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Shyam Sankar, director de tecnología de Palantir; Andrew Bosworth, director de tecnología de Meta; Kevin Weil, director de productos de OpenAI; y Bob McGrew, asesor de Thinking Machines Lab y ex director de investigación de OpenAI, prestaron juramento como nuevos tenientes coroneles de la Reserva del Ejército de los Estados Unidos. (U.S. Army)

El Estado profundo de las Big Tech

Traducción: Pedro Perucca

La tecnología digital se vendió como una herramienta que podía liberar a los individuos del poder estatal. Sin embargo, el aparato de seguridad del Estado siempre tuvo una visión diferente, y ahora está recuperando el control de su propia creación.

En la embriagadora década neoliberal de los noventa, el tecnooptimismo alcanzó sus extremos más vergonzosos. Imbuidos de la fatuidad imaginaria de lo que Richard Barbrook denominó como la «ideología californiana», los trabajadores tecnológicos, los emprendedores y los ideólogos tecnoutópicos identificaron la tecnología digital como un arma para la liberación y la autonomía personal. Esta herramienta, proclamaban, le permitiría a los individuos derrotar al odiado Goliat del Estado, entonces ampliamente retratado como los gigantes en decadencia del bloque soviético en implosión.

Para cualquiera con un conocimiento superficial de los orígenes de la tecnología digital y Silicon Valley, esto debería haber sido, desde el principio, una creencia ridícula. Las computadoras fueron un producto de los esfuerzos bélicos de principios de la década de 1940, desarrolladas como medio para descifrar mensajes militares encriptados, con la famosa participación de Alan Turing en Bletchley Park.

El ENIAC, o Integrador y Calculador Numérico Electrónico, considerada como la primera computadora de uso general utilizado en Estados Unidos, se desarrolló para realizar cálculos de artillería y ayudar al desarrollo de la bomba de hidrógeno. Como argumentó famosamente G. W. F. Hegel, la guerra es el Estado en su forma más brutal: la actividad en la que se pone a prueba la fuerza del Estado frente a la de otros Estados. Y las tecnologías de la información se volvieron cada vez más fundamentales para esta actividad esencialmente estatal.

Algunas personas aún pueden creer en el mito de que Silicon Valley surgió de forma orgánica a partir de hackers que soldaban circuitos en sus garajes. Pero la realidad es que nunca habría visto la luz sin el apoyo infraestructural del aparato de defensa estadounidense y su contratación pública, que garantizó la viabilidad comercial de muchos productos y servicios que hoy damos por sentados. Esto incluye la propia Internet, con la DARPA —la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa— responsable de desarrollar la tecnología de conmutación de paquetes que sustenta la arquitectura de comunicación de la web hasta el día de hoy.

Es cierto que, desde su incubación en el sector militar, Silicon Valley evolucionó gradualmente para centrarse principalmente en fines civiles, desde las redes sociales y el comercio electrónico hasta los videojuegos, las criptomonedas y la pornografía. Pero nunca rompió su vínculo con el aparato de seguridad. Las filtraciones de Prism por parte del denunciante Edward Snowden en 2013 revelaron una cooperación profunda y casi incondicional entre las empresas de Silicon Valley y los aparatos de seguridad del Estado, como la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). La gente se dio cuenta de que, básicamente, cualquier mensaje intercambiado a través de las grandes empresas tecnológicas, como Google, Facebook, Microsoft, Apple, etc., podía ser fácilmente espiado mediante un acceso directo por la puerta trasera: una forma de vigilancia masiva con pocos precedentes en cuanto a su alcance y omnipresencia, especialmente en Estados nominalmente democráticos. Las filtraciones provocaron indignación, pero al final la mayoría de la gente prefirió apartar la mirada de la inquietante verdad que había quedado al descubierto. 

Ahora, sin embargo, el cordón umbilical entre el estado de seguridad y Silicon Valley es más visible que nunca. La segunda llegada de Donald Trump no solo favoreció una alianza entre la extrema derecha y las grandes tecnológicas que hasta no hace tanto muy pocos consideraban posible, sino que también brindó la oportunidad para el surgimiento de un nuevo tipo de estado que apunta a consolidar este original bloque de poder. Podríamos describirlo como el «Estado profundo de las grandes empresas tecnológicas».

Lo que se denomina «Estado profundo» —el aparato de vigilancia y represión que existe en el núcleo de todo Estado moderno, por debajo del aparato ideológico más entrañable y superficial formado por los parlamentos, los medios de comunicación o las iglesias— está ahora profundamente entrelazado con estas tecnologías de la comunicación. Anteriormente vendidas como herramientas de liberación y autonomía, se revelan como medios de manipulación, vigilancia y control vertical.

Un presidente republicano, Dwight D. Eisenhower, advirtió contra el riesgo del aparato militar-industrial, alertando sobre la creación de un centro de poder autónomo y de la interferencia que podría tener en el proceso democrático. Ahora deberíamos preocuparnos por el poder abrumador del «complejo militar-informatico», por utilizar un término acuñado ya en 1996 por los politólogos John Browning y Oliver Morton, editor de The Economist. Este término expresa una relación cada vez más estrecha entre Silicon Valley y el Estado profundo, que pone en peligro lo que queda de nuestras democracias.

