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El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, habla con miembros de los medios de comunicación en Avoca, Pensilvania, el 17 de abril de 2024. (Andrew Caballero-Reynolds / AFP vía Getty Images)

La acalorada retórica antifascista de los liberales elude la autorreflexión

Traducción: Pedro Perucca

En respuesta a la amenaza de una segunda presidencia de Donald Trump, los demócratas están desempolvando la retórica apocalíptica del fascismo inminente y el colapso democrático total. Esto es, sobre todo, un intento de desresponsabilización.

Luego de que Donald Trump se asegurara la nominación republicana, los demócratas y el menguante número de republicanos «nunca Trump» volvieron a desplegar el tipo de retórica apocalíptica sobre la inminente desaparición de la democracia que dominó el discurso político estadounidense a finales de la década de 2010. «Tenemos ocho meses para salvar nuestra república», advirtió Liz Cheney. Asimismo, el neoconservador Robert Kagan profetizó que «una dictadura de Trump es cada vez más inevitable», y «deberíamos dejar de fingir» lo contrario.

A pesar de la derrota de Trump en las elecciones de 2020, esta narrativa catastrofista, que plantea un escenario en el que la democracia se tambalea peligrosamente al borde del colapso, nunca desapareció realmente. Durante la campaña electoral de mitad de mandato de 2022, mucho antes del regreso de Trump, el presidente Joe Biden argumentó que la «filosofía extrema MAGA» era «como el semifascismo», mientras que los medios liberales se preocupaban ansiosamente por que una «ola roja» (i.e., republicana) similar a un tsunami arrasara con la república.

Después de que estos pronósticos resultaran incorrectos, cabría esperar que políticos, analistas y observadores casuales moderaran su retórica. Sin embargo, ocurrió lo contrario. Comentaristas como Tara Setmayer, por ejemplo, sostuvieron que «el concepto intangible y en gran medida esotérico de defender la democracia» había sido la causa del éxito de los demócratas. En concreto, afirmaba que la alta participación en Georgia y Michigan, así como el aumento del compromiso electoral de los estadounidenses más jóvenes en todo Estados Unidos, demostraban que «la democracia emergió como la gran ganadora de 2022». Dicho de otro modo, Setmayer sugirió que la retórica apocalíptica de las campañas de mitad de mandato fue eficaz y, por tanto, debería seguir siendo de rigor.

En realidad, no está claro que las advertencias sobre una «ola roja» que derribaría nuestra democracia impulsaran la participación electoral. Según el estratega demócrata Simon Rosenberg, esta retórica podría haber tenido el efecto irónico de suprimir la participación al desmoralizar a los votantes.

Más allá de estas preocupaciones estratégicas, esta formulación maniquea tiene costos que Setmayer y quienes la adoptan no tienen en cuenta. Referirse constantemente a una «crisis» interminable y siempre urgente hace —y de hecho hizo— poco por mejorar el funcionamiento de nuestra democracia. Trump no es actualmente el presidente y, sin embargo, reina la desigualdad. Estados Unidos envía armas a todo el mundo a pesar de las objeciones de sus ciudadanos. Y es probable que el propio Trump gane la reelección. Como mínimo, todo esto indica que el lenguaje de la crisis aguda no fue un medio eficaz para abordar los problemas generalizados de la democracia estadounidense.

Esto debería ser preocupante porque la democracia estadounidense es frágil. De hecho, no está claro hasta qué punto este país es una democracia. Muchos izquierdistas son muy conscientes de lo poco democráticas que son las principales organizaciones e instituciones estadounidenses, desde el Senado hasta el Tribunal Supremo y el Colegio Electoral. Y la mayoría probablemente sabe que el dinero moldea nuestro sistema político, a menudo en beneficio de los ricos. Pero nuestro déficit democrático es aún mayor. A lo largo del siglo XX, la clase dominante de Estados Unidos construyó un ecosistema increíblemente complejo de grupos gubernamentales y no gubernamentales que garantizaba que los estadounidenses de a pie tuvieran muy poco que decir en varios ámbitos, como la política exterior y la macroeconomía. De hecho, un estudio de 2014 de los politólogos Martin Gilens y Benjamin I. Page descubrió «que las élites económicas y los grupos organizados que representan intereses empresariales tienen un impacto independiente sustancial en la política gubernamental de Estados Unidos, mientras que los ciudadanos de a pie y los grupos de interés de masas tienen poca o ninguna influencia independiente».

Es posible que la frustración ante esta situación antidemocrática sea un factor que contribuya al rechazo del Partido Demócrata por parte de un número creciente de votantes negros, latinos y asiáticos en cuya lealtad confió el partido durante mucho tiempo. Si los demócratas no te ayudan, ¿por qué no abrazar la actitud de «que se jodan todos» del republicanismo moderno?

En definitiva, el marco de la frágil democracia frente al inminente autoritarismo no hizo mucho por detener, y mucho menos revertir, este declive democrático. Sin embargo, la retórica apocalíptica sigue impregnando el discurso político estadounidense. Además de preocuparse por el fin de la «democracia» estadounidense, la cuestión de si Trump es un «fascista» —o «semifascista» o «protofascista» o «fascistoide», o cualquier variante del fascismo que prefiera un analista particular— preocupa a las élites progresistas desde 2015.

