Este artículo forma parte la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
La mitología griega cuenta que Pandora fue enviada a la Tierra por Zeus para castigar a los humanos por robar el secreto del fuego. Zeus entregó a Pandora un jarro o caja y le ordenó que nunca lo abriera. Pero Pandora no pudo resistirse y, por curiosidad, abrió la caja, desatando todos los males que vagan por el mundo hasta el día de hoy. Sólo quedó una cosa en la caja: la esperanza. El significado del mito es discutible. La esperanza puede verse como un tormento que ata a los seres humanos a la ilusión de una vida mejor o como un alivio que debe acompañarnos en tiempos oscuros. En cualquier caso, la esperanza es un sentimiento poderoso. No debe confundirse con el simple optimismo. Según el crítico literario británico Terry Eagleton, el optimismo tiene algo de banal. Es simplemente una característica de ciertas personas que «ven el lado bueno de la vida», nada más. No es en sí mismo un mérito. Con esperanza, las cosas son diferentes. Es una convicción más profunda, una «postura epistemológica», el resultado de darse cuenta de que la historia no termina mientras haya seres humanos sobre la Tierra y que, por tanto, como decía Pepe Mujica, ninguna derrota ni ninguna victoria son definitivas.
La victoria de Trump y la crisis de perspectiva
Quienes luchan por un mundo más justo no han tenido unos días tranquilos. Primero fueron las elecciones municipales en Brasil; ahora, la victoria de Trump. El desánimo es comprensible. No ha sido una derrota cualquiera. Podemos sistematizarla así: a) Trump obtuvo una victoria contundente, lejos del ajustado escenario que pronosticaban las encuestas; b) llega a la Casa Blanca respaldado por una mayoría en el Senado, la Cámara de Representantes y el Tribunal Supremo; c) gana con el telón de fondo del avance ideológico, electoral y organizativo de la ultraderecha global. Ya no se trata de la «anticipación» de una tendencia, como en 2016, sino de un movimiento sólido; d) Podemos hablar hoy de una «Internacional de extrema derecha», es decir, de una amplia articulación de las fuerzas globales de la contrarrevolución; e) No es el comienzo, sino el apogeo de la crisis de la democracia representativa. Los regímenes políticos son mucho más frágiles que hace 8 años, lo que abre más posibilidades para su sustitución por formas aún peores; f) Trump ya no es un «outsider». Hay una fascistización de la alta burguesía mundial, que ha encontrado en el multimillonario a su mejor representante hasta el momento. Es la figura clave de todo un sistema que ha girado a la derecha (véase Elon Musk y su papel en la campaña); g) el propio Trump se ha fascistizado. Antes defendía las posiciones de un populista de derechas; hoy es un típico fascista; h) Hay un nuevo ciclo de malas experiencias de gobiernos democráticos liberales. Biden es el mejor ejemplo, pero también están Olaf Scholz en Alemania y Emmanuel Macron en Francia. También hay que seguir la evolución del gobierno laborista en Inglaterra; i) Hay un avance cualitativo en las tensiones mundiales, con una articulación más definida de los bloques en disputa. Esto sin duda empujará a Trump hacia una agenda exterior más agresiva, que debería agravar las tendencias existentes. El relativo aislacionismo de su primera administración ya no funcionará; j) Hasta ahora, no hay ninguna crisis global o doméstica que perturbe sus planes, como ocurrió con la pandemia de 2020-2022. El Covid-19 sacudió mucho la capacidad de acción de los gobiernos de extrema derecha de aquel ciclo. Hoy el camino está despejado.
En otras palabras, desde cualquier ángulo que se mire, fue una victoria decisiva para la extrema derecha, con un gran potencial para dañar las relaciones laborales, coloniales, diplomáticas, políticas, militares y económicas en todo el mundo. Confirmó una vez más que la economía pura no gana elecciones, ni siquiera en el país más rico del mundo, donde siempre ha sido el factor más importante. Trump ganó porque dio una batalla política e ideológica, reclutando fieles seguidores que fueron una poderosa caja de resonancia de sus ideas. En cambio, la administración Biden fue decepcionante en cuanto a medidas sociales y, sobre todo, a la hora de justificar esa indefinible esperanza que siempre está presente en el corazón de la gente cuando un tirano es sustituido por un gobierno democrático liberal clásico.
