Press "Enter" to skip to content
Hacer historia es conjurar el pasado, en ambos sentidos del término: confabularse con lo que fue, distanciándose de ello al mismo tiempo.

Las etopeyas de Carlo Ginzburg

La letra mata, el último libro del historiador italiano Carlo Ginzburg, es una invitación a leer los testimonios del pasado en contra de las intenciones de quien los produjo, para otorgarle así un lugar a las voces aplastadas por el silencio de la Historia.

El artículo a continuación es una reseña de La letra mata, de Carlo Ginzburg (Fondo de Cultura Económica, 2024).

 

La publicación en español del más reciente libro de Carlo Ginzburg, La letra mata (Fondo de Cultura Económica, 2024), es una gran novedad editorial. En primer lugar, lo es porque este libro, publicado hace tres años en Italia por la editorial Enaudi, ahora ve la luz en nuestra lengua gracias a la traducción del historiador Rafael Gaune Corradi, quien también tradujo Aún aprendo. Cuatro experimentos de filología retrospectiva (Fondo de Cultura Económica, 2021). En segundo lugar, este volumen reúne catorce ensayos, escritos en los últimos veinte años, de los cuales dos son inéditos en nuestro idioma y varios han sido reescritos o incluidos en esta edición. Esto ofrece al lector hispanohablante la oportunidad de leer al historiador en su variante más casuística, a través de ensayos (unos más breves que otros) que son como pequeños estudios de caso.

Quienes nos hemos alojado en las densas páginas de Ginzburg sabemos muy bien que no es un autor de lectura ligera. Cuando lo leí por primera vez (un ensayo sobre el concepto de enárgeia en la Antigüedad), no pude evitar sentirme perturbado por la abrumadora erudición de alguien que es capaz de atravesar con suma facilidad largos periodos históricos y poner en diálogo autores de tiempos tan disímiles como Plutarco y Arnaldo Momigliano. Al leer La letra mata, la experiencia no fue diferente. Tuve la misma impresión de hace algunos años, la de cierto agobio mental que acompañaba las lecturas.

Esta turbación se debe a la gran heterogeneidad de los asuntos abordados, como si un gran collage de temas hubiese sido ensamblado sin ningún sentido aparente. Sin embargo, detrás de ese índice variado y las pesadas referencias bibliográficas, encontramos dos o tres asuntos que son casi obsesiones en la obra de Ginzburg: su interés por las anomalías de los casos, la complejidad de las palabras y la comparación histórica. Así, el propósito que impulsa estos estudios nos los revela el propio Ginzburg: se trata, sugiere, «de hacer surgir la complejidad que se esconde en la dimensión literal de un texto, de cualquier texto». En otras palabras: observar cómo, en lo más literal, se esconden cifras que el investigar debe, precisamente, descifrar. Tal como ya nos había dicho en su famoso ensayo Mitos, emblemas e indicios, la tarea del historiador —como el detective o el psicoanalista— pasa por hilar las anomalías de un caso cuyas huellas son en apariencia indescifrables.

En Pequeños tratados, Pascal Quignard dice que «toda cita es una etopeya», pues de lo que se trata es de personificar lo que está muerto o ausente. Lo que está muerto o ausente para el historiador es el pasado. Pero lo ausente es también una forma de aparición. Si lo pensamos bien, citar al pasado tiene algo de magia. Es conjurar, en ambos sentidos de la palabra: confabularse con lo que fue, distanciándose de ello al mismo tiempo. La utilización de este último término no es casual: el propio Ginzburg ha analizado el problema de la distancia con el que el historiador se ve involucrado al momento de leer el pasado, distancia que convierte al análisis histórico en la traducción del pasado al presente de quien escribe.

El análisis histórico es también una tarea de traducción debido, fundamentalmente, a dos razones. La primera y más obvia: porque el eje de su argumentación puede girar alrededor de lenguas diferentes a la suya, asumiendo ciertos riesgos al verter una lengua en otra. Pero, en segundo lugar, traducir es interpretar. Toda traducción, decía Benedetto Croce, es una traición al texto (en italiano, traduttore-traditore). Es en este asunto donde Ginzburg percibe un gran problema: ¿qué debe hacer el historiador cuando imagina y reconstruye mentalmente sucesos de personas, cosas, metáforas, imágenes o letras como si fueran etopeyas? ¿Debe analizarlas irreflexivamente, tratando de evitar los anacronismos (el gran pecado del historiador) o debe leerlas con detenimiento, entre líneas, imaginando la distancia que separan «nuestras palabras y las de los otros»?

