El filósofo francés Alain Badiou califica como «acontecimiento» netamente político aquel momento en el que la verdad soterrada de una época emerge mediante un hecho disruptivo. El «acontecimiento» suspende la rutina de la situación social dada, haciendo emerger la verdad de una época vivida pero no aprehendida subjetivamente por los sujetos que viven esa realidad. Se trata de forzar el azar cuando la situación está madura.
Lejos de suponer una revolución política, ya que los conatos de ira y rabia vistos en las manifestaciones a favor de la libertad de Pablo Hasél distan organizativamente mucho de serlo, nos muestra la verdad soterrada de nuestra época: una pobreza generalizada y en aumento, especialmente pronunciada entre la juventud proletarizada, unido al recorte cada vez mayor de libertades civiles y políticas.
Las protestas que han acabado en enfrentamientos con la policía, barricadas y ataques a distintas multinacionales o sedes bancarias ocultan algo que la mayoría del mainstream mediático de España no está queriendo ver. Y es que los estallidos no emergen tan solo como protesta en favor de la libertad de Pablo Hasél. Más bien, este es el catalizador que reúne distintos malestares sociales.
Lo que vemos en las calles estos últimos días es la continuación lógica a una serie de movilizaciones que empezaron con las protestas en los barrios obreros de Madrid (por poner un ejemplo significativo) en septiembre, y continuaron mediante pequeños enfrentamientos ante la masiva presencia policial y medidas de control social en las zonas más proletarizadas de las grandes metrópolis.
Una clase social soterrada y olvidada
Ya en el año 2006, dos años antes del inicio de la crisis capitalista del 2008, el escritor francés Alèssi Dell’Umbria publicó un esclarecedor libro titulado ¿Chusma? A propósito de la quiebra del vínculo social, el final de la integración y la revuelta del otoño de 2005 en Francia y sus últimas manifestaciones, donde retraba las causas de fondo de las revueltas y estallidos de ira vividos en los barrios periféricos de las grandes urbes francesas.
El autor planteaba en este ensayo que las causas de los incendios en los suburbios parisinos reflejaban la lucha de clases en su crudeza real, ya que los jóvenes parados de por vida o precarizados, que nacen y crecen en estas áreas de marginación social total, no son el resultado de una injusticia particular sino la condición del funcionamiento de un país capitalista avanzado.
Desde el –ya lejano– 2005, esta situación no ha hecho sino aumentar fomentada por dos crisis capitalistas que son, en realidad, una misma. Hoy tenemos una generación de jóvenes nacidos en la década de los noventa y los primeros años del nuevo milenio que no han conocido más que precariedad y empleos inestables, cuando no devaluación total y exclusión completa del mercado de trabajo.
Las cifras al respecto en España son significativas: un 40% de paro juvenil (a la cabeza de los países europeos); casi un 48% de los jóvenes se encuentra en riesgo de pobreza y exclusión social y, en términos generales, España, con un 20,7% de población en riesgo de pobreza, es el quinto Estado de la Unión Europea con más pobreza. Estas son las causas soterradas de un nuevo ciclo de protestas aún incipiente.
A la devaluación social se le suman, además, las medidas de control y disciplinamiento social que se han impuesto bajo el paraguas de dar cobertura a la emergencia sanitaria de la pandemia. Sin embargo, muchas de estas medidas tienen difícil justificación sanitaria y una mucha más directa explicación en el interés de clase al que responden. Puente de Vallecas, por ejemplo, fue el distrito con más multas acumuladas durante el periodo de confinamiento por supuestos incumplimientos de las normas sanitarias. La juventud proletaria de estos barrios es la que más está sufriendo las consecuencias económicas y de control social impuestas durante la pandemia.
Ha llamado la atención a los grandes medios de comunicación la joven edad y nula adscripción partidista (del orden institucional, claro está) de muchos de los participantes en las protestas de esta semana. Sin embargo, bien harían en reconocer que estos mismos jóvenes son los que criminalizan día tras día como si fuesen los únicos culpables de la pandemia por juntarse con sus amigos en el parque del barrio a tomar unas cervezas.
A las nulas expectativas de futuro, ahora se les une que toda sociabilidad es criminalizada y perseguida. Los jóvenes de los barrios obreros de las grandes metrópolis no tienen la suficiente capacidad de consumo para costearse un ocio «seguro» con entradas al teatro o para consumir constantemente en las terrazas. Lo hacen en el parque, precisamente, porque es más asequible. Pero por ello tienen que aguantar la presencia policial atosigando y penándoles. Es por ello que parte de esta juventud proletaria ha empezado a canalizar su rabia e ira contra la fuerza policial, la parte ejecutora del Estado con la que diariamente tienen contacto y a la que identifican como responsable de sus iras y frustraciones.
Desde los grandes medios de comunicación y sus tertulias se ha intentado ridiculizar a los jóvenes que protestan difundiendo la idea de que son unos vándalos irracionales que protestan solamente por causar destrozos, y que los «disturbios» nada tienen que ver con las causas de devaluación social crónica que vive la juventud.