También hay que vigilar cómo se comportan las instituciones del régimen en Estados Unidos y en el resto del mundo. No olvidemos que Trump viene de un intento fallido de golpe de Estado. Uno fallido, pero que le ha dado una importante acumulación de fuerzas. Después del 6 de enero de 2021, muchos analistas predijeron su caída y el inevitable declive de su movimiento. Pero ocurrió exactamente lo contrario. Las instituciones cedieron y Trump no ha hecho más que fortalecerse desde entonces. Ahora sabe que ni siquiera la institucionalidad del Estado más poderoso del planeta es un obstáculo absoluto. Esto refuerza enormemente el cuestionamiento de las instituciones desde una perspectiva fascista. En Brasil, por ejemplo, aumentará la presión para amnistiar a los golpistas y, en primer lugar, a Bolsonaro. Si un presidente que intentó un golpe de Estado puede ser reelegido en Estados Unidos, ¿por qué no en Brasil?
Por último, es importante señalar que después de un gobierno demócrata desmoralizador, que ha perdido apoyo incluso entre los que decía defender más, como la población negra y latina, el trabajo de organizar la resistencia de masas se ha vuelto más difícil. Recordemos que el primer mandato de Trump estuvo marcado por un importante movimiento de masas expresado en Black Lives Matter. No está claro cómo serán las cosas ahora.
Algunas consecuencias a medio y largo plazo
La victoria de Trump confirma, ante todo, que la lucha contra el fascismo y la extrema derecha es el sello de nuestro tiempo histórico. No se trata de una ola pasajera, sino de un ciclo de duración aún indefinida. El ascenso de la extrema derecha se inscribe en el escenario de crisis múltiple que vive el mundo: 1) la crisis económica y social desencadenada por el colapso financiero mundial de 2008; 2) la crisis del sistema mundial de Estados provocada por el ascenso de China y su bloque; 3) la crisis de la democracia burguesa; 4) la crisis subjetiva del proletariado y sus organizaciones y 5) la crisis climática. Todas estas crisis se están acelerando y profundizando, perfilando así las características más generales del periodo.
Las analogías son peligrosas porque la historia nunca se repite. Pero pueden ser útiles para hacerse una idea del horizonte que nos espera. La humanidad ya ha vivido un periodo de ascenso aparentemente imparable de las fuerzas fascistas: la década de 1930. El fascismo llegó al poder en Alemania e Italia, pero su influencia no se limitó a estos países. Japón vivió bajo un régimen militarista y colonialista con características fascistas. El fascismo tuvo partidarios en Inglaterra, Estados Unidos, ganó la Guerra Civil en España y recibió apoyo de masas en la Francia de Vichy, liderada por el colaboracionista Philippe Pétain. En el propio Brasil semicolonial, Getúlio Vargas coqueteó con el fascismo todo lo que pudo y su régimen fue calificado de semifascista por diversas organizaciones de la época y por los historiadores actuales.
Por lo tanto, una ola histórica de avances de la extrema derecha no es exactamente nueva. Entonces, ¿cuál es el horizonte actual? Los planes del trumpismo ya no son tan mediáticos y confusos como hace ocho años: «construir un muro», «aumentar los aranceles aduaneros», etc. Ahora se trata de eliminar de una vez por todas la «amenaza comunista», destruir transversalmente a la izquierda y a los movimientos sociales, deportar a millones de seres humanos, acabar con los derechos reproductivos, poner fin a la educación y la sanidad públicas, preparar el enfrentamiento definitivo con China, impulsar con todas sus fuerzas la industria petrolera, establecer un fuerte control sobre las semicolonias de América Latina, retomar la disputa por África, profundizar el yugo sobre Europa, avanzar en la construcción del «Gran Israel», poner de rodillas a Irán. No parece que esta fuerza arrolladora pueda ser detenida sin algún grado de confrontación y violencia (interna y entre estados).
