En agosto de 2012, Steve Bannon se sentó en una oficina de Santa Mónica a ver cómo los jugadores de World of Warcraft coordinaban incursiones contra adversarios imposibles. Los jugadores nunca se habían visto en persona. No compartían opiniones políticas. Muchos no sabían explicar por qué seguían conectándose, noche tras noche, para librar batallas que solo existían en código. Pero luchaban con una intensidad colectiva que los organizadores izquierdistas habían tenido dificultades para movilizar.
Bannon comprendió lo que estos organizadores habían pasado por alto: que la coordinación a través de los nuevos mecanismos de los medios de comunicación podía, en ocasiones, movilizar a la gente de forma más eficaz que los argumentos ideológicos, que las tareas compartidas podían crear solidaridad sin necesidad de compartir creencias. Pero la coordinación nunca está vacía de contenido, nunca es puramente técnica. Estos sistemas no sustituyen a la ideología. En cambio, se convierten en vehículos para ella, en canales a través de los cuales fluyen visiones particulares del futuro.
La cuestión no es si los mecanismos de coordinación tienen un significado político, sino qué significado tienen, a quiénes les permiten tener un futuro y qué mundos ayudan a construir. El descubrimiento de Bannon sobre cómo dar forma al mundo se produjo años antes en Hong Kong, donde dirigía una empresa que empleaba a trabajadores chinos para jugar a World of Warcraft en turnos continuos, acumulando oro virtual para vendérselo a jugadores estadounidenses que preferían comprar avances en lugar de conseguirlos a través del juego.
Cuando los jugadores organizaron campañas sistemáticas para destruir su negocio —coordinando boicots en múltiples servidores, inundando los foros con análisis económicos sobre cómo la acumulación de oro socavaba los ecosistemas del juego, manteniendo una resistencia sostenida sin estructuras de liderazgo formales—, Bannon reconoció el potencial político, más que el fracaso comercial, de su apasionada coordinación.
«Estos tipos», le diría al periodista de Bloomberg Joshua Green años más tarde, «estos hombres blancos sin raíces, tenían un poder monstruoso».
Actúa rápido y rompe cosas
Mientras Bannon analizaba los mecanismos de coordinación digital, la izquierda estadounidense perfeccionaba metodologías que priorizaban el proceso sobre los resultados. Las interminables reuniones de consenso le permitían a los participantes individuales bloquear decisiones colectivas, lo que significaba que las acciones sustantivas se aplazaban perpetuamente. Los movimientos a menudo lograban muy poco más que mantener redes de distribución de alimentos y bibliotecas, hasta que los cambios climáticos estacionales hacían insostenibles los campamentos y los participantes regresaban a sus hogares. Movimientos como Occupy Wall Street quedaron atrapados en procedimientos de consenso, pudiendo debatir durante horas sin llegar a ninguna decisión, incluso mientras construían simultáneamente una impresionante infraestructura de ayuda mutua —distribución de alimentos, bibliotecas, tiendas médicas— que más tarde serviría de modelo para la organización y los experimentos de doble poder en la era del COVID-19.
Décadas de críticas justificadas a los movimientos socialistas autoritarios habían provocado un retroceso hacia lo que Nick Srnicek y Alex Williams denominan «política popular». Esto se traducía en una obsesión metodológica por la organización local, los procesos de consenso y la interacción auténtica cara a cara, que considera la mediación tecnológica no como un terreno en disputa sino como una influencia corruptora, a pesar de que se ha convertido en un importante campo de batalla para la política contemporánea.
La desconfianza hacia la escala, la aversión a la jerarquía y la incomodidad con la tecnología dieron lugar a una orientación estratégica que abandonó precisamente las capacidades que el capitalismo contemporáneo había afianzado y que los movimientos populistas de extrema derecha se apropiaron más tarde. Entre ellas se encontraban la abstracción, la mediación y la capacidad de coordinarse a distancia. Bannon comprendió lo que la metodología política popular se negaba sistemáticamente a reconocer: que la coordinación política del siglo XXI a menudo opera a través de plataformas tecnológicas en lugar de asambleas físicas y exige conocimientos digitales y estrategias algorítmicas en lugar de procesos de consenso diseñados para la interacción a pequeña escala.
