Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
Han pasado casi 50 años sin una revolución socialista victoriosa, más de 30 desde el fin de la Unión Soviética, más de 15 años de una crisis económica sin salida y al menos 10 años de ascenso ininterrumpido del fascismo en todo el mundo. Y no parece que las cosas vayan a mejorar a corto o medio plazo: Europa, dividida por la guerra y en rápido declive, se encuentra en medio de una transición política que probablemente reforzará a la extrema derecha en el próximo periodo; los países latinoamericanos luchan por evitar que el fascismo llegue al poder (y, en algunos casos, regrese); en Estados Unidos, la probable victoria de Trump parece apuntar a un nuevo ciclo de gobiernos autoritarios, negacionistas y xenófobos en todo el planeta; en la Franja de Gaza, una operación genocida pretende borrar del mapa al pueblo palestino y empujar a los supervivientes a la desértica península del Sinaí, en Egipto, donde Israel quiere que languidezcan hasta la muerte y sean olvidados para siempre.
Todos estos factores podrían teóricamente apuntar a un paralelismo con la situación que vivió el mundo a principios del siglo XX, cuando la crisis del sistema de dominación imperialista también alcanzó una especie de pico nunca imaginado, que condujo al estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 y al triunfo de la Revolución Rusa en 1917. Pero eso no es cierto. No estamos en vísperas de una nueva oleada revolucionaria mundial. El comienzo del siglo XX se caracterizó, por un lado, por la aguda crisis del sistema (algo que vemos hoy), pero por otro, por el avance imparable del movimiento, la organización y la conciencia proletarias en todo el mundo. Fue una época en la que se fortalecieron los grandes partidos socialdemócratas europeos, gérmenes de lo que sería el futuro movimiento comunista internacional.
La ausencia de revoluciones socialistas victoriosas desde 1975 es un hecho que debemos afrontar con valentía y comprender sin autoengaños. Es más, constituye un drama de dimensiones casi existenciales para los revolucionarios, con tremendas consecuencias subjetivas para la construcción de partidos y corrientes socialistas en todo el mundo. Sin embargo, el «realismo leninista», como decía Trotsky, no puede confundirse con el escepticismo estéril, antesala del cinismo y el nihilismo. Si no vemos ni experimentamos revoluciones, ¿qué sentido tiene hacer lo que hacemos? ¿De ser quienes somos? Y lo más importante, ¿cuáles son las condiciones para que la revolución deje de ocupar el lejano horizonte histórico y vuelva al horizonte político?
¿Qué es una revolución?
No existe ninguna obra específica en la que Marx expusiera su teoría de la revolución de forma concisa y definitiva. Quizás el Manifiesto Comunista de 1848 sea la obra que más se acerca a resumirla. Pero, en general, sus indicaciones están dispersas en diversos escritos. El libro de Michael Löwy La teoría de la revolución en el joven Marx es probablemente la mejor sistematización sobre el tema. Pero no es más que eso: una sistematización, lo que significa que tuvo que recurrir a muchas obras diferentes para elaborar una síntesis. En algunos textos, Marx se ocupa de comprender el mecanismo histórico por el que una clase políticamente dominada, económicamente explotada y humanamente alienada se convierte en la clase dominante para la liberación de toda la humanidad: Manuscritos económicos y filosóficos, La ideología alemana, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, etc. En otros, el filósofo alemán analiza procesos revolucionarios concretos, tratando de sacar conclusiones prácticas y darles una orientación política: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, La lucha de clases en Francia, Mensaje al Comité Central de la Liga de los Comunistas (1850) y otros.
Pero eso no significa que Marx no tuviera un concepto de revolución. Para Marx, que escribía en los albores del movimiento obrero, cuando muchas cosas estaban aún encubiertas por el velo de lo nuevo, la revolución era a la vez un acto político e histórico de autoemancipación de las masas. Como puede verse, se trata de una idea general. Muchas cosas no están claras en esta visión: el papel del partido, la Internacional, el mecanismo para tomar el poder. Otras cosas Marx simplemente no podía preverlas: la aparición de organizaciones de tipo soviético como instrumento en la lucha por el poder, el papel del imperialismo, la evolución de la democracia burguesa. En general, sin embargo, las indicaciones de Marx son una poderosa guía para elaborar cualquier teoría de la revolución para el siglo XXI.
