La presidenta peruana, Dina Boluarte, es la jefa de Estado más odiada de América Latina. Cada vez que aparece en público se enfrenta a intensas reacciones en su contra. Uno de los últimos incidentes que la tuvieron como protagonista tuvo lugar el pasado enero durante una visita presidencial a la región andina de Ayacucho. A pesar de las estrictas medidas de seguridad, dos mujeres indígenas consiguieron acercarse a Boluarte y denunciarla como asesina. En un acto de audacia, una de las mujeres la agarró y la zarandeó mientras la otra esquivaba hábilmente a los guardias y le tiraba del pelo.
Boluarte se ha enfrentado a muchas explosiones de ira de este tipo desde el 15 de diciembre de 2022 cuando, solo una semana después de asumir el cargo, el Ejército peruano bajo su mando cometió una masacre en Ayacucho. Entre las diez víctimas mortales se encontraban el hijo de quince años de Hilaria Aime y el marido de Ruth Bárcena, las dos mujeres que se enfrentaron a la presidenta a principios de año. El hijo de Hilaria recibió un disparo mortal en la espalda de un soldado cuando regresaba de su trabajo en el cementerio limpiando tumbas. Ruth sufrió un aborto tras donar sangre en un intento fallido de salvar a su marido.
Ascensión de Boluarte
Boluarte asumió el cargo tras ejercer como vicepresidenta durante algo más de dieciséis meses. Ascendió al poder tras la destitución del presidente Pedro Castillo, que intentó ilegalmente disolver el Congreso y establecer un gobierno de emergencia ante el tercer proceso de destitución de su mandato.
Poco después de la toma de posesión de Boluarte, varias de las zonas más predominantemente indígenas y rurales del país estallaron en protestas al no cumplir su promesa de apoyar una plataforma progresista y al no establecer un gobierno de transición. En lugar de ello, Boluarte se alineó con la oposición de derecha, incluidas facciones conocidas por su abierto racismo. Una de las principales reivindicaciones de los manifestantes era la celebración de elecciones anticipadas para sustituir a toda la clase política.
Durante los dos primeros meses de gobierno de Boluarte, al menos sesenta civiles murieron durante la revuelta popular contra su gobierno. De ellos, cuarenta y nueve sucumbieron a heridas de bala o de proyectiles antidisturbios. Las pruebas de las autopsias y las imágenes de vídeo explícitas confirman que las fuerzas de seguridad peruanas fueron responsables de estas muertes, que las principales organizaciones de derechos humanos han identificado como ejecuciones extrajudiciales. Todos los fallecidos eran indígenas o habitantes de zonas rurales. Muchos ni siquiera participaban en las protestas.
Ha pasado más de un año desde que comenzaron las protestas, pero la erosión de la democracia no ha hecho más que profundizarse. La justicia también es esquiva: ningún funcionario público ha sido detenido por los numerosos asesinatos que tuvieron lugar durante 2022-23. Además, la fiscalía ha obstruido las investigaciones sobre los asesinatos, mientras que el gobierno ha aumentado las penas por infracciones relacionadas con las protestas, algunas de las cuales conllevan condenas de hasta quince años. La represión y la persecución política continuas del gobierno han conseguido sofocar las masivas protestas antigubernamentales de hace un año.
Gobierno ilegítimo
Las exigencias electorales de los peruanos también han sido reprimidas. La presidenta Boluarte, que en un principio accedió a las demandas de elecciones anticipadas, no ha dado curso a las mismas. Su inacción es facilitada por el cuerpo legislativo, cuyos miembros se oponen a nuevas elecciones que podrían despojarles del poder y someterles a juicio. De los ciento treinta congresistas de Perú, ochenta y dos están siendo investigados por corrupción u otros delitos.
La economía del país también está en crisis. Tras tres trimestres consecutivos de contracción económica debido a la ineficacia de sus políticas, Perú ha entrado oficialmente en recesión. Esta crisis, agravada por el aumento de la delincuencia, llevó a cientos de miles de peruanos a emigrar el año pasado.
