Hasta cierto punto, realmente no importa si Donald Trump y los demás líderes del trumpismo que hoy ocupan la presidencia de Estados Unidos son fascistas o simplemente oligarcas autoritarios corruptos: en cualquier caso, son malos, y debemos deshacernos de ellos y de sus políticas y revertir las fuerzas sociales que han propiciado su ascenso.
Pero afirmar, como hace Daniel Bessner en «This Is America», que «el uso del término oscurece tanto la naturaleza como lo que está en juego en el momento actual» es erróneo. El significado del fascismo puede ser objeto de debate y, como bien señala Bessner, existe una larga tradición académica en torno a su definición. Pero para negar que el trumpismo es una forma contemporánea de fascismo hay que proponer al menos una de esas definiciones plausibles y aportar pruebas de que este movimiento no encaja en ella. Bessner no lo hace.
Y es precisamente lo que él llama «la naturaleza y lo que está en juego en el momento actual» lo que exige comprender las implicancias de que un movimiento fascista tome el poder en Estados Unidos.
Es estadounidense
Bessner escribe:
Hay una verdad fundamental en el corazón del trumpismo que hace difícil sostener las comparaciones con el fascismo europeo. En pocas palabras, Trump y sus seguidores se basan en tradiciones nacionales de larga data y utilizan herramientas propias del gobierno estadounidense para desmantelar la democracia. El trumpismo no es una importación extranjera. Es claramente autóctono.
La suposición sin fundamento aquí es que solo en comparación con su variante europea de antes de la guerra se puede considerar que el programa de Trump es fascista. Eso puede ser parte de la historia, pero el fascismo, según la obra de referencia en la materia, The Anatomy of Fascism, de Robert Paxton, tiene características comunes dondequiera y cuandoquiera que aparezca.
Consta de cinco etapas (aunque no es necesario que se produzcan siempre en el mismo orden), que incluyen la creación de un movimiento, su arraigo en el sistema político, la toma del poder, el ejercicio de ese poder y la elección entre la radicalización o la entropía. Paxton describe el fascismo como
una forma de comportamiento político caracterizada por una obsesión por el declive de la comunidad, la humillación o el victimismo, y por cultos compensatorios de unidad, energía y pureza, en la que un partido de masas formado por militantes nacionalistas comprometidos, que colaboran de forma incómoda pero eficaz con las élites tradicionales, abandona las libertades democráticas y persigue con violencia redentora y sin restricciones éticas o legales objetivos de limpieza interna y expansión externa.
Si se acepta esta definición, es realmente difícil pasar por alto las conexiones generales con Trump y el momento actual. Creo que faltan algunos elementos clave: la dinámica de clases en lugar de la noción sociológica más débil de «élites», el papel del líder carismático y omnisciente y la destrucción, una vez en el poder, de las partes auxiliares del aparato estatal, al tiempo que se refuerza el aparato represivo.
Paxton también admite diferencias basadas en variaciones en las condiciones y culturas nacionales. En otras palabras, para ser una forma de fascismo, el trumpismo no tiene por qué ser «una importación extranjera». En palabras de Bessner, «es claramente autóctono».
No es necesario dejarse llevar por la definición de Paxton para considerarla un buen punto de partida para comprender lo que es un objetivo en movimiento cada vez que aparece. Bessner no nos ofrece ninguna definición de poder analítico comparable.
Uno de los argumentos que esgrime es que las analogías entre la actualidad y los años veinte y treinta no se sostienen. Alemania e Italia durante esos años sufrían las crisis de desestructuración social de la posguerra. Esta crisis dio lugar a bandas de jóvenes veteranos con experiencia en combate que vagaban por las calles, un poderoso movimiento comunista y una hiperinflación. Dado que Estados Unidos no reúne estas condiciones previas, el trumpismo no es fascista.
Bessner tiene razón al afirmar que las analogías superficiales son insuficientes para demostrar que Estados Unidos está viviendo un fascismo. Pero, ¿y si las condiciones en las que se centra como prueba de la diferencia entre entonces y ahora no son indicadores adecuados del fascismo? Por ejemplo, en la Italia de los años veinte y en la Alemania de los treinta existía una democracia polarizada y bloqueada en la que ni las fuerzas tradicionales de centroizquierda ni las de centroderecha eran capaces de vencer a las otras. Esto condujo a la incapacidad de abordar de manera decisiva los retos más importantes que afectaban a la sociedad a través de los mecanismos políticos habituales.
