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La gente sostiene banderas de Wiphala durante un desfile cívico después de la ceremonia de juramento del presidente boliviano Luis Arce en la Plaza Murillo el 8 de noviembre de 2020, en La Paz, Bolivia. (Gaston Brito Miserocchi / Getty sImages)

La clase trabajadora salvó la democracia boliviana

Después de que la ultraderecha boliviana diera un golpe de Estado en 2019, un movimiento de masas restauró el gobierno socialista del país, prueba de que no son las élites las que protegen la democracia, sino los trabajadores organizados.

Mientras los gobiernos de izquierda mantengan el poder en buena parte de América Latina, las fuerzas sociales de la ultraderecha seguirán siendo una amenaza. En Bolivia, poderosos movimientos sociales indígenas de izquierda han logrado contener a la derecha insurgente desde el devastador golpe de Estado de 2019. Pero una creciente crisis política para el Estado plurinacional pone de relieve la urgente necesidad de reforzar la unidad frente a una derecha cada vez más poderosa.

El golpe de 2019 fue un ataque catastrófico a la democracia boliviana. Supuso el rápido ascenso de los conservadores ultraderechistas de la ciudad llanera de Santa Cruz —eje del antagonismo de la clase regional al entonces presidente Evo Morales y su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS)—, dirigidos por el empresario Luis Fernando Camacho, líder del grupo empresarial Comité Cívico Pro-Santa Cruz y antiguo dirigente del grupo juvenil nazi Unión Juvenil Cruceñista (UJC).

El golpe se desencadenó cuando manifestantes de clase media salieron a las calles para disputar la victoria de Evo en las elecciones de ese año. Cuando las protestas se intensificaron, el jefe de las Fuerzas Armadas «sugirió» la dimisión de Morales, obligándolo a exiliarse en México.

En el vacío de poder resultante, la derechista evangélica Jeanine Áñez se hizo con la presidencia y, ante la resistencia de los movimientos sociales, presidió dos asesinatos masivos: el de nueve manifestantes en Sacaba, Cochabamba, y el de diez manifestantes que bloqueaban la planta de gas de Senkata, en El Alto, asesinados a tiros por un Ejército exento de responsabilidad penal gracias a un repentino decreto presidencial.

Áñez restableció rápidamente lazos diplomáticos con Estados Unidos e Israel, con los que Morales había mantenido tensas relaciones. Exhibiendo en sus manos una Biblia gigante, Áñez declaró que la Biblia había «vuelto al gobierno», mientras desfilaba por la sede gubernamental. Los soldados fueron filmados quemando la bandera wiphala, lo que significó un nuevo giro contra las políticas descolonizadoras del Estado. Se desencadenó una frenética represión contra la izquierda, y el gobierno golpista dictó órdenes de detención contra periodistas y políticos simpatizantes del MAS.

Un año más tarde, el MAS protagonizó una sorprendente remontada política. Se produjo después de que campesinos, grupos indígenas y la Central Obrera Boliviana (COB), la principal federación sindical de Bolivia, paralizaran el país formando barricadas para exigir al gobierno dictatorial que convocara elecciones. Frente a las fuerzas populares insurgentes, el gobierno se doblegó. En las elecciones que siguieron, el MAS arrasó en las urnas, repudiando las políticas neoliberales y racistas iniciadas por las élites bolivianas. Sin embargo, esas élites siguen activas y poderosas.

Diseccionando la derecha

En un reciente artículo en Nueva Sociedad, Cristóbal Rovira sostiene que, al igual que en Europa, los proyectos políticos de extrema derecha están en auge en toda América Latina. En el golpe de Estado de 2019 en Bolivia surgieron dos vertientes clave de la movilización de derecha, siendo la más reciente la de los autodenominados pititas, manifestantes urbanos, jóvenes y de clase media. Algunos eran estudiantes de las universidades de La Paz, como la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), cuyo entonces rector, Waldo Albarracín, era un viejo crítico del MAS.

Su modus operandi era la formación de improvisadas barricadas de cuerdas en las calles. Compartían memes en los que se comparaba a Bolivia con una dictadura, y sus cánticos de protesta denunciaban el «comunismo» de Morales y comparaban a Bolivia con el viejo cuco de Venezuela.

A los pititas se les unió un elemento más peligroso: la ultraderecha concentrada en la rica región oriental de Santa Cruz, vinculada a los fascistas brasileños y a Washington DC. Esta facción se unió en torno a Camacho, que se convirtió en gobernador de Santa Cruz en las elecciones regionales de 2021. Su antigua organización, la UJC, lanzó una campaña de terror en Santa Cruz tras el golpe, haciendo estallar bombas frente a la sede del sindicato campesino local.

