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Manifestantes participan en una protesta contra el gobierno del presidente ' Iván Duque en Cali el 19 de mayo de 2021. (Luis Robayo / AFP vía Getty Images)

Rebeliones pandémicas en América del Sur

Traducción: Valentín Huarte

Colombia, Perú y Chile son los países donde estallaron las rebeliones más importantes de la región. Son también los países que, a comienzos del S. XXI, remaron a contramano de la ola progresista sudamericana. ¿Qué nos dice este denominador común?

Los gobiernos sudamericanos respondieron de forma distinta a las tensiones provocadas por la pandemia de coronavirus. Lo mismo hicieron sus poblaciones. A pesar de las restricciones sanitarias, hubo rebeliones en Paraguay y en Colombia, mientras que en Perú la movilización callejera volteó a un presidente cinco días después de que ocupó su cargo. Fue una reacción a otro impeachment ilegítimo. En Chile, la plaga no logró desmovilizar a la población, y la prolongación electoral de la rebelión destapada en octubre de 2019 adoptó la forma de una protesta continuada por otros medios.

El punto de partida de esta reflexión es constatar que existe un denominador común entre estos países: Colombia, Perú y Chile son los países que remaron a contramano de la ola progresista sudamericana de comienzos del siglo XXI, momento en que la mayor parte de la región eligió presidentes que se identificaban con una reacción al neoliberalismo, como Chávez, Lula, Kirchner, Vázquez, Morales y Correa (Santos: 2020). Paraguay fue el único país en el que el progresismo no logró la reelección (de hecho, Fernando Lugo ni siquiera terminó su mandato). Como sea, se constata que las rebeliones estallaron en los países en que el progresismo era más débil como alternativa electoral, mientras que en los países de la región que fueron, o que todavía son, conducidos por el progresismo, no hubo rebeliones.

Aunque esta constatación no implique ninguna relación de necesidad, pues una cosa (rebelión en la pandemia) no depende forzosamente de la otra (vitalidad del progresismo), el estatuto del progresismo brinda un punto de partida para discutir el significado de estas rebeliones y las formas de gestionar las tensiones sociales. En la medida en que la rebelión expresa una urgencia política, es pertinente indagar si el progresismo no se convirtió en una política de la espera. A continuación, reconstruiremos el contexto y las principales consecuencias de las revueltas populares de Colombia, Perú y Chile con el fin de hilar algunas consideraciones sobre los impases que enfrenta el cambio social en el continente.

Colombia

Colombia y Perú son los dos países sudamericanos donde la supervivencia de las guerrillas durante los años 1990 sirvió de pretexto para aplicar políticas represivas que criminalizaron cualquier forma de disidencia. Es en parte el motivo por el que en estos países no hubo marea rosa. En efecto, Colombia fue el opuesto exacto del progresismo de comienzos del siglo XXI. El presidente Álvaro Uribe (2002-2010) adoptó la retórica de la «guerra contra el terrorismo», generalizada a nivel mundial después del 11/9, y convirtió al terrorismo de Estado en una política popular. A lo largo de sus dos mandatos, envenenó el debate público e inclinó el tablero político hacia la derecha.

Así, cuando Juan Manuel Santos, sucesor y exministro de Defensa de Uribe, inició las negociaciones con las FARC-EP —sin abandonar las armas—, se produjo un cisma en la política nacional: de un lado, se perfiló el «partido de guerra», liderado por Uribe, que hizo de la violencia un medio de vida económico, político y cultural; de otro, el «partido de la paz», que conjeturaba que el fin del conflicto crearía un ambiente más propicio para los negocios. El neoliberalismo quedó fuera del debate.

La derrota en el plebiscito por la paz de 2016 no impidió la implementación de los acuerdos, asumida de modo parcial y vacilante por el propio gobierno de Santos. Pero, en 2018, el retorno del uribismo a la presidencia con la victoria de Iván Duque dejó la política de paz en manos del partido de la guerra. Sin fuerza política para «romper» los acuerdos, su verdadera voluntad, Duque intensificó la lógica contrainsurgente para gestionar los problemas sociales. Cuatro años después de que se firmaron los acuerdos, 1008 líderes del campo y de la ciudad habían sido asesinados, entre ellos 277 guerrilleros que habían abandonado las armas (Chagas: 2020). La Colombia de la «paz» siguió siendo peligrosa para militantes, periodistas y para cualquier tipo de oposición.

