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Ubé / Flickr

¿El socialismo tiene que ser aburrido?

Traducción: Valentín Huarte

La clave del socialismo no está en fomentar una mediocridad anodina: está en la capacidad para desatar el potencial creativo de todos y todas.

Corría el año 2081, y por fin todos eran iguales. No sólo eran iguales ante Dios y la ley: lo eran en todo sentido. Nadie era más elegante que los otros. Nadie era más lindo que los otros. Nadie era más fuerte ni más ágil que los otros. Toda esa igualdad se debía a las Enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes del Disminuidor General de los Estados Unidos.

Esta no es mi versión de 2081, sino la de Kurt Vonnegut. Son las primeras líneas de «Harrison Bergeron», un relato breve sobre un futuro en el que todos son iguales. Las personas atractivas son forzadas a usar máscaras, las personas inteligentes tienen auriculares que las distraen por medio de ruidos fuertes, etc.

Como cabía esperar con Vonnegut, muchas partes de su relato son divertidas y oscuras a la vez —como cuando describe un ballet en el que las bailarinas actúan con los pies atados a pesadas bolsas de perdigones—, pero a diferencia de lo que sucede en la mayoría de sus historias, «Harrison Bergeron» parece plantear una premisa reaccionaria: la igualdad solo es posible cuando se reduce a las personas más talentosas al nivel de las masas.

No es la primera vez que la ciencia ficción retrata un socialismo gris y distópico, reflejo en muchos casos de la ambivalencia que genera el capitalismo en los artistas. Aunque los artistas suelen despreciar los valores antihumanistas y la cultura comercial de las sociedades en las que viven, no dejan de ser conscientes de que ocupan en ellas un lugar único, que les permite manifestar su individualidad creativa (siempre y cuando sea rentable). Tienen miedo de que el socialismo los despoje y los reduzca al nivel de meros trabajadores, pues son incapaces de imaginar un mundo que valora y alienta la expresión artística de todas las personas.

Por supuesto, detrás de esta imagen triste y sombría del socialismo operan otras causas: la mayoría de las sociedades autodenominadas socialistas terminaron siendo tristes y sombrías. 

Poco después de las revoluciones de Europa del Este contra la Unión Soviética, los Rolling Stones dieron un recital famosísimo en Praga, donde fueron recibidos como héroes culturales. El chiste es que fue en 1990: Mick y Keith tenían casi cincuenta años y había pasado bastante tiempo desde el estreno de su último hit, el espantoso «Harlem Shuffle». Olvidemos por un momento la censura que pesaba sobre los libros y las manifestaciones. Si queremos entender lo aburrida que era la sociedad estalinista, basta ver el video de «Harlem Shuffle» y pensar que una de las ciudades más interesantes de Europa enloquecía mirando a esos tipos.

Pero, ¿importa que el socialismo sea aburrido? Podría pensarse que es un poco tonto, hasta obsceno, preocuparse por un tema que parece tan trivial cuando se lo compara con las miserias cotidianas del capitalismo. Pensemos en el cambio climático y en todos los riesgos que conlleva, en el trauma que genera perder una vivienda o un trabajo y en la inseguridad de no saber si el tipo que tenemos al lado nos marcó como su próxima presa sexual. Nos gustan esas películas que retratan el fin del mundo y una humanidad que lucha contra la adversidad, pero en nuestras vidas reales preferimos que las cosas sean predecibles y rutinarias.

El socialismo, ¿será aburrido?… La verdad es que la pregunta suena a «problema de gente blanca», como se dice en internet: «Sí, sí, todo muy lindo: eliminar la pobreza, la guerra, el racismo… pero, ¿y si me aburro?».

Como sea, creo que es un problema importante porque, al fin y al cabo, nadie quiere vivir en una sociedad carente de creatividad y entusiasmo: si el socialismo es denso y aburrido, nunca podrá reemplazar al capitalismo, al que ciertamente le caben los calificativos más terribles, pero nunca el de ser aburrido.

En doscientos años, el capitalismo revolucionó el mundo muchas veces y cambió las formas en que pensamos, nos comunicamos y trabajamos. Durante las últimas décadas, el sistema se adaptó rápida y efectivamente a las protestas de los años 1960 y 1970: las fábricas con presencia sindical fueron cerradas y relocalizadas y las funciones estatales de los gobiernos empezaron a organizarse en beneficio de los empresarios. Pero lo más gracioso es que nos vendieron estos cambios —y también otros— como si fueran el fin último aquellas luchas. Ahora vivimos en un mundo en el que todo hombre, toda mujer y todo niño nace con el mismo derecho a comprarse todos los smartphones y jeans tajeados que quiera.

El capitalismo es capaz de reinventarse mucho más rápido que cualquier régimen económico anterior. «La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social», escribe Marx en el Manifiesto del Partido Comunista. Y sigue: «Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes». Mientras que las sociedades de clase anteriores se desesperaban por mantener el statu quo, el capitalismo lucha todo el tiempo por superarlo.