Las cosas cambiaron mucho con la muerte de Marx y la masificación de los partidos socialdemócratas europeos, especialmente el alemán, en el último cuarto del siglo XIX. En este caso, hablamos de un partido con cientos de miles de afiliados orgánicos, absolutamente hegemónico en la clase obrera, el partido de la clase por excelencia, que casi se confundía con la clase. La socialdemocracia alemana ganó escaños parlamentarios, ayuntamientos, sindicatos, creó clubes, cajas de ayuda mutua, asociaciones, publicó decenas de diarios, revistas, promovió encuentros culturales, creó una Internacional Socialista y una Internacional Sindical. El crecimiento de la influencia del poderoso SPD parecía no tener límites.
Pero este hecho, extremadamente positivo en sí mismo, provocó cierta confusión teórica en el seno del partido. La socialdemocracia alemana seguía siendo una organización revolucionaria. Sin embargo, lo que entendía por revolución empezó a cambiar. Dada la enorme influencia del SPD y el extremo grado de conciencia y organización de la clase obrera alemana, la revolución socialista empezó a verse ya no como un acto político concreto, delimitado en el tiempo y en el espacio, un giro nacional más o menos brusco y violento, sino como un tipo indefinido de pasaje histórico, una especie de «transcrescencia» de la clase dominada en la clase dominante. No se trataba aún de una visión reformista, que sólo surgiría con Bernstein y sólo se consolidaría a principios del siglo XX, con la adopción por el SPD de posiciones socialpatriotas favorables a la guerra. Pero la lucha por el poder fue perdiendo terreno en favor de una visión indeterminada de la revolución, con mecanismos, plazos e instrumentos intangibles. El peso de la socialdemocracia en la clase obrera y de la clase obrera en la sociedad era tan grande que nublaba la visión de los dirigentes, que incluso admitían que el poder del Estado podía ser entregado al proletariado mediante elecciones, hipótesis planteada por el propio Engels en su famoso prefacio de 1895 al libro de Marx La lucha de clases en Francia. Repetimos: no era todavía una visión reformista. Pero era una visión limitada de la revolución, porque la despojaba de su aspecto político concreto y la veía como un proceso puramente histórico y abstracto, que por tanto era relativamente indoloro y casi espontáneo.
Esta visión de la revolución se reflejaba también en la concepción del partido. Para la socialdemocracia alemana, el partido no era un líder político, sino una especie de «pedagogo» que acompañaría a la clase en su proceso de maduración y transformación histórica. Esta opinión era compartida tanto por los sectores más moderados como por los más radicalizados del SPD, como Rosa Luxemburgo, para quien la revolución era fundamentalmente una acción de autoemancipación de las propias masas, exactamente como había señalado Marx.
El punto de inflexión de Lenin
Lo que llegó a llamarse «leninismo» se desarrolló en condiciones completamente diferentes a las que se daban en Alemania, y en varios sentidos.
En primer lugar, el sistema imperialista mundial había alcanzado su grado máximo de desarrollo para ese período histórico. Hasta cierto punto, había alcanzado un límite. El capitalismo ya no crecía linealmente y sin contradicciones, proporcionando al proletariado todas las condiciones para la autoorganización y la conquista de reformas. Por el contrario, la lucha por el mercado mundial y el control del sistema internacional de Estados empujaba a los países hacia el abismo de la crisis económica, social y política, que acabaría desembocando en la Primera Guerra Mundial, precedida en Rusia por la guerra ruso-japonesa de 1905. La lenta pero segura evolución reformista ya no tenía cabida a principios del siglo XX. Así pues, la tarea de la época ya no consistía en desarrollar el pensamiento de Marx, sino en poner en práctica sus ideas.
Además, las condiciones en la propia Rusia eran muy diferentes. El proletariado ruso era joven, todavía muy ligado al campo, sin experiencia significativa de autoorganización y lucha. Los sindicatos, al igual que los partidos, estaban prohibidos y no había posibilidad de un desarrollo «a la alemana», es decir, un crecimiento gradual y regular de la influencia de los partidos obreros. Tomando el concepto de Gramsci, el grado de consenso en la sociedad rusa era muy pequeño y el Estado se basaba fundamentalmente en la coerción.
Lenin se dio cuenta de esta diferencia entre los dos países y concluyó que el modelo alemán no podía servir de parámetro para el desarrollo de la socialdemocracia rusa. Plantea entonces su gran pregunta: ¿Qué hacer? Y la responde.
