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La francotiradora soviética Lyudmila Pavlochenko fue una de las miles de mujeres que lucharon contra los nazis en el frente de batalla.

Dar la vida por la libertad

En 1945 la Alemania nazi finalmente se rindió. Frente a los intentos revisionistas de afirmar que la guerra fue una lucha entre «dos polos totalitarios», recordamos la historia de mujeres, niños y niñas que resistieron a la violencia fascista y lucharon por construir un mundo mejor.

Los ídolos de la supremacía blanca se dirigen hoy hacia el crepúsculo, a medida que el lado oscuro de los «héroes» largamente cacareados se somete finalmente al escrutinio. Esto se aplica no solo a los padres fundadores de Estados Unidos, sino también a algunos de los que se unieron a la lucha contra el nazismo y el Holocausto. Hombres como Churchill, Stauffenberg y Schindler acabaron volviéndose contra el fascismo, pero ellos mismos estuvieron implicados en la conquista imperial y la explotación rapaz.

En los últimos años, Hollywood ha ofrecido todo tipo de hazañas fantásticas que retratan la resistencia al nazismo, desde Bastardos sin gloria hasta Jojo Rabbit. Sin embargo, estas películas se muestran perversamente ajenas a la preocupación por difundir ejemplos del mundo real. El otro bando no parece compartir esta pérdida de memoria: en todo el mundo, los monumentos a los nazis y sus colaboradores se cuentan por miles. Cuando la prensa del establishment recurre a relatos olvidados de luchadores de la resistencia al fascismo, con demasiada frecuencia están revestidos de identitarismo y vacíos de la política real de los participantes.

Estos combatientes antifascistas con conciencia política lucharon por las generaciones futuras. Pero permanecen enterrados bajo el peso de las narrativas de la Guerra Fría, que los excluyen de la historia y que a menudo se solapan con el anticomunismo fascista. El registro histórico real no está lleno de imperialistas oportunistas y comprometidos de la talla de Churchill, sino del coraje y la valentía de mujeres, niños, personas con discapacidad y minorías étnicas. Perseguidos hasta el sometimiento total o el asesinato por parte de los nazis y sus aliados, se unieron a la lucha contra el fascismo. Los verdaderos parangones de la virtud están ahí para ser encontrados… si las persistentes sombras de la Guerra Fría no hubieran impedido que la luz brillara en los lugares adecuados.

Las historias de las personas comunes y corrientes que lucharon contra el fascismo ponen de manifiesto la locura de la «teoría totalitaria». Incluso con todos los crímenes del estalinismo y las purgas, la afirmación de que la guerra se libró entre dos polos totalitarios omite deliberadamente el carácter discriminatorio, sexista y racista del fascismo. El fascismo se dirigió deliberadamente a categorías enteras de seres humanos —especialmente mujeres, niños y personas con discapacidad— de una manera que el comunismo soviético nunca hizo. 

Los siguientes ejemplos están extraídos de la memoria cultural soviética y revelan que los héroes más celebrados, destacados y recordados fueron las mujeres, los niños, las minorías y las personas con discapacidades: partisanos que lucharon por su propia liberación y la de todos nosotros.

Combatientes en la mira

Hasta nuestros días, las representaciones populares, desde las películas hasta los podcasts, siguen despreciando y marginando la memoria de estos combatientes que procedían de grupos vulnerables que eran constantemente atacados.

Mientras que el genocidio nazi del pueblo romaní y el asesinato en masa de las personas con discapacidad siguen siendo infravalorados, quizá sean aún menos conocidos los planes genocidas que tenían como objetivo a los europeos del Este y que preveían la subyugación casi absoluta y la eliminación de las mujeres de la vida pública. El «Generalplan Ost» (Plan General del Este) pretendía la «limpieza» del 80% de los habitantes nativos de Europa del Este. Incluso dentro de la propia Alemania, el gobierno nazi comenzó a prohibir a las mujeres el acceso a los cargos judiciales desde el principio, avanzando gradualmente hacia la prohibición de la educación superior. A finales de la década de 1930, ni siquiera las nuevas escuelas de gramática aceptaban a las mujeres como alumnas.

Por ello, es quizá más significativo que algunas de las espadas más afiladas del arsenal de la lucha contra el fascismo hayan sido empuñadas por mujeres. En su papel de francotiradoras y pilotos de combate, a quienes el Ejército alemán apodó notoriamente «las brujas de la noche», las mujeres no solo estuvieron a la altura, sino que superaron el nivel de las hazañas de sus camaradas masculinos.