La inversión de 60 millones de dólares de Goldman Sachs en su empresa de juegos acabó fracasando debido a la resistencia coordinada de los jugadores y a los retos legales, pero allí Bannon obtuvo conocimientos que resultarían más valiosos que los beneficios económicos. Cuando asumió el control de Breitbart News en 2012, la transformó en lo que él describió como «una máquina de matar», una metáfora que indicaba un enfoque sistemático en lugar de una mera agresión. Breitbart no funcionaba como una organización de noticias tradicional, sino como una plataforma de reclutamiento y coordinación en la que cada titular servía para la movilización emocional en lugar de la precisión informativa; cada artículo estaba optimizado para su difusión viral a través del algoritmo de Facebook; cada sección de comentarios construía una comunidad a través del resentimiento compartido en lugar de hacerlo en torno a un propósito común.
Su reclutamiento de Milo Yiannopoulos representó un puente estratégico. Según explicó Bannon, creía que Milo podía conectar a «estos jugadores blancos desarraigados y descontentos» con «el mundo de la política populista de Breitbart». Cuando estalló el Gamergate en 2014, Breitbart ofreció una amplia cobertura, mientras que Yiannopoulos se integró directamente en las redes de coordinación del acoso, demostrando cómo se podían utilizar los mecanismos de coordinación de los videojuegos como arma para atacar a las mujeres del sector, al tiempo que se establecía una plantilla operativa para futuras campañas políticas.
La innovación operativa de Bannon radicaba en la manipulación temporal. Entendió que la velocidad en sí misma podía ser un arma. Si se actuaba con la suficiente rapidez, se podía hacer que la información pareciera cierta antes de que nadie tuviera la oportunidad de verificarla. Mientras que los medios de comunicación tradicionales mantenían protocolos de verificación de datos, Breitbart publicaba contenidos diseñados para causar un impacto emocional inmediato. Los comentaristas liberales elaboraban explicaciones cuidadosas, pero Breitbart lanzaba ataques rápidos. Mientras que la izquierda organizaba reuniones deliberativas, Bannon inundaba los canales de comunicación con lo que él denominaba «mierda», reconociendo que, en la guerra informativa, el volumen supera a la precisión y el ritmo abruma a las respuestas meditadas.
Aplausos por Snap vs. poder por confiscación
Las elecciones de 2016 demostraron lo bien que encajaban los métodos de Bannon en el entorno mediático que ya se había configurado. Los escándalos y las conmociones se acumularon —la publicación constante de documentos de WikiLeaks, la difusión de teorías conspirativas y la revelación de la cinta de Access Hollywood—, pero ninguno duró mucho tiempo. Cada uno de ellos quedó absorbido por los ciclos de noticias cada vez más acelerados, lo que impidió que una sola controversia acaparara la atención del público. Los medios de comunicación tradicionales nunca tuvieron tiempo de ponerse al día, y el amplio currículum político de Hillary Clinton no pudo competir con la infraestructura de velocidad y distracción que Bannon ayudó a explotar.
Las revelaciones de Cambridge Analytica confirmaron más tarde lo que debería haber sido obvio para cualquiera que analizara las implicaciones políticas del capitalismo de plataforma: Bannon había convertido a los sistemas de recopilación de datos de Facebook en un arma. Los utilizó para difundir propaganda microdirigida y explotó los motores de recomendación algorítmica para inclinar el flujo de información política. No se trataba de una extraña corrupción de la democracia, sino de la extensión lógica de un sistema en el que la misma infraestructura que vende zapatillas y papas fritas es también el terreno en el que se disputa el poder político.
Pero el método tenía límites. La Casa Blanca de Trump necesitaba una gobernanza duradera, no solo disrupción. Bannon se fue después de siete meses, admitiendo al Weekly Standard que la presidencia de Trump que había ayudado a construir había «terminado». Las tácticas de coordinación que funcionaban en las campañas y los ciclos de indignación resultaron inútiles cuando la tarea era dirigir instituciones.
De vuelta en Breitbart, le declaró inmediatamente la guerra al establishment republicano. Su influencia alcanzó su punto álgido con la campaña al Senado de Roy Moore en Alabama, pero la derrota de Moore frente al demócrata Doug Jones puso de manifiesto el límite: las mecánicas de juego optimizadas para la intensidad a corto plazo no podían sostener los plazos más largos y los requisitos institucionales que exige la participación democrática.
