El artículo a continuación es una reseña de Not the End of the World: How We Can Be the First Generation to Build a Sustainable [No es el fin del mundo: cómo podemos ser la primera generación en construir un planeta sostenible], de Hannah Ritchie (Little Brown Spark, 2024).
Ya no es ningún secreto que las generaciones más jóvenes están acosadas por la ansiedad ecológica y la angustia climática. Según la revista Lancet Planetary Health, estos sentimientos se han convertido en un verdadero fenómeno mundial, que prevalece en los países de renta alta, media y baja. Mientras tanto, el movimiento ecologista lleva mucho tiempo aquejado de un sentimiento generalizado de pesimismo sobre las perspectivas de su propio éxito.
Hannah Ritchie, científica medioambiental y subdirectora de Our World in Data, se sintió obligada a introducir un urgente sentimiento de optimismo en el debate sobre el clima. En su libro Not the End of the World: How We Can Be the First Generation to Build a Sustainable Planet (No es el fin del mundo: cómo podemos ser la primera generación en construir un planeta sostenible), Ritchie pretende representar a «una generación de jóvenes que quieren ver cambiar el mundo», pero que se ve abrumada por la inacción ante los apocalìpticos boletines de noticias y la indiferencia de los gobiernos.
En el mejor de los casos, el libro de Ritchie da un vuelco a la sabiduría convencional de los ecologistas de estilo de vida consumista —cuya teoría del cambio es tan confusa y errónea como elevada es su ansiedad— para restaurar un sentido colectivo de control sobre nuestro futuro compartido. Ritchie tampoco está dispuesta a adormecer a sus lectores con una falsa sensación de seguridad, identificando soluciones técnicas fáciles para combatir el cambio climático. «Los problemas de este libro no se resolverán por sí solos», subraya Ritchie, sino que «requerirán el esfuerzo creativo y decidido de personas que desempeñen diversas funciones». De este modo, Ritchie recuerda la última y oculta idea de David Graeber sobre el mundo: es algo que hacemos y que podríamos hacer de otro modo.
Sin embargo, en un claro reflejo de sus propias inclinaciones profesionales, Ritchie se equivoca a la hora de identificar a los agentes que reharán el mundo, delegando la tarea en los innovadores, los responsables políticos, los financistas y, lo que es más importante, «los individuos valientes y las empresas privadas». En consecuencia, el camino que propone hacia la estabilización climática está pavimentado con impuestos sobre el carbono y otras soluciones inadecuadas orientadas al mercado, una defensa anacrónica de recetas políticas liberales ineficaces que arroja luz sobre un nuevo conjunto de sensibilidades y alianzas entre los activistas climáticos de la corriente dominante.
Es cierto, como sostiene Ritchie, que combatir el cambio climático no es ni completamente imposible ni tranquilizadoramente fácil. La cuestión pendiente es quién liderará la carga.
Comunicadores científicos y tecnócratas políticos del mundo, uníos…
En Climate Change as Class War: Building Socialism on a Warming Planet, Matt Huber ofrece una esquemática tipología tripartita de los profesionales de la escena política climática: divulgadores científicos, tecnócratas políticos y radicales antisistema. Las críticas socialistas se centraron principalmente en este último grupo, responsable del decrecimiento, un movimiento académico y social incipiente que expresa una desafección generalizada hacia nuestras sociedades industriales intensivas en emisiones. La generalización de ciertas variedades neomalthusianas del movimiento del decrecimiento, cuyo programa preferido de reducción agregada y ecoausteridad desempoderaría aún más a la clase trabajadora, no sustituye al movimiento climático mayoritario liderado por los trabajadores, necesario para descarbonizar rápida y democráticamente nuestras economías a gran escala, al tiempo que se mejora, no se empeora, la vida de la clase trabajadora.
La generalización de la perspectiva del decrecimiento propuesta por los radicales antisistema es preocupante. Pero debemos estar igualmente atentos a la aparición simultánea de una nueva generación de divulgadores científicos y tecnócratas políticos liberales cuyos mensajes están diseñados para fabricar el apoyo popular a las ineficaces estrategias de descarbonización orientadas al mercado.
Not the End of the World, de Ritchie, ilustra una alianza cada vez más coherente entre distintos grupos de profesionales del clima de la corriente dominante. La nueva hornada de expertos en clima con credenciales tiende a compartir la crítica de Ritchie a la información sensacionalista de los medios de comunicación sobre la crisis climática, que les preocupa que transmita una sensación de fatalidad inminente que paralice a la sociedad hasta una aceptación apática del colapso planetario. Para Ritchie, esta observación proviene de una experiencia personal: cuando tenía poco más de veinte años, las incesantes profecías catastrofistas la convencieron de que ya no tenía ningún futuro por el que mereciera la pena vivir. Años más tarde, Ritchie llegó a considerar la incomprensión de la escala y la naturaleza del problema como el obstáculo fundamental para una acción climática eficaz.
Otro obstáculo, según Ritchie, es la polarización política, que en su opinión impide la cooperación necesaria para combatir la pérdida de biodiversidad, el cambio climático, la deforestación y la contaminación ambiental. En otras palabras, no hay tiempo para el fútbol político; la resolución de problemas debe delegarse en tecnócratas imparciales.
Para ejemplificar este punto, Ritchie establece un paralelismo con la exitosa defensa de la capa de ozono por parte de la comunidad científica, que ella describe como «el cambio climático de su época». En su relato, un trío de científicos galardonados con el Premio Nobel descubrió que las emisiones humanas de clorofluorocarbonos (CFC) estaban destruyendo el ozono de la estratosfera, pero sus descubrimientos fueron difamados por industriales y políticos interesados. Finalmente, una campaña de presión pública llevó a los países a adoptar en 1987 el Protocolo de Montreal, que regula la producción de sustancias que agotan la capa de ozono. Desde su adopción, se ha producido una disminución del 99,7% de los CFC y otras sustancias que agotan la capa de ozono.
