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Caminando frente a un mural de Hugo Chávez en Caracas, el 31 de enero de 2019. (Foto: Edilzon Gamez / Getty)

Sobre el chavismo

El próximo domingo hay elecciones parlamentarias en Venzuela, ocasión que será aprovechada por las élites del mundo para seguir denostando la experiencia chavista. Dicen perseguir la «libertad y la democracia», pero lo que en realidad buscan es una vuelta al sometimiento.

Observado con lentes eurocéntricos, es muy sencillo reproducir el sentido de común de élites sobre del chavismo. El resultado inevitable será valorarlo como expresión de barbarie política, incluso si el analista posee –digamos— buenas intenciones, en cuyo caso apelará a sutilezas retóricas para disimular su mirada condescendiente respecto del «buen salvaje» revolucionario. En la mayoría de los casos, el chavismo simplemente desaparecerá como sujeto protagonista y solo aparecerá como actor de reparto, como masa más o menos uniforme que soporta (en el doble sentido de apoyar y padecer) un liderazgo político o un Estado de dudosa filiación democrática.

Civilización o barbarie

Para comprender la emergencia del chavismo puede resultar útil hacer un breve repaso de la historia venezolana a partir de su independencia, en el siglo XIX, con particular énfasis en el modelo de sociedad resultante de la explotación petrolera a comienzos del siglo XX. Esta circunstancia no solo tendrá (naturalmente) profundas implicaciones económicas, sino que además vendrá cargada de hondos correlatos políticos y culturales.

De acuerdo a Immanuel Wallerstein [1], el uso del vocablo «civilización» como antónimo de «barbarie» data del siglo XVIII. Sin embargo, la violenta colonización de América, dos siglos antes, y con ella la emergencia del capitalismo y de la modernidad, se realizó a partir de idéntica premisa: la Europa conquistadora que cumple con la tarea histórica de civilizar o evangelizar a los originarios salvajes y primitivos.

Según Ángel Cappelletti [2], el positivismo se impone en Venezuela alrededor de 1870 y predomina hasta 1935, acompañado de la premisa civilización/barbarie como principio básico de inteligibilidad. Se erige sobre la promesa de instaurar definitivamente el orden y el progreso, objetivo que no habían podido cumplir ni la «filosofía tradicional» de la Colonia ni la «filosofía de la Ilustración» de los independentistas. No obstante, ambas filosofías sirvieron al mismo propósito de gobernar a los bárbaros: indios, negros, mestizos, campesinos, mujeres.

Consumada la Independencia, la ascendente burguesía criolla entra en conflicto con la clase terrateniente. El pueblo, bajo el comando de Ezequiel Zamora, lucha contra ambas y cae derrotado (1846 y 1859-60). Para el positivismo, durante todos estos años, más que conflicto hay desorden. Desorden que es consecuencia de pugnas entre caudillos, figuras que se imponen por la fuerza. La resultante será el caudillismo: un estado permanente de anomia. El positivismo encarna la razón que reclama su derecho de gobernar sobre la fuerza.

Particularmente a partir de Juan Vicente Gómez (1908-1935) se consolida lo que el mismo Cappelletti enuncia como «interpretación pesimista de la historia y de la sociedad venezolana» [3]. El país de las peleas entre caudillos es un país desolado, pobre, analfabeto, insalubre y mísero que –ironía de ironías— se rinde a los pies del caudillo que logra acabar con el resto de los caudillos, aplacando la violencia a través de la violencia, un ignorante al servicio de la razón, un bárbaro al servicio de la civilización. Gómez es el «gendarme necesario», conforme a la célebre fórmula de Laureano Vallenilla Lanz [4].

Ensayistas excepcionales, como Augusto Mijares y Mario Briceño Iragorry, combatieron con vigor los presupuestos de esta «interpretación pesimista». En 1938, Mijares se propuso discutir «la tesis según la cual nuestra historia no presentaba, como tradición genuinamente venezolana, sino la tradición de la fuerza material en sus dos manifestaciones políticas más elementales: la anarquía y el despotismo», en tanto expresiones del caudillismo. Acto seguido, se plantea no solo demostrar la existencia, sino subrayar las virtudes de la presencia, en la sociedad civil, de «una tradición de principios intelectuales y morales, que nos equipara a los pueblos europeos»; «una tradición de regularidad política, del orden considerado como un equilibrio regido por la ley» [5].