Los republicanos del Senado culparon inmediatamente a Bannon de la derrota, aunque concentrar la culpa en el fracaso individual oscurece el punto más importante: las técnicas revolucionarias funcionan independientemente de su contenido político. Consideremos los métodos de organización específicos en los que la izquierda fue pionera y luego abandonó: la red descentralizada de Indymedia, formada por 142 centros de medios autónomos que coordinaron las protestas anticapitalistas globales entre 1999 y 2006, creando lo que Todd Wolfson denominó «la ciberizquierda», con sus estructuras horizontalistas y sin líderes inspiradas en los zapatistas.
Estos mismos principios organizativos que en su día impulsaron las protestas contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle animan ahora la estrategia electoral de Bannon, que reclutó a más de 8500 nuevos funcionarios electorales republicanos en cuarenta y un condados desde que comenzó a promoverla en su podcast War Room, en febrero de 2021. Mientras que Indymedia utilizaba la publicación abierta y la coordinación distribuida para movilizar protestas de respuesta rápida, el War Room de Bannon ahora transmite seis días a la semana para coordinar lo que él llama «tropas de choque MAGA». Estas «tropas» inundan los comités locales del Partido Republicano, un hecho que quedó claro cuando los presidentes de distrito de Texas informaron de que había personas que llamaban preguntando por los «miembros del comité de distrito» —el término que Bannon utiliza en sus transmisiones— en lugar del término local correcto, «presidente de distrito». La infraestructura que facilitó los grupos de afinidad espontáneos y las redes de mensajeros en bicicleta de la Batalla de Seattle se reutilizó para lo que Bannon denomina explícitamente como una toma del control del Partido Republicano «pueblo por pueblo, distrito por distrito».
El horror de la izquierda ante el éxito de Bannon oculta una verdad más dura. Él ganó elecciones en las que los movimientos progresistas produjeron hermosos fracasos. Se apoderó del poder institucional mientras nosotros practicábamos procedimientos democráticos en espacios marginales. La conversación política que impulsó a gran escala se desarrolló mientras nuestra organización seguía limitada al ámbito local.
Más que una denuncia moral, esta asimetría exige un análisis. Requiere reconocer que la política del siglo XXI funciona a través del control de las infraestructuras y no solo de la persuasión ideológica. Se mueve a una velocidad que la toma de decisiones basada en el consenso no puede igualar, a través de escalas geográficas que la organización cara a cara a menudo no logra alcanzar.
El camino de las publicaciones ofensivas a la solidaridad
La implicación estratégica no pasa por imitar los métodos nihilistas de Bannon ni por retirarse a la pureza política popular, sino por desarrollar lo que podría llamarse «socialismo infraestructural»: construir plataformas digitales que sirvan para el florecimiento humano en lugar de la dominación, crear sistemas de coordinación que permitan la solidaridad en lugar del resentimiento y lograr velocidad organizativa sin sacrificar el compromiso con los principios de la transformación emancipadora. Este enfoque encuentra su fundamento filosófico en lo que Ernst Bloch denominó el «principio esperanza»: un optimismo disciplinado hacia un futuro aún inconsciente, en contraposición a la «mitología del cuarto punto de giro» de Bannon, que solo promete sentido a través de ciclos eternos de crisis, destrucción y renovación.
La obra en tres volúmenes de Bloch traza los impulsos utópicos a través del arte, la literatura, la religión y la filosofía. Argumenta que la esperanza no representa una espera pasiva, sino un compromiso activo con las posibilidades ya latentes en el presente, distinguiendo entre la utopía abstracta que escapa de la realidad y la utopía concreta, que surge de las contradicciones de la realidad. Mientras que el marco temporal de Bannon naturaliza la catástrofe como una transición necesaria, el marco de Bloch politiza la esperanza como una militancia educada hacia futuros abiertos, manteniendo la orientación sin prescribir resultados, precisamente lo que el fatalismo de Bannon excluye.
Leszek Kolakowski, expulsado del Partido Comunista Polaco tras defender el levantamiento de 1956, comprendió algo esencial sobre la conciencia revolucionaria mientras escribía desde su exilio en Oxford. Argumentó que los objetivos imposibles deben articularse precisamente porque siguen siendo imposibles, que los movimientos revolucionarios requieren lo que él llamó «contrapartes mentales» de la lucha material, no como mistificación religiosa, sino como la arquitectura simbólica que sostiene la esperanza a través de las inevitables derrotas. Como reconoció Kolakowski, la izquierda necesita una visión utópica precisamente porque parece imposible.
