Al igual que con muchos presidentes, la forma en que se evalúan los primeros cien días de Donald Trump en su segundo mandato depende totalmente de la seriedad con la que se tome su retórica. En el caso del presidente estadounidense, existen los objetivos aparentes que se escucharon durante la campaña electoral, en declaraciones públicas, en comunicados de prensa y en otros comunicados oficiales… Y luego están los objetivos que persiguen los diversos ideólogos y especuladores que se han aferrado a su presidencia para promover sus propios intereses.
Al menos en cuanto al estilo, los primeros cien días de Trump han sido el espectáculo agresivo y enérgico que prometió que sería. Ha ejercido el poder ejecutivo de una manera y a una escala sin precedentes, sin prestar mucha atención a las normas, la tradición y, a menudo, tampoco a las restricciones legales, y ha puesto deliberadamente a prueba los límites de lo que el sistema político estadounidense permite hacer a un mandatario.
En este sentido, Trump ha dejado en evidencia la presidencia de Joe Biden —vendida en su momento como impulsora de una serie de medidas presidenciales innovadoras al estilo de Franklin Roosevelt en una situación de emergencia nacional— y ha demostrado cómo se ve realmente un líder dispuesto a tomar medidas drásticas para alcanzar sus objetivos ideológicos. Según las cifras que se utilicen, Biden firmó cuarenta y dos órdenes ejecutivas en sus primeros cien días o más de sesenta. Cualquiera sea el número que se tome, es solo una fracción de las 137 órdenes ejecutivas que firmó Trump hasta ahora, a un ritmo de más de una al día.
Algunas de las actitudes desafiantes de Trump hacia las normas y las instituciones han sido inaceptablemente autoritarias y peligrosas, independientemente de la postura que se adopte. Su persecución de diversos opositores políticos y disidentes, sus deportaciones de residentes legales en Estados Unidos, su desacato de las órdenes judiciales y sus amenazas e incluso ahora la detención de jueces. Pero algunas de ellas —como actuar de forma rápida y unilateral para poner fin a programas y agencias, imponer aranceles generalizados o negarse a gastar los fondos asignados por el Congreso, y ver qué deciden los tribunales sobre cada medida— son simplemente intentos radicales de traspasar los límites políticos, que no difieren de los de presidentes anteriores, solo que en este caso se dirigen hacia objetivos políticos desagradables e incluso ruinosos.
Razonando, acertadamente, que los dos primeros años son los que más libertad de maniobra tiene el presidente, Trump ha hecho todo esto mediante una estrategia de «inundar la zona», un aluvión incesante de medidas a menudo controvertidas, sin tener en cuenta las críticas institucionales ni la opinión pública, lo que ha dificultado a sus oponentes dar una respuesta eficaz y ha permitido que se aprobaran medidas de gran alcance sin que apenas se notara. Trump demostró cuán conservador era el enfoque de la administración Biden.
A menos que se tratara de la política exterior de Estados Unidos, donde violó alegre y repetidamente la ley y la Constitución estadounidense, Biden era reacio a utilizar y estirar el poder ejecutivo de cualquier manera que se pareciera al enfoque de Trump, incluso si eso significaba mejorar realmente la vida de los estadounidenses. A pesar de tener el poder legal para dar a todos los ciudadanos del país acceso a Medicare en medio de una pandemia, fue una medida que ni siquiera lo consideró. Fue demasiado institucionalista para impulsar la reforma de la Corte Suprema, salvo como jugada desesperada de última hora para salvar su candidatura. Se negó a invalidar la decisión del parlamentario del Senado para aumentar los salarios de los trabajadores, una «norma» que los republicanos han violado repetidamente tanto antes de esa decisión como, ahora, después de ella. Y se necesitó un enorme esfuerzo y presión para que luchara por una moratoria de los desalojos o intentara condonar la deuda de los préstamos estudiantiles.
De esta forma, aquello que parecía impotencia presidencial bajo Biden fue una elección política del expresidente. Al igual que en su primer mandato, Trump ha acabado rápidamente en sus primeros cien días con el argumento de que la presidencia es un cargo sin poder, un argumento que, misteriosamente, solo parece surgir cuando hay un demócrata en la Casa Blanca.
Poco que mostrar
La gran pregunta para Trump es qué ha logrado con todo esto. Si nos tomamos en serio los objetivos que el presidente y sus aliados han esbozado —reducir la deuda y el gasto público de Estados Unidos, bajar los precios, poner fin a las guerras, restaurar la industria nacional estadounidense para mejorar la vida de los estadounidenses «olvidados» y restaurar la «grandeza» de Estados Unidos en la escena mundial—, los resultados hasta ahora son más que mediocres.
El Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) de Elon Musk ha fracasado estrepitosamente a la hora de recortar el gasto o encontrar despilfarros, ya que el gasto estadounidense de hecho aumentó respecto al año pasado, y el DOGE recortó solo una mínima parte de lo que había prometido inicialmente (un pequeño rasguño en la montaña de deuda estadounidense) y sus ahorros se han visto más o menos anulados por los costes que ha supuesto el despido masivo de empleados. En cambio, ha sido un vehículo para los negocios personales del multimillonario megadonante, eliminando a los reguladores con los que se enfrentó, librándose de las multas gubernamentales y abriendo oportunidades de contratación federal para sus empresas.
En algunos casos, incluso, Trump está añadiendo despilfarro y fraude al gasto federal. El presidente tiene previsto, por primera vez, superar la barrera del billón de dólares en el notoriamente derrochador presupuesto del Pentágono. Está aumentando drásticamente los pagos del gobierno al programa Medicare Advantage, que durante años ha sido objeto de un fraude rampante por parte de las compañías de seguros privadas, que lo ven como un comedero sin fondo.
Los precios de todo, desde los alimentos y la atención médica hasta las facturas de electricidad y el costo de la vivienda, son tan altos como cuando Biden estaba en el cargo, si no más, y se han tomado pocas medidas para reducirlos, aparte de las deportaciones masivas que Trump dijo a los votantes que resolverían todos los males de la nación.
Por si fuera poco, los resonados aranceles no harán sino encarecer mucho más los precios de casi todo, mientras el desmantelamiento de las agencias federales socava los esfuerzos para hacer frente a la especulación de los precios por parte de las empresas. Las políticas comerciales de Trump podrían ser el mayor fracaso de este periodo, dado que son la parte de su programa en la que podría haber hecho algo tangiblemente bueno.
Lejos de esto, los aranceles de Trump han fracasado en sus propios términos. No lograron ni un solo nuevo acuerdo comercial; han sumido en crisis al sector agrícola —en su mayoría favorable a Trump—, están provocando pérdidas de puestos de trabajo y empujando al país hacia una crisis económica. Además, junto con otros comportamientos de Trump y sus funcionarios en la escena internacional, han supuesto un devastador golpe autoinfligido al poder global de Estados Unidos y una bendición para China y otros rivales. Lo peor de todo es que están obstaculizando, en lugar de impulsar, la reactivación de la industria manufacturera estadounidense. Aunque Trump consiguió obligar a Apple a sacar la producción del iPhone de China, la empresa no ha trasladado sus operaciones a Estados Unidos, sino que simplemente las ha deslocalizado a un tercer país, la India.
De hecho, la forma caótica y poco estratégica en que se han aplicado no solo ha vuelto a la opinión pública estadounidense en contra de los aranceles, sino que está convirtiendo a los estadounidenses de nuevo en partidarios del libre comercio. Lo más importante que lograron los líderes transformadores de derecha como Ronald Reagan fue un cambio a largo plazo en la opinión pública a favor del libre comercio, que incluso sus oponentes liberales aceptaron.
Pero si el patrón de los primeros cien días de Trump continúa, su segundo mandato, al igual que el primero, tendrá el efecto contrario, empujando potencialmente al país hacia una dirección más liberal, incluso progresista. En numerosas encuestas, Trump está por debajo en aprobación pública en todo, desde el comercio, la economía y la inflación —un logro sombrío para un presidente que siempre ha contado con su fuerte índice de aprobación económica— hasta la política exterior, la sanidad y la inmigración.
Este último aspecto es especialmente notable, ya que sigue siendo el tema más fuerte de Trump. Sin embargo, es evidente que la opinión pública no está impresionada con la forma en que el presidente ha abordado la cuestión, ya que los ejemplos más emblemáticos de su política de control de la inmigración no son miembros de bandas ni otros delincuentes violentos, sino una serie de residentes permanentes, titulares de visados por motivos humanitarios procedentes de países amigos, un padre de tres hijos que reside legalmente en el país e incluso un ciudadano estadounidense de dos años. Si la opinión pública llega a asociar el programa de deportaciones masivas de Trump con la expulsión de ciudadanos estadounidenses, la represión de la libertad de expresión y la expulsión de inmigrantes legales, sus tres primeros meses podrían sentar las bases para otro giro hacia la izquierda en la política de inmigración.
