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La desestimación de la lucha de clases marxiana por parte del teórico crítico Axel Honneth lo lleva a oscurecer la realidad de la dominación y, por tanto, a ignorar la cuestión de qué hacer al respecto. (SPÖ Presse und Kommunikation)

No, el marxismo no es determinismo económico

Traducción: Valentín Huarte

Axel Honneth, una de las figuras más importantes de la teoría crítica, acusa al marxismo de postular un ideal de emancipación humana economicista y estrecho. No solo es un error, sino que su obra debería prestar más atención a la dimensión estructural del conflicto social y del progreso.

La Escuela de Frankfurt parece haber renovado su interés en el socialismo. Después de un hiato de cuarenta años, sus descendientes están dispuestos a confrontar el hecho de que debe existir una alternativa al capitalismo capaz de orientar la lucha de los movimientos sociales. Como escribe Axel Honnet en La idea del socialismo, «la insatisfacción generalizada sigue siendo curiosamente introvertida y silenciosa […] no es capaz de pensar más allá del presente ni de imaginar una sociedad más allá del capitalismo». Ahora bien, parece existir cierto consenso alrededor de la idea de que la teoría crítica debería revertir esta tendencia.

No cabe duda de que el giro de Honneth debe ser bien recibido. En efecto, es uno de los representantes más influyentes de la teoría crítica: de 2001 a 2018, tras los pasos de Max Horkheimer, dirigió el Instituto de Investigación Social de Frankfurt.

Es un elemento a tener en cuenta cuando discutimos la dirección que está imprimiendo hoy sobre la teoría crítica. Su legado habrá sido en gran medida alejar a la tradición crítica de Karl Marx y acercarla a Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Hace poco también adoptó una perspectiva pragmatista, pero la verdad es que nunca reconsideró su trayectoria general, que implica fundar la teoría crítica en el idealismo. Con todo, quienes desean estar a la altura del inmenso desafío que nos plantea imaginar una sociedad no capitalista, deberían someter a examen el enfoque del teórico alemán.

Las objeciones de Honneth contra Marx son de rigor en los círculos académicos, que las repitieron durante generaciones enteras: el marxismo es reduccionista, economicista, determinista, productivista, homogeneizante, etc. Sin embargo, nuestro objetivo aquí no es criticar a Honneth en ese aspecto, sino criticarlo a un nivel más fundamental y metodológico. Honneth utiliza el marxismo como un contrapunto que lo habilita a opacar la realidad de la dominación y dejar en suspenso las preguntas sobre su posible resolución.

Concibe al marxismo como una teoría cuyo economicismo es ciego a los amplios horizontes emancipatorios que su propia perspectiva sería capaz de plantear. Pero la virtud del marxismo contemporáneo está precisamente en sus análisis de los límites y las coacciones institucionales. Esos análisis no están tan lejos del pragmatismo como imagina Honneth y nos brindan herramientas políticas fundamentales a la hora de enfrentar los obstáculos que nos plantea la transformación del mundo.

¿Reduccionismo de clase?

De acuerdo a Honneth, el marxismo es problemático porque aplica una lógica estructuralista-funcionalista insostenible, es decir, considera las normas y los valores solo en la medida en que sirven a la acumulación capitalista. También es utilitarista porque concibe a la lucha de clases como una lucha que se despliega sobre una competencia condicionada en términos estructurales y dirigida por intereses económicos. Honneth argumenta que la «doctrina marxiana de la lucha de clases fracasa sobre todo porque concibe que los conflictos entre grupos o clases responden siempre a una motivación económica, mientras que la realidad sugiere que las experiencias de injusticia o las expectativas frustradas juegan un rol más importante». El resultado no es bueno, pues el marxismo estaría limitando prematura y arbitrariamente el alcance de la emancipación, al igual que la indagación de los fundamentos de la crítica de las formas de dominación no económicas. Según esta lectura, Marx nos llevó a perder de vista la estructura intersubjetiva de la libertad: el marxismo no logró imaginar la prosperidad humana más allá de la ruina de las sociedades de clase.

