Casi una década después, mientras encarga al hombre más rico del mundo que destruya y arruine las instituciones de las que dependen millones de familias estadounidenses, es fácil olvidar que Donald Trump llegó a la cima política prometiendo acabar con la corrupción de Washington.
Acertadamente, pintó de «corrupta» a su oponente, Hillary Clinton, que había recibido millones de dólares por discursos ante bancos de Wall Street y tenía un historial de corrupción y de pago por favores con donantes corporativos. Para demostrar que «el sistema está roto», Trump admitió abiertamente que, como empresario, había dado dinero «a todo el mundo», incluidos políticos demócratas como Clinton, para que «cuando necesite algo de ellos» más adelante, «estén ahí para mí».
El hecho de que él se autofinanciara su campaña de 2016 significaba que «no formaba parte del sistema corrupto» como candidato, dijo a los votantes, prometiendo en su lugar «escuchar su voz, oír sus gritos de ayuda». Incluso presentó un plan para «hacer que nuestro gobierno vuelva a ser honesto» que implicaba expulsar a los lobbistas de los cargos oficiales.
«Nuestro movimiento consiste en reemplazar un sistema fallido y (…) totalmente corrupto por un nuevo gobierno controlado por ustedes, el pueblo estadounidense», dijo Trump a los votantes un mes antes de ser elegido por primera vez.
Este tipo de discurso se abrió camino incluso en su campaña más reciente. Durante el año pasado, Trump se quejó de que «políticos corruptos» robaban la Seguridad Social para «financiar sus proyectos favoritos», y se comprometió a «recuperar nuestra democracia de la corrupción de Washington» y a enfrentarse a «la corrupción que ha plagado nuestro gobierno federal y perjudicado a los estadounidenses».
Así que su decisión de nombrar a Elon Musk, un multimillonario inmigrante, para formar un gobierno dentro del gobierno que no rinde cuentas para disolver amplias franjas del Estado posterior al New Deal es un duro despertar. En pocas palabras, Trump ha abrazado plenamente el sistema corrupto contra el que una vez afirmó estar luchando y, de hecho, lo ha llevado a nuevos e inéditos extremos que hacen que los Clinton parezcan modelos de ética e integridad.
A esta altura, resulta más fácil preguntarse en qué partes del gobierno federal no metió ya sus garras Musk que en cuáles sí. Musk y su equipo del «Departamento de Eficiencia Gubernamental» (DOGE, por sus siglas en inglés) están ahora instalados y juguetean con los sistemas de los Departamentos de Trabajo, Educación y Energía, así como con las agencias responsables de administrar los programas Medicare y Medicaid de los que dependen casi 150 millones de estadounidenses, administrar el programa de la Seguridad Social que mantiene a millones de estadounidenses fuera de la pobreza, vigilar y advertir al país cuando se forman huracanes mortales y proteger a los estadounidenses de delincuentes de cuello blanco, por nombrar algunos.
Quizá lo más alarmante es que, según se informa, tienen poder de edición sobre el código informático del Departamento del Tesoro, el sistema responsable de los enormes pagos federales por valor de 5,5 billones de dólares que hacen funcionar a la América del siglo XXI. Su objetivo es reducir radicalmente todos estos organismos mediante despidos masivos y recortes de programas, supuestamente para erradicar el fraude y el despilfarro, lo que planean hacer alimentando con la información de sus sistemas a programas de inteligencia artificial plagados de errores que decidirán qué recortar. De hecho, Trump está luchando activamente contra los tribunales para asegurarse de que Musk pueda seguir manipulando el sistema de pagos del Tesoro, lo que pone en riesgo la información privada más sensible de los estadounidenses.
Para que eso suceda, Musk está tomando decisiones tanto políticas como de dotación de personal, incluyendo el despido de funcionarios experimentados y veteranos si se interponen en su camino. Según lo que los funcionarios de Trump le dijeron al New York Times, nadie en la administración, excepto Trump, tiene autoridad sobre él o siquiera sabe lo que está haciendo. Mientras Musk y su equipo llevan a cabo este programa radical antigubernamental, están tomando medidas para eludir la ley y asegurarse de que el público no pueda solicitar y ver sus comunicaciones más adelante.
Incluso antes de que Trump tomara posesión, Musk estaba presente en reuniones con líderes mundiales y asesorando informalmente al presidente electo. Musk no fue elegido en ningún momento, confirmado por el Congreso, ni siquiera nombrado para ningún cargo oficial por el presidente: es un ciudadano privado que puede entrar y salir de la Casa Blanca cuando quiera, no responde ante nadie y puede manipular y potencialmente arruinar programas gubernamentales a su discreción personal y sin responsabilidad democrática.