El complejo militar-informático

El 13 de junio de 2025, tuvo lugar un extraño ritual militar en el Conmy Hall de la Base Conjunta Myer-Henderson Hall, en Virginia. Un grupo de ejecutivos tecnológicos de algunas de las empresas más importantes de Silicon Valley, entre ellos Shyam Sankar, director de tecnología (CTO, por sus siglas en inglés) de Palantir; Andrew Bosworth, CTO de Meta; Kevin Weil, director de producto de OpenAI; y Bob McGrew, asesor de Thinking Machines Lab y antiguo director de investigación de OpenAI, aparecieron vestidos con uniformes militares ante un numeroso grupo de soldados. Prestaron juramento como tenientes coroneles del Ejército, como parte del recién constituido Destacamento 201: el Cuerpo Ejecutivo de Innovación (EIC) del Ejército.

La iniciativa se presentó con la típica jerga neoliberal como parte del esfuerzo por «aprovechar la experiencia privada» en beneficio del «sector público». Pero la realidad es mucho más desconcertante. Este nombramiento indica que no existe una barrera clara entre el sector privado y el público: el hijo pródigo que es la tecnología digital puede haber estado alejado durante mucho tiempo de sus raíces militares, pero ahora está volviendo a casa. ¿Por qué? Porque, en general, es el ejército el que paga sus facturas.

El caso más extremo es el de la empresa de vigilancia e inteligencia Palantir. Casi la mitad de sus ingresos provienen de contratos gubernamentales, incluidos el Departamento de Defensa y las agencias de inteligencia, además de los ejércitos de varios aliados de la OTAN. A pesar del intento de la empresa de diversificar sus fuentes de ingresos hacia usos más comerciales, es probable que siga muy vinculada a la contratación pública, especialmente a medida que aumentan las tensiones globales y el autoritarismo. En los tres primeros meses de 2025, sus contratos con el Gobierno se dispararon un 45 %, mientras que su valoración en Wall Street creció más de un 200 % desde la elección de Trump.

Palantir fue en muchos sentidos la empresa pionera del «Deep State» de las grandes tecnológicas. Cuando fue fundada en 2003 por Peter Thiel, amigo íntimo de Elon Musk (también originario de Sudáfrica), junto con Stephen Cohen, Alexander Karp y Joe Lonsdale, la empresa consiguió financiación inicial de In-Q-Tel, la división de capital riesgo de la CIA, alineando así a la empresa con el aparato de seguridad del Estado desde sus inicios.

Su servicio consiste fundamentalmente en proporcionar una versión más sofisticada de la vigilancia masiva que revelaron las filtraciones de Snowden hace más de una década. En particular, se esfuerza por apoyar al ejército y a la policía en su objetivo de identificar y rastrear diversos objetivos, a veces objetivos humanos literales. Por eso se llama Palantir: en El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien, los Palantiri son orbes de cristal mágicos que se utilizan para ver a distancia.

Esta metáfora de la «piedra que ve» encarna la intención de la empresa de ofrecer servicios que puedan descubrir los patrones ocultos en grandes tesoros de datos y proporcionar «información útil» a diversas agencias. Esto queda ejemplificado en el servicio más famoso de Palantir, llamado Gotham. Utilizado por la CIA, el FBI, la NSA y los ejércitos de otros Estados aliados de Estados Unidos, ofrece capacidades de análisis de patrones y modelización predictiva, que conectan a las personas, sus cuentas telefónicas, sus vehículos, sus registros financieros y sus ubicaciones. Pero la «visión algorítmica» también puede utilizarse con eficacia en el campo de batalla. Los servicios de IA de Palantir ya se utilizaron como medios para identificar objetivos de bombardeo en Ucrania.

Aunque la empresa niega rotundamente su participación directa en el apoyo al genocidio en Gaza, se informó que algunas de las herramientas más avanzadas de la empresa fueron suministradas a Israel desde octubre de 2023. Dado el secretismo de la empresa, sigue siendo difícil verificar de forma independiente el alcance de esta participación. Pero no sería una gran sorpresa: de hecho, la colaboración entre Palantir y el Gobierno israelí es tan estrecha que ambos firmaron una alianza estratégica a principios de 2024. La relatora de la ONU sobre Palestina, Francesca Albanese, incluyó a Palantir como una de las empresas que se benefician del genocidio.

Además de las guerras en el extranjero, Palantir también es muy activa en el frente interno, como se desprende de su larga colaboración con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), que no hizo más que intensificarse desde la llegada al poder de Trump. Su software se utilizó para la vigilancia y el seguimiento en tiempo real de personas, lo que facilitó las redadas en lugares de trabajo y residencias, cada vez más frecuentes bajo la presidencia de Trump.