Dado el grado de coerción de la sociedad, la revolución socialista en Rusia no puede consistir en un crecimiento más o menos prolongado e indoloro del proletariado hasta convertirse en clase dominante. Hay que tomar el poder. Lenin traslada entonces la revolución del horizonte histórico al horizonte político. La revolución se convierte en un problema práctico, no sólo teórico-filosófico. De ahí su obsesión por definir las condiciones para la victoria de la revolución: el concepto de situación revolucionaria. La revolución ya no es un largo pasaje de metamorfosis, sino una crisis aguda, insoportable, un colapso nacional que implica a todas las clases e instituciones, donde el poder pende inerte y puede ser tomado mediante una acción político-militar decidida. La fórmula leninista es una aportación tan simple como ingeniosa: «los de arriba no pueden, los de abajo no quieren».
Así, en lugar de las fuerzas ciegas de la historia, entra en juego la fuerza consciente de la política. Es necesario cambiar la correlación de fuerzas, empujar la situación en una dirección que permita al proletariado avanzar, organizarse, tomar conciencia de sus tareas y posibilidades. Por esta razón, Lenin era también un fanático de la táctica: encontrar caminos, buscar aliados, atacar los flancos más débiles, retroceder temporalmente para intentar una nueva ofensiva, evitar la confrontación en los lugares más difíciles, ganar tiempo, golpear por sorpresa.
Cuando la revolución retrocedió en 1906-1907, el líder bolchevique dirigió su atención a la Duma Estatal, el limitado parlamento zarista. Sus tácticas parecían no tener límites: boicotear las elecciones, participar en ellas, unidad del POSDR contra los kadetes, alianzas con los kadetes contra las Centurias Negras, candidaturas propias de los bolcheviques. Una vez ganada la mayoría de la bancada obrera en la Duma, Lenin, además de ser el líder político de la organización, desempeñaba casi las funciones de un asesor parlamentario: escribía discursos para los diputados, negociaba, hacía de enlace.
Cuando se produjo el levantamiento de 1910-1914, su interés volvió a centrarse en el movimiento de masas. Tenía que volver a conectar, restablecer vínculos, conectar con luchas concretas. En 1914-1917, su atención se centra en la guerra y sus consecuencias para la vida nacional: la situación del soldado-campesino, la crisis económica, el movimiento obrero.
Por último, en 1917, intenta convencer a sus camaradas de que lo que están viendo es la propia revolución, de la que tanto han hablado y escrito. Su planteamiento vuelve a ser táctico y concreto: en febrero-abril, no apoya al Gobierno Provisional, pero tampoco pide su derrocamiento. La crisis aún no ha madurado. Es necesario desarrollar organizaciones de doble poder, sin las cuales no puede haber un auténtico gobierno proletario. En mayo-junio, admite la posibilidad de que un amplio gobierno socialista llegue al poder pacíficamente, mediante un simple divorcio entre los soviets y el Gobierno Provisional. Se compromete a ser el ala izquierda del hipotético nuevo gobierno y a acatar las decisiones y el régimen de los soviets. En julio-agosto, plantea la hipótesis de que los soviets han fracasado como órganos de lucha y hace una breve apuesta por los comités de fábrica, la cual, sin embargo, no se confirma. Finalmente, el golpe de Kornílov dio a la llama de la revolución el combustible que necesitaba para arder de nuevo. Su certeza de que había llegado el momento se convirtió a menudo en ansiedad e irritación. «La crisis ha madurado» es la expresión que aparece con más frecuencia en sus escritos de la época. Hay docenas de cartas desesperadas y amenazadoras dirigidas al Comité Central. Chantajea y maniobra. Finalmente, no se contiene y regresa de incógnito a Petrogrado, a pesar de la orden de detención dictada contra él. Sospecha de los cambios tácticos que Trotsky está llevando a cabo al frente del Comité Militar Revolucionario. Piensa que tal vez el presidente del Soviet de Petrogrado tampoco esté convencido de que éste sea el momento, como no lo estaban Zinóviev y Kámenev cuando filtraron a la prensa burguesa la polémica bolchevique sobre la toma del poder. Luego se calmó, aceptó las explicaciones de Trotsky y se unió a los operativos en la noche del 24 al 25 de octubre. Triunfó.
Este hombre, conocido por su intransigencia teórica y de principios, se nos presenta aquí como pura política, táctica magistral, instinto y empirismo, vida elevada a la máxima potencia. Este aspecto de su actividad, tanto como su solidez estratégica, fue la base de su victoria.
Y paralelamente a todo esto está el partido. En Rusia no puede ser un «pedagogo», un arquitecto, filósofo o sociólogo distante. Tiene que ensuciarse las manos. Así, en Lenin, el partido es un dirigente de luchas, un organizador de experiencias prácticas, un conductor de la vida cotidiana. No puede crecer a largo plazo, orgánica y pacíficamente. Necesita avanzar a pasos agigantados porque tiene que tomar al zarismo por sorpresa. Es un partido político en un sentido que el SPD alemán nunca fue. Su organización interna, su régimen centralista democrático son sólo consecuencias de este hecho primordial: un partido para la acción, para la experiencia. No un grupo de discusión, no un consejo de sabios, sino un partido militante.