La naturaleza contrainsurgente del Estado colombiano se volvió evidente en la extraordinaria brutalidad policial contra el motín popular que estalló en abril de 2021, en protesta contra el paquete de reformas antipopulares que el gobierno pretendía aprobar en plena pandemia. Como expresaron los manifestantes a través de carteles que se viralizaron en toda la región, «Si el pueblo está en las calles, es porque el gobierno es más peligroso que el virus».

Paradójicamente, esta violencia develó la verdadera naturaleza del partido de guerra.  Nos recuerda que las burguesías que afirman su poder por medio de la contrarrevolución permanente (Fernandes: 2015), solo pueden parir Estados contrainsurgentes. En esos casos, gobernar y reprimir son momentos de una misma forma estatal, la contrainsurgencia, del mismo modo que la circulación y el consumo son dos momentos de una misma forma social, la mercancía. De ahí el estado de guerra permanente instaurado: la contrarrevolución permanente, surgida en el contexto de la Guerra Fría, se prolonga bajo el neoliberalismo en un Estado contrainsurgente que no responde a ninguna insurgencia. El estado de excepción se convierte en la regla. Este espectro de la guerra civil que acecha el mundo contemporáneo (Dardot et al: 2021) define la gramática de la historia colombiana hace más de un siglo.

Se elucida así la transparencia lógica del partido de guerra: la guerrilla representaba el «otro» del terrorismo de Estado, la licencia para matar que necesita un Estado que solo funciona matando. Sin esa contraviolencia, la represión estatal se queda huérfana, vulnerable frente al vacío existencial, que cede parcialmente cuando la insurrección ciudadana pone en las calles a los enemigos que la guerrilla ya no representa. De ahí los dilemas que enfrentan quienes resisten, encarnados de forma extrema por las FARC: el Estado contrainsurgente puede anhelar la pacificación, es decir, silenciar la violencia que apunta a cuestionar su poderío, pero es incompatible con la paz. Frente a la ausencia de guerrilla, es el momento de la insurgencia el que justifica y confirma el Estado contrainsurgente.

¿Qué clase de acuerdo es posible en este mundo?  Un mundo en el que el Estado viola sistemáticamente la institucionalidad en la que se ampara con el pretexto de defenderla. En que el disenso permitido es el inofensivo y cualquier disenso eficaz es criminalizado. En esta realidad, «paz» puede ser el eufemismo de una guerra permanente en la que solo uno de los oponentes está armado.

¿Qué lugar queda para el progresismo en este mundo? El progresismo surge siempre como una reivindicación de dignidad allí donde esta escasea. Es esperanza en un mundo desesperado. Es también un último recurso para mantener el orden antes de que el desorden se vuelva incontrolable. El progresismo es una paz posible en medio de la guerra.

Perú

Si Colombia fue pionera en la política del odio, fue Perú el país que llevó al paroxismo la relación entre democracia y dictadura, siempre tenue y mal resuelta en el continente. Alberto Fujimori (1990-2000) soñó con una dictadura por medios democráticos. Es cierto que el «chino» no fue electo en función de ese programa. En realidad, la consigna de campaña de este presidente que impuso la agenda de ajuste estructural por medio del llamado «Fujishock», fue «¡Vote no al shock!».

El drama es que el choque estabilizó la economía y el terrorismo de Estado liquidó a Sendero Luminoso: a ojos de muchos, el «chino» puso la casa en orden, lo que explica, en parte, la popularidad que heredaron sus hijos. Pero Fujimori también estableció un nuevo patrón político definido por el fraude electoral. Desde el final del régimen militar de los años 1970, ningún presidente eligió a su sucesor en Perú, es decir, siempre triunfó el candidato de la oposición. Igualmente cierto es que ningún opositor hizo justicia a las transformaciones que prometía. Por el contrario, desde el «no al shock» de Fujimori, que desembocó en el «Fujishock», la norma siempre fue renegar de la plataforma electoral.

Esta continuidad en la alternancia debilitó la legitimidad de la política institucional, proceso profundizado durante la presidencia de Pedro Pablo Kuckzynski, o PKK (2016-2018). En las elecciones de 2016, este economista neoliberal superó a Keiko Fujimori por 0,24% de los votos, pero durante su mandato fue incapaz de escapar a la sombra de la fuerza política derrotada. Contrariando un compromiso de campaña, PKK indultó al exdictador (preso en ese entonces) para ganar los votos de la bancada fujimorista y evitar un impeachment. Fue una victoria pírrica: pocos meses después, la divulgación de unos videos que evidenciaban la compra de votos, resultó en un nuevo proceso de impeachment que precipitó la renuncia de PKK en marzo de 2018.

