Desde los primeros días de la democracia en la antigua Grecia, sus detractores la han considerado la peor forma de gobierno imaginable. Desde Platón hasta el autodenominado «antiplatonista» Nietzsche, los críticos han condenado a la democracia por expresar una desagradable multitud, por producir una «tiranía de la mayoría» en el peor de los casos y una sociedad de masas mediocre en el mejor.
Por lo tanto, es extraordinario lo popular que se ha vuelto el ideal democrático, de tal manera que casi todos los gobiernos bajo el sol, por muy autocráticos que sean, se envuelven en el ropaje del gobierno popular. Demagogos autoritarios como Viktor Orbán dicen defender al pueblo; el Estado hiperautocrático de Corea del Norte se declara una República Popular Democrática. Si es cierto que el mayor halago que se puede hacer es la emulación, entonces la democracia es, al menos superficialmente, la reina de la opinión mundial.
Digo superficialmente porque la existencia de una democracia plena es más retórica que real, incluso en los Estados democráticos liberales de larga data. Enormes franjas de la vida siguen dominadas por formas de poder que no rinden cuentas, muchas de las cuales son tan consecuentes como el autoritarismo estatista contra el que surgieron los movimientos democráticos.
Uno de los más notables es el lugar de trabajo, donde los esfuerzos de democratización no solo se han estancado, sino que han retrocedido tras décadas de neoliberalismo. Y uno de nuestros mejores guías en este reducto de la tiranía privada es Robert Dahl, uno de los principales teóricos de la democracia del siglo XX y autor del olvidado libro A Preface to Economic Democracy.
La oposición al demos
Nacido en 1915, Dahl se consolidó en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial como uno de los politólogos más destacados de Estados Unidos. Aunque quizás sea más conocido por su estudio de 1961 Who Governs? —criticado con razón por varios izquierdistas por argumentar que Estados Unidos cuenta con un sistema político pluralista en el que no gobierna ningún grupo social—, Dahl escribió una serie de libros y documentos fundamentales que mostraban una vena más radical. En el centro de su trabajo había una devoción ética por la democracia y un compromiso científico-social con la investigación empírica.
En su obra de 1986, A Preface to Economic Democracy, Dahl no se centró en las instituciones políticas formales, sino en un ámbito a menudo ignorado por los teóricos políticos convencionales: la economía. Pidió su profunda transformación y respondió a los críticos que se oponían a la ampliación de la democracia.
Siguiendo a Aristóteles, Dahl considera que el ideal democrático no es solo funcionalmente sino fundamentalmente igualitario, ya que se basa en la igualdad política de todos los ciudadanos. Esa igualdad fundacional crea una propulsión interna hacia más democracia: la igualdad política garantiza que todos, incluidos los «órdenes inferiores», tengan al menos algún poder para promover sus intereses.
La solución liberal clásica a este supuesto problema era bien conocida. Aunque se permitiría que formas limitadas de democracia dieran forma a ciertas políticas estatales, los derechos de propiedad privada, interpretados de forma muy amplia, estarían permanentemente aislados de las presiones democráticas. Se establecerían controles antidemocráticos adicionales tanto para hacer cumplir esta concepción expansiva de los derechos de propiedad como para inhibir la formación de movimientos de masas y la presión popular que pudieran desafiar el dominio del capital. El Estado liberal, ostensiblemente comprometido con la libertad, podría incluso ser utilizado para aplicar la fuerza contra la organización de los trabajadores y otras amenazas a los derechos de propiedad privada.
Dahl dedica gran parte de su breve libro a rebatir dos argumentos de los liberales clásicos. Su primer objetivo es Alexis de Tocqueville, sin duda el mayor enemigo que ha tenido la democracia.
Tras recorrer Estados Unidos a principios de la década de 1830, Tocqueville admitió que la democracia era el camino del futuro y festejó la liquidación de los antiguos regímenes aristocráticos (a los que él mismo pertenecía). Pero le preocupaba profundamente que la democracia liberal estuviera plagada de una tensión fundamental entre libertad e igualdad.
Algunas de las inquietudes de Tocqueville eran simples actualizaciones de la crítica anticuaria del «gobierno de la plebe». Su contribución más original fue argumentar que la democracia genera una tendencia cultural hacia la mediocridad y la nivelación social, ya que la mayoría tosca llega a resentir y eventualmente a restringir la libertad de los más meritorios. Al principio, pueden hacerlo por mera presión social. Pero, con el tiempo, el anhelo de igualdad, unido a la disolución de las formas locales de apego, podría llegar a ser tan fuerte que surgiría un estado gigantesco para gestionar y proveer a todos mediante un despotismo suave.
Dahl admite que es posible que una sociedad democrática se convierta al despotismo, suave o no. La historia tiene demasiados ejemplos como para descartar esto. Pero el mero hecho de plantear el espectro de una posibilidad no es prueba de nada: la «libertad» capitalista a menudo puede alimentar el despotismo abierto, como demuestran la Sudáfrica del apartheid, Chile y Singapur. Y los principales casos citados por los críticos de la democracia hoy en día —Alemania, España e Italia de los años 30— son ejemplos de retrocesos autoritarios, no de explosiones democráticas que crean un «gobierno de masas».