Sobre esto último, que es también es el título de uno de los ensayos, versa precisamente La letra mata. Allí Ginzburg procura desentrañar el modo en que el historiador, al igual que el antropólogo, debe revisar sus propias categorías al momento de interpretar las categorías mentales de sujetos pertenecientes a un periodo histórico distinto al suyo, algo que hizo Ginzburg en la reconstrucción etopéyica de Menocchio, aquel molinero del Norte de Italia a finales del siglo XVI acusado de herejía, en El queso y los gusanos.

Portada de La letra mata, de Carlo Ginzburg (Fondo de Cultura Económica, 2024)

Entre la traducción y la literalidad

En este punto vuelve aparecer —como lo había hecho también en el ensayo titulado «El inquisidor como antropólogo»— el lingüista, antropólogo y misionero estadounidense Kenneth L. Pike, una influencia decisiva en la obra de Ginzburg. Pike argumentó que todo antropólogo se sitúa entre dos niveles de análisis: el primero, la perspectiva «etic» (de «phonetics»), que es la perspectiva del observador que lleva consigo las categorías de su tiempo y su oficio; el segundo, la perspectiva «emic» (de «Phonemic»), que es la perspectiva localizada de los actores. Tanto una como la otra no deben yuxtaponerse.

Si la observación se realiza a un nivel ético, se cometen anacronismos. Si la observación se realiza a un nivel émico, se cae en lo que Ginzburg llama «ventriloquismo»: una atribución incorrecta de nuestras nociones a los demás. Esta precaución metodológica es lo que permite a Ginzburg maniobrar con cautela al momento de leer-traducir el pasado, porque toda relación entre el observador y el actor debe suponer un ejercicio de extrañamiento: ese procedimiento cognitivo —ejercitado tanto por Marco Aurelio como por los formalistas rusos— que consiste en extraer del ámbito de lo cotidiano un objeto como si lo viésemos por primera vez. Esta distancia, que es también un tipo de relación observador-observado, genera una tensión mental que (advierte Ginzburg en Ojazos de madera) «revela poco a poco las facetas imprevisiblemente extrañas de un objeto familiar». Así se comprende mejor qué quiere decir Ginzburg cuando nos dice que veamos como por vez primera lo que se nos aparece como algo literal.

Pero leer literalmente, al pie de la letra, se considera frecuentemente como algo peyorativo: «quien se detiene en la literalidad es un superficial», se suele decir. Esto es aún más despectivo cuando se aplica a la lectura literal de la Biblia. Para Ginzburg, este problema aparece inicialmente en la Segunda Carta a los Corintios 3,6 de Pablo de Tarso: «La letra mata, el espíritu da vida», una antigua contraposición entre la nueva religión (el cristianismo) y la vieja (el judaísmo) que trata sobre la correcta lectura y exégesis de la Biblia. La reunión de ambas religiones a través del Antiguo y Nuevo Testamento implicó tensiones decisivas en la forma en que realizamos esas lecturas e interpretaciones. ¿Cómo se deben leer, entonces, los contenidos más embarazosos de las Escrituras, como la poligamia de los patriarcas descrita en el Antiguo Testamento o la mención en tercera persona de la muerte de Moisés al final del Deuteronomio, siendo él su autor? El asunto fue tan mayúsculo que incluso no pasó desapercibido por San Agustín, cuya respuesta fue duradera: hay que leer en contexto, leer entre líneas los pasajes de la Biblia.

Ante esos pasajes oscuros, que podían escandalizar al lector moderno, la recomendación de Agustín en La doctrina cristiana era leer alegóricamente, es decir, de forma no literal. Pero, como señala Ginzburg, la lectura alegórica oscureció «el esfuerzo original por recuperar el significado literal del texto». Y es que, al consolidarse el cristianismo, surge con ello, especialmente con Agustín, la perspectiva histórica: la conciencia de una distancia cultural entre dos contextos históricos —y entre un observador y los actores—, una hipótesis que Ginzburg ya había explorado en Ojazos de madera. Al mismo tiempo, empero, esta perspectiva nace también de una distancia etnocéntrica: «el reclamo de la religión cristiana de ser verus Israel, la verdadera Israel, es decir, la veracidad de la religión judía», nos dice Ginzburg en el ensayo «Revelaciones involuntarias».

