El congreso peruano volvió a destituir a un presidente y nos vuelve a poner un reto como sociedad. El aparato estatal con más desprestigio del Perú se deshizo la noche del 9 de noviembre de Martín Vizcarra tras declararlo “incapacitado moralmente” por corrupto, compartiendo el mismo destino que su predecesor Pedro Pablo Kuczynski. Así, la peor versión de la clase política peruana contraatacó, allanándose el camino de la impunidad, el cinismo y todavía más corrupción.
¿Qué es este neoliberalismo a la peruana donde el despojo y la angurria son las invariables de las élites políticas y empresariales? Y, más aún, ¿Cómo organizar una respuesta popular, de masas, en un contexto de crisis de tal magnitud que tiende a desorganizar y atomizar las capas populares? ¿Qué hipótesis sobre nuestra democracia nos atrevemos a ensayar cuando los brazos del Estado colonial desaparecen toda imagen de institucionalidad clásica?
En suma, estamos ante la pregunta por la crisis. Habitarla y pensarla no desde la exterioridad de quien categoriza, sino desde la expresión de las multitudes que vienen arriesgando –y perdiendo– sus vidas hoy en respuesta callejera a la barbarie estatal. Y no sólo: desde las vidas que, en el contexto más adverso, en cuarentena bajo toque de queda, han podido reinventarse a pesar de los aparatos represivos del poder.
Y ahora, siguiendo el ritmo vertiginoso de eventos, Manuel Merino, que no tenía una semana como presidente del Perú, acaba de renunciar. Hay un desborde destituyente claramente expresado en las calles de todo el país.
La respuesta de la calle
Las calles han sido el mejor laboratorio de experimentación transformadora en el Perú reciente. Como destaca la investigadora y militante mexicana Raquel Gutiérrez, las masas tienen cierta “capacidad de veto” para impugnar medidas o avances del capital y poder abrir un camino de reapropiación, o al menos disputa, de la riqueza social. En el Perú reciente, el que sorteamos desde la constitución neoliberal del 93, no han sido pocas las veces que la calle gritó “¡basta!”
En el año 2000 fue la movilización popular la que hizo fracasar el modo de operar del Estado con la “Marcha de los Cuatro Suyos” (inspirada en los cuatro puntos cardinales del Imperio Inca), quebrando la gobernabilidad del fujimorismo de aquél entonces; en el 2009 luego del “Baguazo” hubo un punto de inflexión respecto del gobierno autoritario de Alan García; en el 2014 fueron las juventudes quienes impulsaron la derogación de “la ley pulpín” que legalizaba la explotación laboral entre los más jóvenes; en el 2019 miles inundaron la “Panamericana Norte” contra el cobro abusivo de peajes en Puente Piedra. Y como último gesto de una memoria viva de las luchas tenemos a las trabajadoras de limpieza pública que, en las peores condiciones para un acuerpamiento colectivo, en agosto de este año se movilizaron contra la precarización de su trabajo ante la Municipalidad de Lima.
¿Cómo leen las diversas izquierdas peruanas estas desobediencias que jamás armonizaron del todo con este modelo neoliberal y que nunca renunciaron al antagonismo en las calles? ¿Qué imágenes constituyentes pueden arriesgarse si al momento del veto popular no se necesitó de un caudillaje político ni de un órgano jerárquico como el partido?
En suma, ¿Es el proceso chileno el horizonte para Perú?
Nuestro norte es el sur (a veces)
Desde los noventa el Chile de Pinochet fue la brújula de las medidas jurídicas y económicas implementadas por el condenado Fujimori. Chile y Perú mantuvieron un sendero entreguista, siguiendo el manual del Consenso de Washington y de los chicos de Chicago. Sin embargo, detrás de las exitosas estadísticas y la religión del crecimiento económico aumentaba el descontento popular.