Por su parte, en carta a Mariano Picón Salas, de 1956, Briceño Iragorry afirmaba: «los positivistas criollos desembocaron en la grosera teoría de la inferioridad de nuestro medio étnico-geográfico y en el descrédito del mestizaje que forma el corazón del pueblo. Como teoría estatal, sobre los hombres del positivismo descansa la responsabilidad del ‘gendarme necesario’ y de esa tesis pesimista y corrosiva de quienes sostienen que nuestro pueblo no puede dar nada en razón de los falsos reatos que inventaron los deterministas».

Sugiere, entonces, que «tal vez el único camino para vertebrar nuestra Historia sea la revelación de ese hilo callado de conciencia cívica, que se ha mantenido vivo a pesar de nuestras dolorosas vicisitudes», o «exaltar con fe y con optimismo la memoria de los hombres civiles que forman nuestra sufrida tradición de resistencia moral» [6].

Hombres de avanzada, referentes imprescindibles del pensamiento nacional, reproducen, no obstante, la antinomia civilización/barbarie que ahora se nos presenta como sociedad civil/caudillismo en Mijares, y que subyace en la reivindicación del «civilismo» que hace Briceño Iragorry.

La sociedad petrolera

El influjo «civilizador» del positivismo que legitimó a Gómez solo es comparable con el impacto que provocó la instalación de las primeras transnacionales petroleras en suelo venezolano. Como ha demostrado Tinker Salas, la industria petrolera «ejerció una amplia influencia sobre la formación de valores políticos y sociales evidentes entre trabajadores, intelectuales y miembros de la clase media» [7]. Cual agente «modernizador», la industria petrolera puso en marcha un «proyecto cultural hegemónico» [8] con su respectivo «estilo de vida petrolero» [9], origen inmediato de nuestros actuales patrones de consumo.

La expansión de la industria petrolera fue representada «como una lucha épica entre dos culturas: una primitiva, rústica e indómita, y otra moderna, cosmopolita, universitaria y refinada» [10]. La cultura política de la clase media se cimentó en la lealtad al capital transnacional y de espaldas a la mayoría del país, al que valoraba como sumido en el atraso.

En los campos petroleros tuvo lugar un «proceso de ingeniería social» [11] que alteró significativamente «el panorama rural y urbano de Venezuela, inaugurando nuevos prototipos residenciales, patrones de consumo y formas de organización social, teniendo influencias sobre la moda, la diversión, los deportes y la dieta» [12]. La industria petrolera logró establecer un modelo de sociedad, un modelo a seguir, reservándose siempre el derecho de admisión: «la representación de una próspera economía petrolera transformando a la nación opacó el hecho de que una parte importante de la población venezolana vivía al margen de la economía petrolera» [13]. La Venezuela bárbara.

El modelo de sociedad que resulta de la empresa civilizadora de la industria petrolera es lo que los estudiosos llaman «capitalismo rentístico petrolero». Para Bernard Mommer, «los quince años que van desde 1943 a 1958 son los años dorados del capitalismo rentístico venezolano, pues en este período el país se beneficiaba de un altísimo nivel de renta», con unas «contradicciones externas… dentro de límites aceptables», mientras que «en lo doméstico las contradicciones generadas por la distribución de la renta eran mínimas, con un mercado interno en plena expansión» [14].

En tal contexto toma el poder Acción Democrática, en 1945, y con este partido se produce –para decirlo con Luis Ricardo Dávila— «la entrada de las masas a la escena de la historia y de la política» [15]. El «imaginario» adeco se articula en torno a tres ejes: «sufragio universal, moralidad administrativa y despersonalización del ejercicio del poder» [16]. Sin restarle importancia a los dos primeros, éste último tiene una importancia capital: la crítica adeca al personalismo es la crítica al caudillismo y, por consiguiente, la reivindicación de «las potencialidades y capacidades del pueblo» en contraste con el «pesimismo de los sociólogos positivistas» [17].

En palabras del mismo Betancourt: «Somos un pueblo que puede ser gobernado impersonalmente, no por régulos imperiosos, no por gente despótica». Lo popular venezolano, sigue Betancourt, encuentra cause y expresión en el partido, y a través de éste gobierna y es gobernado [18]. Lo que el líder adeco testimonia es un cambio a nivel de tecnologías de poder: desde entonces, al pueblo se le reconocerán capacidades y potencialidades, pero tendrá que echar mano de ellas a través del partido.

Efectivamente, el pueblo entra por primera vez en escena, pero en rol pasivo. Lo que opera es la entronización de la forma-partido, un partido que se convierte en partido de masas desde el poder, como demuestra Luis Ricardo Dávila.