Desde Biden hasta el historiador Timothy Snyder, pasando por la presentadora Rachel Maddow, los progresistas afirmaron repetidamente que el cuerpo político estadounidense contiene un contaminante fascista que debe ser identificado y expulsado. Al igual que los Nuevos Ateos antes que ellos, que tras el 11-S asustaron a los estadounidenses con una retórica apocalíptica que advertía de la propagación del fanatismo islamista, la producción de los «antifascistas» progresistas ocluye los esfuerzos por comprender y abordar las fuentes reales del odio violento. ¿Cómo nos ayuda a reformar nuestro sistema político antidemocrático y a atenuar la desigualdad económica, el racismo y la discriminación sexual y de género un diagnóstico de «fascismo», que implícitamente categoriza a millones de estadounidenses como un grupo que debe ser expulsado en vez de ganado? Sencillamente, no ayuda.

Hay una razón por la que los marcos apocalípticos se hicieron tan populares en la última década en canales televisivos como la MSNBC: le permiten al cuadro de las élites liberales, que como mínimo ayudaron a la derecha a crear el mundo en el que vivimos hoy, a mantener una inocencia básica en desacuerdo con la historia real de la gobernanza liberal. Para los liberales es más fácil culpar al «fascismo» (o a la «rabia rural blanca», o a los «deplorables», o a los «nacionalistas cristianos») de causar los problemas de nuestro país que al neoliberalismo desregulador, financiarizado y militarista de Bill Clinton y Barack Obama. Esas prioridades liberales contribuyeron a dar origen a la derecha moderna, pero para admitirlo las élites liberales tendrían que reexaminar las premisas de su política, y el examen de conciencia es mucho menos agradable que unirse contra un enemigo inequívoco.

En gran medida, el milenarismo liberal «antifascista» que surgió desde 2015 es profundamente estadounidense. EE. UU., después de todo, fue escenario de varios Grandes Despertares que se definieron en parte por el apocalipsis retórico. Los que pertenecemos a la izquierda estamos probablemente más familiarizados con la perspectiva milenarista de los evangélicos estadounidenses, que desde la década de 1970 se convirtieron en importantes actores de la derecha en la política de Estados Unidos. Irónicamente, los liberales seculares parecen haber aprendido mucho de los evangélicos; como estos disciernen en la impiedad estadounidense los signos reveladores del fin de los tiempos y la temida llegada del Anticristo, muchos liberales perciben a su alrededor fuerzas siniestras que trabajan para allanar el camino a una dictadura de Trump.

Esto anima a la llamada resistencia a pensar en sus miembros como los «hijos de la luz» (tomando prestado el lenguaje del teólogo Reinhold Niebuhr) que creen estar haciendo el trabajo del Señor para derrocar a los «hijos de las tinieblas.» Esa forma gnóstica de ver el mundo hace casi imposible la autorreflexión, ya que el problema está claramente en «ellos» y no en «nosotros». Mientras tanto, los autoritarios políticos y los nativistas de todo el mundo siguen ganando elección tras elección. Y las dicotomías más profundas y verdaderas —entre, por ejemplo, la pequeña minoría de capitalistas y la gran mayoría de trabajadores— se desconciertan mientras sus dinámicas de explotación concomitantes permanecen inalteradas.

Sin duda, el milenarismo tiene sus comodidades. Como señaló el historiador Faisal Devji, la proyección del «fascismo» —a menudo mal definido, operando más como una palabra desencadenante afectiva que como diagnóstico político fundamentado— sobre algún grupo percibido malvado da la ilusión de un orden mundial esencialmente inmutable, por debajo de la confusión y paranoia que define nuestra época. Aunque el discurso del antifascismo liberal dista mucho de ser sereno, resulta paradójicamente tranquilizador imaginar que existe un enemigo claro que podría ser identificado y derrotado para restaurar la paz y la estabilidad. Es más tranquilizador que la noción más espinosa de que debemos trabajar por una verdadera transformación política que ponga en aprietos los supuestos y las cómodas posiciones de las élites de todo el espectro político.

El marco de análisis del fascismo es intrínsecamente retrospectivo, y siempre se basa en comparaciones históricas para validar su analogía o se fija en un retorno a las supuestas «normas» que existían antes de la presidencia de Trump. En otras palabras, la identificación unívoca del fascismo impide a los liberales desarrollar una visión atractiva para el futuro de Estados Unidos. Incluso si Harris derrota a Trump, en ausencia de tal visión el Partido Demócrata se quedará atascado en la rutina de representar escenarios apocalípticos cada vez que un candidato similar a Trump se presente a las elecciones, con poca energía extra para dedicar a la elaboración de una alternativa política convincente.

No se trata de negar que la reelección de Trump plantea peligros reales. Cualquiera que se preocupe por la democracia debe tomarse siempre en serio a las fuerzas que le son hostiles. Con los disturbios del 6 de enero y su negativa a aceptar los resultados de las elecciones de 2020, Trump y sus partidarios demostraron que no están especialmente preocupados por acatar la voluntad popular. Uno imagina que en el mundo ideal de Trump, él gobernaría por decreto (aunque uno también imagina que muchos, probablemente la mayoría, de los presidentes pensaban de forma similar).

Pero ver fascismo en todas partes limita a quienes desprecian con razón las reaccionarias posiciones sociales y económicas de Trump, y les impide elaborar las alternativas audaces que necesitamos para la nueva era en la que tan claramente estamos entrando. El tiempo de las severas advertencias sobre nuestro Adolf Hitler estadounidense (semi, proto o fascistoide) pasó hace tiempo. Si realmente queremos mejorar nuestra democracia, debemos dejar a un lado el debate sobre el fascismo y afrontar nuestro futuro incierto.

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Publicado en Artículos, Estados Unidos, homeCentro3 and Políticas

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