El segundo argumento que recoge Dahl es más importante para sus afirmaciones sobre la democracia en el lugar de trabajo. Su objetivo: el argumento liberal clásico de que los derechos de propiedad deberían estar permanentemente aislados del proceso democrático (incluyendo el derecho de los capitalistas a poseer corporaciones y empresas a gran escala).
Dahl divide el argumento en dos vertientes principales. La primera es una defensa instrumental o utilitaria, que sostiene que una concepción expansiva de los derechos de propiedad beneficiará a todos, tanto a corto como a largo plazo. La segunda defensa es puramente moral. Por ejemplo, Robert Nozick argumenta en su tratado libertario Anarchy, State, and Utopía que los derechos de propiedad privada pertenecen al grupo de derechos fundamentales que ningún Estado puede violar, incluyendo lo que uno gana a través de los intercambios de mercado.
Dahl lanza un furibundo ataque a ambas posturas, apuntando especialmente a la moral. Como señala Dahl, esta última suele basarse en la afirmación de que la propiedad privada es una especie de derecho natural, lo que no dice «casi nada». Además, confunde los derechos de propiedad personal —por ejemplo, sobre mi cuerpo, mis posesiones inmediatas, etc.— con la propiedad privada de forma tan amplia que, de repente, Jeff Bezos tiene derecho a monopolizar el espacio y los capitalistas tienen un derecho ilimitado a poseer empresas gigantescas que operan a escala mundial.
Cada paso del argumento —desde una simple defensa de la propiedad personal hasta concepciones cada vez más amplias de la propiedad privada— debe justificarse, y los partidarios del capitalismo rara vez lo hacen. En su lugar, señala Dahl, obtenemos una gigantesca argucia: el trabajo y el sacrificio invertidos por los capitalistas les da el derecho irrestricto a poseer una empresa, mientras que el sudor y la sangre invertidos por los trabajadores no les da nada más que la oportunidad de seguir vendiendo su trabajo al capitalista.
Yo iría un paso más allá que Dahl. Una concepción expansiva de la propiedad privada es uno de los mayores impedimentos para la libertad política. Cuando un sistema político sustrae a la deliberación y a la presión las cuestiones fundamentales de las relaciones de propiedad, limita la libertad social de los individuos para determinar en qué tipo de sociedad quieren vivir y las leyes que los rigen (este es uno de los defectos fundamentales del principio libertario de «no agresión», que sostiene que la coacción del Estado es incorrecta, al tiempo que depende implícitamente de dicha coacción para mantener el respeto a la propiedad privada incluso ante la disidencia).
El argumento de la democracia en el lugar de trabajo
Después de rechazar las objeciones de los liberales clásicos, Dahl pasa a argumentar que la democracia debería extenderse al lugar de trabajo. Defiende las «empresas autogestionadas», que estarían organizadas colectivamente por trabajadores políticamente iguales que determinarían, mediante votación y otros procedimientos, cómo se gastarían los activos de la empresa, cómo se organizaría la producción, etc.
Las empresas autogestionadas competirían entre sí en un mercado formado por otras empresas democráticas. El Estado también tendría un papel que desempeñar, regulándolas para inhibir la formación de poder monopolístico, gravando la riqueza y redistribuyéndola a través de los servicios sociales, así como inhibiendo las actividades perjudiciales. Dahl plantea la hipótesis de que todo esto sería probablemente más fácil en un mercado de democracias laborales, puesto que ya habría un reparto más igualitario de los beneficios entre los trabajadores y «todos los ciudadanos [tendrían] un interés similar en mantener la igualdad política y las instituciones democráticas en el gobierno del Estado».
Desgraciadamente, Dahl es bastante escaso en cuanto a ejemplos de empresas autogestionadas en acción. La cooperativa de Mondragón, en España, parece ser un ejemplo, pero está por ver cómo serían las cosas a mayor escala. Me parece que el mejor camino a seguir sería el de la experimentación: agitar simultáneamente la democratización del lugar de trabajo a nivel de la empresa y organizarse políticamente para presionar a las instituciones democráticas liberales para que creen más espacio legal y derechos para los sindicatos, la organización laboral, las cooperativas, etc.
Pero Dahl ha dado en el clavo. Una de las grandes tragedias del socialismo del siglo XX fue que llegó a asociarse con la tiranía estalinista en el peor de los casos y con la burocracia inflada y la planificación central ineficiente en el mejor. Esta percepción es, al menos en parte, culpa de la propaganda procapitalista, pero el hecho es que el socialismo realmente existente era a menudo profundamente antidemocrático. Los movimientos socialdemócratas tuvieron mucho más éxito en la construcción de sociedades humanas, sobre todo en los países nórdicos, pero en los años setenta y ochenta no lograron superar el capitalismo y erigir un socialismo democrático.
A Preface to Economic Democracy argumenta por qué el ideal de la democracia no consiste solo en que los ciudadanos controlen el Estado, sino en construir juntos un mundo compartido, en el lugar de trabajo y fuera de él. En este sentido, es una visión inspiradora de un futuro que aún podría ser.