En resumen: Palantir es una empresa cuyo negocio consiste en apoyar al Estado de seguridad en sus manifestaciones más brutales: en operaciones militares que provocan pérdidas masivas de vidas, incluidas las de civiles, y en la brutal aplicación de las leyes de inmigración, que aterroriza a amplios sectores de la población residente en Estados Unidos.

Por desgracia, Palantir no es más que una parte de un complejo militar-informático mucho más amplio, que se está convirtiendo en el eje del nuevo «Estado profundo» de las grandes tecnológicas. En los últimos años surgieron varias empresas similares. Quizás la más distópica sea Anduril Technology, especializada en «sistemas autónomos», es decir, la IA aplicada al armamento. Fue fundada por Palmer Luckey, un empresario que anteriormente inventó las gafas de realidad virtual Oculus Rift.

Se autodefine como «sionista radical» y fue un precoz partidario de MAGA que ya en 2016 organizó varias recaudaciones de fondos para Trump. Anduril (que también tiene un nombre tolkieniano) se centra en una variedad de servicios basados en la IA para el sector de la defensa, como la vigilancia automatizada de fronteras e infraestructuras, el dron de munición merodeadora Altius y los sistemas de realidad aumentada para soldados. Actualmente está valorada en más de 30.000 millones de dólares.

Estas empresas representan lo peor del capitalismo y de la intervención estatal. Operan en industrias oscuras, donde la competencia es prácticamente nula, y viven de la contratación militar, un sector que carece prácticamente de transparencia y que es conocido por ser presa de la corrupción y de importantes formas de injerencia política. Esto resulta irónico, dado que sus magnates, como Thiel, se autodenominan libertarios antiestatistas. Pero de hecho estas empresas están tan entrelazadas con el Estado que se las entiende mejor si se consideran como excrecencias financiarizadas del aparato de seguridad estatal antes que como iniciativas privadas verdaderamente autónomas.

Contra el imperio tecnológico

Empresas como Palantir y Anduril no solo se convirtieron en nuevas herramientas del Estado de seguridad, contribuyendo a la guerra en el extranjero y a la represión policial en el país, sino que ahora apenas ocultan todo esto e incluso intentan presentar sus operaciones como inspiradas en ideales elevados.

En su reciente libro Technological Republic, el filósofo y director ejecutivo de Palantir, Karp, se deshizo en elogios sobre el regreso de Silicon Valley a los cuarteles de donde surgió. Antiguo liberal, Karp tiene un doctorado por el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort, sede de la Escuela de Fráncfort, institución originada por el grupo liderado por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, y más recientemente asociada a elevados posmarxistas liberales como Jürgen Habermas, quien incluso fue brevemente mentor académico de Karp antes de que le asignaran otro supervisor.

Mientras que los fundadores de la Escuela de Fráncfort concebían las ciencias sociales como un terreno de investigación crítica para apoyar la emancipación humana, Karp utilizó estos conocimientos para hacer algo bastante diferente: inventar una justificación ideológica de por qué Silicon Valley debería abrazar el estado de seguridad.

En su libro, Karp critica a Silicon Valley por haberse centrado demasiado en proporcionar servicios al consumidor y pasar por alto sus obligaciones hacia el Estado y los objetivos geopolíticos relacionados, especialmente en el contexto de la escalada de la confrontación con China. Quiere que Internet se aleje de la «monería» de los emojis y los selfies en Instagram y adopte un espíritu marcial de sacrificio y patriotismo, en un panorama poblado por sistemas de armas controlados por IA, drones autónomos, robots de combate y otras tecnologías distópicas propias de la ciencia ficción.

Esto se justifica en nombre del «patriotismo», aunque se trata de un tipo de patriotismo que encaja a la perfección con los intereses económicos de Karp y los de su clase. Karp considera que la «unión del Estado y la industria del software» es una cuestión de supervivencia para ambos. Se invocan diversos enemigos externos para aumentar la sensación de peligro, entre ellos Rusia y China, acusados igualmente de amenazar las democracias occidentales. Parece que el alarmismo sobre las autocracias es el único tema liberal que Karp conservó de su antiguo yo habermasiano.

En el caso de Palantir, esta colaboración «patriótica» con el Gobierno no es más que una mascarada hipócrita: un reflejo de la necesidad material de una empresa que depende en gran medida de la contratación pública. Para el resto de nosotros, cuyas vidas no dependen de contratos de defensa, de las subidas y bajadas de las acciones de Palantir o del desarrollo de tecnología militar asesina, debería ser hora de darnos cuenta de que el complejo militar-informativo supone una gran amenaza para lo que queda de nuestras democracias.

Este tipo de alianza de intereses suele suponer una gran amenaza para la democracia y la paz, como ya denunció Eisenhower hace algunas décadas. Restaurar la democracia en las sociedades occidentales bajo la amenaza del auge del autoritarismo y garantizar la paz en un mundo devastado por la guerra requiere acabar con el poder desmesurado de estos gigantes de la seguridad. Significa enviar al basurero de la historia el nuevo y omnipresente «Estado profundo» que ellos propiciaron.

 

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