Pero esos grandes medios, inmersos como están en el cortoplacismo y el amarillismo, olvidan que en este mismo septiembre hubo una oleada de protestas en los barrios obreros de Madrid en defensa de la inversión en sanidad pública, donde la policía cargó sin miramientos y sin razón justificada contra los jóvenes de Vallecas.
Esa era una causa netamente social. Entonces, el canalizador de las protestas era el cierre perimetral impuesto a las zonas más pobres de Madrid. Ahora lo es el encarcelamiento de Hasél. Distintos motivos, las mismas causas de fondo.
2021 no es 2012
Muchos comentaristas políticos exigen estos días a Unidas Podemos que «llame al orden» a lo que ellos consideran sus bases sociales con el objetivo de poner fin a las protestas y estallidos. En ese reclamo obvian dos temas: uno, que el estrato social del que nació Podemos es distinto al que hoy protesta; dos, que Podemos es hoy un partido de gobierno, que ya no puede canalizar institucionalmente protestas que cada vez le son más lejanas.
En torno al año 2012 hubo un gran ciclo de movilización, continuación del 15M, que terminó también en varios episodios de enfrentamientos con la policía. Sin embargo, en aquel caso el sustrato social dominante de las protestas se correspondía a una clase social que veía frustrada sus expectativas de futuro con respecto a las de sus progenitores. En gran medida, correspondía al perfil de jóvenes universitarios con gran formación que veían riesgo de proletarizarse y no alcanzar los estándares de vida que les había prometido el sistema.
Obviamente, este estrato social era fácilmente canalizable hacia una opción parlamentaria que prometiese acabar con los desbarajustes del sistema que habían llevado a estos jóvenes a no colmar sus expectativas. Así nació Podemos y, como menciona Emmanuel Rodríguez, así acaba su trayectoria útil como partido canalizador de ciertos estratos de esa clase media, que no encontraba lugar hacia la gestión en órganos políticos, y también como actor modernizador del capital en su época de crisis.
Esto no quiere decir que el sustrato social de hijos e hijas de antiguas familias autopercibidas de clase media no esté ya presente en las protestas. Lo está, e incluso a veces en mayoría. Pero sus exigencias, ahora, son difícilmente canalizables por otro partido del orden institucional renovado como Podemos.
A poco más de un año del Gobierno de coalición, cada vez resulta más evidente que las grandes promesas socioeconómicas firmadas en el pacto de gobierno no se cumplirán. El sector de Nadia Calviño, ligado a las élites burocráticas de Bruselas, salvaguarda para que no haya grandes cambios en el tema laboral y de pensiones; el PSOE se muestra ya diametralmente opuesto a regular los alquileres, y la ley mordaza se presenta cada vez más útil a ojos de un sector del Gobierno ante la oleada de protestas que parece atisbarse.
Al mismo tiempo, los mecanismos excepcionales, como el Ingreso Mínimo Vital o los ERTE, devalúan el salario real que perciben los trabajadores. Eso cuando estos son percibidos, y no frustrados en el mecanismo burocrático que exige su petición.
El futuro es claro. Pese a que los gurús económicos del Gobierno de coalición dicen que la UE ha abandonado los tiempos de la austeridad, la realidad se muestra bien distinta. Altos dirigentes de Bruselas exigen a España una nueva reforma laboral y de las pensiones, con posible retraso de la edad de jubilación.
Pueden parecer meras especulaciones, pero las dudas se disipan al leer las primeras recomendaciones del Semestre Europeo para el 2021: «Cuando las condiciones epidemiológicas y económicas lo permitan, se deben eliminar gradualmente las medidas de apoyo para empresas y ciudadanos de una manera que mitigue el impacto social y laboral de la crisis, y aplicar políticas fiscales destinadas a lograr posiciones fiscales prudentes a medio plazo, así garantizando la sostenibilidad de la deuda al tiempo que se mejora la inversión».
Lo que quiere decir que la expansión monetaria y fiscal finalizará en algún momento de 2022. La vuelta a la austeridad mediante el restablecimiento de los estrictos límites fiscales y de gasto, que hoy la Comisión mantiene en suspenso (pero no cancelados), se efectuará. Ante estas perspectivas, se prevé un nuevo ciclo de protestas cualitativamente diferente al de 2012 que terminó con la institucionalización en Podemos. De hecho, el mismo FMI acaba de alertar de un ciclo de protestas difíciles de controlar si los efectos de la crisis de la pandemia acentúan la desigualdad ya exponencialmente en aumento.
Ante la frustración de las expectativas de vida de la población proletarizada, el Estado responde mediante la imposición de unas medidas y relatos de excepcionalidad ligados a la pandemia. Esto cohesiona a la población en un intento de que olvide sus carencias materiales momentáneamente ante el riesgo pandémico. Sin embargo, este estado de excepción permanente cada vez se muestra más endeble.
La represión sistemática de una protesta social aún incipiente muestra la posición de extrema debilidad que ocupa España en el marco capitalista de la Unión Europea. Se trata de un Estado burgués en crisis a todos los niveles, tanto institucional como social. El encarcelamiento de Hasél no ha sido más que el acontecimiento que ha canalizado parte de la frustración en aumento. Se avecinan tiempos difíciles, pero también interesantes.