo al previsto auge de beneficios, la Izquierda Verde propone la instauración de una propiedad pública parcial «para garantizar que los beneficios vuelvan a las arcas públicas», según se lee en el documento. Suena inteligente, aunque faltan detalles, hasta que uno se da cuenta de que el ejército neerlandés obtiene más del 95 % de su material de fabricantes de armas estadounidenses como Lockheed Martin. Es difícil ver cómo funcionaría aquí la propiedad pública. Una vez más, se trata más de una declaración de buenas intenciones que de una propuesta política seria.
¿Gravar a los (no muy) ricos?
La Izquierda Verde reconoce que la financiación del déficit solo puede llegar hasta cierto punto. La solidaridad del comunitarismo de izquierda es la guía de este documento, no el socialismo: «nosotros» y «juntos» aparecen nada menos que 300 y 202 veces cada uno; «clase» aparece ocho veces, aunque principalmente en referencia a las clases escolares. Por lo tanto, el partido recurre a los proverbiales ricos para obtener financiación y pretende eliminar la deducción de los intereses hipotecarios, así como las subvenciones explícitas e implícitas a los grandes contaminadores, centrándose en las grandes empresas y los propietarios de viviendas (ricos). La primera medida tiene por objeto generar ingresos y facilitar el acceso al mercado inmobiliario a los jóvenes que se inician en la vida (nuevos propietarios), mientras que la segunda apunta a incentivar a los contaminadores para que se vuelvan ecológicos, así como a generar ingresos.
Si se analiza más detenidamente, se ve que hay más ruido que nueces. Sobre el papel, la eliminación de la primera medida generará la considerable cifra de 10.500 millones de dólares al año. Sin embargo, esto es menos de una décima parte de lo que se necesita. Además, no ayudará en absoluto a los nuevos propietarios, ya que las deducciones no solo aumentan el precio de la vivienda, sino también el espacio de préstamo disponible, lo que implica que la eliminación no supone ninguna ganancia neta para los que empiezan. Al mismo tiempo, perjudicaría gravemente las perspectivas financieras de más de 3,5 millones de hipotecados neerlandeses —más de siete millones de votantes (!) de un total de 13,3 millones— que dependen de una deducción media anual de 9300 dólares para cubrir sus gastos de vivienda.
Sobre el papel, la supresión de la segunda genera una cantidad aún mayor, 44.000 millones de dólares al año. Sin embargo, la mayoría de estas medidas son de tipo implícito quimérico, que solo pueden contabilizarse introduciendo fuertes impuestos sobre las emisiones de carbono, algo políticamente muy difícil de conseguir, incluso en el mejor de los casos. Dada la fuerte dependencia de los consumidores neerlandeses de los productos de estas empresas contaminantes, el consiguiente aumento de los precios provocará inmediatamente una crisis del costo de la vida, especialmente si se combinan ambas medidas. Dado su peso político, una revuelta de los votantes pondrá rápidamente a prueba la supuesta solidaridad, obligando a los políticos, incluidos los de la Izquierda Verde, a compensar fiscalmente de nuevo a los ricos, que en realidad son la clase media. Así es la política de la financiarización de la vivienda. Es difícil ver cómo esto va a tapar el enorme agujero fiscal.
En resumen: si nos basamos en el caso neerlandés, parece que la izquierda europea niega las verdaderas consecuencias presupuestarias de la nueva norma de la OTAN. La Izquierda Verde de Timmermans puede parecer una fuerza reformista insulsa, pero simula que puede cambiar el mundo en todos los sentidos a la vez: armar a los Países Bajos hasta los dientes, salvar el medio ambiente de la destrucción capitalista y reparar los daños de treinta años de austeridad neoliberal.
Esto es, en el mejor de los casos, falso y, en el peor, una receta para el descontento de los votantes: no obtendrán lo que se les prometió y solo recibirán lo que no necesitan, es decir, un arsenal repleto y un miedo constante a la escalada militar. Si esta va a ser la tónica de la izquierda europea, las consecuencias a largo plazo no son difíciles de predecir: un mayor declive de las fuerzas «progresistas» verdes en toda Europa, más votantes descontentos, menor participación, más resentimiento y enojo y, más adelante, un giro aún mayor del que ya presenciamos hacia los populistas de derecha.
Solo hay una forma de evitar todo esto: reconocer que «rearmar» Europa significa inevitablemente armas para los generales y austeridad para el resto de nosotros. Dado que se trata de una «crisis de seguridad» con un débil fundamento en la realidad geopolítica objetiva, la salida se sugiere de inmediato: rechazar la nueva norma de la OTAN, obligar a las partes beligerantes a sentarse a la mesa y entablar un debate más amplio sobre cómo construir el orden de seguridad euroasiático que se desperdició tan trágicamente a principios de la década de 1990, como demostró Richard Sakwa.
De hecho, este debería haber sido el objetivo de la izquierda europea desde el principio.