El problema cristiano en general era encontrar un sentido que la lectura judía no podía ofrecer; de ahí que, en el último ensayo del volumen, «Desvelar la revelación», Ginzburg interprete la metáfora paulina de la revelación en función de esta necesidad cristiana de ser más profunda y ofrecer un universo de significados que son vedados a la interpretación judía. Sin embargo, esta actitud de Agustín frente al texto sagrado estaba contaminada por una lectura que, para Ginzburg, es el germen de la lectura anticuaria: «algo que fue verdadero en el pasado puede ser hoy englobado y superado por algo aún más verdadero». La desacralización del texto conduce a su descanonización, y este procedimiento nos lleva a la lectura crítica: un modo de leer textos de forma lenta, densa y oblicua que es patrimonio de la tradición judía, la actitud filológica. Como dijo Nietzsche: la filología es el arte de leer lento, enseñado por los maestros de la lectura lenta.

Desde Lorenzo Valla, que descubrió la falsificación de la supuesta donación de Constantino, hasta Spinoza, que escudriñó en su Tratado teológico-político las revelaciones de los profetas de la Biblia a la luz de su dimensión lingüística, esta concomitancia de la tradición judía con el cristianismo advertida por Ginzburg es la que hizo extensible la lectura filológica-histórica a otros libros. En otras palabras, al interior de la lectura figurada sugerida por Agustín se halla el perfeccionamiento de los instrumentos de análisis literales (hoy morfológicos) que nos dirigen a la hermenéutica y la crítica literaria del siglo XX permitiendo, como practica el mismo Ginzburg, tener siempre la intención de superar un significado, considerando su contexto de producción y su dimensión formal.

Esta actitud de superación filológico-histórica alcanza su máximo esplendor en el término Aufhebung, el cual es la base sobre la que se erige la dialéctica hegeliana: «La noción, que hoy es familiar, de perspectiva histórica emerge de hecho con Agustín y con el cristianismo, para llegar a Hegel, y a los lectores de Hegel» afirma el historiador italiano, una conjetura que ya había desarrollado en Ojazos de madera.

Toda historia es historia comparada

Esta capacidad de leer densamente el pasado y el presente a través de la complejización de las palabras no es una mera demostración de erudición. El asunto detrás de todo esto es la rápida sustitución de las fake news por la verdad, o al menos los intentos por dar con ella. Para Ginzburg, esta peligrosa sustitución es también un ejercicio de traducción —una determinada relación etic/emic—, que puede ser depuesta por una mirada más compleja y rica sobre los textos, las palabras y las relaciones de poder que se constituyen al momento de imaginar el pasado.

Dentro de los casos observados por Ginzburg en el volumen, dos son paradigmáticos de lo anterior. En el ensayo titulado «Etnofilología», Ginzburg se pregunta cómo la palabra quechua huaca, al momento de ser traducida por los misioneros españoles como simplemente ídolo, dejaba atrás todo un universo de significados aludido por los nativos al concepto, que venían determinados por su entonación. El primero en darse cuenta de esto es Garcilaso de la Vega, el primer poeta mestizo formado dentro de la retórica grecorromana que, en el intersticio de las dos lenguas —quechua y español—, denunció los intentos coloniales de censurar una cultura a través de su lengua. «Podríamos decir, reelaborando la distinción propuesta por Kenneth Pike, que Garcilaso había adoptado una perspectiva etic (convirtiéndose en observador) para recuperar una perspectiva emic (las categorías de los actores)», advierte Ginzburg.

Otro ejemplo claro es el descrito en el ensayo «La latitud, los esclavos, la Biblia». Aquí Ginzburg revisa el caso de Jean-Pierre Purry, un protestante que perteneció a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, quien justificaba las expansiones coloniales mediante las lecturas —filtradas por las ideas de Locke— de la Biblia. «La biblia le entregó palabras, argumentación y narración. Purry proyectó palabras, experiencias y acontecimientos en la Biblia. Pero otros libros le entregaron un filtro para leer la Biblia, y viceversa». El objetivo aquí no solo es analizar las formas de poder del colonialismo, sino tomar el caso como un modelo de discusión teórica. Así, a Ginzburg se le ocurre volver a discutir, a través de Purry, las raíces religiosas del capitalismo moderno, una famosa tesis de Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, en contraposición a las tesis de Marx en El capital.

Purry, un empresario calvinista que reconocía la legitimidad del uso de la violencia como herramienta para civilizar indígenas en la Carolina británica, representaba un caso atípico del modelo establecido por Weber, en el que los empresarios capitalistas, llegados a un alto grado de racionalidad económica, no hacían usos de la violencia. Por el contrario, Marx reafirmó la función protagónica que cumplía la expansión colonial de los capitalistas en el desarrollo del capitalismo moderno; no obstante, el papel de la religión en la formación del capitalismo no estuvo presente en su obra.

