Hace dos años, Hamás llevó a cabo una serie de atrocidades repugnantes contra civiles, en su mayoría israelíes, que provocaron, con toda razón, la indignación y el rechazo del mundo entero hacia el grupo terrorista y simpatía hacia Israel. De entre las infinitas opciones a su alcance, Israel decidió responder haciendo exactamente lo mismo que Hamás acababa de hacer para ganarse el rechazo del mundo, solo que a una escala mucho mayor y, en muchos casos, cometiendo atrocidades que ni siquiera Hamás había llevado a cabo, como torturar hasta la muerte a médicos, disparar a niños en la cabeza y los testículos y quemar vivos a pacientes de hospitales, por nombrar algunas.
Esta es la espeluznante paradoja de la guerra en Gaza. Los crímenes del 7 de octubre —asesinar a familias y niños, secuestrar, cometer violencia sexual— fueron tan atroces y tan inaceptables que, de alguna manera, justificaron que se repitieran y se infligieran sin cesar a otro grupo de personas inocentes, semana tras semana durante los dos años siguientes.
Dos años después, quienes fueron testigos y documentaron los horrores diarios en Gaza se han quedado sin palabras para describirlos adecuadamente. Quizás lo más fácil sea leer lo que los propios soldados israelíes dicen sobre la guerra que han estado librando durante los últimos veinticuatro meses: «Esto es pura maldad» (18/12/2024). «Me sentí como, como, como un nazi… parecía exactamente como si nosotros fuéramos los nazis y ellos los judíos» (23/12/2024). «Está permitido disparar a todo el mundo, a una niña, a una anciana… todos los hombres de entre dieciséis y cincuenta años son sospechosos de ser terroristas» (8/7/2024). «He dejado de contar los muertos. No tengo ni idea de a cuántos he matado, a muchos. Niños» (16/9/2025). «No solo los estamos matando a ellos, estamos matando a sus esposas, a sus hijos, a sus gatos, a sus perros. Estamos destruyendo sus casas y meando en sus tumbas» (7/4/2025).
«Lo que estamos haciendo en Gaza es una guerra de exterminio: el asesinato indiscriminado, sin restricciones, brutal y criminal de civiles… como resultado de una política dictada por el Gobierno, a sabiendas, de forma intencionada, maliciosa, perversa y promiscua» (22/5/2025). «Las Fuerzas de Defensa de Israel realmente están cumpliendo los deseos del público, que afirma que no hay inocentes en Gaza. Se lo demostraremos. Se incriminó a personas [se las etiquetó como objetivos por parte del ejército] por llevar bolsas en las manos» (7/4/2025).
Esto último no es una exageración. Las encuestas han revelado repetidamente que la gran mayoría de la población israelí cree que no hay inocentes en Gaza. Ese sentimiento no solo se refleja en las encuestas públicas, sino también en el lenguaje desquiciado y abiertamente genocida que emplean personalidades y figuras mediáticas israelíes destacadas desde el inicio de la guerra: «Hitler dijo que no podía vivir si quedaba un solo judío; nosotros no podemos vivir si queda un solo “islamonazi” en Gaza» (Moshe Feiglin, junio de 2024). «Se necesita Lebensraum [espacio vital] para la explosión demográfica de Israel» (Dan Ehrlich, diciembre de 2024). «Estamos llegando. Estamos llegando a Gaza. Estamos llegando al Líbano. Llegaremos a Irán. Llegaremos a todas partes (…) ¿Te imaginas a cuántos vamos a matar, a cuántos de vosotros vamos a masacrar? Verás una cifra que nunca has imaginado que se pudiera alcanzar» (Shay Golden, noviembre de 2023).
«Quiero echarlos, exterminarlos, hasta el último palestino… Les diré lo que imagino: no quedará ni una sola persona, ni un solo árbol, ni una sola casa, y si pudiera, envenenaría a los peces del mar» (Avida Bachar, agosto de 2025). «El Gobierno se apresura a borrar Gaza. Gracias a Dios, estamos borrando este mal y borrando a la población que se crio con Mein Kampf» (Amihai Eliyahu, julio de 2025). «Volveré a Be’eri solo cuando el último palestino [de Gaza] haya sido aniquilado. No me importa si son niños, ancianos, personas con muletas que vinieron a saquear» (Residente de Be’eri, noviembre de 2024).
Por horrible que sea, lamentablemente es algo muy humano. No es raro que una persona afligida que ha visto cómo asesinaban a un ser querido amenace o incluso planee seriamente una venganza violenta y espantosa. El 7 de octubre sumió a toda la sociedad israelí en esa misma espiral de venganza. La diferencia es que, cuando descubrimos que nuestro amigo, nuestro vecino o nuestro familiar está pensando en ese tipo de represalias violentas, no le ponemos un arma en la mano y le animamos a hacerlo.