Chile, como ya sabemos, reventó y tiene en marcha un proceso constituyente luego de una masiva participación ciudadana. ¿Qué falta para dar ese paso tan deseado en las consignas de la izquierda peruana de las últimas horas?
En principio, podemos simplificar en que el desprecio popular hacia la clase política es común en ambos casos. El modo, sin embargo, de operar del neoliberalismo para reproducirse es distinto. En Chile no se destituyó a Piñera. En el Perú vamos por nuestro tercer presidente en menos de tres años. Pareciera que la destitución de presidentes es el modo que encontró el poder en el Perú para depurarse a sí mismo y renovarse ante la sociedad.
¿Cómo se deslegitimó la popularidad fugaz que Vizcarra había ganado justamente combatiendo a la corrupción fujimorista?
Vizcarra generó alguna expectativa social luego de decretar en octubre del 2019 la disolución del parlamento de mayoría fujimorista, en el marco de una lucha anticorrupción que comprometía a los sectores más rancios de la extrema derecha peruana. Llegó a alcanzar niveles récord de popularidad en el cargo por esa gesta.
Pero no olvidemos que fue el presidente que enriqueció aún más a la gran banca peruana y al sector financiero durante la pandemia, otorgándoles casi 9 mil millones de dólares estadounidenses; fue el que decretó la Ley Nº 31012, la cual libra de responsabilidad penal a policías y militares de matar mientras patrullan las calles para hacer cumplir el estado de emergencia; fue el que culpó a las trabajadoras y trabajadores de la economía popular de propagar el virus, caracterizando a los mercados barriales como “focos de contagio” y habilitando una cacería contra el comercio ambulatorio ejecutada por varios alcaldes de la capital. El orden y la mano dura fueron la única garantía de control que propuso su gobierno defenestrado.
¿Dictadura de nadie?
¿Qué es lo que se expresa hoy en la calle si no es una defensa del gobierno neoliberal destituido? No es por Vizcarra ni por salvar la institucionalidad liberal del empresariado sino por evitar la consumación de la podredumbre en el poder que miles marchan hoy.
Pero destaquemos esto: vemos repetida la racionalidad de un Estado neoliberal como el peruano, capaz de suspender instituciones (siempre empujadas desde la desaprobación civil) para evitar un desborde destituyente mayor (como en el caso chileno). Pueden desaparecer parlamentos o presidentes y la máquina seguir andando. ¿Estamos ante una “dictadura de nadie” como indicó en otro momento el sociólogo peruano Félix Reátegui?
Si remover piezas en su interior es el modo que tiene el neoliberalismo peruano para replegarse y evitar la durabilidad y recrudecimiento de la crisis ¿cómo responder de manera original más allá de las consignas con las que todxs estamos de acuerdo? Deseamos un proceso constituyente, sí. Y estamos en lucha por ello. Pero da la impresión desde las izquierdas que tienen ya definidas todas las salidas para un momento de interrupción excepcional como el actual. Los sucesos de los últimos años -entre indultos, destituciones presidenciales y disoluciones parlamentarias- han abierto otros senderos de movilización, confrontación y organización contra un modelo más allá de los canales institucionales.
¿Cómo estar a la altura de la incertidumbre y qué espacio le damos al surgimiento de una novedad política?
El filósofo argentino León Rozitchner en “La izquierda sin sujeto” se preguntaba si es que acaso estábamos pensando la razón sin meter el cuerpo en ella. “El problema es temible: ¿cómo poder producir nosotros lo contrario de lo que el capitalismo, con todo su sistema productor de hombres y mujeres, produce?”. Dependerá de que la desobediencia plebeya prefigure en sus luchas un “horizonte comunitario-popular” posible, que no decante sólo en el posibilismo del partido reformista (que con las mejores intenciones, quizás, sólo alcanza a gestionar un Estado intrínsecamente neoliberal) y que a la vez no renuncie a sus demandas políticas por una vida digna. El proceso está abierto y presto a darnos las alianzas que necesitamos para la sociedad que queremos.