En cambio, en textos clave, como Reconocimiento y menosprecio y La lucha por el reconocimiento, Honneth argumenta que los sentimientos de humillación y ofensa —no los intereses económicos— son el impulso fundamental del conflicto social. Honneth utiliza el escenario del amo y el esclavo de Hegel para ilustrar la tendencia de los grupos dominantes (el amo) a concebir las normas como realidades naturales, cuando —por el contrario— los grupos oprimidos (esclavos) asumen frente a ellas una actitud distinta y transformadora, que cuestiona las prácticas de exclusión. Honneth argumenta

se supone que la fuente de repetición de las luchas sociales está en el hecho de que cualquier grupo desfavorecido intentará apelar a las normas que, aun institucionalizadas, son interpretadas o aplicadas de formas hegemónicas, y las utilizará contra los grupos dominantes a modo de justificación moral de sus propios intereses y necesidades hasta entonces marginados.

Según Honneth, el horizonte moral de las demandas de reconocimiento es potencialmente inagotable. Eso abriría las puertas a una idea más integral de emancipación que la que plantea el marxismo. Pero no es solo una idea moral. Honneth deja en claro que estas disputas morales también moldean las instituciones, dado que desafían las normas de las que toman su coherencia, como por ejemplo, la ley. Por lo tanto, la emancipación es una lucha de los dominados por el reconocimiento, lucha en la que las normas dominantes son continuamente revisadas hasta volverse más inclusivas, tanto intersubjetiva como institucionalmente.

El presunto fracaso de Marx, su incapacidad de pensar integralmente la prosperidad humana, también habría extraviado a la teoría crítica en su misión de promover y apoyar las luchas emancipatorias. La teoría crítica tiene la peculiar autopercepción de que existe una conexión intrínseca entre su corpus y la emancipación (y, específicamente, continúa el credo de Marx de que la filosofía crítica es la «autoclarificación de las luchas y los anhelos de una época»). Según Honneth, los marxistas fracasaron también en ese sentido, pues imaginaron que el socialismo no solo implicaría el colapso de la sociedad de clases, sino que resolvería todos los conflictos sociales de un tirón. Desafortunadamente, su economicismo habría impedido que pensaran las luchas emancipatorias sui generis, que son un elemento invariante de la reproducción social. En otros términos, el marxismo bloquea prematuramente las luchas por el reconocimiento y limita su utilidad en el caso de los movimientos emancipatorios. Por lo tanto, el marxismo no logra ser «crítico» en el sentido de Honneth.

Sin embargo, el problema que debe enfrentar la teoría crítica es que, cuando se trata de la teoría social alternativa, el marxismo sigue siendo el único pretendiente serio frente a los distintos tipos de individualismo. Honneth concede que Marx tuvo razón al postular una teoría de la historia que desplazó decisivamente el eje puesto en la sociedad como macrocosmos de la psiquis individual. Otras tradiciones, como el liberalismo, el republicanismo clásico o el psicoanálisis, tienden a concebir las transformaciones sociales como el subproducto de los intentos individuales de liberarse de la heteronomía interna de sus deseos. Sea que uno luche contra una «voluntad no libre», una ley arbitraria o el complejo de Edipo, el impulso fundamental tiende hacia la autonomía. En contraste, Marx sostiene una perspectiva de libertad social, donde los grupos aprenden, a través de la lucha, a expandir el alcance absoluto de la libertad de todos los individuos.

Es también en este nivel metateórico que el eje —supuestamente estrecho— que pone el marxismo en el antagonismo de clase, inspira la idea alternativa de teoría crítica postulada por Honneth. Según el filósofo alemán, la solución debe evitar el marxismo economicista, pero conservar su noción de lo colectivo.

De esa manera, Honneth concluye en una especie de pragmatismo idealista. El pragmatismo tiene la virtud de explicar los modos en que los agentes internalizan las normas dominantes al interior de los grupos oprimidos, las reinterpretan y luego utilizan sus expectativas mutuas como medios de influir institucionalmente en la sociedad. Las expectativas mutuas son una condición habilitante de las prácticas emancipatorias, pues brindan una base común a la hora de desafiar las interpretaciones unilaterales de las normas y hacer que estas últimas sean más inclusivas. Entonces, es posible transformar las instituciones de modo tal que alojen nuevas interpretaciones en un proceso de aprendizaje social inherentemente conflictivo. Este proceso debe poner en cuestión recurrentemente las normas dominantes de la sociedad «de cara a una tendencia tenaz que lleva a naturalizarlas».

En síntesis, Hegel y John Dewey unidos para reemplazar a Marx con una teoría neopragmatista del reconocimiento, que no es ni individualista ni economicista. Por lo tanto, la tarea de la teoría social debería ser articular y reinterpretar las luchas por el reconocimiento en el campo de las ciencias humanas, con el fin de generar un conocimiento emancipador.

