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Hay que ver El aprendiz antes de que sea demasiado tarde

Traducción: Natalia López

Los partidarios de Trump nunca irán a ver El aprendiz, y los anti-Trump no podrán soportar dos horas viendo cómo la pesadilla de su existencia asciende a la riqueza y el poder. Esta falta de un público claro augura un desafortunado fracaso de taquilla.

El aprendiz es una película mejor de lo que esperaba, con actuaciones memorables de Sebastian Stan como un jovencísimo Donald Trump y de Jeremy Strong como el notoriamente corrupto abogado Roy Cohn, el mentor que tanto hizo por convertir a Trump en el desvergonzado, sonriente, fanfarrón y extrañamente exitoso candidato presidencial que conocemos hoy. Pero tuve que preguntarme quién se supone que es el público de esta película. Los partidarios de Trump nunca la verán, ya que hace tiempo que se les advirtió que se mantuvieran alejados: «El portavoz de la campaña de Trump, Steven Cheung, tachó El aprendiz de “pura ficción” e “interferencia electoral de las élites de Hollywood justo antes de noviembre”».

Las diversas declaraciones de la campaña de que la película constituye «pura difamación maliciosa» fueron acompañadas de una carta de cese y desistimiento a sus productores antes de que se estrenara en el Festival de Cannes. Eso significó que la mayoría de las principales distribuidoras de Hollywood pasaron de ella, y su estreno fue incierto hasta que Tom Ortenberg, de Briarcliff Entertainment, la adquirió para estrenarla en cines con un pomposo floreo: «El hecho de que nadie más estuviera dispuesto a distribuir El aprendiz creó un imperativo moral para que yo diera el paso y lo hiciera (…). Si no era yo, ¿quién? Desgraciadamente, los grandes estudios huyeron de ella con los pelos de punta por temor a represalias».

Pero incluso el público más probable de la película, el segmento anti-Trump de la población, tal vez atraído por este retrato tan poco halagador, podría no ser capaz de soportar un bloque sólido de tiempo dedicado a ver cómo la pesadilla de sus existencias asciende a la riqueza personal, el poder y la influencia en la ciudad de Nueva York de los años ochenta. Stan evoca a Trump casi con demasiada eficacia en cada mohín petulante, en cada fanfarronada mentirosa y en cada sacudida de hombros.

Además, la mayor parte de este material biográfico sobre el ascenso de Trump a la fama —o a la infamia—, que fue exhaustivamente comprobado por el periodista guionista Gabriel Sherman y el director Ali Abbasi (Holy Spider), ya es bien conocido por la gente que desprecia a Trump. Y, como colofón final, las películas que tratan de política son generalmente impopulares en Estados Unidos. Sumando todos esos puntos, se puede predecir un fracaso de taquilla, que es de hecho lo que se está informando sobre el fin de semana de estreno de la película. Así que deberemos darnos prisa si de verdad queremos ver esta película en los cines antes de que la retiren sin contemplaciones de la circulación.

Lo cierto es que la película tiene más de un punto interesante. La interpretación de Strong como el reptiliano Cohn, que parecía haber dejado atrás toda humanidad salvable mucho antes de que se le muestre clavando su mirada de caimán en el joven Trump al otro lado de una sala abarrotada, es el elemento más convincente. Como breve recordatorio, Cohn es el despiadado fiscal que fue asesor y amigo personal de Richard Nixon, con una lista de clientes que incluía a prominentes jefes de la Mafia. Fue de gran ayuda para el senador Joseph McCarthy durante la caza de brujas anticomunista de la década de 1950, y en 1951 se dedicó a asegurarse de que Julius y Ethel Rosenberg fueran condenados a muerte tras ser declarados culpables de espionaje al suministrar secretos de Estado a la URSS.

Fanático anticomunista hasta el final de sus días, Cohn profesó una inquietante filosofía personal que representaba sus métodos extraordinariamente brutales y a menudo ilegales de ejercer la abogacía como un deber patriótico para con los Estados Unidos a los que decía amar. Acusado en múltiples ocasiones pero nunca condenado, Cohn sobornó, chantajeó y manipuló testigos para llegar a lo más alto de su profesión y de la alta sociedad neoyorquina. Sostuvo su poder colocando micrófonos ocultos en todas las habitaciones de su casa, incluido su despacho, para tener la información grabada sobre las legiones de personas de alto poder que le consultaban profesionalmente y asistían a sus fiestas. El jolgorio más orgiástico y drogadicto solía tener lugar en las after-parties de Studio 54, regentado por clientes de Cohn, pero el presupuesto de Abbasi no le permitía recrear la famosa discoteca, así que en su lugar organizó una fiesta casera.

Sorprendentemente, parece que Cohn era tan temido que nadie a quien chantajeaba le dio nunca la vuelta a la tortilla, aunque hacía muy poco por ocultar sus relaciones sexuales con hombres en una época en que eso era un escándalo que acababa con la carrera de muchos. Siempre negó ser gay, y era estridentemente homófobo, afirmando ser una persona demasiado fuerte y autoritaria para ser gay.

Sebastian Stan y Jeremy Strong en El aprendiz. (Briarcliff Entertainment)

En la película, la primera vez que Cohn mira fijamente al joven Trump en un restaurante caro donde este acaba de ser abandonado por su cita, sus ojos presumiblemente reflejan un interés sexual depredador por el rubio alto e ingenuo. Trump es retratado como lo que más desprecia: un «perdedor», torpe, mal vestido, desconocido en los círculos de altos vuelos de Manhattan y desesperadamente adorador de quienes se sienten a gusto en sus relucientes alrededores. Es un desmañado forastero de Queens empleado por su rico y desagradable padre, Fred Trump (Martin Donovan), que tiene que hacer las rondas cobrando él mismo el alquiler y manifiestamente inseguro de cómo triunfar por sí mismo.