El resultado: un mundo en constante movimiento. El barrio obrero de ayer es el suburbio marginal de hoy y la nueva zona hipster de mañana. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Esa es otra idea del Manifiesto y es también el nombre de un libro fantástico de Marshall Berman, donde el autor afirma que vivir en el capitalismo moderno implica movernos en un entorno que nos promete aventura, poder, felicidad, desarrollo y transformación, pero que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos y todo lo que conocemos, es decir, todo lo que somos.

Con todo, la mayor parte de nuestras vidas se mantiene a distancia de toda emoción. Trabajamos para jefes que nos exigen que seamos drones mecánicos. Si un nuevo invento se abre paso hasta nuestro lugar de trabajo, sabemos que será utilizado para hacernos trabajar más en menos tiempo, lo que tal vez levante el ánimo de los gerentes, pero redundará en días todavía más monótonos.

Fuera del trabajo pasa lo mismo. Las escuelas preparan a los jóvenes para la vida, eufemismo inofensivo que significa empleos no deseados. Incluso las pocas horas que supuestamente nos pertenecen, se nos van en tareas hogareñas como cocinar y lavar los platos o la ropa, es decir, en prepararnos para volver al trabajo el día siguiente.

Las emociones del capitalismo nos pasan por el costado: nuevos juguetes que solo pueden comprar los ricos, festejos a los que solo asiste gente famosa y shows monumentales que solo podemos ver desde el sillón. En general, las pocas veces que formamos parte de la fiesta, es cuando trabajamos en ellas. El lado bueno: casi todo es mejor que «Harlem Shuffle».

 Por lo demás, la única magia que nos llega son los robots que nos reemplazan en nuestros trabajos o los alquileres que suben por las nubes porque se inauguró un nuevo complejo de lujo en la cuadra. Para colmo, cuando nos quejamos, se nos acusa de ser obstáculos al progreso.

Se supone que el sacrificio individual en nombre del progreso social es uno de los horrores del socialismo, ese mundo gestionado por burócratas anónimos que actúan hipotéticamente en nombre del bien común. Pero en el capitalismo, hay miles de responsables invisibles que no fueron elegidos por nadie para desempeñar sus funciones, desde los dueños de las obras sociales, a quienes no conocemos pero tienen el poder de definir si nuestra cirugía es «necesaria», hasta los fondos millonarios que intenta definir el rumbo de la educación.

El socialismo también implica muchos cambios y conmociones, incluso caos, pero este caos, como diría Hal Draper, viene de abajo. Durante la Revolución rusa, el gobierno soviético tardó solo un mes en quitarles a las iglesias el control sobre los matrimonios y permitir el divorcio a petición de cualquiera de los miembros de una pareja.

Estas leyes transformaron drásticamente la dinámica familiar y las vidas de las mujeres. Bien lo ilustran algunas canciones que se hicieron muy populares en las zonas rurales:

Hubo un tiempo en que mi esposo usaba sus puños como un torpedo / pero hoy su corazón se ha conmovido / porque al divorcio le tiene miedo / ¿Y yo? Ya no le temo a mi marido / Si no podemos querernos y ayudarnos, lo llevaré a juicio / para que podamos separarnos.

Desgarrador puede ser el divorcio, pero también liberador. Las revoluciones arrojan una nueva luz sobre el mundo, una luz que transforma tanto a nuestros gobernantes como a nuestros seres queridos. «Los grandes acontecimientos de la guerra y la revolución», escribió Trotski en un artículo de 1923, «transformaron la familia tradicional. Y arrastrándose lentamente, los seguía el topo: el pensamiento crítico, el estudio consciente y la evaluación de los vínculos familiares y las formas de vida. No cabe duda de que este proceso tiene consecuencias profundas y muchas veces dolorosas».

En otro artículo, Trotski definió la experiencia cotidiana de la Rusia revolucionaria como «el proceso por el que la vida cotidiana de las masas trabajadoras de desintegra y vuelve a consolidarse de formas novedosas». Como el capitalismo, los primeros pasos hacia el socialismo albergaban tantas promesas de creación como amenazas de destrucción. Pero con una diferencia: las personas sobre las que escribía Trotski estaban jugando un rol activo en la transformación de su mundo.

Es cierto que estaban lejos de tener un control completo, sobre todo a causa del analfabetismo y de la pobreza generalizadas que habían dejado el zar y la guerra mundial. Pero aun en esas condiciones miserables, los años entre la Revolución de Octubre y la consolidación del estalinismo en el poder fueron una prueba del entusiasmo que generó una sociedad en la que, por primera vez, se abrieron las puertas de un nuevo mundo para la mayoría de la población.