Psicología moral

Que el marxismo haya caído en descrédito al interior de la teoría crítica representa una ventaja para Honneth, que lo utiliza para justificar su teoría normativa y la utilidad que tendría esa teoría en el campo del conflicto social y político. En resumen, su argumento consiste en mostrar que el marxismo, en virtud de la limitación de sus perspectivas, no es tan crítico ni tan radical como parece. Luego, supone que esa crítica funciona como garantía de su visión, que sería comparativamente más amplia.

Hace muchos años que los críticos de Honneth señalaron el problema que implica utilizar la experiencia prepolítica como punto de referencia normativo para comprender la injusticia. Es conocido el argumento de Nancy Fraser, que sostiene que es implausible descubrir una estructura moral básica común a toda insatisfacción social. Según la autora, solo una reducción tendenciosa de la sociología política a la psicología moral permite a Honneth proyectar la lucha por el reconocimiento en todos los conflictos. Otros críticos notaron también la curiosa simplicidad de una teoría formal que carece de todo contenido sociológico. No deja de ser un vacío significativo, pues aun si asumimos que el reconocimiento resolverá eventualmente nuestros problemas, ¿qué se sigue de eso? Nuestros deseos de reconocimiento no dicen prácticamente nada sobre los medios necesarios para alcanzarlo.

En efecto, es posible identificar un giro irónico en la obra de Honneth. Su teoría del reconocimiento se distingue supuestamente del marxismo en virtud de su amplio horizonte normativo, pero termina siendo inane cuando se trata de articular una tesis sobre los mecanismos del sistema que debemos cambiar y cómo podríamos cambiarlos para bien. Según Honneth, la resolución de todos y cada uno de los conflictos sociales implica reinterpretar las normas dominantes. No cabe duda, pero esa tesis minimalista no logra ni siquiera plantear preguntas políticas que son fundamentales: Si las personas son conscientes de su insatisfacción en el marco de las instituciones sociales básicas, ¿qué impide que los deseos de reconocimiento se conviertan en reivindicaciones políticas efectivas?

A comienzos de los 2000, el filósofo político Iris Young empezó a teorizar el concepto de «injusticia estructural», sirviéndose de las categorías normativas de dominación (definida como límites y coacciones institucionales sobre la autodeterminación) y opresión (definida como límites y coacciones institucionales sobre la autorrealización). En cambio, Honneth generaliza excesivamente sus postulados sobre la motivación de la lucha social hasta convertirlos en tesis sobre soluciones y objetivos, y fusiona la dominación con la opresión, sin siquiera considerar la posibilidad de que podría existir una diferencia significativa entre ambas. El costo es el manto de confusión que recubre su concepto de dominación y la consecuente equivocidad de sus definiciones de libertad y emancipación.

La teoría del reconocimiento oscurece la dominación pues, en su variante antimarxista, pierde de vista la prominencia normativa de un eslabón importante de la cadena, a saber, aquello a lo que se oponen las personas, es decir, los límites y la coacción. No basta decir que los grupos oprimidos tienen interés en reinterpretar las normas hegemónicas y, por lo tanto, voluntad de producir ese conocimiento emancipatorio que se reflejaría a nivel de la teoría crítica. Está claro que algo se interpone en el medio. Aun si aceptamos que el reconocimiento es un elemento implicado en la libertad, que la constituye en términos fundamentales, no se sigue que el deseo de reconocimiento sea capaz de llevar a alguien a reflexionar adecuadamente sobre los obstáculos que impiden su realización.

Tal vez Honneth y el marxismo estén hablando de problemas distintos, o tal vez el marxismo no desarrolla metodológicamente el carácter interminable de la lucha por reinterpretar las normas dominantes… Pero, ¿por qué debería hacerlo? El marxismo pone el eje en las injusticias estructurales y, contra lo que piensa Honneth, este eje tiene mucho sentido si estamos comprometidos con la idea de que la dominación estructural —y no solo el conflicto en general— debería dejar de existir. No nos gustaría postular una ontología que funde la injusticia estructural en la naturaleza humana. No existe ningún motivo para hacerlo, además de que sería una manera de reificar las injusticias que la teoría crítica supuestamente desea eliminar.

