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Entumecidos y desafectos, los estadounidenses están desesperados por creer en alguien y unirse en torno a una causa. Trump llena ese vacío con ira, odio a la diferencia y fantasías sádicas de hacer daño a un elenco de enemigos en constante proliferación. (Foto: Win McNamee / Getty Images)

La pulsión de muerte de los Estados Unidos de Trump

Traducción: Natalia López

El liberalismo no puede hacer frente a las amenazas de violencia política, nihilismo o fascismo apelando únicamente a la razón.

El sentir de las masas es esencial para la vida política. Pero tras la utilización que hicieron de él los violentos regímenes fascistas y estalinistas del siglo XX, los partidos liberal-demócratas de Europa y Estados Unidos se han alejado cada vez más de la política afectiva. En su lugar, han abrazado actuaciones dignas de una clase dirigente elitista que hace gala de competencia empresarial. Desde la década de 1980, esta anestesia de la política liberal ha ido de la mano del ascenso del libre mercado como ideología dominante, con su consecuente vaciamiento del Estado, privatización, intensificación de la desigualdad económica y desmantelamiento de una visión colectiva sobre el futuro.

Mientras los políticos de extrema derecha ganan poder en Estados Unidos y en todo el mundo, y al tiempo que las encuestas sugieren que la carrera entre Donald Trump y Kamala Harris sigue siendo un cara o cruz, estamos cosechando las consecuencias de este liberalismo desencantado y desencantador. No es solo que su política insípida se niegue a aprovechar el sentimiento de las masas por las políticas progresistas; es que, con frecuencia, directamente condena el sentir colectivo y el entusiasmo popular a él asociado como intrínsecamente de derechas, dejándolo disponible para la manipulación incontestable de demagogos protofascistas.

Consideremos, por ejemplo, el rechazo de Hillary Clinton a los partidarios de Trump como una «masa de gente deplorable» cuya irracionalidad, descontento y rabia no merecían compromiso, o su crítica a Bernie Sanders como un «populista engañado» por creer lo contrario. Podemos ver un enfoque similar en los esfuerzos de muchos destacados intelectuales liberales con estrechos vínculos con el liderazgo del Partido Demócrata en la actualidad, como los historiadores Heather Cox Richardson y Timothy Snyder, que intentan contrarrestar la amenaza del fascismo que asocian con Trump haciendo preguntas como «¿Qué podemos hacer para crear un presente más razonable?».

A pesar de querer creer lo contrario, los liberales están lejos de ser los racionalistas que a menudo imaginan ser. Declaraciones habituales como las de Clinton están impregnadas de agresividad incluso cuando reniegan de ella, dirigiendo una condescendencia intensamente moralizante que raya en el odio hacia quienes son etiquetados como agentes de la sinrazón (por ejemplo, los partidarios de Trump, pero también los palestinos y los estudiantes que protestan, los «izquierdistas radicales», etc.).

Pero el problema político al que nos enfrentamos no es la irracionalidad; es lo que hacemos —o dejamos de hacer— con la energía que hay detrás de ella. Si los liberales siguen repudiando, desestimando o simplemente utilizando la fuerza de la sinrazón y las emociones para vilipendiar a sus oponentes políticos de derechas y a sus críticos de izquierda en un intento de aferrarse al statu quo neoliberal de desigualdad extrema e imperialismo violento, entonces seguirán socavando la democracia desde dentro y alimentando el atractivo de las alternativas autoritarias.

Por el contrario, los defensores de los ideales progresistas deben tomarse en serio la realidad de la agresión, el racismo y el sadomasoquismo como sentimientos políticos duraderos, incluso en sus propias filas, que requieren una reparación política constructiva. Para elaborar una política progresista o de izquierda eficaz, debemos dejar de exigir en vano que la gente sea «más razonable» y asumir la persistente realidad de las tendencias humanas destructivas que se manifiestan no solo en torno a Trump, sino también en innumerables contextos a lo largo de la historia.

La tarea política fundamental de la que depende la democracia es la creación de estructuras capaces de convertir el hecho de la irracionalidad y el sentimiento de las masas en un aliado del bien común y no en su enemigo. Para ello, debemos ir más allá de los límpidos liberalismos que apelan únicamente al civismo, a la virtud personal y a la racionalidad. También debemos ir más allá de los marxismos ingenuos que ignoran las fuentes de agresión y solidaridad distintas de las relaciones de propiedad. Lo que necesitamos es una política orientada en torno a una tarea continua de redirección de las pulsiones, es decir, una política que redirija las pulsiones humanas inconscientes lejos de la violencia y hacia proyectos colectivos constructivos en lugar de actuar como si simplemente estas pudieran desaparecer a voluntad.