La formación de la UJC en 1957 está vinculada a la llegada a Bolivia de nazis alemanes que huyeron de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. En las últimas décadas, ha funcionado como una especie de grupo paramilitar que protege los intereses de los madereros y los agronegocios. Pretende establecer un estado autónomo de Santa Cruz y utiliza una retórica racista para fustigar a los «salvajes» indígenas del altiplano asociados con el gobierno nacional.

La extrema derecha también explota las antiguas divisiones culturales entre las regiones oriental y occidental, el altiplano andino y las tierras bajas, respectivamente. Hasta mediados del siglo XX, la ciudad de Santa Cruz era un remanso aislado, presidido por élites blancas que explotaban con saña a las pequeñas y dispersas poblaciones indígenas que vivían en la región. El descubrimiento de yacimientos de petróleo y gas en la década de 1960 generó un enorme crecimiento económico. Hoy Santa Cruz es la potencia de Bolivia, impulsada en las dos últimas décadas por la expansión de la frontera agrícola para la producción de soja, la tala de árboles y la ganadería, que están devastando los paisajes biodiversos y usurpando territorio indígena.

En estos territorios orientales las más vastas extensiones de tierra siguen siendo propiedad de una pequeña élite adinerada que adquirió las tierras durante las dictaduras de los años setenta y ochenta. Uno de estos terratenientes es Branko Marinkovic, descendiente abiertamente fascista de acaudalados inmigrantes croatas que, como ministro de Economía y Hacienda bajo el mandato de Áñez, fue recompensado con 34.000 hectáreas de tierra. En 2008, tras orquestar un atentado contra el Presidente Evo Morales, Marinkovic fue detenido y se exilió en Estados Unidos y posteriormente en Brasil.

Las élites cruceñas, asociadas al Comité Pro-Santa Cruz, se han forjado una identidad como cambas (en referencia a su pertenencia a las tierras bajas) en oposición al término racializado y a menudo peyorativo de collas. Estas élites están bien integradas a la extrema derecha regional. Marinkovic, por ejemplo, es un estrecho colaborador de Jair Bolsonaro, el expresidente brasileño; a principios de este año, fue detenido en el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, donde se dirigía a cenar con el presidente libertario de Argentina, Javier Milei.

A diferencia de los partidarios derechistas de Milei y Bolsonaro, que pudieron ganar el poder nacional en las urnas, la ultraderecha en Bolivia sigue estando muy concentrada en el este del país y aún no ha podido cortejar un apoyo más amplio que se traduzca en un éxito electoral a nivel nacional. En junio de 2022, Áñez fue condenada a diez años de prisión por su papel en el golpe, y ese mismo diciembre, Camacho permaneció en prisión preventiva acusado de terrorismo y malversación de fondos. Sin embargo, a pesar de su encarcelamiento y relativa marginalidad, las fuerzas que dieron impulso a estas dos figuras siguen siendo significativas.

Defensa de la democracia

El malogrado intento de golpe de Estado del 26 de junio de 2024 puso de manifiesto el compromiso de los movimientos bolivianos para resistir las amenazas a la democracia. Tropas dirigidas por un agraviado general del Ejército enviaron un tanque al palacio presidencial de La Paz, en lo que muchos temían que fuera un intento de los militares de hacerse con el poder en el contexto de un conflicto interno en curso dentro del MAS. El general Juan José Zúñiga exigió la liberación de Añez y Camacho.

Aunque el golpe se desvaneció por sí solo en pocas horas, los movimientos sociales bolivianos se apresuraron inmediatamente a pronunciarse. «Saldremos a la calle. Defenderemos la democracia», declaró en rueda de prensa Guillermina Kuno, dirigente aymara de Bartolina Sisa, el sindicato nacional de mujeres campesinas indígenas de Bolivia. Los movimientos sociales inundaron la Plaza Murillo en una demostración de fuerza contra la injerencia militar.

El incidente, sin embargo, es un mal presagio para un país que todavía se tambalea por el golpe de Estado de 2019. Ciertamente, no sería la primera vez que los líderes militares subvierten el régimen democrático en Bolivia. En medio de una letanía de golpes militares, uno de los más trágicos de la historia reciente fue el putsch liderado por Luis García Meza en 1980. Las tropas entraron en la sede de la central sindical y secuestraron al líder del partido socialista, Marcelo Quiroga, que fue torturado y asesinado. Como consecuencia, casi toda la dirección del movimiento obrero se vio obligada a exiliarse.