Un año después, el expresidente fue detenido en el marco de una investigación que involucraba a Odebrecht, la empresa brasileña que, durante los años dorados del lulismo, le donó a la ciudad de Lima una obra inspirada en el Cristo Redentor de Río de Janeiro, bautizada por los peruanos como el «Cristo de lo robado». No era el primero: a esa altura, las investigaciones vinculadas al Lava Jato habían efectivizado la condena de tres presidentes peruanos. Por su parte, Alan García se mató para evitar la cárcel, sepultando de esa manera el poco prestigio que todavía tenía el APRA. En Perú, las investigaciones de corrupción no se politizaron como en Brasil. El pozo de la degeneración política parecía no tener fondo.

Luego de la renuncia de PKK, asumió su vice. Pero la turbulencia continuó. Martín Vizcarra (2018-2020) gobernó para los empresarios y confrontó al fujimorismo al mismo tiempo, con el fin de restituirle cierta legitimidad política al cargo que ocupaba. En este proceso, recurrió a un mecanismo constitucional radical, que permite que el presidente disuelva el congreso cuando este rechaza dos veces consecutivas un voto de confianza del ejecutivo: el parlamento fue disuelto a finales de 2019 y se convocaron nuevas elecciones.

Con todo, el Congreso elegido en marzo de 2020 representó la continuidad del anterior, y las disputas del teatro parlamentario prosiguieron. La torpe gestión de la pandemia, sumada a las denuncias de corrupción, echaron leña al fuego de los políticos que deseaban mandar al presidente a la hoguera, objetivo que lograron en 2020: Vizcarra fue destituido en un proceso de impeachment que muchos interpretaron como un golpe de Estado (Ruiz: 2020).

La sorpresa en el caso peruano es que, a diferencia de lo que sucedió con Lugo o con Rousseff, la deposición de Vizcarra desató una serie de protestas masivas en todo el país. La represión policial no hizo más que avivar el descontento y la población tomó las calles en plena pandemia. Más que apoyo al presidente destituido, los manifestantes expresaban su rabia frente a una política ruin, desconectada de las necesidades y de los sentimientos populares. La reivindicación inmediata era la renuncia del presidente golpista Manuel Merino, consumada cinco días después de su nombramiento. Entonces se designó a Francisco Sagasti como presidente transitorio, hasta la realización de nuevas elecciones presidenciales en junio de 2021.

En este marco, era razonable suponer que se abriría una ventana para el progresismo. En elecciones anteriores, la joven cuzqueña Verónika Mendoza había estado muy cerca de la segunda vuelta y parecía lógico pensar que las calles la favorecerían. Sin embargo, la protesta electoral de 2021 hablaba otro lenguaje.

Más que una mera degeneración institucional, la gran cantidad de candidatos (dieciocho), la inexistencia de partidos propiamente dichos, la pulverización de los votos (el más votado obtuvo el 18%) y la proliferación de candidaturas regionales apuntan a un país en descomposición. En este escenario, lo nuevo no optó por la máscara del progresismo, encarnada por Verónika Mendoza (que quedó en sexto lugar), sino que irrumpió con el profesor y sindicalista Pedro Castillo, de quien nadie hablaba y nadie esperaba nada, pero que avanzó montado en su caballo y llevando un lápiz en la mano.

Más allá de la ideología del profesor, que combina rasgos de izquierda estatista con una moral conservadora, es preciso constatar que Castillo logro encarnar las esperanzas de un Perú profundo. O, para ser más preciso, de un Perú profundamente fracturado, que se revela incluso en el mapa electoral: el triunfo de Keiko Fujimori en Lima contra el triunfo de Castillo en las regiones rurales y pobres. Una rebelión logra darle voz a aquellos que no tienen voz, pero Castillo les dio un rostro a aquellos que nadie quiere mirar.

Su victoria (ajustada) revela que su imagen sintonizó con el sentimiento popular.  Y, de modo indirecto, explicitó el vacío existente entre la candidatura de Mendoza y la mayoría peruana, en el que debe leerse el síntoma de un fenómeno social de mayor envergadura. En Perú salieron a luz las fracturas que no paran de crecer en todo el continente, que generan mundos separados y reactualizan la fisura colonial.