La política de la sublimación

Junto a su «descubrimiento» del inconsciente, la noción de pulsión de muerte de Sigmund Freud ofreció una contribución elemental a la teoría política. El concepto de pulsión postula una presión psíquica hacia la destrucción y la estasis (es decir, la eliminación de la tensión) que impulsa a cada ser humano. La pulsión no es un instinto biológico, sino más bien, como dijo Freud, un concepto límite en «la frontera entre lo mental y lo somático (…) la demanda de trabajo que se hace a la mente como consecuencia de su conexión con el cuerpo».

Freud observó que para proteger al yo de las expresiones autodestructivas de la pulsión de muerte, la psiquis vuelca su energía hacia el exterior y la transforma en agresión. Sin embargo, Freud observó que la energía pulsional también puede sublimarse —es decir, transformarse inconscientemente— de muchas otras maneras. Como escribe Anna Kornbluh, a pesar de su engañoso nombre, «la pulsión de muerte no es un programa» con un final predeterminado y, en palabras de Joan Copjec, «la sublimación no es algo que le ocurra a la pulsión en circunstancias especiales; es el destino propio de la pulsión».

Por ejemplo, la trayectoria de la pulsión hacia la obliteración de la propia existencia individual o la violencia contra los demás puede, en las condiciones adecuadas, desviarse hacia prácticas arrebatadoras de solidaridad, belleza y creatividad.

Esta es la paradoja de la pulsión de muerte: es antitética a la vida y, al mismo tiempo —mediante su movilización a través de la creación artística, el amor, el sexo, los cuidados, etc.—, es también el manantial de la fuerza energética y el deseo motivador de la vida. Como la caracterizó Jacques Lacan: es «la voluntad de crear a partir de cero, de empezar de nuevo».

Poco más de un siglo después de que Freud elaborara la pulsión de muerte en Más allá del principio del placer (y 172 años después de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en el que Karl Marx se esfuerza por explicar la irracionalidad reaccionaria y autodestructiva del campesinado francés), muchos liberales e izquierdistas siguen resistiéndose a enfrentarse a la verdad que la historia ha puesto repetidamente al descubierto: la compulsión hacia la repetición destructiva es una fuerza básica no solo en la vida psíquica, sino también en la política. La persistencia de los apegos humanos al odio hacia los otros sexuales y raciales, la guerra y la xenofobia, y la violencia policial y carcelaria, por ejemplo, son expresiones sintomáticas de esta verdad subyacente.

Aunque arraigado en un cierto realismo fatalista, el concepto de pulsión de muerte de Freud no resta importancia a la lucha política ni a la contingencia histórica. Por el contrario, su atención a la pulsión de muerte coincidió con una creciente priorización de la reparación política de las dinámicas psíquicas que encontraba en sus pacientes. Desde sus primeros escritos sobre la histeria, Freud había entendido las dolencias de sus pacientes como síntomas de normas culturales represivas. Pero después de la Primera Guerra Mundial, argumentó cada vez más que las estructuras de la ley, la cultura, la formación de grupos y el gobierno que sostienen a la sociedad debían abordarse no solo en el diván, sino también a nivel de lo que él llamaba «civilización».

Freud publicó El malestar en la cultura en 1930, cuando el nazismo ya había iniciado su ascenso. Sus preocupaciones allí, que reiteró en sus cartas de 1932 con Albert Einstein publicadas como ¿Por qué la guerra?, abordan la necesidad de una gestión política de los impulsos destructivos de los seres humanos. Ante la imposibilidad de erradicarlos, Freud subrayó la importancia de los proyectos colectivos que podrían desviar continuamente el impulso de la violencia mortífera hacia formas sublimatorias de invención vital. Fomentar tales proyectos es la tarea de una gobernanza eficaz.

