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Jon Hamm como el ejecutivo publicitario Don Draper en Mad Men. (Foto: AMC)

Quince años de Mad Men

Traducción: Valentín Huarte

Este mes se cumple el aniversario número quince del lanzamiento de Mad Men. Esta famosa serie no solo es estética y narrativamente cautivante: también contiene una serie de reflexiones y planteos de izquierda.

La prestigiosa serie Mad Men, que estrenó siete temporadas después de su lanzamiento de hace quince años, recibió abundantes premios y lecturas atentas de los críticos más importantes. La prensa de izquierda se la perdió, y es una pena: Mad Men no solo es muy divertida, conmovedora y nos dio mucho que pensar sobre los cambios políticos y los roles de género de los años 1960, sino que parece tomar inspiración directa en el pensamiento socialista. El creador de la serie, Matthew Weiner, mostró las cartas de cierto coqueteo con las críticas marxistas desde el primer episodio con dos simples palabras: «It’s toasted».

Ese lema publicitario destaca especialmente en un texto marxista clásico de mediados del siglo veinte, El capital monopolista de Paul A. Barman y Paul M. Sweezy. En una época en la que las góndolas de los supermercados estaban reciente y completamente desbordadas de cajas tecnicolor de cereales y recibían el influjo constante de productos «nuevos» y «mejorados», estos dos escritores, vinculados con la revista marxista y editorial Monthly Review, argumentaron que la «competencia, que era la forma de relación mercantil predominante», había sido reemplazada por la «empresa a gran escala que genera una porción significativa del producto de una industria, o de varias industrias, y es capaz de controlar sus precios, el volumen de la producción y los tipos y las cantidades de sus inversiones».

El monopolio, en otras palabras, no era una falla accidental del sistema capitalista: se había convertido en el sistema.

Uno de los argumentos centrales de Baran y Sweezy es que la enorme masa de plusvalor (o, más directamente, las ganancias) que genera el capital monopolista podrían ser distribuidas democrática y equitativamente para satisfacer las necesidades materiales de todos los miembros de la sociedad. Pero, en cambio, es desperdiciada.

Una forma especialmente atroz del desperdicio contra el que apuntan los autores es la industria de la publicidad, que en los años 1960 estaba en plena expansión. En vez de reinvertir el plusvalor en innovación o de utilizarlo en disminuir los costos de producción con el fin de posibilidad que las personas accedan a más productos, la publicidad desperdicia enormes fortunas en convencer a los consumidores de que un producto idéntico a otro es ligeramente superior.

Cuando discuten este argumento, Baran y Sweezy citan una fanfarronada del ejecutivo y escritor de publicidad Rosser Reeves: el «It’s toasted» de la campaña de la empresa tabacalera de George Washington Hill: «En efecto, es como cualquier otro cigarrillo, pero ningún productor fue tan astuto como para ver las enormes posibilidades de una historia tan simple».

El guion del primer episodio de Mad Men está centrado en un inminente informe de Surgeon General que vinculará el consumo de tabaco con el cáncer de pulmón. Esto provoca una crisis en el protagonista de la serie, Don Draper.

Por supuesto, no una crisis de salud. De hecho, Draper, el director del departamento creativo de la ficticia empresa de publicidad Sterling Cooper, entra en escena fumando un cigarrillo y bosquejando campañas de publicidad sobre la servilleta de su trago antes de una reunión de alto riesgo con uno de sus clientes más grandes, una empresa tabacalera. La publicidad de los cigarrillos había enfatizado durante mucho tiempo los supuestos beneficios terapéuticos de fumar, y el cliente quiere un plan para continuar vendiendo su producto después de que el público descubra inevitablemente que es mortífero.

«Esta es la oportunidad publicitaria más grande desde la invención de los cereales. Tenemos seis empresas idénticas que fabrican seis productos idénticos», dice Draper después de una vacilación inicial.

Para demostrar su argumento, Draper pide que el hombre describa cómo se hacen los cigarrillos. Su cliente, el patriarca de Lucky Strike, dice dos o tres cosas sobre las semillas que repelen insectos, el sol de Carolina del Norte y la cosecha, el curado y el tostado de las hojas de tabaco.

«¡Eso!» dice Draper refiriéndose al hecho de que la empresa tuesta las hojas de tabaco antes de enrollarlas en los pequeños cilindros cancerígenos. Cuando el hijo del dueño objeta que todo el tabaco de los cigarrillos es tostado como parte del proceso de manufactura, el director de publicidad de la empresa lo contradice: «No. Todos los otros tabacos son venenosos. El de Lucky Strike es tostado».