Mientras tanto, en política exterior, el nuevo presidente no ha logrado hasta ahora ser el «pacificador» que anunció que sería. Tras un comienzo prometedor, en el que ejerció la presión que Biden se había negado a ejercer sobre el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para lograr un alto el fuego en Gaza, Trump cierra sus primeros cien días cada vez más parecido a su predecesor, solo que peor: cediendo ante Netanyahu y permitiéndole reanudar sus matanzas a escala aun mayor, reiniciando una guerra todavía más grande y más derrochadora (e inconstitucional) contra Yemen, lo que podría derivar hacia un conflicto con China que sería paralelo al desastre de Biden en Ucrania, y hacer avanzar poco a poco el panorama hacia una guerra con Irán, gracias tanto al liderazgo israelí como a sus propios saboteadores internos.
Los verdaderos ganadores
Pero todo esto se basa en la idea de que la retórica pública de Trump y su equipo refleja los objetivos e intenciones reales de quienes dirigen la administración.
Si nos tomamos al pie de la letra, por ejemplo, la afirmación de que el plan de recortes masivos de Trump tiene como objetivo frenar el gasto público, reducir la deuda y erradicar el despilfarro, entonces ha sido un fracaso absoluto. Pero si entendemos esa retórica como una tapadera política para lo que realmente es —una cruzada ideológica y un proyecto de la clase dominante para desmantelar el Estado estadounidense moderno impulsado por el director de la Oficina de Gestión y Presupuesto de Trump, el fanático antigobernamental Russell Vought—, entonces ha sido un triunfo rotundo.
Resulta que destruir las funciones esenciales del gobierno que controlan el poder corporativo y hacen posible la vida moderna no requiere un cambio político generacional ni un consenso político duradero que se prolongue durante años. No requiere gestionar la opinión pública, ni siquiera competencia. Lo único que se necesita es rapidez, gente dispuesta a romper cosas y un líder que les deje hacerlo. Aunque los recortes de Trump, llevados a cabo por Musk y el DOGE, han demostrado ser tóxicamente impopulares, incluso si el presidente cambiara drásticamente de rumbo ahora o los tribunales lo frenaran, sería demasiado tarde para reparar el daño causado.
Parte de ese daño ya se está sintiendo, ya que los beneficiarios de la Seguridad Social son declarados muertos u obligados a esperar al teléfono durante horas, y mientras las empresas depredadoras quedan impunes. Pero la mayor parte de todo esto no se notará ni se comprenderá adecuadamente hasta dentro de meses o incluso años, ya que la regulación de la aviación se ha quedado sin personal, se han suspendido los controles de alimentos y medicamentos, se ha socavado la ciberseguridad que protege la información más privada de las personas y se han paralizado la recaudación de impuestos, los servicios postales y la investigación y el desarrollo que hacen posibles los milagros médicos y otros avances científicos.
Si los despidos masivos se detuvieran ahora, los casi 300 000 trabajadores federales despedidos —cifra que sigue aumentando— supondrían una pérdida monumental de conocimientos institucionales que no se recuperaría y que tal vez ni siquiera se reemplazaría, ahora que los solicitantes de empleo saben que los puestos de trabajo en la administración pública pueden durar solo hasta las próximas elecciones.
Que esto esté debilitando a Trump y socavando lo que se supone que es su gran proyecto político —tanto al hacerlo cada vez más impopular como al vaciar de contenido a las oficinas responsables de repartir subsidios a la industria manufacturera y de negociar a la baja los precios de los medicamentos, por ejemplo— no importa. Para ideólogos como Vought, que ven la presidencia de Trump como un vehículo para promover los objetivos impopulares que nunca podrían conseguir a través del proceso democrático real, esta ha sido una oportunidad única en la vida que ha logrado en tres meses lo que ellos no han conseguido en décadas a través del Congreso.
Lo mismo podría decirse de ámbitos como la sanidad o la política exterior. La disonancia entre la retórica del presidente y la dirección real, cada vez más errónea, que están tomando las políticas en esos frentes solo es un fracaso si se asume que los resultados son indeseables para los responsables de las mismas. Pero el hecho de que Estados Unidos se esté viendo arrastrado lentamente hacia múltiples guerras potencialmente desastrosas no supone ningún problema para las personas que Trump ha nombrado para dirigir su política exterior, casi todas ellas halcones de Washington desde hace mucho tiempo.
Estos son los verdaderos ganadores de los primeros cien días de Trump. El propio presidente puede estar en horas bajas y hundiéndose cada vez más; los sectores de su coalición que esperaban convertir al Partido Republicano y al conservadurismo en una fuerza genuina para la política populista y de la clase trabajadora pueden estar amargamente decepcionados. Pero aquellos sectores de la vieja guardia republicana que odian el Estado y aman la guerra sin fin parecen estar consiguiendo exactamente lo que querían.