La clave del fascismo es ese bloqueo, no las cuestiones particulares ligadas al tiempo y al lugar. El fascismo representa una solución radical (en la dirección equivocada, hacia los sectores más reaccionarios del capital) para resolver cuestiones fundamentales en torno al desarrollo capitalista. En Italia, el fascismo fue una solución a la modernización de la economía rural; en Alemania, una respuesta a la aplastante carga de la deuda de guerra; y hoy, en Estados Unidos, a las anticuadas estructuras políticas legadas por las concesiones de los fundadores a la esclavocracia y al control absoluto del capital de los combustibles fósiles sobre el futuro de nuestro planeta.
El segundo punto de Bessner, en mi opinión, da la razón a sus oponentes. Señala acertadamente sus exploraciones de algunos ejemplos de lo que podría considerarse fascismo autóctono estadounidense desde la revolución hasta la actualidad: la esclavitud, la expulsión y el genocidio de los pueblos nativos, el Ku Klux Klan, Jim Crow, el encarcelamiento de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, las prácticas policiales militaristas, etc. (yo diría que se trata más de protofascismo que de fascismo, ya que cada uno de ellos muestra, pero también omite, algunos elementos que suelen aparecer en una sociedad fascista en toda regla; pero se acercan bastante). Admite que, en este sentido, «existen profundas continuidades entre el momento actual y la historia de Estados Unidos».
Pero luego dice que «para los defensores de la tesis del fascismo estadounidense, todos estos acontecimientos demuestran que existe una línea ininterrumpida de fascismo que se remonta a la fundación de la nación». No sé a quién atribuye esta posición exagerada, ya que no identifica a nadie. Los estudiosos que defienden la existencia de precedentes fascistas en la historia de Estados Unidos, como el auge del primer KKK durante la Reconstrucción, son muy cautelosos a la hora de hacer afirmaciones tan generales.
En su artículo «Fascism Has an American History, Too» (El fascismo también tiene una historia estadounidense), publicado en 2021 en la revista Reviews in American History, Olivier Burtin cita a Paxton, quien argumenta de forma convincente que el Ku Klux Klan ofreció «un notable anticipo de cómo funcionarían los movimientos fascistas en la Europa de entreguerras». Esto no es un argumento a favor de una «línea ininterrumpida» del fascismo estadounidense desde el principio. Más bien, destaca movimientos o acontecimientos singulares que socavan la visión tradicional del excepcionalismo estadounidense, según la cual no ha habido fascismos autóctonos en la historia de Estados Unidos.
El tercer argumento de Bessner se dirige a quienes piensan que utilizar el término es políticamente útil y creen que llamar «fascista» a Trump motiva la resistencia contra él. Se refiere al intento de Kamala Harris de reunir apoyos durante los últimos días de su campaña presidencial. Cree que ese fue su «argumento final». Es una afirmación extraña. ¿Está diciendo Bessner que no debemos hablar de fascismo porque Kamala Harris perdió la campaña? ¿Cree que esa es la razón principal por la que perdió? ¿Y eso significa que quienes utilizan el término piensan que el fascismo es solo una etiqueta?
Sin duda, algunos sí. Pero la mayoría de los investigadores serios sobre el fascismo no lo creen así. Otra vez Paxton, en una entrevista concedida al New York Times antes de las elecciones, contó que tras la primera elección de Trump se abstuvo de utilizar el término para describir sus políticas. Consideraba que el calificativo «fascista» se había degradado por su uso popular como sinónimo de «matón» o de cualquiera que actúa mal. Pero, continuaba en la entrevista, visto en retrospectiva se había equivocado.
Trump y, sobre todo, su movimiento —porque ese es uno de los ingredientes clave del fenómeno— cumplen los requisitos. ¿Qué convenció a Paxton para cambiar públicamente de opinión? La insurrección de enero de 2021 fue decisiva para él; ya no creía que las discusiones académicas sobre etiquetas o las reservas basadas en el uso popular pesaran más que el peligro de la realidad.
Aunque descarta la «ideología de extrema derecha» por considerarla una definición demasiado imprecisa, Bessner no ofrece en ningún momento una alternativa propia o ajena con la que esté de acuerdo. En cambio, parece considerar el fascismo principalmente como una analogía errónea por tres razones: sus análogos son Italia y Alemania, es una ideología extranjera y, dado que el trumpismo es americano de nacimiento y crianza, no puede ser fascismo. Pero estos argumentos son tautológicos y poco convincentes.
El cuarto argumento que esgrime es que «algunos de los que aceptan la analogía» piensan que «el marco del fascismo» puede predecir el comportamiento de Trump. Bessner rechaza esta postura alegando que ni las ciencias sociales ni la historia pueden predecir nada; lo que estas disciplinas pueden hacer, afirma, es «identificar estructuras, procesos, discursos y patrones».