En realidad, no fue una campaña publicitaria famosa. Difícilmente alcanzó a «Where’s the Beef?» y la compró una empresa de cigarrillos distinta. Es bastante evidente que Matthew Werner leyó El capital monopolista y tomó algo de inspiración de sus páginas. Pero, suponiendo que estaba tratando de hacerlo, ¿qué quería decir sobre la fase superior del capitalismo y sobre la creatividad artística en una industria fundada en las mentiras y en el engaño?

Un sentimiento hermoso

Los comentaristas de Mad Men no tardaron en notar que la serie era astutamente feminista, La lenta conquista de Peggy Olson, secretaria convertida en redactora creativa, de respeto profesional y ambición artística la coloca en posición de segunda —sino primera— protagonista. Desde el comienzo, los periodistas hicieron hablar a Weiner de la influencia que tuvieron La mística de la feminidad de Betty Friedan y de Sex and the Single Girl de Gurley Brown en el guion de los programas piloto.

Esos libros fueron bestsellers. Pero los textos marxistas sobre economía de la época de la Guerra Fría son más difíciles de alcanzar. Por eso la influencia de Monthly Review en Mad Men pasó desapercibida.

Baran y Sweezy no son los últimos ni su obra el ejemplo más evidente de los textos izquierdistas de los que hace uso Mad Men. Un episodio de la tercera temporada nos muestra a un par de redactores, recientemente contratados con el fin de alcanzar el emergente mercado de los babyboomers, haciendo frente a Draper una presentación del tipo «todo pasado fue mejor» para desarrollar el mercado juvenil de un cliente, una marca de café.

Smitty, el más complaciente, se embarca en una entonación staccato de falso beatnik pasado de moda y cuenta que tiene «esta carta de un amigo de la infancia de Michigan […]. Todavía está en la escuela, viejo, y tiene este —yo qué sé— desahogo de sesenta páginas». Después lee: «Podríamos reemplazar el poder ancladlo en la posesión, en el privilegio o en la suerte por el poder y la originalidad anclados en el amor, en la reflexividad, en la razón y en la creatividad».

Aunque no es nombrado en el episodio, ese «desahogo» es el manifiesto de Port Huron, documento fundacional de Students for a Democratic Society y texto seminal de la Nueva Izquierda.

«Es un sentimiento hermoso», responde Draper con ironía. «¿Tu amigo sabe cuál es tu trabajo?».

Smitty responde con un más bien desinflado «Claro […]. Me lo mandó con una nota bastante desagradable».

La velocidad y el entusiasmo con el que estos jóvenes están dispuestos mercantilizarían la rebelión para vender café instantáneo es tratada como un chiste amargo. Se necesita cierta creatividad para reinventar el sentimiento anticapitalista como un estilo de vida nuevo y mejorado que se puede comprar en el supermercado. Y esa chispa de creatividad es desperdiciada en la explotación más cínica.

Uno de los temas más importantes que atraviesa las siete temporadas de Mad Men es la tensión entre el talento creativo en una empresa de publicidad y las cuentas de los ejecutivos que mantienen felices a los clientes (y que cuidan el flujo de las ganancias). En un momento de la serie, Draper protesta porque el departamento creativo es «a la vez lo más y lo menos importante». Por supuesto, el elemento más importante de la publicidad es realmente la compra y la venta de tiempo de aire en los medios y espacio en las columnas de los diarios y en las revistas (al menos en este modelo de negocios de los años 1960). El dinero se realiza en esos lugares. Pero los creativos son esenciales a la hora de vender la mentira de que un cigarrillo es superior a otro (y que todos sean mortíferos no es de su incumbencia).

En sus primeras tres tempranas, la idea de la «publicidad» como «traición» de la ambición creativa está plenamente representada en el personaje de Paul Kinsey, redactor senior que exhibe formas bohemias y hace gala de su admiración por Rod Sterlin y Orson Welles con sus mangas (y con su cara barbuda). Siempre está dispuesto a decirle a cualquiera que escuche que está escribiendo algo que podría convertirse en la mejor novela estadounidense, o al menos en un episodio de The Twilight Zone. También lo vemos intentando arruinar una reunión con la Pennsylvania Railroad Company en protesta por la demolición de su clásica estación de 1963, y participar de —y acobardarse durante— la marcha de los Viajeros de la Libertad de ese verano.

También nos queda la impresión evidente de que no es un escritor tan creativo. Draper y sus compañeros lo dejan de lado cuando inician una nueva empresa después de saquear su vieja oficina en medio de la noche. La audiencia encuentra a Kinsey una vez más, muchos años después, cuando el personaje aparece en un culto a Krishna y comprando un guion de Star Trek.