Michael Brooks ejemplificó lo que podría significar el socialismo operativo en condiciones digitales, combinando un análisis político riguroso con una intervención mediática estratégica a través del Majority Report. Brooks demostró cómo la infraestructura mediática de la izquierda podía igualar las operaciones de la derecha sin adoptar sus métodos. Entendió que el socialismo debe ser cosmopolita en lugar de nacionalista, espiritual y material, alegre y militante. Rechazó la falsa elección entre el análisis serio y la accesibilidad popular, al tiempo que mostró cómo construir audiencias sin manipulación algorítmica, crear comunidad sin indignación fabricada y mantener la esperanza sin un optimismo ingenuo respecto a las limitaciones estructurales del capitalismo.
Las plataformas son neutrales hasta que dejan de serlo
Las redes de ayuda mutua contra la pandemia de COVID-19 proporcionaron una demostración adicional de cómo las plataformas digitales pueden defender la solidaridad: mantuvieron la conexión humana, lograron la coordinación a través de la federación en lugar de la centralización y construyeron el poder colectivo a través de la solidaridad en lugar de la dominación. Estas redes mostraron cómo la infraestructura tecnológica puede servir a fines cooperativos en lugar de competitivos, al tiempo que hacen operativas las ideas de Piotr Kropotkin sobre la ayuda mutua como fuerza evolutiva a través de métodos organizativos contemporáneos. Kropotkin sostiene que la cooperación constituye una fuerza tan poderosa como la competencia dentro del desarrollo natural. Pero reconocer la importancia evolutiva de la ayuda mutua requiere hacer operativa la cooperación a través de instituciones reales, no solo apreciarla en teoría.
Los patrones de coordinación que identificó Bannon siguen funcionando a través de infraestructuras que ahora operan independientemente de él. Los sistemas tecnológicos generan efectos políticos independientemente de las intenciones de sus creadores: los algoritmos de TikTok producen compromiso político a través de la participación en lugar de la persuasión; los servidores de Discord coordinan la acción colectiva entre usuarios que comparten sensibilidades estéticas sin necesidad de acuerdo ideológico; y las plataformas de streaming crean comunidades sintéticas con intereses emocionales genuinos, donde los lazos parasociales a menudo inspiran más lealtad que la pertenencia a un partido político tradicional. En las cafeterías donde los jóvenes organizadores coordinan la ayuda mutua a través de hilos de GroupMe, empleando principios de coordinación distribuida que Bannon descubrió en las estructuras de los gremios de World of Warcraft, se hacen visibles diferentes posibilidades políticas a través de medios tecnológicos idénticos aplicados con fines emancipadores en lugar de reaccionarios.
Es posible que estos organizadores nunca hayan oído hablar de Steve Bannon, pero comprenden intuitivamente lo que demostró su carrera: el poder político sostenible surge de la participación en sistemas adecuadamente estructurados, más que de la conversión ideológica o el liderazgo carismático. Para ello hace falta una infraestructura que permita la coordinación en vez de una retórica que exija acuerdo. La oferta de Bannon del Cuarto punto de giro ve a la historia como una repetición eterna: la crisis y la renovación continúan indefinidamente a través de una necesidad cíclica que naturaliza la catástrofe mientras promete la restauración de condiciones pasadas imaginadas. La izquierda puede ofrecer una visión temporal diferente: no un círculo, sino una espiral. Un desarrollo que aprende del pasado sin repetirlo, un movimiento a través del tiempo que va más allá de la recurrencia, una transformación que abre nuevas posibilidades en lugar de restaurar los acuerdos anteriores.
Esto significa no hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande, sino convertirlo en lo que nunca fue: una sociedad en la que la infraestructura tecnológica sirva al florecimiento humano en lugar de a la dominación. La coordinación podría permitir la liberación en lugar del control, y el principio de la esperanza podría guiar el desarrollo hacia futuros abiertos en lugar de hacia ciclos cerrados.
La infraestructura sigue estando disponible, pero por sí sola no determina nada. Los sistemas de coordinación no son ideológicamente neutrales; son recipientes que esperan ser llenados, capaces de llevar a la práctica visiones emancipadoras o reaccionarias.
Los métodos sobreviven a los propósitos particulares de sus creadores, pero sin significado siguen siendo técnicas vacías. La verdadera pregunta no es si estas herramientas se utilizarán, sino para qué se utilizarán: esperanza o pesimismo con respecto al potencial de la humanidad para crear formas de vida colectiva sin precedentes.