La más legendaria fue Lyudmila Pavlichenko, una de las miles de mujeres que lucharon en posiciones de primera línea. Con sus cientos de bajas, la «Dama de la Muerte» recorrió Occidente durante la guerra para recabar apoyo de los Aliados para formar un segundo frente en Francia contra los nazis, ayuda que fue notoriamente renuente hasta casi el final del conflicto, especialmente por parte de los británicos. Pavlichenko se convirtió en la primera ciudadana soviética recibida por un presidente estadounidense. Pero la prensa norteamericana no hizo ninguna pregunta que apuntara a honrar sus logros, sino que prefirió interrogar el largo de su falda y el color de su ropa interior.

Detrás de las trincheras de los países ocupados, las mujeres desempeñaron un papel destacado como partisanas. Estas cuadrillas no solo fueron las más eficaces a la hora de liderar la lucha contra el fascismo, sino que acabaron convirtiéndose en una de las organizaciones más igualitarias de la historia europea moderna. Los partisanos no tenían una visión amplia del campo de batalla, y a menudo no gozaban de ningún apoyo estatal directo ni de conexiones con aliados más poderosos. Eran individuos acorralados, dispuestos a tomar las armas y contribuir a una lucha global. Las veinticinco divisiones de partisanos que lucharon en territorio soviético tras las líneas alemanas fueron decisivas. Pero también hubo pequeñas unidades independientes que lucharon activamente, enfrentándose con frecuencia a una derrota casi segura.

Roza Papo, una judía sefardí de Sarajevo que ya era médica antes de la Segunda Guerra Mundial, sirvió entre los partisanos dirigidos por los comunistas de Josip Broz Tito en Yugoslavia —el único país europeo en el que los antifascistas lograron liberarse de los nazis— y fue encargada del reclutamiento y de la red de hospitales de campaña. Más tarde, después de la guerra, fue ascendida a general, convirtiéndose en la primera mujer en asumir un cargo de este tipo en los Balcanes.

Las fantasías caricaturescas de Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, pobladas de estadounidenses valientes y corajudos, distorsionan el pasado y pasan por alto las historias reales de los escuadrones clandestinos que realmente hicieron temblar de miedo a los fascistas. Una luchadora notable fue la sefardí Violeta Jakova, de Sofía, que se cargó a un general búlgaro aliado de los nazis y al jefe de la policía búlgara. Violeta solo pudo ser capturada tras un feroz tiroteo.

Al otro lado de Europa, en los Países Bajos, Hannie Schaft era miembro de un consejo de la resistencia en el que ayudaba a obtener documentos de identidad para los judíos que los necesitaban para esconderse. También fue miembro de un escuadrón de asesinos que se desplazaba en bicicleta: Hannie se negaba a realizar cualquier acción que pusiera en peligro la vida de los niños. Asesinó personalmente al colaborador holandés que entregó el registro completo de judíos de Harleem. Casi dos semanas antes del final de la guerra, fue capturada e identificada por las raíces rojas de su pelo. Ejecutada a corta distancia, cuando el primer disparo solo la hirió, dijo a sus asesinos: «Yo disparo mejor».

Incluso las mujeres más jóvenes se distinguieron como partisanas. Zina Portnova, de 15 años de edad y originaria de Leningrado, sufrió una emboscada en la casa de su abuela en Vitebsk (Bielorrusia) durante sus vacaciones de verano en 1941, justo cuando Adolf Hitler lanzó su invasión. En esta república soviética, cuya cuarta parte de la población fue asesinada durante la guerra, se unió a los Jóvenes Vengadores y consiguió un trabajo como lavaplatos en la cafetería alemana local. Consiguió envenenar la sopa de más de un centenar de fascistas y sobrevivir bebiendo ella misma un poco de la sopa para demostrar que no tenía nada que ver con ella y evitar así ser encarcelada.

Después de que su abuela la cuidara hasta que recuperara la salud, toda su unidad fue traicionada y casi treinta miembros fueron asesinados. Cuando fue a buscar al traidor, fue capturada. Durante el interrogatorio, agarró la pistola Mauser del oficial de la Gestapo que la capturó y le disparó a él y a otros dos oficiales. Zina fue abatida mientras intentaba escapar. Fue encarcelada y torturada durante meses, incluso le arrancaron los ojos. Ciega, intentó arrojarse debajo de un coche, pero fue atendida por los médicos alemanes para que la tortura continuara. Ella nunca se volvió contra sus compañeros.