El objetivo del psicoanálisis —tanto en sus aplicaciones clínicas individuales como políticas colectivas— no es el triunfo. No vence a un enemigo ni nos cura de ser nosotros mismos. Por el contrario, persigue la tarea de reorientar la pulsión para que podamos aprender a vivir juntos, amar, crear y disfrutar minimizando la violencia contra nosotros mismos y los demás. Freud observó que este objetivo no es alcanzable a través de instituciones represivas ni de la ley y el orden punitivos. Y no puede lograrse simplemente dirigiendo la agresión hacia un enemigo u oponente político. Todas estas estrategias corren el riesgo de intensificar las sublimaciones negativas de la pulsión de muerte y, en el mejor de los casos, aplazar el retorno de su violencia.

De manera que no podemos limitarnos a someter la pulsión, sino que debemos proporcionarle medios alternativos de expresión productiva. Dado que la política liberal contemporánea se niega a asumir esta obligación política fundamental, su insistencia en la razonabilidad por sí sola sostiene una estrategia de gobierno que no hace sino embotellar la efervescencia destructiva y agravar su eventual expresión explosiva.

La mayor amenaza para la democracia no radica en el ascenso de ningún líder fascista en particular, sino en el impulso interno de cada uno de nosotros. Pero a través de sus perpetuas transformaciones —especialmente las que movilizan el poder del sentimiento colectivo irracional— este impulso es también nuestro mayor recurso para forjar proyectos compartidos que hagan posible la convivencia.

Hacia una grandeza progresiva

Es difícil competir con el intenso sentimiento de satisfacción pulsional que proporciona la guerra contra un supuesto enemigo, la violencia contra los adversarios políticos, la violación desafiante de la ley, el soberanismo decisorio o la proximidad de la muerte (tan intenso que puede conmovernos incluso de forma indirecta —y a menudo inconsciente— a través de una pantalla o por medio de un hombre fuerte de la política). Desde los ejemplos literarios clásicos y las películas populares hasta los rituales militares y los videojuegos violentos, conocemos bien las seducciones de la destrucción asesina que destacan en un mundo social desecado y desprovisto de una carga carismática más positiva.

Es en este contexto en el que Trump ha aprovechado el racismo, la xenofobia, la misoginia y la homofobia desenfrenados para excitar a grandes franjas de un público estadounidense hambriento de estética que sufre niveles históricos de aislamiento social, alienación, nihilismo, desesperación, sobredosis y suicidio.

Intentar contrarrestar la amplia resonancia de Trump a nivel de agresión primaria apelando simplemente a la moderación y al respeto por el statu quo, como han intentado hacer hasta ahora las campañas de Joe Biden y Kamala Harris, no es probable que influya en los segmentos desafectos del electorado. Para derrotar realmente a Trump y a la violencia que representa, el Partido Demócrata tendría que montar una campaña capaz de conectar con votantes de todo tipo en el mismo plano de carga irracional en el que opera Trump, y canalizar esa energía hacia fines democráticos constructivos en lugar de hacia fines autoritarios destructivos. Y, para que esta estrategia sea duradera, dicha energía debe ir acompañada de visiones y acciones políticas significativas.

Los demócratas ya lo han hecho antes. Después de que la Gran Depresión provocara un descontento generalizado que podría haber llevado fácilmente al país a una espiral derechista (como ocurrió en Alemania en circunstancias paralelas) el New Deal estadounidense utilizó iniciativas de empleo y arte públicos a gran escala que conectaron directamente a millones de personas con oportunidades financieras, funciones significativas en las que cuidar de sus vecinos y comunidades y un sentido de propósito compartido dentro del Civilian Conservation Corps, la Works Progress Administration, la Civil Works Administration y otros esfuerzos colectivos similares.

Muchos de los proyectos públicos más ambiciosos y grandiosos de la historia de los Estados Unidos se emprendieron en esa época. Proporcionaron gran parte de la infraestructura física de la que todavía depende buena parte de su población y, lo que no es menos importante, generaron un impulso vital en la moral a través de visiones inspiradoras de un futuro compartido en el que millones de personas volcaron su energía, arte, creencia y trabajo.

En el centro del éxito del New Deal estaba su énfasis en la belleza y el cuidado mutuo, lo cual alimentó su atractivo masivo y sus efectos subjetivos a un nivel que iba más allá de la razón o la materialidad. Era tanto proyecto estético colectivo —es decir, una empresa para construir un sentimiento compartido de comunidad y de posibilidad inventiva— como un programa económico o de infraestructuras. Como resultado, el New Deal tuvo el efecto de eclipsar una alternativa reaccionaria, que en su lugar podría haber canalizado el deseo de la gente de creer en algo y sentir algo hacia el rencor y el odio masivos.