Fue este énfasis en la acción del partido lo que, en su momento e incluso después, fue ampliamente criticado como «jacobinismo» y confundido con ultraizquierdismo. Pero Lenin y los bolcheviques aceptaron con orgullo la etiqueta de «jacobinistas». Para ellos, el jacobinismo representaba lo mejor de la tradición revolucionaria: la lucha implacable por el poder, el radicalismo que se nutría de una profunda comprensión de las necesidades y posibilidades de la historia. El gran maestro del marxismo ruso Plejánov se dio cuenta muy pronto de esta característica de Lenin y pronto formuló su famosa frase sobre el joven Uliánov: «De esta madera se hacen los Robespierres». Y tenía razón.
El irrepetible siglo XX
El siglo XX tuvo características únicas y contradictorias. Por un lado, confirmó la visión leninista de la política y la organización. Por otro, dio cierta razón al modelo alemán. ¿En qué sentido?
La concepción leninista demostró ser correcta en varios puntos. En primer lugar, la revolución se convirtió en un problema político práctico. El siglo XX fue, con mediaciones, la era de la «revolución inminente». Las revoluciones triunfaron en los países más diversos y por los medios más diversos: una guerra popular prolongada en China, un foco guerrillero en Cuba, la ocupación del Ejército Rojo en Europa del Este, un levantamiento antiimperialista en Vietnam y Corea del Norte, la resistencia antifascista en Yugoslavia. Además, hubo revoluciones que podríamos llamar «abortadas», desviadas o derrotadas en Portugal, Chile, Nicaragua, El Salvador, España y Grecia. En todas ellas hubo una organización que actuó como dirección político-militar: la resistencia titoísta, el ejército de Mao, el Movimiento 26 de Julio, el Frente Sandinista, el Viet Cong, etc. En este sentido, Lenin tenía razón.
Pero el siglo XX fue tan espectacular en términos de auge revolucionario que también acabó permitiendo algo no tan desarrollado por Lenin: el surgimiento de grandes partidos proletarios que mantuvieron la hegemonía en la clase obrera y crecieron «linealmente» en la sociedad según el «modelo alemán». Esto se debió al poder arrollador de la Revolución Rusa y, más tarde, a la victoria del Ejército Rojo sobre el nazifascismo. Gracias a estos dos grandes acontecimientos, el socialismo pasó a formar parte del imaginario político de la clase obrera y muchas organizaciones que hacían referencia a la Revolución Rusa y a la Unión Soviética adquirieron influencia de masas.
El socialismo parecía una alternativa al alcance de la mano y las grandes organizaciones socialistas y comunistas del siglo XX se presentaron como instrumentos de esta lucha. Los PC y PS del mundo repitieron parte del camino recorrido por el SPD alemán, aunque nunca alcanzaron el mismo nivel de desarrollo e influencia.
De vuelta a Lenin, de vuelta a la política
¿Y qué nos ha traído el siglo XXI? El fin de la Unión Soviética significó una derrota histórica para la clase obrera y el proyecto socialista. El comunismo fue desmoralizado, pisoteado y ridiculizado. La marcha arrolladora del neoliberalismo y la reestructuración productiva en todo el mundo durante la década de 1990 culminó con la dispersión económica del proletariado y una profunda crisis de su subjetividad. El socialismo abandonó el horizonte político y pasó al horizonte histórico. Una vez más, surge la pregunta: ¿qué hacer?
Ciertamente, sabemos lo que no se puede hacer. Ya no es posible actuar como en el siglo XX, cuando el socialismo era una referencia tangible, un modelo real con méritos y defectos, pero detectable y comprensible. La clase obrera ha perdido su instinto de poder. De hecho, ni siquiera el hecho de que sea una clase específica le resulta evidente. Mucho menos la conciencia de sus intereses inmediatos y de su proyecto histórico. Aquí no basta con apelar a la «crisis de dirección». Si hay una crisis, es la de la propia clase obrera.
¿Y qué tenemos? Una clase obrera muy numerosa, diversa y muy productiva, pero económica y políticamente atomizada, inconsciente de su condición, de sus intereses e incluso de su propia existencia. No hay ninguna referencia socialista, ni reformista ni revolucionaria. La idea de que existe una alternativa al capitalismo está sencillamente fuera del radar de la inmensa mayoría del proletariado. La única «alternativa» que avanza es una distopía fascista, fundamentalista, colonial y climática.