El pan negro de la historia

Casos como el de Zina fueron casi exclusivos del Frente Oriental, donde poblaciones enteras de niños vieron robada su inocencia para vivir bajo el terror cotidiano. Estos niños combatientes son lo que los soviéticos conmemorarían como «héroes pioneros», adolescentes que, de alguna manera, lograron mantener a raya a las fuerzas fascistas. Sin el egoísmo, las vanidades o los conflictos mezquinos de los adultos, su historial, en gran parte desconocido en Occidente, forma lo que algunos han llamado «el pan negro de la historia». Su indomable fuerza de voluntad para mantener la resistencia era, como decía su lema adoptado, «para sus amigos».

Marat Mazey, de Minsk, sobrevivió a la purga que sufrió su padre en los años 30 y al ahorcamiento de su madre por los alemanes en 1942. Siguiendo su ejemplo, acogió y atendió a los partisanos. El tamaño de Marat le ayudaba a moverse entre las líneas enemigas y los supervivientes recuerdan cómo, incluso herido, este adolescente exhortaba a los soldados a seguir luchando. Un día, cuando estaba en una misión de reconocimiento geográfico, él y su comandante fueron rodeados por los alemanes. Al adulto lo fusilaron, pero quisieron llevarse al niño vivo. A los 14 años, el chico levantó una granada sobre su cabeza, protegiendo a sus compañeros, y se llevó a algunos fascistas a la otra vida.

Otra forma de resistencia fue más espiritual que material, de la que sin duda hubo innumerables casos nunca registrados. Esto ilustra cómo el Holocausto está tan profunda e intrínsecamente arraigado en la historia bélica de las tierras soviéticas, de una manera que a Occidente le cuesta entender.

Abram Pinkerson, un niño judío de Besarabia, uno de los muchos niños prodigio de la música entre los judíos de Europa del Este, fue un virtuoso del violín desde los 5 años. Descendiente del primer médico de su región, se quedó sin su padre, también médico, que entonces servía en las fuerzas soviéticas. En 1942, Abram fue reunido con la comunidad local para ser ejecutado por los escuadrones de la muerte nazis tras la invasión. Los aldeanos locales fueron llevados como espectadores para que los paralizara el miedo. En cuanto su grupo fue conducido al borde de la fosa común, Abram, de tan solo 11 años, cogió su violín y comenzó a tocar la «Internacional», una canción de esperanza, en un acto que se recuerda como un intrépido acto de valor frente al enemigo por parte de alguien demasiado joven para sostener un arma.

En las filas del Ejército Rojo se movilizaron numerosas minorías de todas partes de Asia Central y Siberia para hacer retroceder la marea fascista. En aquel momento, se les demonizó como las «hordas bárbaras asiáticas». Pero es a estas pequeñas nacionalidades, en gran parte desconocidas en Occidente, a las que la mayor parte de Europa debe su libertad, y el hecho de que las bajas no fueran mucho peores. Solo por mencionar un caso extraordinario: Mijail Devyataev, de etnia mordvina, fue abatido y encarcelado primero en Łódź y luego en el campo de concentración de Sachsenhausen, donde consiguió hacerse de la identidad de un soldado soviético muerto. Obligado a trabajar como esclavo en la planta de misiles balísticos V-2 de Peenemünde, él y un grupo de compañeros soviéticos consiguieron derribar a un guardia. Utilizaron su uniforme no solo para escapar, sino para requisar el bombardero H22 del comandante. Realizando una huida aérea de la isla, evadiendo las defensas alemanas y luego las soviéticas, Devyataev y su banda consiguieron proporcionar información crítica sobre los cohetes «vengadores» V-1 y V-2 que acabaron con la vida de miles de civiles británicos.

Por último, dado que los nazis asesinaron sistemáticamente a personas con discapacidad, es una especie de justicia poética el hecho de que varios de los distinguidos pilotos soviéticos que salieron con vida incluso después de ser mutilados siguieran combatiendo. El as de la aviación soviética Aleksey Mareseyev sobrevivió a un viaje de huida de 18 días a pie luego de ser derribado tras las líneas enemigas. Señalado como un caso perdido debido al envenenamiento de la sangre y la gangrena, sufrió la amputación de ambas piernas. Increíblemente, Mareseyev volvió a volar casi un año después, utilizando una prótesis y completando otras ochenta misiones de combate.

Escribir una historia en la que estos héroes no figuren como protagonistas de la Gran Generación es otra forma de revisionismo pernicioso. Juntos, constituyen no solo un mensaje en una botella para contar y recordar cómo fue la guerra contra el fascismo, sino una estrella guía para el feminismo, la formación de los jóvenes y el antifascismo internacionalista. Cuando muchos optaron por mirar hacia otro lado, estas personas dieron una lección para la posteridad de lo que significa la verdadera solidaridad. Formaron pequeños destellos de luz en medio de la oscuridad, dejándonos un legado de hombres, mujeres, niños y niñas que lucharon por una humanidad mejor.

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