Pero el compromiso con la supresión de la dominación estructural no es equivalente al deseo de erradicar toda lucha y conflicto sociales. Los conflictos no son necesariamente síntomas de injusticia, en el sentido de que el conflicto no siempre surge de relaciones de dominación ni uno de los polos del conflicto ocupa una posición de oprimido. Cabe pensar que muchos conflictos que desafían las normas hegemónicas naturalizadas son saludables para el funcionamiento de la democracia y la promoción de la inclusión social. En ese caso, la lucha probablemente no tenga fin. Pero una teoría crítica adecuada debería ser capaz de desambiguar la definición de los conflictos que siempre existirán y la de las injusticias estructurales que deseamos que dejen de existir.

La persistencia de la dominación requiere que la teoría crítica desarrolle las ciencias sociales, no solo la psicología moral, pues las reconstrucciones filosóficas sobre el proceso interminable de interpretación de normas contribuyen más bien poco a promover el pensamiento sobre cómo cambiar esas cosas que no estamos dispuestos a aceptar. Sin embargo, el eje que Honneth pone en la psicología moral tiende a desplegar una noción demasiado amplia de las normas y de las instituciones, que termina opacando la cuestión de los límites y la coacción. No está claro que su perspectiva sea útil para los movimientos sociales, pues es justamente la consideración adecuada de las coacciones la que suele inspirar una estrategia política.

En última instancia, no está claro adónde conduce el proceso de interpretación de normas. La noción es demasiado vaga, tanto como el rol que cumpliría la teoría crítica en su desarrollo.

Momento materialista

Una forma de presentar el argumento que proponemos es que el debate entre Honneth y el marxismo no concierne principalmente a la motivación humana ni a los deseos normativos. En cambio, remite a la posibilidad de pensar en cambiar el mundo en cuanto a las injusticias estructurales.

Honneth no logra percibir por qué una injusticia estructural como la de las clases requiere que pensemos la emancipación de manera distinta. Piensa que todas estas preguntas son subsumibles en la idea de reinterpretar las normas dominantes, como si la coacción estuviera simplemente en el pensamiento y el sentimiento de las personas, y no en los incentivos y límites adversos que siempre acompañan la dominación.

Sin embargo, la ciencia social marxista contemporánea postula una tesis mucho más modesta y políticamente más destacable de lo que Honneth supone: que es necesario eliminar los límites y las coacciones impuestas por la dominación de clase para alcanzar el objetivo de la emancipación humana en su sentido más general. Esa idea tampoco dista tanto del pragmatismo como, de nuevo, supone Honneth.

En primer lugar, es posible desarrollar un materialismo pragmatista. Rahel Jaeggi sostiene que es posible preservar el «momento materialista» de la crítica moral si se combina la idea de práctica social con la idea de «resolver problemas». Una práctica social es una conducta informal, repetida y gobernada por normas, que es condición de posibilidad de ciertas instituciones, aunque no es reductible a ellas. Quienes participan en una práctica comprenden tácitamente qué deben hacer para que la práctica en cuestión sea exitosa y el juicio que realizan suele estar basado en ciertas normas implícitas en esa misma práctica.

Las prácticas también tienen su propia dinámica de «resolver problemas». Cuando las personas enfrentan límites y coacciones y buscan hacer algo al respecto, o cuando intentan resolver un problema social, el resultado no suele representar un corte nítido con la situación anterior. En cambio, tienden a surgir nuevos problemas que otros deberán abordar en el futuro. Al mismo tiempo, las normas implícitas de esas prácticas que imponen limitaciones a los agentes sociales, son las que brindan fuentes ideológicas y morales para identificar efectivamente que existe un problema que debe ser resuelto. Estas normas encastradas permiten o no permiten identificar que hay un problema y definir su naturaleza, que establece los términos en los que se intentará resolverlo o se convencerá a otros de hacerlo.

El materialismo pragmatista contribuye bastante a minimizar la propensión idealista, que tiende a interpretar tendenciosamente el desarrollo social como una larga marcha moral hacia el progreso. Las normas dominantes existen, pero existen en respuesta a limitaciones y coacciones que entorpecen su reinterpretación. Por consiguiente, las reacciones de las personas recorren toda la gama que abarca desde la resignación frente a la desigualdad hasta su rechazo profundo, pasando por el consentimiento ideológico.