Acción Democrática jamás cuestionó el modelo de sociedad de la industria petrolera. Al contrario, fue su beneficiario y entusiasta promotor. Si el clientelismo es uno de los correlatos políticos del capitalismo rentístico venezolano, es correcto afirmar que el «partido del pueblo» sentó las bases de las lógicas y prácticas clientelares tal y como las conocemos hoy en día. Afirma Tinker Salas: Acción Democrática «necesitaba el reconocimiento de Estados Unidos para consolidar su poder y mantener a raya a sus oponentes políticos. Más aún, necesitaba las regalías petroleras para expandir el aparato del Estado y desarrollar un sistema de clientelismo que vinculara los intereses de la creciente clase media urbana con la de los trabajadores petroleros» [19].

Además, Tinker Salas aporta un dato tan significativo como revelador: «mientras los sindicatos en Estados Unidos se oponían a los símbolos visibles de la intrusión empresarial en sus vidas (incluyendo viviendas, clubes recreacionales y comisariatos) los sindicatos petroleros en Venezuela defendieron dichos símbolos como beneficios. Por ejemplo, los trabajadores petroleros y sus sindicatos apoyaron categóricamente el sistema de comisariato que los abastecía con una amplia gama de comestibles a precios regulados».

A lo que agrega: «debido en parte a su largo legado de militancia, para 1946 los trabajadores petroleros disfrutaron de los salarios más elevados y de los mejores paquetes de beneficios de la fuerza laboral venezolana», negociando un contrato colectivo con más de cien cláusulas [20]. Acción Democrática, el partido «popular» por excelencia, fue realmente el partido de la clase media emergente y de la «aristocracia obrera».

El 18 de octubre de 1945 marca el inicio de la primera experiencia de «distribución popular de la renta», plantean Asdrúbal Baptista y Bernard Mommer. Pero «esta absorción consuntiva de la renta, sujeta a la finalidad de abrir cauce a una futura absorción productiva, de pronto se vio desbordada por la cuantía del ingreso petrolero. Se establecieron así patrones de consumo y de comportamiento propios de una sociedad rentística» [21].

Patrones de consumo y de comportamiento que, hay que decirlo, no fueron simplemente un accidente que frustró el desarrollo «normal» del capitalismo, superando su etapa rentística: ellos fueron suscitados por la propia industria petrolera, lo que le permitía legitimarse en tanto fuerza civilizadora o modernizadora, para emplear un vocablo más ajustado a la época. Ya en la década del 60, con Acción Democrática nuevamente en el poder, el modelo de nación continuó «enraizado en la industria petrolera y los ideales de ciudadanía y participación política que generó» [22], según Tinker Salas.

Cuando, a finales de los años 70, se produce el colapso del capitalismo rentístico en Venezuela, éste «ni prefigura ni saluda una etapa posterior», advierte Baptista en 1997. Agrega: «el impulso hacia la disolución» del modelo «no proviene de nuevos arreglos que presionan por ocupar la escena» [23]. En 2006, escribía: «Estos años recientes… han visto cómo se acentúan antiguas prácticas y, lo más interesante de notar, cómo se trata de abrir nuevas».

En cuanto a las primeras, «se encuentra en marcha una política del Estado propietario publicitada con gran despliegue, a saber, la de intentar llegar más lejos aún con la distribución popular de la renta. Valga decir que las políticas gubernamentales al presente están signadas por una reiterada orientación: asegurar la transferencia de una porción de la renta originaria del Estado hacia los estratos sociales menos favorecidos».

No obstante, «no hay forma razonable de apreciar, todavía, si la presente política distributiva es más popular, más extendida y de mayores consecuencias de lo que fue la misma política, que también estuvo presente en las décadas anteriores». Respecto de las prácticas novedosas, afirmaba que «lo sobresaliente es el intento de redefinición del viejo y sobado lema de ‘sembrar el petróleo’. El ámbito de significación de la frase, solo local y económico como ha sido, se lo quiere ahora desbordar para cubrir también lo internacional y lo político» [24].

Cuatro años después, escribía el mismo autor: «El tiempo contemporáneo de Venezuela atestigua la intención política de orientar el desarrollo del país en una dirección de sentido distinto a la que dominó el curso de las largas décadas anteriores. Colapsadas las estructuras del capitalismo rentístico y convertidos en añicos sus principales arreglos, desde la acumulación de capital hasta la distribución del poder político basada en una cierta organización de partidos políticos, por qué no pensar, entonces, en que el proceso histórico podía dirigirse hacia formas de organización social no capitalista» [25].

El quiebre chavista

Lo que sugiere la trayectoria del análisis de Baptista es que, si bien es correcto trazar una línea de continuidad entre la distribución popular de la renta que acomete Acción Democrática y la que impulsa el chavismo, es preciso identificar también la ruptura que introduce este último: al chavismo no le distingue su afán por distribuir popularmente la renta, sino su intención de superar un modelo que colapsó hace casi cuarenta años. Además, se propone superarlo por la vía no capitalista.