En esta narración de los hechos, los ciudadanos preocupados dieron poder a los expertos científicos y a los tecnócratas de la política para combatir los intereses malignos de los gigantes industriales y sus secuaces políticos. Por tanto, debería adoptarse la misma fórmula, incluida la evasión de la arena democrática de los intereses políticos contrapuestos, para combatir el cambio climático y otros problemas de sostenibilidad actuales.
Pero la historia de la capa de ozono y la crisis actual no son fenómenos análogos. La reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, a diferencia de los CFC, no puede lograrse sin alterar nuestros sistemas energéticos basados en combustibles fósiles. Y son los combustibles fósiles, y no las moléculas de cloro, los que han permitido nuestro desarrollo industrial. Así pues, como advierte el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), abordar el problema del calentamiento global exigirá «cambios rápidos, de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad». El problema va más allá de la afición tecnocrática de los activistas climáticos profesionales, cuya principal preocupación es contabilizar y gestionar con precisión los impactos ecológicos y medioambientales («externalidades») de nuestros sistemas económicos de producción, y requiere en cambio una acción masiva y una transformación social para superar las relaciones de propiedad capitalistas que sustentan las estrategias insostenibles de acumulación.
Ritchie reconoce que «cuando nuestras economías funcionan con combustibles fósiles, estamos a merced de quienes los producen». Sin embargo, en lugar de una aquiescencia muda, se ha producido una creciente protesta pública y una resistencia política a las empresas de combustibles fósiles. En Estados Unidos, por ejemplo, ocho estados y tres docenas de municipios han presentado demandas contra las grandes petroleras por engañar intencionadamente al público sobre la crisis climática.
Según la teoría del cambio de Ritchie, basada en una ciudadanía científicamente informada que empodera a los responsables políticos, se darían todas las condiciones necesarias para una transición rápida que abandone las fuentes de energía basadas en combustibles fósiles. Sin embargo, los productores de petróleo y gas siguen obteniendo ganancias récord y la producción nacional de petróleo alcanzó su máximo histórico en 2023. Está claro que necesitamos otro tipo de intervención.
La clase trabajadora tiene el poder
La divergencia entre las expectativas liberales y las realidades materiales es el resultado de una teoría ingenua del cambio social. Proteger nuestro patrimonio público y el bienestar social colectivo frente a los intereses adquisitivos de los accionistas corporativos siempre requerió una contestación política. El trastorno sin precedentes históricos de nuestro complejo industrial-energético requiere un contramovimiento mayoritario capaz de forzar una rápida transición hacia las emisiones netas cero. Debemos centrarnos en el poder y la planificación, no en la persuasión y las señales de precios.
En honor a Ritchie, reconoce que tenemos que hacer que la gente «sienta que está mejorando su vida» para «conseguir que todo el mundo se sume al cambio a una vida baja en carbono». Más que convencer a la gente de que optimice su huella de carbono, lo que transforma a los ciudadanos en consumidores éticos, «nuestra imagen social de la sostenibilidad tiene que cambiar». Desgraciadamente, la sensibilidad profesional de Ritchie parece seguir dando lugar a un punto ciego respecto a las condiciones materiales de la mayoría de la clase trabajadora. Aquí vale la pena citar a Ritchie en extenso:
Lo último que puedes hacer es pensar en cómo empleas tu tiempo. Los problemas de este libro no se resolverán solos. Una persona media pasará unas 80.000 horas en el trabajo a lo largo de su vida. Elige una gran carrera en la que realmente puedas marcar la diferencia y tu impacto podría ser miles o millones de veces mayor que tus esfuerzos individuales por reducir tu huella de carbono.
De la lectura de este pasaje se desprende claramente que Ritchie piensa en términos de carreras más que de empleos, y entiende que las carreras se eligen libremente. En consecuencia, anima a los jóvenes aspirantes a profesionales —la supuesta audiencia del libro— a elegirlas sabiamente. Por supuesto, para la mayoría de los trabajadores, navegar por el mercado laboral es una experiencia muy diferente. Sin alguna combinación de credenciales universitarias, conexiones familiares y redes profesionales, las preferencias personales de la mayoría de la gente quedan extinguidas por las leyes del movimiento de la economía de mercado capitalista.
Aunque las personas de clase trabajadora no suelen estar en condiciones de diseñar libremente sus carreras para maximizar su impacto medioambiental positivo, no son impotentes, ni mucho menos. Al contrario, como sostiene Matt Huber, nuestra atención debería centrarse en resucitar al movimiento obrero y «recuperar la capacidad militante de los trabajadores para hacer huelga y obligar a las élites a ceder a las demandas radicales», especialmente entre los trabajadores de base de los servicios públicos que pueden aprovechar su poder estratégico sobre la generación de electricidad y las redes de transmisión para forzar una rápida descarbonización de la red.
En última instancia, nuestro problema no es la falta de conciencia social y de liderazgo profesional, sino un sistema político que privilegia los beneficios de unos pocos a expensas de un planeta habitable y de un futuro sostenible para todos. Para resistir a la imposición de un nuevo sentido común tecnocrático liberal, que nos condenaría a todos a la catástrofe climática, necesitamos alimentar una visión positiva de un programa de estabilización climática socialmente justo y dirigido por los trabajadores.
Como declararon los manifestantes franceses durante las protestas por la reforma de las pensiones del verano pasado: «Fin du monde, fin du mois, même combat«. El fin del mundo y el fin de mes son el mismo combate.