No está claro que el fascismo pueda llevar a cabo todo su proyecto. Pero eso no importa tanto y forma parte del propio plan. El modus operandi del fascismo ha sido precisamente la acumulación de fuerzas intentando constantemente (aunque sin éxito o sólo con éxito parcial) poner en práctica sus planes. Es el método de «probar los límites». Es lo que ocurrió con el Capitolio en EEUU y con el 8 de enero en Brasil. Esto mantiene a su base social movilizada e ilusionada. Sus derrotas parciales y temporales demuestran a la base fascista que esta es una lucha a largo plazo «contra el sistema» y por eso es necesario mantener la ofensiva y la movilización, fortalecer a los líderes, etc. E incluso es probable que se estén preparando para una lucha a largo plazo. Porque también tienen la apreciación de que el mundo actual no puede sostenerse en perspectiva. Por lo tanto, es necesario imponer un nuevo orden de cosas en la economía, la política, las relaciones internacionales, etc. Es todo un proyecto fascista, digno de tal nombre.
Por último, hay que reconocer que la victoria de Trump afecta inmediata y profundamente a Brasil. Esto no es sólo porque le da un impulso a Bolsonaro. Este es el factor más subjetivo y tal vez ni siquiera el central. Lo fundamental es que el enorme poder político, económico y diplomático del Estado norteamericano se pondrá al servicio del fortalecimiento de Bolsonaro, que ahora está más cerca de la amnistía que de la cárcel. Es probable que esta dinámica se intensifique. Los que ya pensaban que los demócratas eran golpistas (¡y tenían razón!): esperen a que Trump muestre sus garras. Elon Musk, uno de sus mayores partidarios, tuiteó famosamente: «Golpearemos a quien queramos. Acéptalo».
Así pues, el escenario que se está desplegando es el más oscuro de los últimos 90 años. Plantea retos gigantescos a la izquierda y suscita debates como la cuestión misma de la supervivencia de la humanidad y de su civilización.
¿Es posible la esperanza?
Decíamos más arriba que los años 30 se caracterizaron por el ascenso del fascismo. Pero eso no fue todo. También hubo resistencia: política, militar, cultural, electoral y diplomática. Al final, fue más militar que otra cosa. Y ganó. Y así fue en otros episodios oscuros de nuestra historia.
Marx decía que el ser humano hace su propia historia, pero no según su voluntad, sino según las condiciones heredadas del pasado. Esto significa que una generación no elige el terreno de su lucha ni el enemigo al que se enfrentará. Recibe estos elementos de la época que le ha tocado vivir.
La derrota del fascismo en su nueva versión es la tarea de nuestro tiempo histórico, de nuestra generación.
Pero esto no se logrará sin una lucha cruel y sin una gran transformación en la forma en que la izquierda se relaciona con las masas y hace política.
El próximo período debe estar marcado por la reconstrucción de la izquierda y su reconexión con los movimientos sociales. El término reconstrucción es duro, pero necesario. La izquierda ha sido casi aniquilada como fuerza social y política con impacto, por lo que el fascismo y el liberalismo sueñan juntos con un mundo en el que sólo existan la derecha y el centro. Pero son sueños vanos. La izquierda no está muerta, como dicen algunos; hay y habrá resistencia. Todavía estamos aquí.
Y no sólo nosotros. Los movimientos sociales no han desaparecido. Han sufrido una profunda transformación, pero existen. Han asumido nuevas agendas, rechazan (con razón) ciertas prácticas y dogmas del pasado, pero siguen vivos y coleando en ciertos territorios.
Los espacios de resistencia se multiplican y diversifican. El propio avance del fascismo crea también nuevas trincheras para la lucha: la cultura, la ciencia, el arte, la educación, el deporte, internet. Estos frentes son tan reales e importantes en la lucha por la hegemonía como los sindicatos.
La clase obrera no ha desaparecido. También ha cambiado. Vive una profunda crisis subjetiva, pero nunca ha sido tan vasta, diversa, internacional, productiva y socialmente importante como ahora. Es cierto que en el pasado era mucho más fácil organizar y movilizar a la clase obrera. Pero eso fue sólo porque las generaciones que vinieron antes encontraron una forma de diálogo. Nosotros tenemos que encontrar la nuestra.
La crisis del proyecto socialista no ha paralizado del todo la afluencia de sangre nueva a los movimientos sociales y a las organizaciones de izquierda. Han llegado jóvenes. La idea del socialismo penetra en una franja estrecha pero importante del activismo. Son difíciles de comprender, tienen grandes expectativas y se decepcionan fácilmente, pero el futuro les pertenece.