La publicidad como arte

De forma similar, en las primeras temporadas Draper es retratado en la bohemia Greenwich Village y está al tanto de las últimas novelas y películas. Uno imagina que sería capaz de crear mucho más arte que esos lemas cursis para los cereales Life. Peggy también parece girar en la órbita de los artistas capaces de lograr cuando menos una invitación a la Andy Warhol Factory.

Hasta los hombres que manejan las cuentas tienen un impulso creativo. En la temporada cuatro, Roger Sterling, socio principal, pasa el año 1965 escribieron una autobiografía que pasa sin pena ni gloria, Sterling’s Gold, y uno de los primeros episodios de la primera temporada nos muestra que Ken Cosgrove, ejecutivo de cuentas junior, publicó un relato breve en el Atlantic despertando celos de parte de los otros jóvenes de la oficina.

Con Cosgrove fuera del perímetro, Kinsey y Peter Campbell y Harry Crane confiesan sus pretensiones artísticas y hacen planes para publicar sus aparentemente petulantes historias; Campbell llega tan lejos que presiona a su esposa, Trudy, para que vuelva a ponerse en contacto con un exnovio que está en el negocio de la publicidad. Cosgrove, descubrimos, sigue publicando relatos de género breves firmados con seudónimos incluso mientras la responsabilidades en sus cuentas aumentan. Esto hace que Sterling, su «escritor frustrado amigo», tal vez en un ataque de celos, prohíba que siga escribiendo en el cargo de ejecutivo sénior.

Más allá de todo lo que Matthew Weiner haya tenido para decir sobre el empleo del talento creativo en una industria innecesaria y despilfarradora, la ambigua escena con la que concluye la serie parece depositado en la audiencia la posibilidad de dos interpretaciones distintas. Después de haber abandonado el ambiente anquilosado de la enorme empresa publicitaria McCann Erickson, que había absorbido y disuelto la pequeña compañía a cuya construcción Draper había dedicado largos años de su vida, nuestro protagonista se desintoxica y medita en un campamento de yoga en la cima de una montaña en California con una sonrisa indescifrable en su rostro. Antes de la pantalla negra, la escena empieza a fundirse con una banda sonora y unas imágenes de una publicidad mucho más famosa que «It’s toasted».

El McCann Erickson de la vida real logró convertir un jingle de Coca-Cola, «I’d Like to Teach the World to Sing», en el single más escuchado de 1971 gracias a una publicidad despampanantemente cínica que mostraba a hippies vagamente multiculturales abrazándose en una montaña. Por supuesto —era el mensaje de la publicidad a la audiencia— acaban de ver cómo la policía molió a palos a esos jóvenes idealistas de la Students for Democratic Society en Chicago, y ahora algunos están arrasando con los edificios del gobierno federal para protestar contra todo el sistema, y su nuevo presidente resultó electo con una estrategia racista que apenas maquillaba una política de «ley y orden». Pero al menos Coca-Cola nos une a todos.

Si rebobinamos y pasamos en cámara lenta los momentos previos a la sonrisa de Mona Lisa de Draper, notamos los cortes de pelo y la ropa de la publicidad de Coca-Cola de los trabajadores y participantes de este campamento hippie. ¿Draper sonríe porque esta escena con la que tropezó lo inspiró a trabajar una nueva década en la explotación de la cultura babyboomer con el fin de venderles una cultura nacional bajo la forma de diabetes embotellada? ¿O el chiste negro de Mad Men es que, incluso cuando un creativo de la publicidad abandona su carrera lucrativa de manipulación emocional y mentira, la máquina sigue funcionando sin él?

El problema es que a pesar de que Matthew Weiner imitó hasta cierto punto el famoso final de Los Soprano —su templo artístico mientras escribía el piloto de Mad Men— con el fin de producir una especie de «elige tu propio mito», sus entrevistas recientes parecen aprobar la idea de que Draper vuelve a Nueva York a montar la publicidad hippie de Coca. ¿Por qué internet tienta a los escritores a arruinar sus finales haciendo comentarios? Weiner tuvo la posibilidad de hacer un final cerrado y no lo hizo. ¿En qué sentido el proyector imaginario de su cabeza tiene ahora prioridad sobre el mío, donde Draper permanece en el retiro y vuelve a Nueva York para ser un padre presente y un amigo confiable del puñado de colegas mujeres con las que logró no acostarse?

El final de la cabeza de Weiner es una las declaraciones más decepcionantes y cínicas en las que podía concluir una serie de televisión que comenzó como una crítica de la forma en que la publicidad no genera nada de valor productivo en la sociedad. Sugiere un triunfo tan completo del capitalismo que no solo convierte a la publicidad que manipula las emociones en un arte al que los artistas podrían aspirar porque el sistema deja espacio para eso, sino que lo convierte en el tipo de realización a la que deberían aspirar. Prefiero quedarme en el campo de yoga.

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