Ya ha visto cómo su hermano mayor, Fred Jr. (Charlie Carrick), era rechazado por su padre como «conductor de autobús con alas» por haber abandonado el negocio familiar para convertirse en piloto comercial. Y Fred Jr. no tarda en sucumbir a la desesperación alcohólica que lo matará a los cuarenta y dos años. Ahora le toca a Donald demostrar su valía, y su primera oportunidad consiste en librar de algún modo a su padre de los cargos presentados por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, que le acusa de discriminar a inquilinos negros. ¿Por qué no solicitar los servicios de su nuevo y poderoso amigo Roy Cohn?

Cohn, siempre astuto, observa que el caso contra el padre de Trump tiene pruebas abrumadoras, incluidas solicitudes de alquiler marcadas con una «c» de «color», que indica la razón para rechazar a los solicitantes. No obstante, Cohn consigue que el caso se resuelva extrajudicialmente por una cantidad de dinero muy moderada. Todo forma parte del proceso de enseñar al joven Donald cómo adquirir riqueza y poder. Las reglas son simples: ataque, ataque, ataque; negar todas las acusaciones; reclamar siempre la victoria. Trump se aprende estas reglas de memoria para, al final, recitarlas como si fueran de su invención, solo que añadiendo adornos charlatanes que las hacen sonar mucho menos letales. Pero esa tendencia resultará familiar a cualquiera que haya escuchado alguna vez uno de los discursos de Trump, llenos de incoherente fanfarronería.

La película se divide en dos partes: los años setenta, cuando Trump es el acólito ansioso pero comparativamente desventurado de Cohn, y los ochenta, cuando la cabeza de Trump se hincha por sus éxitos inmobiliarios apadrinados por Cohn y, como rey craso de la sociedad neoyorquina, se distancia cada vez más de su mentor. Incapaz de reconocer el mérito de nadie, reescribe la historia para que, al final de la película, pueda declarar a su biógrafo Tony Schwartz (Eoin Duffy), autor de The Art of the Deal, que nació con un instinto asesino, un indicio de superioridad genética que le llevó a la cima de forma natural.

La relación de Trump con Ivana Zelnickova (Maria Bakalova, de Borat: Siguiente película documental) refleja el mismo arco grotescamente inseguro y obsesionado consigo mismo. Cuando la conoce, ella es una modelo checa que se abre camino en Nueva York y está comprometida con otro, y él se encapricha de ella y la corteja con asiduidad. Pero una vez casados, sus ambiciones profesionales como diseñadora de interiores del Hotel Commodore y la Torre Trump empiezan a molestarle. No tarda en restar importancia a sus contribuciones, resentir la atención pública que recibe y declarar a Cohn que la mira y «no siente nada» porque es «más una socia de negocios» que una esposa. Mejor dicho, «rival de negocios».

La escena más controvertida de la película en cuanto a su veracidad probablemente sea la representación de la violenta violación de Ivana por parte de Trump. Pero incluso eso se basa en los propios dichos de Ivana en su declaración de divorcio, una acusación de la que posteriormente se retractó añadiendo: «Me sentí violada como mujer (…) Me referí a esto como una violación, pero no quiero que mis palabras se interpreten en un sentido literal o criminal».

La traición aún mayor, en términos de la estructura del impacto emocional de la película, es el rechazo de Trump a Cohn cuando se está muriendo de sida. Cada vez más inclinado a ignorar los consejos de su mentor, especialmente los más inteligentes sobre no expandirse demasiado rápido y no incurrir en una deuda masiva —acontecimientos que estuvieron a punto de hundir a Trump antes de que se convirtiera en estrella de televisión con el programa El Aprendiz—, hacia el final de la vida del abogado Trump lo ve solo muy esporádicamente, y rechaza rutinariamente sus llamadas.

Como dice el guionista Sherman, los sucesos más extraños de la película son los que más se ajustan a la realidad. Eso incluye los gemelos supuestamente incrustados de diamantes, hechos en Tiffany pero grabados con la palabra «Trump», que Trump regala a Cohn en una fiesta de cumpleaños que organiza para el moribundo y que resultan ser imitaciones baratas. En la película, el Cohn de Strong abandona la fiesta llorando, su silla de ruedas rodando con dolorosa lentitud mientras los invitados sentados alrededor de la larga mesa observan inquietos. No está claro si eso ocurrió realmente. Pero es lo más cerca que está la película de evocar simpatía por el diablo que era Cohn.

Sin embargo, parece que Trump realmente mandó limpiar con vapor las habitaciones en las que se alojaba Cohn tras su muerte, en su persistente ignorancia misofóbica y su paranoia sobre cómo se transmite el sida.

Es interesante que, en opinión del director, de la que se hacen eco con frecuencia las críticas, la película adopte un «ángulo radicalmente humanista» de Donald Trump al mostrar sus inseguridades juveniles y su forma, a veces ligeramente reacia, de adoptar las posturas y prácticas más malévolas de Cohn. Pero la «humanización» a la que tan a menudo se hace referencia en los debates sobre esta película parece sugerir que a Trump se le hace parecer mejor persona de lo que era o es. ¿Quién duda seriamente de la humanidad de Trump, cuando tenemos ejemplos de comportamiento humano espantoso a nuestro alrededor?

En resumen, El aprendiz deja claro, con detalles escabrosos, que Donald Trump era y es una persona vil. Tanto es así que no se sabe si, en última instancia, era tan malo o peor que Roy Cohn, el hombre que hizo todo lo posible por convertir a Estados Unidos en un lugar aún más putrefacto y lo remató ayudando a endilgar a Trump al público estadounidense de una forma duradera que parece tan incurable como el herpes.

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