Las luchas siguen generando una vanguardia relativamente pequeña, pero que busca una alternativa. No son marxistas, ni mucho menos revolucionarios; a menudo ni siquiera son socialistas y a veces son más liberales que de izquierdas. Pero son curiosos y están dispuestos a aprender.
El diálogo con esta vanguardia es posible si abrimos un poco más los oídos que la boca.
Estos son nuestros compañeros de armas. Estos somos nosotros. Y si esta nueva generación se enfrenta a tareas históricas de magnitud excepcional, es porque el material humano es apropiado. Porque la historia no crea sujetos perfectos; sólo puede utilizar las herramientas de que dispone. Y tiene un talento especial para hacer milagros con muy poco.
Esto no significa que haya que sentarse y esperar a que la historia suceda. La vida es acción. La obra será gigantesca, «infernal», como dijo Mayakovsky en su poema sobre Lenin. Es, hasta cierto punto, un nuevo comienzo: la formación y el debate en la izquierda; la reconquista de la vanguardia para la idea del socialismo; la reconexión con los movimientos sociales y la periferia; la superación de un sectarismo infantil que siempre intenta culpar a la propia izquierda de todos los pecados del mundo; el acercamiento a los precarios y desorganizados; la valoración de las tácticas de unidad; el aprovechamiento de las oportunidades, de las «ventanas en la conciencia» por las que se puede entrar; la utilización pedagógica de las experiencias concretas de la clase; la consideración de su diversidad religiosa, racial, regional, de género y de identidad sexual; la combinación de un programa de izquierdas y del Frente Único como condición ineludible para su aplicación; la sujeción de los mandatos parlamentarios y de los cargos institucionales al restablecimiento de los vínculos con el movimiento de masas; el rechazo del fratricidio permanente, especialmente entre las minúsculas organizaciones de la izquierda socialista. Y sobre todo: la lucha encarnizada en todas las batallas: electorales, sindicales, políticas, económicas, culturales. Cada centímetro de terreno importa.
La amplia reconstrucción de la izquierda no debe confundirse con un giro más para adaptarse al centro, al sistema o al régimen democrático-burgués. En un sentido, es una renovación porque el mundo ha cambiado. En otro sentido, es el renacimiento de una tradición: la audacia en la lucha por el sueño de la justicia social. Dentro de este vasto proceso, la izquierda anticapitalista tiene un papel fundamental: ser el polo consciente de unidad y la vanguardia de las luchas concretas, al tiempo que apunta hacia una estrategia para superar el capitalismo y construir una nueva sociedad, el socialismo.
Paulo Freire convirtió la esperanza en verbo y acuñó el término «esperançar». Como verbo, necesita un sujeto, la acción de las personas para hacer girar la rueda de la historia. Son días para lamer heridas, pero también para recordar el papel de la acción colectiva como sujeto de un nuevo futuro. La salida de la ola de derrotas en la que nos encontramos sólo puede ser producto de la acción organizada de las personas. Son los sujetos colectivos los que sostienen una carrera de relevos para construir el futuro. La democracia latinoamericana (aunque sea débil y tambaleante) no puede explicarse sin comprender el papel de los que lucharon durante la dictadura. Las revoluciones victoriosas no pueden explicarse sin mencionar a los que lucharon en los reflujos que las precedieron; las grandes conquistas no pueden encontrar otra explicación que no sean las derrotas que las precedieron. El éxito está hecho de una historia de ensayo y error. Pero no cualquier error, no cualquier derrota tiene ese poder creador: son sólo aquellos que, a partir de una producción colectiva, generan lecciones, conclusiones, para que el mañana no sea el ayer con otro nombre.
En estos tiempos difíciles, resulta oportuno evocar otro poema de Mayakovsky, el poeta de la revolución y también el poeta trágico. Su poesía es un aliento vital, un vuelo de esperanza que, al fin, se libera del fondo de la caja que Zeus entregó a Pandora.
No estamos alegres, es cierto.
¿Pero por qué deberíamos ponernos tristes?
El mar de la historia es agitado.
Las amenazas y las guerras hay que atravesarlas.
Partirlas al medio cortándolas, como una quilla corta las olas.