Al margen de los balances que sea necesario hacer, de las limitaciones y equívocos del chavismo, solo sus enemigos más enconados serían capaces de negar lo que, no obstante, constituye su naturaleza anticapitalista o, empleando un término de Wallerstein, antisistémica.

La naturaleza antisistémica del chavismo tiene, por supuesto, su correlato político. El análisis sociohistórico de las múltiples relaciones de continuidad y ruptura entre el «imaginario» que produce Acción Democrática durante el Trienio (1945-1948) y la cultura política chavista constituye uno de los temas de estudio más importantes de la actualidad.

Si los burócratas de la política (o los políticos de aparato, como se prefiera llamarles) reproducen la misma lógica clientelar de impronta adeca, esto no es lo que distingue al chavismo. Entre otras, una de las novedades que entraña el chavismo es su condición de sujeto activo, participativo y protagónico, que se vale de la forma partido para organizarse, pero no exclusivamente. Sin dejar de estar atravesado por las viejas lógicas clientelares y sectarias, el chavismo promueve la creación de espacios como los consejos comunales y las Comunas, llamados a servir de asiento a una política de los comunes, y que propenden a crear las condiciones que hagan posible el autogobierno popular.

Es necesario recordar, como señala Tinker Salas, que «la industria petrolera y su nuevo orden social nunca reemplazaron completamente la forma de vida tradicional venezolana. Aún en su auge, la moderna industria petrolera sólo empleó una pequeña fracción de la población… La presencia de una población relativamente empobrecida fue un constante recuerdo de que había dos Venezuela: una que se beneficiaba directamente del petróleo y otra que sobrevivió en gran parte a la sombra de la industria» [26].

A pesar de todo el esfuerzo que las elites y la mayoría de la clase media hacen por negarla o encubrirla, no es posible concebir una Venezuela sin la otra. La Venezuela excluida y explotada no es una rémora del modo de vida civilizado, sino su consecuencia.

El colapso del «estilo de vida petrolero» y del imaginario político adeco prepara el terreno para la insurgencia del chavismo que, lejos de ser una anomalía (en sentido peyorativo), no es más que la resultante del proceso de subjetivación política de la «otra» Venezuela. Esto no es posible entenderlo si se parte de la premisa civilización/barbarie, que funciona como verdadero obstáculo epistemológico: a la derecha y a la izquierda del espectro político se interpretará al chavismo como irrupción de la barbarie.

Unos verán amenazado un modelo de sociedad que, ciertamente, es objeto de la crítica radical del chavismo, y por tanto lo combatirán con todas sus fuerzas; otros, negándole cualquier capacidad de elaboración teórica y destreza práctica, intentarán guiarlo, iluminarlo, tutelarlo, relegarlo a la retaguardia. Unos y otros recrearán, en pleno siglo XXI, el pesimismo de los positivistas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.

El movimiento bolivariano

Anclada en esta premisa civilización/barbarie, a la clase política toda le resultó imposible identificar el verdadero significado histórico del 27 de febrero de 1989, rebelión popular que puso en jaque al modelo de sociedad fundado en la expoliación de la renta petrolera por parte de las élites. Por la misma razón, fue incapaz de comprender las rebeliones cívico-militares del 4 de febrero de 1992, cuyo líder visible fue Hugo Chávez, y del 27 de noviembre del mismo año.

Finalmente, idéntica valoración puede hacerse del intenso proceso de politización de las clases populares que tuvo lugar, sobre todo, una vez que Chávez fue puesto en libertad, en marzo de 1994, momento a partir del cual inició un recorrido por las «catacumbas» de la nación venezolana, que llegó a recorrer hasta cinco veces durante los tres años siguientes: este proceso prácticamente pasó inadvertido por una clase política que no solo se había desvinculado de las mayorías populares, sino que había terminado por abrazar la causa del neoliberalismo.

Con todo, el movimiento bolivariano, resultante de la alianza entre el pueblo rebelado de 1989 y los militares insurgentes de 1992, se caracterizó desde sus inicios por su carácter policlasista. La columna vertebral del chavismo fue siempre el sujeto popular que permaneció en los márgenes del modelo de sociedad fundado en el «estilo de vida petrolero», esa Venezuela supuestamente «primitiva, rústica» y ciertamente indómita que ya refería Tinker Salas. Una Venezuela precarizada, invisibilizada y explotada que poca o nula relación mantenía con los mecanismos clásicos de intermediación política, y en general con las instituciones del Estado.