Frente a estos abismos, el progresismo corre el riesgo de ser percibido como una parte del mundo de los blancos: una misión civilizatoria que predica un evangelio mudo a los oídos de los condenados de la tierra. Pero el que Castillo hable otra lengua no implica necesariamente que exista una nueva ruta para el cambio social: aun si lo hizo de modo perverso, Bolsonaro también logró sintonizar con el sentimiento popular. Con todo, indica que, en Perú, el tiempo del progresismo podría estar pasando sin haber llegado nunca. Por lo pronto, la oportunidad que se abre es montar al galope el caballo del profesor Castillo.

Chile

En Paraguay, en Colombia y en Perú las tensiones de la pandemia avivaron la indignación popular y alimentaron rebeliones. En el caso chileno, la pandemia no logró tapar ni por un momento la vitalidad de la insurgencia iniciada en 2019. Las movilizaciones se prolongaron durante meses y desafiaron un estado de sitio permanente y mil formas de represión estatal.

Lo que sucede en Chile es de gran interés para América Latina y para el mundo, pues este país fue el escenario de una experiencia pionera y radical de neoliberalismo a nivel mundial. El reordenamiento económico emprendido por la dictadura de Pinochet (1973-1990) llegó de la mano de la reorganización total de las relaciones sociales en función del mercado, con el objetivo político de vaciar toda posibilidad de organización colectiva y, en última instancia, de resistencia. En cierto sentido, el objetivo se concretó: cuando el Partido Socialista de Salvador Allende volvió al poder en 2000, se había convertido en un órgano de gestión del neoliberalismo.

El Chile que nos legó la dictadura admite dos narrativas. Está la ideología del éxito difundida por el marketing estatal, replicada en todo el mundo y protagonizada por los índices económicos. Pero la trayectoria de Chile también puede ser contada desde la vida de las personas: una sociedad en la que la educación es una mercancía y representa una deuda para los jóvenes; un nivel de endeudamiento que disciplina a los trabajadores, desprovistos de estabilidad y de derechos sociales; una vida entera que desemboca en jubilaciones gestionadas como productos financieros, que están a la raíz del mayor índice de suicidios de ancianos a nivel mundial.

El estallido social de octubre de 2019 fue una reacción contra esa sociedad del desamparo. Aunque se trate de una rebelión multifacética y similar a muchas otras ocurridas en nuestra época, vale la pena destacar al menos dos elementos. En primer lugar, la horizontalidad de las manifestaciones y de las formas de organización que propiciaron. Sea en los cabildos ciudadanos o en las iniciativas de naturaleza territorial, ningún partido, sindicato ni movimiento logró ponerse a la cabeza. En segundo lugar, dada la desmoralización del Partido Socialista chileno y el carácter incipiente, heterogéneo y ambiguo del Frente Amplio, la gran oposición chilena no tiene ningún pasado reciente al que remitirse. En consecuencia, se abre más espacio a la imaginación, a la circulación y a la experimentación de formas nuevas.

La vía chilena para volver a la política consistió en pasar la aguja a través de una reivindicación callejera y luego coserla en un acuerdo institucional. El presidente Sebastián Piñera negoció el «acuerdo por la paz social y por una nueva Constitución» con apoyo de la Democracia Cristiana y de los Socialistas (la antigua Concertación, que gobernó el país entre 1990 y 2010), pero también con la mayoría de los diputados del joven Frente Amplio. Parido en la estela de las movilizaciones estudiantiles de 2011, el frente fue cuestionado por adherir a este acuerdo, que muchos manifestantes callejeros caracterizaban como una maniobra de distracción. Por otro lado, la constitución vigente fue elaborada y refrendada durante la dictadura de los años 1980 y representa el fundamento institucional de la continuidad. Por lo tanto, la demanda de una nueva constitución también captaba, al menos en parte, la indignación expresada en la consigna «No son 30 pesos, son 30 años», aludiendo a ese largo período durante el que la dictadura siguió realizándose por medios no dictatoriales.