En este contexto, el rechazo de la opinión pública a la coalición gubernamental no ha hecho más que intensificarse. Una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) de finales de enero de 2024 muestra que el Congreso afronta un índice de aprobación del 6%, mientras que el de Boluarte ha caído al 8%, el más bajo de su mandato. Según una encuesta regional realizada en septiembre pasado, Boluarte es la presidenta menos popular de América Latina.
No le va mejor con sus compatriotas fuera de Perú, que constantemente organizan protestas durante sus visitas internacionales. Estas manifestaciones, que van desde disrupciones en Estados Unidos a concentraciones en Alemania, buscan representar las voces reprimidas en Perú mediante la represión violenta y otras tácticas brutales. En Puno, región andina y escenario de una segunda masacre, el gobierno de Boluarte ha impuesto un prolongado estado de emergencia y presencia militar para sofocar la oposición. Incluso las obras de arte que critican a la presidenta han sido objeto de censura. No obstante, muchas personas siguen desafiando al gobierno, como ilustran los músicos indígenas que compusieron la canción «Dina Asesina». Los músicos han preferido permanecer en el anonimato, mientras que su canción, enriquecida con ritmos de carnaval andino, se canta en todas las protestas y se ha convertido en el himno de la disidencia.
La respuesta del gobierno a las denuncias de violaciones a los derechos humanos ha sido una mezcla de negaciones y mentiras. La presidenta ha presentado a los manifestantes como «terroristas» y «delincuentes», intentando culparlos de sus propias muertes a pesar de que no hay indicios de que ninguno estuviera armado. Los análisis balísticos han señalado a las fuerzas policiales y militares como únicas responsables. Y lo que es más significativo, en una entrevista con el New York Times, la ministra de Asuntos Exteriores de Perú admitió que «nosotros [el gobierno] no tenemos ninguna prueba» que respalde las afirmaciones de Boluarte.
En lugar de buscar un compromiso y permitir investigaciones transparentes sobre los asesinatos, la presidenta ha redoblado la sangrienta represión nombrando a algunos de sus autores en puestos clave. Un ejemplo notable es Alberto Otárola, a quien Boluarte ascendió a primer ministro después de que supervisara la masacre militar de Ayacucho como ministro de Defensa. Recientemente, la prensa peruana destapó que Otárola había mantenido reuniones ocultas con altos mandos militares poco antes de la matanza.
El caso del inspector general del Ejército Marco Antonio Marín también forma parte de esta preocupante tendencia a empoderar aún más a quienes supervisan las matanzas y obstruyen la justicia para las víctimas. Marín exculpó a todos los oficiales implicados en la masacre de Ayacucho en un informe apresurado y plagado de errores. Posteriormente, Boluarte lo reasignó como agregado militar en la embajada peruana en Washington, DC, y como comandante general adjunto en el Ejército Sur de Estados Unidos, una unidad dependiente del Comando Sur de ese país. El nombramiento de Marín refuerza la preocupación de los peruanos de que el gobierno de EE.UU. condone una cultura de impunidad fomentada por la administración de Boluarte.
Democracia distorsionada
Hilaria y Ruth, las dos mujeres indígenas enlutadas que se enfrentaron a Boluarte, fueron detenidas y están siendo investigadas. Su caso es una pequeña ventana a la retorcida naturaleza de la democracia peruana, donde las voces y aspiraciones democráticas de los ciudadanos de a pie siguen siendo reprimidas por una presidenta no electa que se mantiene en el poder a pesar de estar implicada en ejecuciones extrajudiciales.
A la luz de las acciones del gobierno peruano, los altos índices de desaprobación de Boluarte no sorprenden. Sin embargo, lo más preocupante es la continua amenaza que su mandato supone para los derechos humanos, la libertad de expresión, el Estado de derecho y la seguridad física de los peruanos.
El pueblo de Perú ha hablado: no reconoce la legitimidad de Boluarte ni la de un Congreso servil que la mantiene en el poder. El autoritarismo y la represión son lo único que le queda al gobierno.