A finales de los años 70 y 80, el movimiento campesino fue un férreo defensor de la democracia en Bolivia frente a los regímenes autoritarios. El MAS tiene sus primeros orígenes en la estrategia de movilización de ese movimiento campesino. Su llegada al poder en 2005 de la mano de Morales se produjo tras un ciclo de revueltas entre 2000 y 2004 protagonizadas por campesinos, mineros, trabajadores y grupos indígenas contra la privatización de los recursos del país y otras políticas neoliberales.

Con los ingresos de las industrias del petróleo y el gas recién nacionalizados a finales de la década de 2000, la economía se disparó y la desigualdad se redujo drásticamente. El gasto social transformó la vida de los pobres, los trabajadores, las comunidades indígenas y las mujeres. En un país marcado por una profunda discriminación racial contra los pueblos indígenas, el Estado proclamó la importancia de las lenguas y formas de vida de los pueblos originarios.

Un futuro incierto

Hoy la izquierda boliviana está sumida en una nueva crisis. Las perspectivas económicas del país se deterioran. Los precios del gasoil y de los alimentos básicos suben con fuerza, presionando a los ciudadanos de a pie y exacerbando las tensiones sociales. El auge económico de la década de 2000 creó una nueva clase media que ahora está viendo cómo su fortuna cambia y el valor de sus ahorros se desploma.

Marcelo Quiroga observó una vez que «los recursos naturales no renovables son pan para hoy y hambre para mañana». Herencia de la colonización americana por parte de Europa en el siglo XV, la economía boliviana sigue dependiendo de la exportación de productos primarios. Es uno de los países más pobres de América Latina. Los ingresos procedentes de los hidrocarburos han caído en picada desde los días de gloria de la década de 2000, y las reservas de divisas se han agotado. Debido al colapso de las exportaciones, Bolivia se ha quedado sin dólares, lo que a su vez significa que no puede importar gasoil.

Por otro lado, en el partido gobernante, el MAS, una agria división entre los leales al expresidente Evo Morales y al actual mandatario Luis Arce está paralizando a la izquierda. Tanto Arce como Morales quieren presentarse como candidatos por el MAS en las elecciones de 2025. En diciembre del año pasado, el Tribunal Constitucional Plurinacional del país dictaminó que Morales no podía volver a presentarse en virtud de la limitación constitucional de mandatos. Pero esto no lo ha disuadido de amasar una considerable base de apoyo en una masiva marcha a La Paz para exigir que se permita su candidatura.

Evo cuenta con la lealtad de algunos sectores de los movimientos sociales, pero es poco probable que consiga el favor del electorado en su conjunto. Una encuesta reciente sugiere que el 65% de los votantes no votaría por él. De hecho, uno de los principales factores del golpe de Estado de 2019 fue la decisión de Morales de anular un referéndum en el que el electorado decidió que no podía presentarse a un cuarto mandato, entonces prohibido por la Constitución. La COB, dirigida por Juan Carlos Huarachi, sigue siendo leal a Arce, mientras que el sindicato campesino está dividido, con dos organizaciones paralelas en su seno, leales a Morales y a Arce, respectivamente. Estas divisiones están teniendo un impacto corrosivo en la unidad de los movimientos obreros e indígenas, que es la base del MAS.

En un contexto económico plagado de dificultades, varios sectores sociales han organizado bloqueos para exigir a Arce que tome medidas. Sin embargo, no todos estos sectores están a favor de Morales. Los Ponchos Rojos, una fuerza campesina aymara de las tierras altas, históricamente autonomista, no son partidarios de Morales, pero en las últimas semanas han protestado enérgicamente contra Arce.

Recientemente, Camacho abogó por sustituir el socialismo masista por el modelo de crecimiento cruceño: un extractivismo agrario que enriquece a las élites del agronegocio sin la redistribución estatal que ofrece el MAS. Existe el riesgo de que, a medida que se intensifiquen los conflictos internos, la derecha aproveche de nuevo la oportunidad de apoderarse de las instituciones democráticas, afianzar la desigualdad y revertir las políticas sociales del MAS. Los movimientos de izquierda bolivianos ya han derrotado a la ultraderecha en el pasado. La pregunta es hasta cuándo podrán seguir haciéndolo.

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