Por otro lado, hay crisis, ebullición, revueltas. La lucha de clases sigue existiendo. Los viejos sindicatos han entrado en crisis y respiran por aparatos, pero han surgido nuevos movimientos sociales, nuevos problemas y nuevas luchas. Han surgido organizaciones de izquierda, se han fortalecido, han ganado y luego han sido desalojadas del poder. Otras resisten. Se han ocupado plazas, se han derribado estatuas y se ha amenazado al poder central. Han estallado guerras civiles. Si es así, hay espacio para la política. De hecho, el único espacio que existe es el de la política.
En este sentido, tenemos que volver a Lenin. Las condiciones adversas a las que se enfrenta el proletariado en la actual etapa histórica no son una determinación absoluta, un fenómeno de la naturaleza, sino el resultado de una cierta combinación de factores, todos ellos humanos. Son el resultado de una determinada correlación de fuerzas. Y la correlación de fuerzas es, por excelencia, el objeto de la política.
La política revolucionaria del siglo XXI no puede ser una declaración de principios que nadie conoce ni con la que nadie está de acuerdo. Tampoco puede ser una «retropolítica», una nostalgia identitaria estalinista. Pero, igualmente, no puede limitarse a una acomodación en los cómodos sillones de cuero del parlamento o de las administraciones municipales.
Tiene que ser la reconstrucción de una hegemonía perdida, la lucha por fortalecer movimientos reales implicados en luchas reales. Se trata de un proceso histórico largo, porque es mucho lo que se ha perdido. Pero empieza ahora, con política, con inteligencia táctica, con sano empirismo leninista y con todas las mediaciones tácticas necesarias basadas en una sólida base de principios y un profundo sentido de la estrategia.
La reconstrucción de esta hegemonía perdida no será una repetición mecánica de los pasos del SPD o de la fracción bolchevique. La historia no se repite. La clase obrera ha cambiado. El mundo ha cambiado. El camino hacia la influencia de masas será inédito y específico de nuestro siglo. Muchas de las viejas fórmulas deben ser descartadas. Algunas se mantendrán. Otras deberán inventarse.
Por eso, construir un partido revolucionario en una época sin revolución tiene todo el sentido, siempre que ese partido sepa en qué mundo vive. Porque la política no se ha acabado. Al contrario, en la sociedad del siglo XXI se ha vuelto más importante y más necesaria. Porque llevar la revolución del horizonte histórico al horizonte político sólo es posible con la política. «¡Ahora todo es política!», se quejan algunos. Y es cierto. Pero hacer política también se ha vuelto más difícil.
En El partido y la revolución, su libro más importante, el dirigente trotskista argentino Nahuel Moreno explica la compleja dialéctica entre lo histórico y lo inmediato. La crisis revolucionaria es el momento en que las tareas históricas se funden con las tareas inmediatas en un solo acto, a la vez histórico e inmediato: la toma del poder. La política es el catalizador de esta fusión, el hilo que la cose; es lo que acerca este programa histórico y el programa inmediato, día a día, lucha a lucha. Muchas organizaciones han olvidado esto, han olvidado que fueron fundadas para hacer política. Pero esa fue la gran obra de Lenin. Ese era el sentido de sus cartas desesperadas desde su cabaña en el escondite finlandés. ¡Idiotas! ¿No ven que esto es exactamente una revolución? Y por eso ganó donde la victoria era menos probable: en un país atrasado, con una clase obrera oprimida, desorganizada, analfabeta e inconsciente. Reconocía el peso de la historia, pero no le atribuía un valor absoluto. Creía, como Marx, que la historia la forjaban los seres humanos y la sometía a los golpes pacientes de otra actividad humana: la política.
Rusia fue el «modelo avanzado» durante muchos años porque allí triunfó la revolución más poderosa y compleja. Pero Lenin quería que se convirtiera en un «modelo atrasado». Su sueño era que el modelo ruso fuera superado, que Rusia volviera a la retaguardia de la revolución mundial y que otros países ocuparan su lugar. La historia ha puesto algunos obstáculos a la realización de este sueño. Hoy, más que nunca, necesitamos volver a Lenin, pero en un sentido más amplio y profundo. Superarlo. No intelectualmente, sino en la práctica. En otras palabras: a través de la política, dar carne y vida al programa, a la estrategia, a los principios. Cumplir la tarea histórica no de otro, sino de nuestro tiempo.