La creatividad rebosaba en las artes y en la cultura en general. Los pintores y los escultores de vanguardia decoraron con su arte futurista las plazas públicas de las ciudades rusas. Que conste que Lenin odiaba a los futuristas. Pero eso no impidió que el gobierno financiara su periódico, El arte de la Comuna. Los teatros y los ballets abrieron sus puertas a las masas. Los grupos culturales y los comités obreros trabajaron codo a codo para llevar el arte y la formación cultural a las fábricas. El cineasta Sergei Eisenstein se hizo conocido en todo el mundo gracias a las técnicas pioneras que utilizó para retratar la Revolución rusa.

Por lo tanto, hay que decir que la tonta premisa de «Harrison Bergeron» fue refutada por los hechos. El socialismo no pensaba que los artistas talentosos fueran una amenaza a la «igualdad» ni encontraba ninguna contradicción entre apreciar a los artistas individuales y abrir los círculos elitistas del arte a las masas trabajadoras y campesinas.

Las posibilidades del socialismo durante esos años no fueron un experimento estéril supervisado por dos o tres teóricos, sino la creación compleja y emocionante de millones de personas que se rompieron la cabeza pensando formas distintas de gestionar la sociedad y de tratarse los unos a los otros, con todas las habilidades, los impedimentos y los traumas que les había dejado el capitalismo, y en las horribles circunstancias de un país pobre y arrasado por la guerra. Se mandaron muchas cagadas, pero también demostraron que el socialismo es una posibilidad real, no un sueño utópico y distante de las verdaderas necesidades humanas.

Y la sociedad a la que apuntaban era un lugar donde la igualdad significaba nivelar intelectual y culturalmente la sociedad intelectual, nunca hacia abajo, siempre hacia arriba. En muchas de las novelas, películas y representaciones artísticas del socialismo suelen pasarse por alto el incremento de las tasas de divorcio y los riquísimos debates sobre arte a los que dio lugar. La mayoría, incluso aquellas que pretenden fomentar el socialismo, nos propone sociedades sin conflicto.

Muchos movimientos políticos actuales parecen enfrentar un problema similar. Los activistas tienden a organizar los eventos y las reuniones alrededor de un modelo de consenso, es decir, un modelo en el que, para tomar una decisión, todo el mundo debe estar de acuerdo. Hay veces en las que el consenso puede ser una forma efectiva de establecer vínculos de confianza entre gente que no se conoce, sobre todo porque la mayoría de las personas, en esta sociedad supuestamente democrática, no tiene casi ninguna experiencia de participación en procesos de discusión, debate y votación.

Sin embargo, cuando los militantes empiezan a pensar que el consenso no es una táctica pasajera, sino un modelo de funcionamiento para la sociedad, las cosas se complican. Yo quiero vivir en una sociedad democrática en la que existan el conflicto y la discusión, donde nadie tenga miedo de luchar por lo que cree ni se sienta presionado a suavizar sus posiciones para contribuir a un consenso ficticio. Si uno defiende al socialismo pensando que las personas dejarán de discutir, o incluso de comportarse ocasionalmente de forma estúpida, es tiempo de que abandone la causa.

Lenin dijo alguna vez que el socialismo no se creará con «materia humana abstracta, ni siquiera con materia humana especialmente preparada por nosotros, sino con la materia humana que nos legó el capitalismo. No es fácil, pero ningún otro punto es suficientemente serio como para ser debatido».

Para ser verdaderos socialistas sirve mucho actuar como seres humanos. No humanos en términos conceptuales, sino humanos reales, que transpiran, lloran y ríen. En Todo lo sólido se desvanece en el aire, Berman cuenta la historia de Robert Moses, funcionario estadounidense que terminó demoliendo todos los barrios que obstaculizaban sus proyectos de autopistas. Una vez, un amigo me dijo: «Moses amaba a los ciudadanos, no a las personas». Construyó parques, playas y avenidas que efectivamente quedaron a disposición de las masas, pero trataba con desprecio a todos los neoyorquinos trabajadores con los que se cruzaba.

Amar a los ciudadanos pero odiar a las personas es también un rasgo típico de los socialistas elitistas. Ponen más esperanza en los planes quinquenales, los proyectos utópicos o las elecciones, que en las maravillas que las masas son capaces de lograr cuando gozan de suficiente inspiración y libertad. Por eso sus proyectos socialistas son tan sosos y faltos de creatividad.

En esto difieren de Marx, que a pesar de ser retratado a veces como un intelectual que vivía aislado en su torre de marfil, era un tipo apasionado, que se peleaba en los bares y se divertía. Uno de sus dichos favoritos era: «Soy un ser humano, y nada de lo humano me es extraño». La verdad es que me resulta difícil pensar que un mundo dirigido por muchos seres humanos, con sus personalidades, sus locuras y sus pasiones, unas veces grandiosas, otras veces irritantes, será aburrido.

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