Pero el camino para devolver la política a los gabinetes estaba planteado. Un plebiscito en octubre de 2020 confirmó la constituyente, que la derecha se ocupó de definir como «convención», insistiendo en que ese cuerpo electo debe deliberar dentro de un perímetro limitado por la ley que reglamenta el proceso: por ejemplo, según la ley, no pueden cuestionarse los tratados internacionales, lo que implica ratificar los acuerdos de libre comercio. Aunque el campo popular logró garantizar la representación de los pueblos originarios y la paridad de género (inédita en todo el mundo), las condiciones de financiamiento y propaganda de las campañas, la unidad lograda por la derecha frente a un campo popular fragmentado, además de las reglas de la propia asamblea, parecían la crónica de una derrota anunciada.

Sea como sea, contra todos los pronósticos, el resultado de las elecciones castigó a la derecha, pero también a la oposición convencional, identificada con la difunta Concertación: la lista formada por el Frente Amplio y los comunistas fue la más votada. Más significativo todavía es que los constituyentes electos por listas independientes de los partidos, sumados a los que representaban a algún colectivo, ocuparon el 64% de los 155 puestos (Rocío: 2021). Se observa una coherencia poco común entre la revuelta callejera y el resultado de una elección concebida para engañarla. Los chilenos —al menos el 43% de los que votaron— podrían estar enterrando en las urnas a los partidos que los gobernaron en democracia.

Por otro lado, los partidos más cercanos al estallido social conquistaron 28 puestos y los comunistas, que no pactaron con Piñera, lograron elegir a la alcaldesa de Santiago. Con todo, el principal ganador de las elecciones en el plano partidario fue el Frente Amplio. Retrospectivamente, el resultado de las urnas pareció darles la razón a quienes defendían que el acuerdo por la paz era el camino adecuado para el cambio. Después de todo, la derecha ni siquiera garantizó el tercio que le daría poder de veto en la convención. El tiro salió por la culata: está obligada a inventar nuevos obstáculos a la transformación.

No es posible saber cómo se desarrollará el proceso constituyente chileno, al que seguirán nuevas elecciones presidenciales a fines de 2021, en un país donde las calles todavía no duermen. ¿Cómo saber si, según se cantaba al final de la dictadura, «la alegría ya viene»? ¿O si se están abriendo las alamedas por donde pasará el hombre libre, como deseó Allende en los últimos minutos de su presidencia?

Es imposible saber si la alameda abierta por el estallido social desembocará en un cambio. Pero lo cierto es que se rompieron las amarras que ataban el presente a un pasado doloroso: al romper las cadenas del pasado, la rebelión les devolvió a los chilenos un futuro.

Resta saber cómo arrancarle alegría al futuro, pregunta que, cien años después, tal vez nos plantearía Maiakovski.

Entre rebeliones y constituciones

Los acontecimientos de Chile, Colombia y Perú son el fruto de una rebeldía que no cabe en las urnas progresistas. En caso de que llegue, la posibilidad del cambio avanzará por estas calles no pavimentadas por el progresismo. Esta vez no llegará, como hace veinte años, de la mano de los países que vivieron bajo su gestión o que siguen a su expectativa. Con todo, esta potencia rebelde todavía está a la búsqueda de nuevos lenguajes políticos para instituir un mundo diferente, un desafío que se plantean a nivel mundial quienes militan por la emancipación.

Reflexionando sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo alemán Gunther Anders notó que la bomba atómica abrió un hiato entre la capacidad de destrucción de la humanidad y su capacidad de procesar subjetivamente esa destrucción (Anders: 1962). Un hombre tiene una idea de lo que significa matar a un hombre, pero, ¿cómo procesar las 100 000 víctimas que dejó la bomba? ¿Cómo elabora un país la muerte diaria de tres mil infectados por COVID-19?

En el siglo XXI vivimos el desfasaje entre la ubicuidad de las formas de opresión y nuestra capacidad limitada de imaginar o proponer nuevas formas sociales. En realidad, esta dificultad es en sí un síntoma de la opresión típica de nuestra época. Entre el descrédito del socialismo del siglo XX y la colonización de la subjetividad que genera el mundo de la mercancía, la potencia creadora de las calles corre el riesgo de quedar atrapada en la gramática del orden que produjo en primer lugar esa rebeldía.

Este impasse se reveló en la insurrección chilena. Es significativo notar que, enfrentado a la insurgencia, la vía por la que optó Chile para confinar el cambio a los parámetros del orden no fue ajeno al repertorio progresista, que también concedió constituciones como una alternativa a las calles. Pero Piñera encarna el polo opuesto al progresismo en la política nacional: es la derecha, como se dice en el país. Esta constatación sugiere que, más allá de las diferencias, hay una convergencia fundamental entre el progresismo y sus oponentes, confirmada, en el caso chileno, por la adhesión (parcial) del frenteamplismo al «acuerdo por la paz»: ambos polos, el progresismo y su opuesto, condujeron las tensiones sociales hacia la vía constitucional.