¿Qué ha hecho exactamente Musk para merecer este tipo de poder sin precedentes sobre las vidas de millones de personas en su país de adopción? No es talento ni habilidad. La habilidad de Musk para autopromocionarse y hacer grandes declaraciones con bombos y platillos que luego incumple en silencio ha pulido una imagen pública de genio pionero que ha servido para enmascarar la mediocridad y la fanfarronería de charlatán que se esconde en su corazón.
Gracias a este esfuerzo de relaciones públicas, pocos estadounidenses saben que, por ejemplo, Musk no fundó la empresa por la que es más famoso, Tesla, sino que fue solo un inversor que más tarde expulsó a los verdaderos fundadores, se instaló como director general y más tarde ganó el título de «fundador» mediante una demanda. Tampoco muchos de ellos conocen o recuerdan su constante incapacidad para cumplir las grandiosas promesas de ciencia ficción que le gusta contar a multitudes de fanáticos de la tecnología, su empleo masivo de trucos y mentiras para embellecer los productos de su empresa, o su historial de ideas derrochadoras e inventos que no funcionan.
El mandato de Musk en Twitter/X ha sido una muestra de primera mano de lo exagerada que es su reputación de genio de los negocios, ya que la plataforma se ha vuelto mucho menos funcional, más represiva con la libertad de expresión, plagada de spam y falsificaciones y más precaria económicamente, mientras que su base de usuarios se ha reducido, todo ello mientras las nuevas funciones e innovaciones que aportó al sitio demostraban ser fallos técnicos vergonzosos y de alto perfil.
Ya está trayendo este mismo tipo de incompetencia a su nuevo trabajo en el gobierno. Cuando Molly Jong-Fast, de Vanity Fair, señaló acertadamente que la directiva de Musk y DOGE de recortar miles de millones en fondos biomédicos acabaría recortando los fondos para la investigación del cáncer, él respondió: «No lo hago. ¿De qué carajos estás hablando?». En otras palabras, Musk, literalmente, no tiene ni idea de lo que está recortando mientras reduce sin pensar el gobierno federal.
La única razón por la que Musk está en condiciones de hacer este tipo de daño es porque es multimillonario y porque le dio al presidente casi 290 millones de dólares en los meses previos a las elecciones, el mismo tipo de soborno flagrante de financiación de campaña que ha sido endémico en ambos partidos durante décadas, y exactamente el tipo de corrupción de Washington que Trump afirmó estar limpiando, solo que ahora con esteroides.
Más allá de la hipocresía, es la demostración más clara que se puede tener de cómo la extrema y creciente desigualdad del país corroe su democracia: mientras la gran mayoría de los estadounidenses se sienten frustrados por la falta de respuesta de Washington a sus necesidades, el hombre más rico del mundo puede simplemente comprar su entrada al gobierno y hacer lo que quiera con él, sin importar lo que el resto de nosotros pensemos o cómo nos afecte.
Pero la situación de Musk es solo un caso particularmente extremo de un patrón en la administración Trump, que en sus cortas cuatro semanas ha entregado el gobierno de Estados Unidos a una cohorte récord de trece mil millonarios, así como a especuladores corporativos en general, que a veces dirigen departamentos que afectan directamente a sus intereses comerciales. Pero esto es el business as usual de Washington, y la única desviación de Trump respecto a presidentes anteriores como Bill Clinton y George W. Bush en este frente hasta ahora es en cuánto más descarado y agresivo ha sido al hacerlo.
Desde hace años, el público estadounidense se queja de que el sistema político está amañado en su contra y a favor de los ricos y poderosos, lo que Joe Biden llamó tan atinada como tardíamente una «oligarquía incipiente», y lo que Trump denominó el «pantano» la primera vez que se presentó, cuando prometió drenarlo y hacer que el gobierno funcionara para los estadounidenses comunes y corrientes, olvidados. De hecho, la ira popular ante este tipo de corrupción es precisamente lo que ayudó a impulsar la popularidad de Trump en primer lugar.
Lejos de drenarlo, Trump se ha convertido en este pantano. Trump «escuchó la voz de la gente» y «oyó sus gritos de ayuda», pero aparentemente decidió que prefería atender el parloteo de un torpe oligarca tecnológico.