Esto es, en muchos sentidos, lo que hace que los últimos dos años sean excepcionales. Los propios generales israelíes pensaban que solo se les permitiría arrasar Gaza durante tres meses como máximo, como habían hecho en guerras anteriores. El hecho de que se les haya permitido seguir haciéndolo durante dos años —y no nos equivoquemos: a pesar de un plan de alto el fuego que parece estar a punto de ser aceptado, las fuerzas israelíes han seguido matando a decenas de palestinos en los últimos días— es una acusación contra nuestros propios líderes políticos. Al final, esta miserable guerra puede decir más de nosotros que de Israel.
Los gobiernos occidentales han brindado un apoyo extraordinario e inquebrantable a Israel, incluso cuando este país los ha desobedecido sistemáticamente, ha cometido atrocidades tras atrocidades que han conmocionado al mundo y ha provocado que sus propios electores se vuelvan vehementemente en contra de la guerra y, cada vez más, en contra del propio Israel. Han repetido con total seriedad los argumentos cada vez más trillados del gobierno de Benjamin Netanyahu. Han recurrido a un comportamiento sorprendentemente autoritario para sofocar las críticas a sus acciones, y han contado con el apoyo de unos medios de comunicación que, en ocasiones, han violado descaradamente sus propios estándares profesionales en defensa de la guerra, llegando incluso a entregar a los censores militares israelíes el montaje final de sus reportajes. Han hecho todo lo posible por evitar poner fin a su apoyo militar a la guerra, llegando incluso a dar el paso sin precedentes, pero en última instancia sin sentido, de reconocer la condición de Estado palestino que, en la práctica, estaban dejando que Israel acabara con él.
No han sido solo los gobiernos occidentales. Los Estados árabes que históricamente han sido los defensores de Palestina han servido durante los últimos dos años como cómplices voluntarios de Israel. Mientras el ejército israelí ha exterminado gradualmente a una población árabe, estos Estados no solo no han hecho prácticamente nada al respecto —como sancionar a Israel o incluso expulsar a sus diplomáticos—, sino que lo han recompensado, aumentando su comercio con Israel, profundizando sus lazos militares y económicos, defendiéndolo de las consecuencias de su creciente agresión y sirviendo como nodos logísticos clave para mantener su guerra contra Gaza, incluso para el traslado de armas occidentales. Al igual que sus homólogos occidentales, han mantenido a raya a sus poblaciones, cada vez más indignadas, mediante una represión severa.
Los libros de historia del mañana emitirán veredictos condenatorios sobre esta generación de líderes políticos, cuyos ciudadanos los han visto encubrir y justificar un genocidio de niños con la misma certeza y seriedad con la que minimizan el déficit presupuestario. No sería de extrañar que la indecorosa imagen de la élite política mundial dejando pasar el tiempo ante el crimen más atroz empuje aún más hacia el abismo la confianza de la población en las instituciones políticas, y no sería en absoluto sorprendente que, dentro de unos años, los mismos medios de comunicación que convencieron a los telespectadores de edad avanzada de que las protestas contra la guerra lideradas por judíos eran manifestaciones neonazis traten como un misterio el motivo de ello.
La otra cara de la moneda es la sorprendente movilización no violenta de ciudadanos comunes que ha surgido y se ha expandido por todo el mundo en contra de la guerra, llevando a las calles a un número de personas que en ocasiones ha sido histórico. Esa movilización no solo se ha mantenido y ha crecido, sino que ha empleado una notable variedad de tácticas para forzar la mano de los líderes, desde el movimiento «Uncommitted», centrado en las elecciones, y la desobediencia civil tradicional, como las ocupaciones de campus universitarios, hasta la ruptura no violenta del bloqueo israelí por parte de la Flotilla Global Sumud y una huelga general liderada por los sindicatos en Italia, con una rebelión de los trabajadores portuarios en toda Europa gestándose al mismo tiempo.
Cuando haya pasado el tiempo suficiente para que podamos hacer un balance de los últimos dos años, no debemos olvidar que la obstinada crueldad de nuestros supuestos superiores políticos en esta guerra nunca se ha reflejado en la actitud de sus poblaciones, que, en general, se han adelantado en una serie de cuestiones clave, como el apoyo al alto el fuego, la definición de la guerra como genocidio o el embargo de armas a Israel. Hoy en día se nos repite con frecuencia la historia antidemocrática de que el problema son las pasiones desenfrenadas de las masas desinformadas y sin credenciales. En el mundo posterior al 7 de octubre, el verdadero peligro han sido nuestras élites.