El fascismo nos ofrece una historia de la que podemos aprender y enseñarnos a nosotros mismos hacia dónde debe y no debe ir nuestra sociedad. ¿Podemos predecir con certeza que las guerras comerciales de Trump conducirán a una guerra real, como lo han hecho en el pasado? No, pero la historia sí indica que es una posibilidad muy real, al igual que sacar a los comunistas y a los judíos de las calles y llevarlos en coches sin identificar a campos de concentración nos advierte de que, cuando los gobiernos de extrema derecha se ceban hoy en los inmigrantes y las personas trans, probablemente no se detendrán ahí. ¿Por qué? Porque las «estructuras, procesos, discursos y patrones» nos muestran los caminos que puede tomar la historia, no para que podamos mirar en nuestras esferas de cristal y predecir con precisión la repetición de los acontecimientos del pasado en el presente, sino para que podamos dominar la capacidad crítica de ver lo que el «hombre detrás del telón» está tratando de imponernos y evitar que suceda.
El último argumento con el que Bessner discrepa es, según él, el más significativo desde el punto de vista político. Los defensores de la opinión de que Trump es un fascista exageran «el grado en que el trumpismo refleja una innovación genuinamente novedosa en la política estadounidense». Es importante, afirma, porque, junto con los liberales y los izquierdistas, ha llevado a republicanos como Liz Cheney a la columna de los Never Trumper. Afirma que si etiquetar a Trump como fascista permite a personas como ella hacerse pasar por demócratas con «d» minúscula, entonces se oscurece su papel en la defensa de los peores crímenes del poder imperial estadounidense y el neoliberalismo. Lo cual es cierto, pero me cuesta ver cómo esto hace que el fascismo sea una categoría errónea para describir a Trump.
La falacia del hombre de paja
A lo largo del artículo, Bessner crea un hombre de paja tras otro y los derriba. Nos dice: «Los poderes que Trump está desplegando, y las leyes y teorías sobre las que está construyendo su intento de remodelar el Estado y la sociedad estadounidenses, no son fascistas. Son estadounidenses». Pero esa suposición de que «fascismo» y «estadounidense» son categorías que no se solapan es algo que Bessner no demuestra ni argumenta en ningún momento. Mi argumento, por el contrario, es que se combinan en lo que asistimos hoy, un «fascismo estadounidense».
El fascismo es una ideología, un tipo de movimiento de masas y una forma de poder gubernamental capitalista. No sigue un camino predeterminado porque aparece en diferentes lugares en diferentes momentos y se adapta a esas circunstancias. Pero tiene características comunes, y comprenderlas nos ayuda a determinar cómo combatirlo. Ciertamente, no utilizaría el término en todas las situaciones en las que me encuentro hablando de ello. Dependiendo de con quién esté hablando podría decir «autoritario», «oligárquico», «supremacista blanco» o simplemente «malo». La argumentación política y su retórica dependen en parte del contexto. Pero eso no cambia la naturaleza del fenómeno del que estamos hablando.
Aprecio la oposición de Bessner a Trump y al trumpismo, así como su deseo de combatirlos aclarando lo que significan. En ese sentido, sin duda estamos en el mismo bando de esta batalla. A nivel práctico, en cuanto a cómo derrotar al enemigo, argumentar que Trump no es fascista no nos lleva muy lejos. Una vez que la gente comprenda qué es el fascismo —y cada día reciben más información al respecto—, la coalición antifascista será grande y amplia, como han comenzado a demostrar las manifestaciones del 5 de abril y otras posteriores. Tenemos una oportunidad para enseñar y debemos aprovecharla.
En la mayoría de los lugares, y para cualquiera que sepa algo sobre la Segunda Guerra Mundial, la analogía con Italia y Alemania puede ser útil para demostrar paralelismos; eso no significa que estemos reduciendo el fascismo estadounidense a simples analogías. Los precedentes protofascistas en la historia estadounidense no significan que la historia estadounidense marche a paso de ganso con el fascismo, sino que esas tendencias han existido durante mucho tiempo en el capitalismo y, en determinados momentos y para algunos grupos de personas, pasan a primer plano.
¿Es políticamente útil llamar fascista a Trump? Definitivamente no empezaría por ahí con una persona simpatizante del trumpismo, pero si estoy hablando con alguien que tiene miedo de lo que está pasando y busca medidas para contribuir a que las cosas no empeoren, llamarlo de esa manera sin dudas proporciona una comprensión común —y precisa— de a qué nos enfrentamos.