Es cierto que en Chile, la demanda de una nueva constitución tiene un significado político trascendental, lo mismo que en Perú y en Colombia, países donde el neoliberalismo se constitucionalizó en los años 1990. No es casualidad si la candidatura de Pedro Castillo incorporó la propuesta constituyente en el primer país, mientras que el proceso de paz colombiano siempre tuvo a la nueva constitución como horizonte. En cada uno de estos casos, se constatan fisuras que comprometen el cuadro institucional de la dominación contemporánea: el duopolio chileno amparado en la constitución pinochetista; la constitución fujimorista y la normalización del fraude electoral; la contrainsurgencia como forma de gobierno, encarnada por el uribismo.

Está claro que la demanda constitucional es justa y legítima en los tres casos. Con todo, cuando recordamos que Venezuela, Bolivia y Ecuador también rescribieron sus constituciones a comienzos de siglo, en coyunturas de efervescencia, el sabor de la repetición se vuelve inevitable. En estos países, el marco constitucional y político fue reordenado para fijar las fronteras de un nuevo patrón de dominación: una hegemonía progresista, podríamos decir, cuyos límites desde el punto de vista del cambio son muy evidentes.

Lo que sugiere este análisis es que, desde el punto de vista del orden, Chile, Perú y Colombia viven, en un momento tardío, un desgaste de las formas políticas asociadas al neoliberalismo que en otros casos fue subsanado por el progresismo. A comienzos del siglo XXI, la política también se renovó en estos países, pero el duopolio chileno (elección de Lagos en 2000), el fujimorismo sin Fujimori (desde 2000) y el uribismo (electo en 2002), navegaron en contra de la corriente progresista. En estos países que se quedaron fuera de la ola, las rebeliones produjeron una crisis de legitimidad comparable a la que desembocó en el progresismo y sus formas de gestión de la crisis tienden a mimetizarse: entre elecciones y constituciones, es posible que el alcance de los cambios quede atrapado en los márgenes estrechos de un reordenamiento político e institucional.

Es cierto que las rebeliones expresan mucho más que eso, pero al parecer aquel sigue siendo el tope de todo cambio posible dentro del orden al que dieron lugar. Ir más allá es el desafío civilizatorio de nuestro tiempo.


* * *El argumento de este texto es parte de un análisis sobre América Latina expuesto en el libro “O médico e o monstro” (en prensa), escrito en coautoría con Daniel Feldmann. Se publicará una versión extendida en el número 37 de la revista Margem Esquerda* * *

 

Referencias

Anders, Günther. “Theses for the Atomic Age.” The Massachusetts Review, vol. 3, no. 3, 1962, pp. 493–505. JSTOR, www.jstor.org/stable/25086864. Consultado por última vez el 29 de abril 2021.

 

Chagas, Rodrigo. “Colômbia: quatro anos após Acordo de Paz, mais de mil líderes foram mortos. Brasil de Fato, 26 set 2020. Disponible en: https://www.brasildefato.com.br/2020/09/26/colombia-quatro-anos-apos-acordo-de-paz-mais-de-mil-lideres-sociais-foram-mortos. Consultado por última vez en mayo de 2021.

 

Dardot, Pierre et al. Le choix de la guerre civil. Montreal: Lux Éditeur, 2021.

 

Fernandes, Florestan. Poder e contrapoder na América Latina. São Paulo: Expressão Popular, 2015.

 

Montes, Rocío. ‘Vuelco en Chile: los independientes controlarán el 64% de la convenciónConstitucional’. El País, 18  mai 2021. Disponible en <https://elpais.com/internacional/2021-05-18/los-independientes-controlaran-el-64-de-la-convencionconstitucional-en-chile.html >. Consultado por última vez en mayo de 2021.

 

Ruiz Caro, Ariela. ‘Golpe de Estado en Perú’. El cohete a la luna. 20 nov 2020. Disponible en: <https://www.elcohetealaluna.com/golpe-de-estado-en-peru/ >. Consultado por última vez el 15 de abril de 2021.

 

Santos, Fabio Luis Barbosa dos. Power and  impotence. A history of South America under progressivism (1998-2016). Brill/Haymarket: 2020.

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