Ese sujeto popular, que ha comenzado a politizarse a pasos acelerados durante la última década del siglo XX, es el que hace posible la victoria electoral de Chávez en diciembre de 1998, el que protagoniza el contragolpe popular de abril de 2002, el que resiste estoicamente el paro-sabotaje petrolero y lockout empresarial de finales de 2002 y comienzos de 2003, y el que hará posible las Misiones sociales a partir del mismo año. A su vez, estas Misiones, suerte de institucionalidad paralela al Estado, solo serán concebibles una vez que el Gobierno bolivariano recuperó el control de la industria petrolera, luego de la derrota encajada por las élites que impulsaron el mencionado paro-sabotaje.

Desde entonces, se inicia lo que se conoce como la «década ganada», durante la cual las mayorías populares pudieron acceder a la educación, a la salud, a la alimentación y a viviendas dignas, entre otros derechos económicos, sociales y culturales. Todo, en un clima de amplias libertades políticas.

Sin salvar de responsabilidad, en lo absoluto, al liderazgo político chavista, la crisis reciente guarda muy estrecha relación con la caída en picada de los precios del petróleo a partir de finales de 2014 (lo que implica una severa contracción de la renta) y particularmente con las sucesivas medidas coercitivas impuestas por el gobierno estadounidense, dirigidas fundamentalmente a perturbar el normal funcionamiento de la industria petrolera y a impedir su recuperación, objetivos que ha logrado en buena medida, provocando un enorme perjuicio en la población venezolana, lo que luego presenta, cínicamente, como evidencia del fracaso del «modelo» bolivariano.

Actualmente, Venezuela se enfrenta a un gigantesco desafío: retroceder a los tiempos previos a la revolución bolivariana, subordinándose nuevamente a los intereses de las élites, o mantenerse firme y prevalecer como nación soberana, libre e independiente. El camino ya ha sido trazado. La apuesta es a seguir transitándolo, a pesar de todos los obstáculos.

 


Referencias

  1. Immanuel Wallerstein. Geopolítica y geocultura. Ensayos sobre el moderno sistema mundial. Editorial Kairós. Barcelona, España. 2007. Pág. 298.
  2. Ángel Cappelletti. Positivismo y evolucionismo en Venezuela. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1994. Págs. 25-37.

(3) Ángel Cappelletti. Positivismo y evolucionismo en Venezuela. Pág. 27.

(4) Laureano Vallenilla Lanz. Cesarismo democrático y otros textos. Biblioteca Ayacucho. Caracas, Venezuela. 1991. Págs. 94-109.

(5) Augusto Mijares. La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana. Obras Completas. Tomo II. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela. 1998. Págs. 5, 7 y 11.

(6) Mario Briceño Iragorry. Mensaje sin destino y otros ensayos. Biblioteca Ayacucho. Caracas, Venezuela. 1988. Págs. 501, 503 y 507.

(7) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Petróleo, cultura y sociedad en Venezuela. Editorial Galac. Caracas, Venezuela. 2014. Pág. 13.

(8) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 23.

(9) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 102.

(10) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 122.

(11) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 23.

(12) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 249.

(13) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 24.

(14) Bernard Mommer. Prólogo a la edición de 1997, en: Asdrúbal Baptista. Teoría económica del capitalismo rentístico. Banco Central de Venezuela. Caracas, Venezuela. 2010. Pág. XX.

(15) Luis Ricardo Dávila. Imagino político venezolano. Ensayo sobre el Trienio Octubrista 1945-1948. Pág. 16.

(16) Luis Ricardo Dávila. Imagino político venezolano. Pág. 78.

(17) Luis Ricardo Dávila. Imaginario político venezolano. Pág. 34.

(18) Luis Ricardo Dávila. Imagino político venezolano. Págs. 34-35.

(19) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 307.

(20) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Págs. 26 y 30.

(21) Asdrúbal Baptista, Bernard Mommer. El petróleo en el pensamiento económico venezolano. Ediciones IESA. Caracas, Venezuela. 2006. Pág. 68.

(22) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 295.

(23) Asdrúbal Baptista. Teoría económica del capitalismo rentístico. Pág. XXXVI.

(24) Asdrúbal Baptista. El relevo del capitalismo rentístico: hacia un nuevo balance de poder. Fundación Empresas Polar. Caracas, Venezuela. 2006. Págs. I y II.

(25) Asdrúbal Baptista. Teoría económica del capitalismo rentístico. Pág. XXXVI.

(26) Miguel Tinker Salas. Una herencia que perdura. Pág. 347.

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