¿Qué forma podría tomar hoy un proyecto público de este tipo? En una época caracterizada por la desesperación generalizada, el aislamiento social, la violencia y los obstáculos a la asistencia, hay muchas oportunidades para aprovechar con fines progresistas el poder de la belleza, la comunidad y la búsqueda de sentimientos y creencias. Con el telón de fondo de una sanidad pública y unos sistemas de atención sanitaria abismalmente deficientes, definidos por la explotación y la exclusión, crear un programa de trabajadores de atención comunitaria como pieza central de un nuevo sistema nacional de salud organizado en torno a la atención recíproca y participativa podría ser una forma de hacerlo.

En medio de las profundas desigualdades de riqueza y oportunidades, los programas audaces para la condonación de la deuda estudiantil y de la salud, el derecho a la vivienda o una renta básica universal también podrían ayudar a galvanizar a los jóvenes desilusionados y a los que actualmente se sienten atraídos por Trump. Se podría contemplar incluso la inversión pública masiva en cultura y artes a nivel barrial, o el rejuvenecimiento de los sistemas de educación pública del país apoyados en la gratuidad de las matrículas universitarias y las oportunidades de aprendizaje permanente para todos.

Para hacer un uso eficaz de tales políticas, resulta esencial comprender que no se trata solo de programas económicos o técnicos; son medios para incitar, inculcar y hacer realidad una visión inspiradora de una sociedad en la que todo el mundo pueda liberar su potencial único y participar activamente. Permitirían dejar de lado los tópicos vacíos y posibilitarían, en su lugar, la adopción sincera de una retórica populista progresista —del tipo que inquieta a los políticos demócratas más devotos al orden social existente que a la justicia o la democracia genuinas— respaldada por planes materiales significativos para darle cuerpo.

Varias plataformas políticas progresistas existentes tienen ese potencial para provocar el afecto de las masas y darle un uso constructivo, pero el Partido Demócrata las sigue descuidando y a menudo las suprime, tal como ha hecho con la campaña de Harris, que cuidadosamente evita alinearse con cualquier programa político sustantivo. Un componente importante del atractivo del Green New Deal, Medicare for all, la People’s Response Act (para crear sistemas de seguridad y salud mental no policiales), un impuesto sobre el patrimonio de los ultrarricos o la condonación de la deuda de los estudiantes, por ejemplo, reside no solo en sus fundamentos económicos y éticos, sino también en su potencial como proyectos audaces y ambiciosos para excitar el sentimiento de las masas y encauzarlo hacia la comunidad solidaria en lugar de hacia la división destructiva.

Junto a estas políticas clave, la oportunidad perdida más flagrante de la campaña de Harris reside en su negativa a alinearse con un movimiento antibelicista profundamente cargado de sentimiento, dirigido por jóvenes y basado en principios éticos. Los millones de estadounidenses que protestan contra la participación y el apoyo de Estados Unidos a la destrucción genocida de Gaza por parte de Israel y el bombardeo generalizado de civiles en el Líbano abrazarían de buen grado a Harris si se comprometiera a cumplir sus obligaciones legales de poner fin al apoyo de Estados Unidos a los crímenes de guerra y aplicar un embargo de armas a Israel. A cambio, la afluencia de simpatizantes que esto ganaría reanimaría poderosamente una campaña de Harris que hoy se tambalea y que muestra cada vez menos visión o propósito más allá de la mera oposición a Trump.

El trabajo emotivo vital que las políticas progresistas pueden lograr no es como el de los efectos masificadores y homogeneizadores del fascismo; por el contrario, gira en torno a la belleza de nuestro poder colectivo para cuidar de cada individuo singular entre nosotros y proporcionar a cada uno de nosotros los recursos para realizar nuestro propio potencial único. Solo con proyectos colectivos visionarios podremos hacer frente al descontento y la desilusión que Trump alimenta con división y falsas promesas.

Entumecidos y desafectos, los estadounidenses están desesperados por sentir algo, creer en alguien y unirse en torno a una causa. Trump y los republicanos están llenando este vacío con ira, odio a la diferencia y fantasías sádicas de hacer daño a un elenco de enemigos en constante proliferación. Para aquellos que buscan proteger la posibilidad de la democracia y una sociedad organizada en torno a sus ideales, es urgente proporcionar una alternativa genuina. Antes de que sea demasiado tarde.

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