La comparación, instrumento predilecto de la lectura filológica, es aquí de suma importancia, pues demuestra que el método elegido por Ginzburg desde sus inicios, la microhistoria, permite medir la fuerza analítica de los modelos de interpretación, especialmente los que «han sido, y son, los más influyentes de nuestro tiempo». Tal vez por eso, reformulando la archiconocida tesis de Benedetto Croce («toda historia es historia contemporánea»), Ginzburg llegue a otra conclusión: «toda historia es historia comparada».

La ficción al servicio de la historia

En el volumen hay muchos más ejemplos de esa riqueza formal e histórica inscrita en sus lecturas: la hipótesis de que, además, toda historiografía tiene raíces autobiográficas. Es el caso del ensayo «Hacia el fin del mundo», el cual reconstruye etopéyicamente el concepto de «crisis de presencia» que propone Ernesto de Martino en El mundo mágico, según el cual el mundo se convierte cada vez más en «sórdidamente extraño», como si «se hubiese deslizado lentamente fuera de la historia». Sin embargo, las pesquisas llevan a Ginzburg a descubrir que, de joven, De Martino sufrió ataques epilépticos y, a raíz de esto, vida y obra se entrecruzaron. A través de su experiencia con la enfermedad, De Martino interpretó retrospectivamente la pérdida de presencia en el mundo como una pérdida de la identidad. Lo que examinaba analíticamente, lo sufría anímicamente, envolviendo su enfermedad con El mundo mágico.

La valoración de la biografía y los usos inconscientes de los textos es también objeto de análisis. Los ensayos «Conversando con Orión» y «¿Qué he aprendido de Arnaldo Momigliano?» son importantes en este sentido, pues el primero enfatiza la función del azar y la casualidad en la consecución de un caso, recordando a Aby Warbug y Roberto Calasso (al que, por cierto, va dedicado el libro) con la idea de que «el libro que necesitas se encuentra al lado del que buscas». Conversando con Orión, el motor de búsqueda del catálogo digital de la Universidad de California, por ejemplo, Ginzburg dio por casualidad con el caso de Jean-Pierre Purry.

El segundo ensayo muestra cómo toda una vida dedicada al servicio de la verdad proviene, precisamente, de Momigliano, el cual afirmaba contundentemente que los historiadores son «descubridores de la verdad» en un ensayo contra Hayden White. Como se sabe, esta discusión fue heredada por el propio Ginzburg, quien sostuvo una acalorada discusión con Hayden White que duró por varios años (y que tuvo, como nos cuenta en el ensayo, un enfrentamiento presencial en la Universidad de California en 1990).

El eje del debate era el reconocimiento, o no, de las fronteras que separan la ficción de la historia. Para Ginzburg (recientemente Enzo Traverso escribió algo similar en La escritura del yo), una mayor conciencia «de la dimensión narrativa no implica un debilitamiento de las posibilidades cognitivas de la historiografía sino, por el contrario, una intensificación de estas». Esto significa que los usos de las ficciones deben observarse a la luz de las provocaciones que evoca. Todos los procedimientos narrativos «son como campos magnéticos: provocan preguntas y atraen documentos potenciales» decía Ginzburg en El hilo y las huellas.

La letra mata es un gran campo magnético de etopeyas y reconstrucciones históricas que realizan preguntas incómodas a través de la lectura a contrapelo de las palabras y lo que literalmente se nos presenta. Leer a contrapelo la historia es, por cierto, una exhortación de Walter Benjamin. Sin embargo, a veces se pierde de vista el propósito de Benjamin con esta frase. Como dice Ginzburg en Aún aprendo, «significa, antes que nada, leer los testimonios históricos (no solo, pero también) en contra de las intenciones de quien los produjo». Se trata de leer adecuadamente, descifrando la ambivalencia que acompaña el pasado. Pero también se trata de utilizar los instrumentos que el poder estableció para otorgarle, con ellos, un lugar a las voces aplastadas por el silencio de la Historia.

Esto solo se logra con un compromiso irrestricto por leer críticamente las palabras y los textos que nacen de la compilación de aquellas. El investigador, dice Ginzburg, parte de la «semejanza formal y desde la morfología: la historia llega, si es que llega, en un segundo tiempo».

Cierre

Archivado como

Publicado en Historia, homeCentro, homeIzq, Italia, Reseña and Teoría

Ingresa tu mail para recibir nuestro newsletter

Jacobin Logo Cierre