La turba indignada

La perspectiva está implícita en buena parte de la ciencia social producida por el marxismo analítico después de los años 1970. La idea que guía estos desarrollos es arrojar luz sobre la «compulsión silenciosa de las relaciones económicas». Por ejemplo, el historiador Robert Brenner promovió un importante programa de investigaciones centrado en la lucha de clases y en el conflicto, en contraste con los «marxismos de las fuerzas productivas», que postulaban el determinismo tecnológico y la teoría teleológica de la historia contra los que apunta la crítica de Honneth.

La idea de Brenner es que en toda sociedad existen relaciones entre productores directos, relaciones entre explotadores y relaciones entre productores directos y explotadores que, tomadas en su conjunto, posibilitan el acceso regular a la tierra, al trabajo, a las herramientas y al resto de los recursos necesarios para reproducir la vida. El nexo de prácticas que constituyen estas relaciones determina el acceso de cada persona al producto social de acuerdo a su posición. Brenner denomina a esas prácticas «relaciones sociales de propiedad», con la intención de aclarar que, no solo definen los recursos a disposición de los individuos, sino la forma en que los individuos logran acceder a esos recursos y a los ingresos en general.

Puesto en términos sencillos, las relaciones sociales de propiedad condicionan no solo condicionan lo que uno tiene, sino también lo que uno hace; la posición que uno ocupa determina qué debe hacer para obtener lo que quiere. Entonces, cabe esperar que los individuos y las familias adopten sistemáticamente un conjunto particular de estrategias económicas, que corresponde a las limitaciones y coacciones que enfrentan. Brenner bautiza esas estrategias con el nombre de «reglas de reproducción» y sostiene que, representadas en su funcionamiento conjunto, corresponden a patrones de desarrollo histórico específicos. Denominemos a esta perspectiva materialismo histórico pragmatista.

Su dimensión normativa está poco desarrollada, pero no es difícil imaginar sus conclusiones. Como sucede con todas las prácticas, las reglas de reproducción y sus relaciones sociales de propiedad correspondientes implican normas, que permiten que los individuos perciban su fracaso o su éxito de acuerdo a los propósitos y a los objetivos que plantea y reproduce la estructura misma. Es fácil pensar que emergerían ciertas normas, dirigidas a la reproducción social en un sentido histórico específico (i.e., el trabajo duro debe ser recompensado), capaces de fundar todas las demandas de justicia.

En este caso, el plano normativo y el material están enredados en patrones históricos de desarrollo. Por eso, como dice Hegel, en las sociedades capitalistas, el conflicto de clase rara vez estalla solo a causa de que la «turba» está hambrienta: en realidad, la turba está indignada. La falta de recursos es una realidad percibida siempre a través de expectativas normativas, que tienen fundamentos culturales, pero que también se adaptan (decisivamente) a las limitaciones y coacciones competitivas que el capitalismo impone sobre cada individuo, sin importar sus disposiciones culturales.

Hegel invertido

El materialismo histórico se distingue por su fuerte compromiso con la comprensión de las condiciones históricas específicas de la economía política, que imponen limitaciones y coacciones igualmente específicas sobre la autodeterminación, es decir, sobre la dominación, que penetra y cohíbe todas las luchas emancipatorias.

Un materialismo histórico pragmatista sería capaz de arrojar luz sobre la complejidad normativa de un modo que escapa a la teoría universal del reconocimiento. Investigaría las formas en que las personas, especialmente las sometidas a la dominación, utilizan las normas para enfrentar las limitaciones y las coacciones. Es cierto que las personas con pocas alternativas suelen recorrerlas utilizando las justificaciones disponibles, pero eso no es equivalente a decir que comparten ideales y valores.

Lo mismo sucede en la dirección inversa. El materialismo histórico habilita un sano escepticismo frente a, por ejemplo, el supuesto de que los miembros de la clase capitalista comparten realmente un ideal de libertad democrática. Tal vez solo utilizan ese ideal para justificar su conducta, o tal vez sus concesiones a la democracia son más coyunturales que permanentes. ¡Tampoco es que los capitalistas, los banqueros y los financieros del mundo participen del conflicto de clase a causa de la falta de respeto social!

En síntesis, el desarrollo de las estructuras sociales es irreductible a una lucha por el reconocimiento. Si uno condesciende frente a esa reducción, no solo se vuelve ciego a buena parte de la textura del conflicto social —contradicción, coacción, dominación—, sino que se aleja de las discusiones de estrategia política más importantes. En ese caso, el socialismo siempre será inalcanzable, tanto en la imaginación como en los hechos.

Por lo tanto, Hegel debe permanecer de pie.

 

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